Lecciones de una epopeya

11/07/2017
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No podemos ni debemos echar leña al fuego de la reacción internacional, no podemos venir ahora a anatemizar todo lo que hicieron los países socialistas, y mucho menos anatemizar todo lo que hicieron los soviéticos. Debemos tener un espíritu crítico, errores políticos que cometieron de distintos tipos, violaciones de principio que cometieron, no lo vamos a negar, pero sería injusto negar los colosales éxitos que tuvieron como país socialista”

 

Fidel Castro. Discurso del 4 de abril de 1992

 

Para Henri Barbusse, el célebre autor francés de “El Fuego”, la Revolución Socialista de Octubre fue algo así como un resplandor inextinguible. Prácticamente desde un inicio incubó hacia la Rusia Soviética sus mayores lealtades, y se trasladó a vivir a Moscú en 1921, cuando tenía 48 años y había definido ya su resuelta adhesión al socialismo. Algunos años más tarde, otra descollante figura del accionar revolucionario universal, el Comandante Fidel Castro, diría: “La existencia de la Unión Soviética era tan segura como la salida del sol en la mañana. Así era de sólida, poderosa y un país con increíble fortaleza que había sobrevivido pruebas y dificultades extremas”. Hoy, al cumplirse cien años de la epopeya aquella en la que los cañonazos del Crucero “Aurora” dieron la señal para el Asalto al Palacio de Invierno en la antigua Petrogrado; la URSS no existe.

 

Su desaparición, hace más de 25 años, no solo fue una sorpresa para el ciudadano común y corriente. También lo fue para millones de hombres y mujeres que, en todo el planeta, habían incubado la idea de considerar a la Patria de Lenin como el símbolo del mundo nuevo por el que valía la pena no sólo combatir, sino incluso dar la vida. Pero aún lo fue para sus adversarios, los que denigraban la experiencia soviética e incubaban la ilusión que ella fuera destruida.  Tampoco estos creyeron que el colapso del socialismo real, fuese posible.

 

La vida, sin embargo, más allá de las disquisiciones de orden teórico, dictó una sentencia que trajo abajo no sólo expectativas naturales sino también esquemas teóricos y lecciones aprendidas. Para todos, fue una dura y dolorosa lección, de la que será indispensable extraer debidas enseñanzas.

 

La trascendencia de octubre 

 

Si queremos reseñar en grandes líneas el valor que tuvo para la humanidad,   la Revolución Socialista de Octubre, hay que subrayar que demostró, por primera vez en la historia humana que sí, que era posible derribar al régimen de opresión que maniataba a los pueblos y abrir paso a un nuevo tipo de sociedad en la que desapareciera la explotación   del hombre por el hombre y se afirmara un orden distinto, más humano y más justo, basado en la colaboración y en la solidaridad.

 

Pero si esta fue una enseñanza “general”, habría que subrayar que ella permitió convertir en pocos años un país atrasado, semifeudal y dependiente, en la segunda gran potencia del mundo. El país marginal, que fue la Rusia de los Zares; pasó, en pocas décadas, a convertirse en el más poderoso de Europa y en el segundo más desarrollado y sugerente del planeta. Quien recuerde los años  60, y posteriores;  tendrá que admitir que, en efecto, en esa etapa de la historia, la influencia del  mundo estuvo dividido en dos polos: Los Estados Unidos de Norteamérica, como la Gran Potencia Capitalista; y la URSS, como las Gran Potencia Socialista.

 

Aunque no faltaron quienes denigraban ese mundo “bipolar”, es claro que él garantizaba un cierto equilibrio que lucía fundamental, y que sólo era mellado cuando en un lugar determinado los pueblos alcanzaban victorias o sufrían derrotas, casi siempre dolorosas, pero finalmente temporales.

 

La influencia de Octubre y el poderío soviético generaron cambios en el escenario mundial. Uno de los más relevantes, fue sin duda el desmoronamiento del sistema colonial, que desde el siglo XVI había establecido un orden que lucía pétreo e inamovible y gracias al cual algunas potencias europeas disfrutaban del trabajo casi esclavo de millones de personas en diversas regiones del planeta.

 

En Asia, África y América Latina se derrumbó el colonialismo, y en su reemplazo surgió un vigoroso Movimiento de Países No Alineados que, sin embargo jugó un papel de aliado de la URSS al enarbolar las legítimas banderas de la liberación nacional y social.

 

Pero quizá si el aporte más definido y claro que la Unión Soviética prestó al mundo, fue la hazaña de la Gran Guerra Patria. Al precio de sacrificios infinitos, la URSS pudo sobreponerse a la adversidad y derrotar a la Alemania Nazi, salvando al mundo del horrendo oprobio de fascismo.

 

Nunca se podrá, realmente, tener una idea clara de lo que significó para la humanidad el heroísmo del pueblo soviético y su genialidad militar y política. Y nombres como Moscú, Leningrado, Stalingrado, o el Arco de Kurts, pasarán a la historia como expresión de epopeyas dignas de la especie humana. Ellas salvaron el rostro del hombre -y su huella- en el planeta.

 

Estos elementos, esenciales en nuestro tiempo, hacen que la experiencia de Octubre, sea imperecedera y que se pueden extraer de ella muy valiosas enseñanzas. Si en el futuro no será posible reconstruir una bella pieza de cristal que se hizo añicos, sí se podrá forjar muchas otras piezas nuevas; protegiéndolas debidamente para que soporten todos los embates de la vida, y de sus enemigos.       

 

Quizá por eso, hoy en el mundo, han asomado movimientos y grupos empeñados en celebrar el Centenario del Gran Octubre independientemente del hecho que éste haya culminado satisfactoriamente o no Su sola presencia en el escenario mundial dio lugar a que se le considerara el más grandes acontecimiento del Siglo XX, y que su herencia cayera, legada a los pueblos como una vertiente de ideología y pensamiento.

 

Una historia difícil

 

Cuando Lenin y sus compañeros iniciaron la construcción del nuevo orden en la vieja Rusia de los Zares, sabían lo que debían destruir: el sistema de opresión y de guerra, imperante hasta entonces. Pero más allá de lo que fueran en ese entonces sus ideas personales, estaban dando inicio a una experiencia inédita, a un camino jamás transitado por el hombre; a una forma de organización de la sociedad, que no tenía antecedentes en la historia. Todo sería nuevo, entonces, en la zona europea de ese inmenso país, en el Asia Central y en la estepa siberiana.

 

Hacer la Revolución -diría Lenin en aquellos años- es como caminar hacia la cumbre de una montaña. Obliga a buscar la ruta más segura, pero también a cambiar de derrotero; a avanzar y a retroceder; a desandar, buscar atajos, detenerse inopinadamente, reiniciar un sendero muchas veces de manera independiente del tiempo, o de la lluvia. Pero andar sin perder la perspectiva, y sin olvidar que lo que realmente importa, es llegar a la cima de la montaña.

 

Las dificultades asomaron desde un inicio: el mismo Estado Mayor, el que hizo la Revolución y el que tomo el Poder -el Comité Central del Partido Bolchevique electo en el VI Congreso de agosto del 17- no era, ni de lejos, homogéneo Estaba integrado por revolucionario que tenían una impecable trayectoria de lucha, pero te registraban diferencias notables sobre todo en el diseño de lo que vendría, aquello que se buscaría construir. Sólo el genio de Lenin, su in finita paciencia, su inconmensurable capacidad de persuasión y su grandeza espiritual, pudo unir a esa verdadera cófrade de combatientes. 

 

Quizá la primera experiencia dramática de esa historia, fue la insurrección de los marinos Kronstand que, en 1918, se alzaron por no entender la naturaleza de la revolución que se iniciaba y que dieran lugar a una respuesta dolorosa. Lenin diría de ella que era ésa una tragedia que “jamás debiera repetirse”.

 

Se repitió aunque en variadas formas, y dio paso a un periodo complejo en el que, factores externos -como la agresión de 14 naciones- agravaron las cosas hasta convertir el hambre y la miseria, en los más temibles enemigos de la nueva Rusia. Hombre del valor de Sverlov -el Primer Presidente de la Rusia Soviética-  o la maravillosa Inessa Armand,  cayeron abatidos por una enfermedad que hoy no mataría a nadie pero que, en ese entonces, fue flagelo de millones: la tisis.

 

El cambio del llamado “comunismo de guerra” por la Nueva Política Económica -la NEP- destapó un caldero que hervía. Era –y lo sostuvo Lenin- un “paso atrás”, indispensable en la coyuntura e impuesto por la realidad. Un retorno a formas de propiedad capitalista, sobre todo en el campo, que se debían extirpar, pero que resultaban inevitables en esa primera etapa del desarrollo. Esa NEP debía permitir recomponer la economía, afirmar el rumbo del proletariado, retomar la esencia de su alianza con el campesinado, y alentar la pequeña propiedad en sus diversas modalidades. Y así ocurrió por lo menos en una primera etapa.

 

Para Lenin era una táctica de coyuntura que serviría como peldaño indispensable. Para otros, un trago amargo que debía abandonarse pronto. Y para terceros, un camino de futuro, habida cuenta que el débil desarrollo del capitalismo en Rusia tornaba más lejano el ideal socialista. La NEP se impuso como una necesidad apremiante, por tres factores. El débil nivel de desarrollo del pensamiento, la cultura y la economía; la soledad que vivió  el Poder Soviético al fracasar la Revolución en Occidente, y la ofensiva feroz de la contra revolución, dentro y fuera de Rusia, para derribar el Poder Soviético.

 

Roger Keeran y Thomas Kenny, dos analistas de la experiencia soviética, aluden a esta etapa y señalan que en ella se bifurcó el derrotero de dos sectores entonces actuantes: la clase obrera, y la pequeña burguesía. Para la primera -representada por Lenin- implicaba apenas una “retirada estratégica” en busca de nuevos recursos. Para la segunda, asomaba como un estilo de conducción de un proceso que debía ser lento dado que no estaban dadas las condiciones que permitieran construir el socialismo.

 

Para estas dos clases -que no tenían “intereses antagónicos”- mantuvieron diferencias a lo largo de todo el periodo de construcción del socialismo. Las ideas de la radicalización   del proceso, se hicieron fuertes en los años de Stalin; pero la concepción del “gradualismo” en el avance del sistema -que había anidado en las tesis de Bujarin- resurgió años más tarde en algunas de las propuestas de Jrushchov. Brezhnev simbolizó un “tiempo intermedio”, pero no aventuró salidas a problemas fundamentales que hicieron crisis a comienzo de los años 80. Luego vendría el colapso, bajo la gestión de Mijail Gorbachov, el más joven de los dirigentes de la época, que aportó la teoría de la “Perestroika”, para aludir al “cambio” y el “Glasnot”, para referirse a la “transparencia”.

 

Se trata por cierto, de dos tácticas empeñadas en un mismo propósito Por eso podía hablarse también de coincidencias que podían converger en el marco de un horizonte plagado de amenazas.

 

En todos estos años, sin embargo, ninguno de los dirigentes soviéticos incubó ideas capituladoras, ni estuvo dispuesto a renunciar al socialismo. Ninguno abrigó la posibilidad de “restaurar” el capitalismo en Rusia, ni renegar de la rica experiencia soviética. Salvo, al final, Gorbachov. 

 

Los nuevos caminos

 

La muerte de Lenin, cuando aún no había cumplido los 54 años, asomó como un hecho funesto -y nefasto- en la coyuntura.  Si siempre era grave, y penoso, perder al conductor de un movimiento, en el caso resultaba extremadamente pernicioso. En 1924 el escenario internacional se tornaba desfavorable para el régimen soviético. Había concluido “la ola revolucionaria de los años 20” con la derrota de procesos fundamentales: la República Húngara de los Consejos, la Revolución Alemana, la República Soviética de Finlandia liderada por Otto Kuusinen, la insurgencia de Eslovaquia, las Barricadas de Hamburgo, la Insurrección antifascista de Jorge Dimitrov en 1923; y se había iniciado lo que se dio en llamar el periodo de “estabilización relativa del capitalismo”, que se habría de extender hasta el crack del 29.  Ambos fenómenos colocaban a la Revolución Rusa en un contexto particularmente difícil en el que el ascenso del fascismo se perfilaba en el escenario europeo, diseñando lo que sería luego una dictadura terrorista de los grandes monopolios, con apoyo de masas.

 

En ese marco, la URSS tenía sólo dos posibilidades: o se encerraba en una concha de acero para construir su régimen socialista al margen del marco mundial; o se preparaba a enfrentar a sus enemigos en todos los terrenos. Como la primera opción era materialmente inviable por la agresión del Gran Capital que buscaba destruir a la Rusia Soviética a cualquier precio; la dirección bolchevique optó por la segunda. Y ante la ausencia física de Lenin, asumió la responsabilidad quien mostró mayor talante para emprender la obra: José Stalin.

 

Fue algunos años después de la muerte de Lenin, a comienzo de los años 30, que Stalin pudo, finalmente, vencer las resistencia y abrir paso a sus dos propósitos: la industrialización forzada y la colectivización forzosa de la agricultura. Dos vigas que -como se demostró después- fueron poderosos arietes en la tarea de colocar a la URSS en el nivel de sus retos. Sin un sólido desarrollo industrial y con una agricultura desordenada, el país soviético no habría podido resistir los embates de sus adversarios.

 

El precio que se tuvo que pagar, fue muy alto. La afirmación de un “modelo” de sociedad regimentada en la que la iniciativa individual y las libertades personales eran severamente recortadas; y un periodo de “unificación de pensamiento político“, basado en la represión de las disidencias.

 

El primero tuvo como evidencia la restricción y reducción de libertades personales en las más diversas áreas: la esfera del trabajo, la vivienda, la capacidad de expresión, y otras.

 

El último, el más cuestionado, tuvo su expresión principal en los llamados “Procesos de Moscú” que entre 1936 y 1938 acabaron realmente con el Comité Central del Partido Bolchevique, el que tomara el Poder en octubre del 17.

 

Se han citado cifras destinadas a mostrar el nivel de la represión usado en la URSS bajo la conducción de Stalin. De hecho se sabe que de los 27 miembros del Comité Central del Partido electo en agosto del 17, solo 3 llegaron a lo que podría denominarse una “edad provecta” -superaron los 50 años-: Alejandra Kollantay, Martínov y Stalin. Todos los demás, murieron en el camino: 3 fueron víctimas del “terror blanco”, 3 más perdieron la vida por enfermedades que bien pudieron evitarse; y los 17 restantes sufrieron los efectos de una represión que históricamente podría considerarse injusta, y que los condujo a la muerte en circunstancias ominosas.

 

Algo parecido puede  recordarse evocando el XVII Congreso del Partido –“ El Congreso de los Vencedores” celebrado en 1934 con  la asistencia de algo más de 1,800 delegados, mil de los cuales luego del congreso fueron considerados “hostiles al socialismo” y depurados, expulsados, encarcelados y hasta fusilados en muchos casos. El Comité Central electo en ese Congreso tenía 71 miembros. 5 años más tarde, en 1939, solo le quedaban 21, 3 murieron de muerte natural, 1 -Kirov- fue asesinado, y los 36 restantes simplemente “desaparecieron”.

 

Estos acontecimientos, conocidos luego como las expresiones del “culto a la personalidad” causaron no solo un daño físico y material a las personas afectadas, y a sus familias; sino que hirieron también gravemente al Partido Soviético. Aunque negados los hechos por varias décadas, sin embargo, debieron ser admitidos y sancionados entre 1956 y 1960, con motivo del XX y el XXII Congreso del Partido.

 

El fenómeno, por lo demás, se extendió a otros países de Europa del Este, con la misma deformación registrada en la URSS. Procesos como el de London, en Praga; Rajj, en Hungria; Gomulka en Polonia; y otros de similar signo en países de Europa Oriental, contribuyeron a que se anidara un nivel de desconfianza respecto al proceso en marcha.

 

Los problemas de la economía

 

Pero los problemas que debió afrontar el régimen soviético, no fueron solo económicos. En la base de los mismos, estaba cimentada una estructura económica que nunca llegó a ser plenamente controlada.

 

Lenin había advertido acerca del peligro que implicaba la reproducción del capital y la producción mercantil. Pero no tuvo tiempo para hallar la fórmula que evitara ese fenómeno. Sus seguidores, optaron por “esconderla” declarándola “ilegal”, y guardándola bajo la alfombra. Desde allí surgió, como una peligrosa serpiente venenosa, una “segunda economía”, es decir, un conjunto de mecanismos basados en la oferta mercantil y de mano de obra, que iba más allá de la capacidad del Estado para atender las apremiantes necesidades  de la población.

 

La “economía escondida” poco a poco fue asomando en la vida soviética. Y no encontró respuesta en las esferas del Poder. De alguna manera, éstas, “la dejaron pasar” con la idea que se trataba de “un fenómeno nuevo” que se evaporaría con el tiempo. No fue así. Fue creciendo en la sombra y tomó fuerza a partir de sus vínculos oscuros con el mismo aparato del Estado. Fue una respuesta irregular de la sociedad ante problemas que no pudieron ser exitosamente abordados.

 

Las dificultades materiales de la URSS se vieron agravadas con mucha frecuencia por fenómenos externos. La Guerra Civil, entre 1918 y 1921 y la agresión de 14 naciones en el mismo periodo, fue el primer contraste. No sólo quedaron inhabilitadas las tierras de cultivo, sino que, adicionalmente, se perdieron las cosechas, se despoblaron las aldeas y se generaron verdaderos flagelos de hambre, miseria e insalubridad; que exigieron respuestas inmediatas, pero además, extremadamente costosas.

 

La II Guerra Mundial fue catastrófica para los efectos de la economía soviética, pero también para las condiciones materiales de vida de su población. José Luis Rodríguez García, un cubano estudioso de tema recuerda que en esa guerra “perecieron más de 26 millones de soviéticos; se destruyeron 1,710 ciudades y 70,000 aldeas, al tiempo que 25 millones de personas carecían de vivienda al concluir el conflicto, que se calcula costó 48 mil millones dólares a la URSS a precio de la época. En términos de su desarrollo, la guerra representó un atraso de entre ocho y nueve año a país”.

 

Para la URSS, la “Gran Guerra Patria” como fue llamada, resultó un reto de magnitud universal. Sólo la victoria soviética fue capaz de salvar al mundo de la barbarie nazi. La bandera roja, izada en el mástil del Reichstag el 30 de abril de 1945 no sólo simbolizó una victoria militar, sino también política: el socialismo venció a sus adversarios de distinto signo, que anidaron la idea de aplastar al Poder Soviético a cualquier precio. 

 

Incluso Mijail Gorbachov -responsable principal de la caída del régimen soviético- se preguntó en 1985: “¿Dónde estaría el mundo ahora si la Unión Soviética no hubiera bloqueado el camino a la maquinaria de guerra de Hitler?” y añadió luego: “nuestro pueblo derrotó al fascismo con el poderío creado por nosotros mismos en los años veinte y treinta. Si no hubiera habido industrialización, habríamos estado desarmados, ante el fascismo”

 

Después de la “guerra caliente”, vino la “guerra fría”, impuesta por las potencias occidentales contra a URSS. Ella, justificó la llamada “Cortina de Hierro”, ideada por Winston Churchill, pero impuso una carrera armamentista que, a diferencia de los gobiernos capitalistas, verdaderos mercaderes de la guerra, el régimen soviético solo pudo solventar a expensas del sacrificio de su pueblo. Millones de rublos debieron ser destinados a la fabricación de bombas -incluso nucleares- después de los “ensayos atómicos” de los Estados Unidos, iniciados, como se recuerda, en Hiroshima y Nagasaki.

 

En paralelo a la carrera armamentista, estuvo la lucha por la conquista del espacio, en la que la URSS alcanzó éxitos de enorme importancia. El lanzamiento del Sputnik como primer satélite artificial de la tierra; Yuri Gagarin como el primer hombre al espacio y Valentina Tereshkova como la primera mujer; no solo abrieron camino para la conquista del cosmos y el uso pacífico de la energía nuclear, sino que insumieron enormes presupuestos originalmente no previstos.

 

Adicionalmente, la política exterior soviética se expresó en el apoyo material a todos los pueblos en la lucha contra el colonialismo y el imperialismo, así como por su liberación y el socialismo. Los pueblos africanos, en Angola, el Congo, Mozambique y otros países, combatieron con armas soviéticas que no les fueron vendidas por el gobierno de la URSS sino entregadas para la conquista de sus derechos. El pueblo vietnamita y el movimiento liberador de la península Indochina, la misma Revolución China y la Guerra de Corea; la lucha de Nasser en Egipto por la recuperación del Canal de Suez; el combate de los pueblos de Etiopìa y Somalia, de Argelia y de Libia, recibió siempre el apoyo en recursos, de la URSS; que entregara también ingente ayuda a Cuba, al Chile de la Unidad Popular, a la Nicaragua Sandinista y aún al proceso peruano de Juan Velasco Alvarado. La solidaridad estuvo inscrita en la bandera soviética sin la menor reticencia.

 

Si esos recursos empleados en armas, en la carrera espacial y en la solidaridad con las luchas de todos los pueblos del mundo, hubiesen sido destinadas a elevar el nivel material del pueblo soviético, éste habría alcanzado verdaderas marcas de bienestar, que hubiesen dejado muy atrás a todos los pueblos de Europa y aún a los Estados Unidos, donde todavía se detentan severos bolsones de miseria.

 

¡Cuántas fábricas, cuántos proyectos de desarrollo, centrales hidroeléctricas, escuelas, hospitales, casas de cultura , refugios para ancianos, guarderías infantiles y muchas otras obras hubiesen podido impulsarse o construirse con los re cursos que se vio obligada a usar la Unión  Soviética con fines militares  abrigando, sin embargo, los más altos ideales de paz!.

 

Las dificultades generadas por la economía sumergida, la crisis de la economía impuesta por la “guerra fría” y sus derivados, la escasez de productos en el mercado soviético; factores todos unidos al carácter regimentado de la vida política y a violaciones a la democracia socialista registradas durante el estalinismo y aún -en menor medida- después; incidieron poderosamente en el desequilibrio del sistema y en la caída del régimen soviético.

 

El fin del proceso     

 

El régimen soviético no cayó, sin embargo, por el colapso de su economía.  Tampoco por el fracaso de su política interna, o externa. Menos aún por la sublevación de un pueblo descontento con el socialismo. Cayó presa del entrampamiento surgido a partir del “mercado ilegal”; las limitaciones impuestas por el Estado Regimentado, la corrupción que alcanzó cierta fuerza en determinadas esferas del Poder; el burocratismo, que fracasó en su intento de detener la crisis; la ofensiva sediciosa del enemigo que cesó nunca en el impulso a acciones corrosivas; y la traición del núcleo dirigente del Partido y del Estado, que hoy se torna más evidente que nunca.

 

La “Perestroika” fue concebida originalmente como un mecanismo orientado a superar debilidades y errores del régimen socialista.  “Nuevas ideas para mi país y el mundo”, aseguró su promotor en un inicio. Y afirmó, incluso, que su tarea, era fortalecer el régimen socialista, dejando atrás formas y métodos de acción superados por la vida y por la realidad, Buscaba –aseguró en un inicio- recoger la expectativa ciudadana superando las limitaciones impuestas por un pasado que no tendría por qué repetirse. En los hechos, ese empeño, no fue cumplido.

 

Se podría decir que tres factores influyeron de manera decisiva para que esto ocurriera. El primero de ellos fue, por cierto, la debilidad del líder: Gorbachov se dejó ganar fácilmente por la prédica del capitalismo.  Los gobernantes del occidente lo encandilaron con sus ofertas y promesas. Descubrieron en él, una personalidad débil, susceptible al halago y ganada por la vanidad. Los grandes medios, los mismos que antes le negaron el santo y la limosna, al régimen socialista, le brindaron al nuevo dirigente soviética la mayor de las audiencias presentándolo ante el mundo como “un líder audaz”, “inteligente”, “instruido”, capaz -como lo dijeron- de abandonar “viejos moldes“ -es decir, ideas leninistas-  para transitar por “caminos nuevos”. A partir de entonces, la egolatría asomó como el primer rasgo de su personalidad. Los capitostes de occidente, como Ronald Reagan, Margaret Thatcher, y el líder germano occidental Herman Khol, tuvieron un papel dominante en esta tarea.

 

El segundo factor, fue el núcleo que se forjó alrededor de Gorbachov y que fue alentado por el mismo. Personalidades como Shevardnadze, Yakovlev, Medvedev, Yeltsin y otros, hicieron coro a esos cánticos y entonaron jubilosos las melodías que les fueron dictadas por los enemigos del socialismo. Poco a poco, fueron desmantelando aparatos enteros, como los medios de comunicación, que fueron entregados a “disidentes” o elementos refractarios de la sociedad socialista, vinculados a la pequeña burguesía emergente surgida a partir de la “segunda economía” en proceso de prosperidad. Desde los “medios” en los que antes se difundiera el pensamiento revolucionario, surgieron voces y mensajes que golpearon la conciencia de millones.

 

El tercer factor fue, sin duda, el trabajo del enemigo. Apenas asomaron síntomas de flaqueza en la conducción   del socialismo, los servicios secretos norteamericanos pusieron en juego todos sus recursos para alentar un proceso que -se dieron cuenta- podían aprovechar largamente. La Casa Blanca, el Departamento de Estado yanqui, la Agencia Central de Inteligencia y los servicios similares de otras potencias, estuvieron prestos y actuaron al unísono para “pescar a rio revuelto”.

 

La conducta de los ocasionales líderes soviéticos de entonces, debilitó las defensas del régimen socialista. Cundió la confusión, el desorden y hasta el pesimismo.  Ganó puntos la desconfianza en el sistema, la desorganización del trabajo y la desmoralización ciudadana. Millones de hombres y mujeres que en otras condiciones hubiesen luchado denodadamente por la experiencia histórica “bajaron la guardia” y dejaron a que tomara aliento la fuerza de enemigo. Boris Yeltsin jugó el papel más nefasto en el periodo

 

Vitali Vorotnikov, ex miembro del Buró Político del Comité Central del PCUS, sitúa en junio de 1987, lo que denomina “el proceso de la traición” de Mijaíl Gorbachov, que diera al traste con el régimen soviético. En sus memorias, publicadas bajo el título de “Mi verdad” sostiene: Precisamente a partir de aquí, es decir, del momento en que se realiza la XIX Conferencia del Partido, es que se puede efectuar el recuento de su traición a la causa de las transformaciones socialistas de la sociedad… la Perestroika socialista, se convirtió en lo opuesto”.

 

A la sombra de “los cambios” aparecieron fuerzas contestarías al socialismo. Incluso, organizaciones políticas, como la llamada “Rusia Democrática” que, con gran desfachatez, aludiendo a la Revolución Socialista de Octubre, aseguró: “el Golpe de Estado de Octubre fue contrarrevolución”, “le quitaron la libertad al pueblo”. Abiertamente demandaban así un “cambio” que no era tal, era una regresión abierta a los moldes de la explotación históricamente superados.

 

Cien años después  

 

A cien años de la experiencia de Octubre, la URSS no existe. Y no es previsible que vuelva a existir por lo menos en los términos del pasado. Hoy en Rusia se constata, sin embargo, un renacimiento del sentimiento nacional que lleva a los actuales gobernantes a corregir el rumbo trazado por Gorbachov y Boris Yeltsin a fines del siglo pasado e inicios del nuevo; a buscar recuperar un sitial de honor para la “nueva Rusia”. Vladimir Putin y sus colaboradores parecen no aceptar la idea de colocar a su país de furgón de cola de los Estados Unidos. Y anhelan volver a jugar un rol predominante en el mundo contemporáneo. Desde esa óptica, corrigen elementos básicos de su política exterior y se muestran activamente solidarios con las más justas causas de los pueblos. Así ocurre con Irán, Siria, Palestina, la Venezuela Bolivariana y aún con Cuba. Moscú busca jugar el papel de “contrapeso” a fin de equilibrar el planeta y no dejar el campo libre a los estrategas del Pentágono.

 

Recientes encuestas hechas en Rusia confirman que la mayoría de la población conserva viva su identificación con el régimen socialista. Más del 60% de los entrevistados reconocen, en efecto, que en los tiempos de la URSS, vivían mejor, más seguros y mejor protegidos, con empleo estable, salario fijo, educación gratuita y salud pública. Hoy, todo eso, ha desaparecido. Y la gente, lo siente en la calle.

 

El Mensaje de Octubre vive, sin embargo, en millones de hombres y mujeres más allá de las fronteras de Rusia. Hoy, América Latina, que dejó en los años 60 del siglo pasado de ser la despensa del Imperio; es un campo de batalla en el que los pueblos luchan denodadamente por encontrar un camino revolucionario. Y del socialismo es su faro.

 

Cobra asombrosa realidad algo que dijera Lenin en 1916: Todos los pueblos alcanzaran el socialismo; eso es infalible; pero no llegarán a él por una vía igual para todos, cada uno conferirá sus propias características a esa o aquella forma de democracia, a esa o aquella variante de la dictadura del proletariado, a ese o aquel ritmo de transformación socialista de los distintos aspectos de la vida de la sociedad. Nada sería teóricamente más penoso y prácticamente más ridículo que pintar con monótonos grises un cuadro del futuro…”

 

El proceso emancipador latinoamericano que se inició heroicamente con la experiencia de Cuba, continúa ahora recogiendo las expectativas de otros pueblos. La Nicaragua Sandinista, la Venezuela Bolivariana, la Plurinacional Bolivia, el proceso ciudadano de Ecuador, la afirmación de un gobierno progresista en la patria de Farabundo Martí; y la existencia de fuertes contingentes progresistas y aun revolucionarios en Argentina, Uruguay, Chile, Colombia y otros países; permiten albergar fundadas esperanzas.

 

La semilla de octubre aún da frutos en nuestro tiempo.

 

Publicado en la revista "Reflexión”. Julio 2017

 

https://www.alainet.org/pt/node/186730
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