2018: la nación entre la esperanza y la amenaza
- Opinión
El año próximo oscilará entre la posibilidad de construcción de una sociedad mínimamente igualitario y el preludio de la consolidación definitiva de un proyecto antipopular.
El análisis retrospectivo, de un año o de un siglo, es mucho más fácil que anticipar procesos que todavía están en gestación. Ciertas dinámicas sociales, frecuentemente, son recién tomadas en cuenta desde el momento en que sus efectos salen a la luz del día.
El cientista social está condenado a ser un “ingeniero de obra hecha”. Sumergirse en el pasado sirve para comprender hechos nuevos. Los días que se avecinan estarán condicionados por los días que se fueron.
El 2018 fue gestado, en mayor medida, a partir de junio de 2013, en aquellas jornadas cuya naturaleza aún no conocemos en profundidad. El próximo año podrá representar tanto la prórroga del 2017 como su fin, dramático o sereno, dando inicio a un nuevo ciclo que se distinguirá del pacto reaccionario por apuntar al restablecimiento del proyecto desarrollista e inclusivo.
Un nuevo pacto, éste popular, alejará del horizonte las amenazas de hoy, que no se reducen a las consecuencias del neoliberalismo radical. Más grave, más inquietante, es la radicalización conservadora, como pensamiento, acción, política, gobierno, valores sociales e ideología.
El conflicto, que no favorece los proyectos de conciliación de clase -utopía de sectores de la izquierda-, presidirá las maniobras de la derecha y condicionará los movimientos del campo popular, independientemente de los partidos y de las candidaturas conocidas y aquéllas por ser anunciadas.
Esa radicalización fluye en los últimos años. Desconocida desde el fin del periodo militar, fue asumida como política de Estado a partir del golpe de 2016. La radicalización crece, se expande y se profundiza a merced del poder económico, bajo el liderazgo del capital financiero y el monopolio de los medios de comunicación, uno y otro “Estados” dentro del Estado. Esta formación actúa al unísono, más allá de los tres poderes constitucionales.
Para preservar sus intereses y pagar “dividendos” a sus financiadores, esa coalición depende de la radicalización y profundización de sus tesis reaccionarias. Depende del avance de las medidas antipopulares y antinacionales que explican la interpelación.
Además, la derecha y su gobierno tienen prisa: 2018 fue anunciado como el año de la aventura. Actores, coadyuvantes y beneficiarios, de aquí y de todos los mares, saben que les resta poco tiempo, pues el próximo año será marcado por elecciones generales en las que destaca cada vez más la influencia de Lula. Su elección, como la de Ciro Gomes, la de Guilherme Boulos o la de Manuela D’Avila frenarán la continuidad de la regresión social.
En este contexto, si fuera posible adelantar una característica del incógnito 2018, será el avance del autoritarismo y de la arbitrariedad, que comprenden la violencia física y la violencia contra los intereses de la nación y del país, la represión de los movimientos sociales, afectados por el desempleo, por las restricciones al sindicalismo y por los ataques a la protección social y la seguridad social, castigando a los más pobres. Los ataques a las universidades federales no constituyen hechos aislados.
Como siempre, desde por lo menos 1831, es la derecha que toma la iniciativa, indica el campo de batalla y escoge las armas. En esta ocasión, es para un conflicto que busca la ruptura.
Sin embargo, se deberá ser uno de los brazos de la historia próxima, no será la Historia completa. Otros valores y otros agentes sugieren la confrontación, en términos que aún no se puede anticipar, simplemente porque a toda acción corresponde una reacción, y ésta, para sobreponerse al desafío, deberá ser más contundente que la amenaza.
La esperanza de que las fuerzas populares enfrentarán el desafío está vigente, pues la radicalización de la derecha será la fuente inevitable de la radicalización de las izquierdas, de que las organizaciones partidarias superen su fragilidad actual y repunten en el proceso electoral, que estimula debates y movilizaciones de masas.
Desde la especificidad del 2018, las elecciones podrán actuar como un divisor de las aguas, revelando como la imagen en el espejo, en el debate y en el voto, las dicotomías clase versus clase, desarrollo versus estancamiento, soberanía versus dependencia, democracia versus autoritarismo.
Los candidatos que se mueven en el campo de la centro izquierda no podrán alejarse de esa agenda. Serán gradualmente empujados hacia la izquierda a secas, por la dinámica del proceso político-electoral.
Lula anuncia que la Carta a los brasileños de 2002, dirigida a los banqueros, perdió sentido. Promete un nuevo manifiesto-compromiso, dirigido ahora al pueblo, a las masas subalternas, trabajadores y campesinos, proletarios urbanos que sobreviven en los servicios y a aquellos sectores de la clase media perdidos en el último quinquenio.
En otras palabras, aunque Lula busque fortalecer su imagen de conciliador, estará presionado por las circunstancias. A la ofensiva ideológica de la derecha no podrá responder sino retomando las tesis tradicionales de la izquierda, abandonadas en su gobierno, por este o aquel motivo, destacándose el desequilibrio en la correlación de fuerzas.
Los datos de hoy dicen que, realizadas las elecciones en los términos de la legislación vigente, es decir, sin sofismas legales o jurisdiccionales, lo que se puede llamar del campo de la izquierda deberá crecer. Dependiendo del apoyo popular, se tendrá condiciones políticas y fácticas para revertir muchas de las medidas impuestas por el actual ayuntamiento que acostumbramos llamar gobierno.
Ayuntamiento que, además, verá a muchos de sus personajes, comenzando por el comandante de la pandilla, tras las rejas por la Justicia. Despojados de las armas del poder y del foro privilegiado, gobernantes y agentes del golpe responderán a procesos en la Justicia de primera instancia, llevando al 2019 el clima tenso vivido en 2017.
Los datos de hoy aún dicen que ni la alianza gubernamental ni el conjunto de la derecha partidaria lograrán una candidatura en condiciones de impedir el retorno de Lula, con sus obvias consecuencias. Los estrategas del sistema, dentro y fuera del país, saben esto.
La historia no se repite, pero la expectativa de 2018 trae a la reflexión la crisis de 1955, cuando el gobierno golpista que derrumbó a Getúlio Vargas se vio frente a la elección de Juscelino Kubitschek y de Jango. La reacción político-militar-mediático, con el apoyo de la Fiesp de entonces, vio frustrado el sueño de “exorcizar la era Vargas”, en elecciones que no pudo evitar, poco más de un año después de la toma del poder.
Lanzada la candidatura de Juscelino, ésta fue declarada inaceptable por los ministros militares y en la Justicia fueron interpuestos recursos contra su registro. Ya electo, JK tuvo que enfrentar una nueva ofensiva político judicial contra su éxito.
Su posesión fue cuestionada por un nuevo golpe militar, sofocado (la crisis y el golpe y el contragolpe del 11 de noviembre de 1955). Juramentado, aún enfrentaría dos levantamientos militares y pedidos de interpelación. En el gobierno y fuera de él, como Vargas y Lula, fue acusado de corrupción.
Inhabilitado en 1964, procesado, nada encontraron los militares que pudiese condenarlo. La orden del golpe venía articulada desde 1945 y alcanzó su apogeo en 1964. Vuelve ahora, dándole a las Fuerzas Armadas un papel precursor.
En 1961, ante la renuncia de Jânio, enfrentamos una nueva tentativa de golpe, con el veto de los ministros militares a la posesión de Jango, vicepresidente constitucional. El golpismo puro y simple fue derrotado en las calles por el levantamiento popular comandado por Leonel Brizola.
Pero los aciertos por lo alto, la conciliación que preserva los intereses de los dominantes, dieron forma a la historia que el pueblo escribía. Con la presión de las calles, militares y civiles llegaron a una fórmula aceptable: la eliminación de los poderes reservados a Goulart por el presidencialismo. El parlamentarismo oportunista fue implantado en cuestión de horas por un congreso de rodillas. Jango asumió como querían los militares, para reinar sin gobernar.
La historia no se repite, pero lo que estamos viendo a la luz de la candidatura de Lula y su potencial elección, nos recuerda lo vivido. Más allá de los medios de comunicación de masas, en su faena destinada a la deconstrucción de la imagen del expresidente, actúan, tomados de la mano, el poder judicial (de jueces de planta como Sergio Moro hasta el STF, pasando por el TSE y los tribunales superiores regionales), el Ministerio Público y la Policía Federal.
La intención no es comprobar presuntas irregularidades cometidas por Lula, sino impedir, hoy, su candidatura; mañana, su elección, su posesión y su gobierno, aunque sea a costa de su libertad, amenazada por condenas anunciadas.
Estas consideraciones parten de una tesis: las elecciones de 2018 no están aseguradas, ya que ningún poder pone la cuerda al pescuezo con sus propias manos. Carente de escrúpulos, todo indica que la pandilla que se hizo cargo de Brasilia, garantice la conservación del poder ilegítimo.
Para ello, hay un plan ya establecido. Comienza con la necesidad de impedir la elección de Lula. (o de quien quiera que sea que enfrente al actual establishment), pero ahí no termina.
En la eventualidad de la elección de un opositor, el sistema sacó de debajo de la manga la carta que anuncia un nuevo golpe dentro del golpe, el vaciamiento del presidencialismo y de los poderes del presidente de la república, un parlamentarismo de hecho, o un “presidencialismo mitigado” implantado mediante enmienda constitucional, fórmula con la cual los hechiceros del Palacio de Jaburu esperan eludir la necesidad de una consulta popular.
Uno de las apuestas de 2018 deberá ser una nueva saga en defensa de la legalidad y de la democracia. Esto comprende la defensa de las elecciones, la seguridad de que Lula podrá disputarlas y la garantía de la preservación de los poderes del presidente de la república, en rechazo de fórmulas parlamentaristas, disfrazadas o no.
El próximo año girará entre la esperanza de retomar el desarrollo y construir una sociedad mínimamente igualitaria, y la amenaza de consolidar un proyecto protofascista, antinacional, antipopular y anacrónico.
Será pues un año de turbulencias, como lo fueron los anteriores. Esta vez, sin embargo, estará presente la disputa ideológica, abandonada por las izquierdas desde al menos el 2002. Será el 2018, igualmente, la última oportunidad para cumplir con el imperativo histórico de construir la unidad de las fuerzas democráticas y populares.
- Roberto Amaral es escritor y ex-ministro de Ciencia y Tecnología
- Traducción: Sandra Aliaga
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