Venezuela, esa "mala palabra"

17/05/2017
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I

 

Desde que aprendí en las lecciones de castellano de mi escuela primaria, que la terminación "zuela" es para denotar un despectivo y no un diminutivo, me quedé muy mortificado por el nombre de mi país. Comencé a discernir ante mis compañeros -niños de 10 años o un poco más- que el tal Américo Vespucio cuando relacionó nuestra originaria vida acuática, viviendas palafíticas, canoas y puentes de mangle, con la ciudad italiana, no quiso decir "pequeña Venecia", sino "precaria Venecia", una comparación nada simpática; yo diría que burlona o sarcástica.

 

Mis compañeros de estudios me miraban con cierto asombro, algunos se reían y hacían giros con el índice alrededor de la sien, en señal de "este está loco".

 

Pues, más loco me creyeron cuando pregoné que si algún día llegaba a tener el poder de hacerlo, le cambiaría el nombre a Venezuela por República de Bolívar.

 

Lo creía elemental: Bolívar resume la potencia y el prestigio de nuestro gentilicio. Él -como encarnación de una causa justa- nos hizo libres y universales.

 

Llegó el día que casi cumplí mi profecía infantil. Llegó el proceso constituyente de 1999. No le cambiamos de nombre, pero le pusimos su apellido.

 

Tuve el honor de defender la propuesta del Presidente Hugo Chávez, que presentó en la plenaria de la ANC el constituyente Eliécer Otaiza, hoy mártir por la violencia criminal que nos azota. Sólo los dos emitimos discursos a favor de la República Bolivariana.

 

II

 

Venezuela fue siempre una lejana propiedad de algún extraño. Un tal Carlos V, rey y emperador, se la da en gobernación a los germanos Welser para pagarles deudas que financiaron sobornos de sangre azul. Comenzó así la esclavitud y exterminio de los pueblos originarios, esos a quienes Bolívar llama "legítimos dueños de estos territorios" en su Carta de Jamaica.

 

Nuestro nacimiento como República Independiente, las primeras décadas del siglo XIX, estuvo signado por los rigores de las guerras, las traiciones al liderazgo bolivariano y las apetencias oligárquicas. Ah, y el acecho de un neoimperio continental que apenas asomaba sus colmillos.

 

Repasemos la predicción de El Libertador en aquella memorable carta del 5 de agosto de 1829, enviada desde Guayaquil al Coronel Patricio Campbell, donde reflexionaba sobre los problemas de gobernabilidad de las nacientes repúblicas: "y qué no harían los Estados Unidos, que parecen destinados por la Providencia a plagar la América de miserias en nombre de la libertad".

 

Pasado un breve siglo, los gringos ya se habían enseñoreado con los bienes y la política de todo el continente. Controlan las frutas centroamericanas y caribeñas, los minerales del sur y el petróleo de Venezuela.

 

Pero sobretodo, manejan como títeres -con meritorias excepciones- a la clase política y las burguesías criollas, que las más de las veces eran las mismas rancias familias herederas de privilegios coloniales, o ambiciosos caudillos venidos a esbirros del imperialismo.

 

Venezuela es, en ese marco inicial del siglo XX, la mina de oro negro que desata la fiebre imperial de Estados Unidos. El "lago de óleo", nuestro estuario maracaibero, fue la fuente de negocios más cercana y esencial para el establecimiento del sistema de corporaciones transnacionales que dieron soporte al Imperialismo tal como lo conocemos hoy.

 

La potencia hegemónica, fanática de su supremacía "predestinada", no está dispuesta a aceptar el renacer del ideario de Simón Bolívar. Es lo que más temen: la irreverencia detrás del muro.

 

III

 

En esa historia radican las razones del descuartizamiento moral que se está ejecutando contra la Venezuela Bolivariana.

 

Nos han convertido en una "mala palabra". Es una campaña mundial despiadada, donde convergen la transnacional mediática y su tarifada farándula dolarfílica; presidentes cipayos y ex presidentes reos, todos con expedientes de corrupción internacional, vinculados al narcotráfico y la violación de DDHH, pero con el hilo común made in USA que los menea a su antojo y les da tribuna.

 

El plan imperialista ha contado siempre con una facción nacional opositora que es pieza clave en el suicidio de la Patria. Literalmente.

 

Lo códigos fascistas predominan en una parte significativa de la oposición que no sólo vocifera un odio irracional, desprestigia al país y se pliega a intereses foráneos, sino que ha accionado una violencia criminal que amenaza seriamente la gobernabilidad democrática. La tanatoética y el psicoanálisis tienen material de estudio para profundas investigaciones. El culto a la muerte como elixir de megalómanos.

 

Elegantes dirigentes, periodistas e intelectuales, celebran y gritan hurras al uso de excrementos como arma biológica y la profanación de tumbas para hacer barricadas.

 

Erigida en jueza prevaricadora, la mediática transnacional antibolivariana, acusa y sentencia a priori al Gobierno por la muerte de ciudadanos, obviando circunstancias que de hecho y derecho señalan como causantes a los terroristas de la oposición en alianza con la delincuencia organizada.

 

Hay un bullyng morboso contra Venezuela, con activistas de todas las calañas pagados por el gobierno yanqui. El fin último es destruir moralmente al proyecto bolivariano, enterrando en la fosa de los fracasos el legado de Hugo Chávez y la posibilidad del socialismo democrático.

 

Los errores del gobierno venezolano, que los tiene y los hemos criticado insistentemente sin ser escuchados, no son culpa de la Doctrina Bolivariana ni del ideal socialista, puesto que la ineficiencia, la corrupción y la impunidad, son antagónicas a nuestra ideología y a los intereses del pueblo trabajador.

 

El presidente Nicolás Maduro ha tomado la iniciativa constituyente prevista en la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela, en su Artículo 348º; de manera que nadie puede cuestionarla jurídicamente. Es una atribución explícita (aunque no exclusiva). Tampoco se puede señalar de fraudulenta ni autoritaria, ya que el propio Presidente ha explicado –y así lo recoge el Decreto aprobado al efecto- que será conformada a partir de elecciones libres, con el voto universal, directo y secreto de la ciudadanía.

 

No estoy convencido de la pertinencia de la propuesta constituyente ni mucho menos soy de los que aseguran de antemano que por sí misma será exitosa; pero la apoyaré, porque de lo que si estoy absolutamente seguro, es que como salida a la crisis, es muchísimo más democrática, patriótica, pacífica, sensata y constitucional, que el baño de sangre a que nos empuja el ala fascista de la oposición, buscando la intervención extranjera para desmembrar al Estado y apropiarse de los recursos estratégicos del país. Es una apuesta con muchos riesgos, el devenir histórico en marcha nos ha abofeteado en el pasado reciente, como para creernos invencibles, inexpugnables, y toda esas arengas que se suelen repetir para animar la tropa, pero que no necesariamente reflejan las condiciones objetivas y subjetivas del combate. Nada más cándido en política que la palabra “irreversible”. Me apena escuchársela a nuestra dirigencia, sobre todo este año que se conmemora un siglo de la extinta Revolución Bolchevique. No es con rituales mágicos y ruegos religiosos que se derrota al fascismo, menos cuando éste ha mutado, globalizándose y camuflándose de demócrata.

 

Ganar la paz es también en este momento, preservar la soberanía e integridad de la Nación. Como integrante de la Constituyente de 1999, hubiera deseado dar mis opiniones en un debate entre camaradas, pero ya que eso no ha sido posible, emito por esta vía algunas reflexiones, reservándome aquellos argumentos que pudieran ser mal utilizados por la oposición.

 

Dejo claro que, como militante socialista de toda la vida, apoyo al Presidente Maduro y apoyaré su llamado a Constituyente, tratando de aportar ideas para resguardar lo conquistado en la Constitución Bolivariana de 1999, y agregar conceptos y normas novedosas que la perfeccionen; hace tiempo he parafraseado que “es mejor errar con la Revolución, que acertar sin ella”. 

 

 Yldefonso Finol

Constituyente de 1999

 

 

 

 

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