Después de Venezuela, Bolivia: ¿cómo se produce una “revolución de colores”?
- Opinión
El concepto “revolución de colores” es medianamente novedoso en política. No es precisamente un concepto que nazca en la teoría política sino que proviene del ámbito militar. Es un componente estratégico de las “guerras de cuarta generación” y está diseñado para implosionar procesos democráticos inconvenientes para la hegemonía gringa. A diferencia del “golpe suave”, no depende de la injerencia directa o de una orquestada propaganda mediática (exterior e interior) que interpele a las propias instituciones, para hacerlas patrocinadoras y ejecutoras de una destitución gubernamental. Una “revolución de colores” acude a factores mucho más complejos y que precisa, no sólo de un conocimiento detallado de la realidad política y del bloque en el poder, sino de la posibilidad de interferir en la propia gestión gubernamental para minar, desde adentro, la legitimidad que le sostiene. Por eso es conceptuada como una “revolución”, porque aparece y se desarrolla mediante una “transferencia de legitimidad”, que crece inversamente proporcional a la pérdida de legitimidad del gobierno y que es, en última instancia, lo que acaba ungiendo a la oposición con un aura democrático y revolucionario.
Pero el contexto actual y su hiper-complejidad hace que, la implementación metódica de estas figuras puedan entremezclarse, generando escenarios de multi-dimensionalidad, cuasi imposibles de comprensión en el análisis político usual. Ya no estamos en el siglo XX para confiar en diagnósticos simples, lineales causa-efecto. Tampoco los procesos que vivimos pueden explicarse al modo del análisis periodístico. Gran parte de la confusión reinante proviene de la miopía intelectual (oficialista y opositora) que se empecina en ver los hechos de modo fragmentado y pretender explicar un fenómeno con otro fenómeno. Ya el análisis se queda impotente a la hora de ver el uso de medios inusitados, recreados de modo local y dislocando eficientemente un proceso democrático, sin poder reconocerlos anteladamente y resignándose a su implementación creciente.
Lo cual se agrava cuando advertimos que, ya no se trata del simple remplazo de gobiernos sino de la condenación de países y regiones enteras al limbo del caos generalizado, una vez que se halla en marcha una reconfiguración geopolítica del mapa global, acelerada, a su vez, por el agotamiento de los recursos energéticos. El Imperio en decadencia opta también por la sobrevivencia en un nuevo orden tripolar y por ello promueve desestabilizaciones en regiones geoestratégicas para diseminar el llamado “caos constructivo”, amenazando a las potencias emergentes (cuando estas regiones hacen frontera con esas potencias) y a gobiernos que puedan aspirar a salirse de su esfera de influencia.
Las formas de dominación que se habían desarrollado en el siglo XX y que, además, habían impulsado las instituciones globales, se hallan completamente deslegitimadas; lo cual precisa una más sofisticada resignificación y restauración de las relaciones de dominación global centro-periferia. Las formas pasadas de intervención política y militar son difíciles de reditarse de modo directo; por eso ahora, “las formas indirectas” son las que se desarrollan y están dirigidas a restituir las áreas de influencia gringa, que la aparición del fenómeno BRICS había comenzado a disipar. Esto empieza en el Medio Oriente donde, precisamente, se hallan las mayores concentraciones de recursos hidrocarburíferos. La creciente demanda del primer mundo –y ahora de las potencias emergentes– de energía, es el contexto de las disputas globales en torno a la dislocación del tablero geopolítico que había promovido Occidente, es decir, USA y Europa.
En Venezuela son obvias las razones geopolíticas que pesan en los intentos desestabilizadores que se operan desde afuera. Allí se vio, en abril del 2002, una forma clásica de “golpe suave”, cuyo antecedente ha sido algo que la izquierda latinoamericana nunca ha sabido comprender: el golpe de Estado a Salvador Allende (que fue el laboratorio de todas las formas de injerencia que vemos hoy actualizadas). Hoy el “golpe suave” no basta, porque el interés ya no radica en la sustitución gubernamental sino en la destrucción de toda posible democracia popular. Por eso, ingresando en el capítulo boliviano, lo que se puede advertir de mejor modo, son los factores conducentes que operan para producir una “revolución de colores”.
No se trata de una clásica operación externa sino de un operativo provocado desde adentro. Es desde adentro que se generan las condiciones para implosionar una estabilidad política, como condición del “caos constructivo” que se impone como la nueva fisonomía que adquiere un país sin más remedio que la intervención. Ahora bien, ¿cómo desde adentro se provoca una implosión? Para ello cabe hacer hincapié en el concepto de colonialidad, porque para explicar el por qué de la connivencia entre intereses externos e internos, debemos mostrar la diferencia entre el colonialismo clásico y esta nueva forma de dominación que ha producido el mundo moderno.
No se trata de una mera tributación económica porque, si de tributación hablamos, lo que la periferia tributa es, en definitiva, voluntad de vida. Cuando, por ejemplo, se habla de colonialidad del poder, no se tiene en cuenta que la periferia es la que cede voluntad de poder al centro, de modo que el poder real mundial es producto de ese acto de transferencia unilateral que hace la periferia a un centro cuyo poder es producto de esta renuncia que hace la propia periferia. Por eso podemos hablar de “Estado aparente”, porque su soberanía es sólo formal, cuando transfiere soberanía real al centro. Son las elites las encargadas de esta transferencia, porque son precisamente formateadas en la dependencia al centro, incluso la “elite revolucionaria”. A eso llamamos “colonialidad subjetivada”; porque esa dependencia se encuentra ya naturalizada y consiste en aspirar a ser como el centro, es decir, a renunciar a ser centro de sí mismo y condenarse a ser “conciencia satelital”, o sea, “periférica”. De este modo, el centro halla, en esa suerte hasta fatídica, el mejor modo de reponer su hegemonía desde el propio ámbito periférico.
Entonces, en el caso boliviano, no es precisamente la derecha (como brazo político de la oligarquía y de la hegemonía gringa), la gestora de una situación ideal para la aparición de una “revolución de colores”, sino que son las propias contradicciones gubernamentales las que nos arrinconan a una situación, ya no sólo de repliegue popular sino de “transferencia de legitimidad”. Es decir, si desde los inicios del “proceso de cambio”, la legitimidad se había constituido en patrimonio popular, cuando ésta es apropiada por la derecha es entonces cuando la insurrección oligárquica recupera vitalidad, porque la condición de legitimidad que se le ha transferido es lo que puede reorganizar ahora al conjunto de las oposiciones en un cuerpo unificado. Se puede decir que, en este sentido, la insurrección oligárquica ya no necesita de la oligarquía como actor visible sino que la clase media y hasta sectores populares se convierten en el contingente de arremetida social que provoca la desestabilización necesaria para generar caos.
Esto empieza desde el gasolinazo del 2010, pero se agudiza con el conflicto del TIPNIS el 2012. Allí se produce –usando la terminología del vicepresidente García Linera– una “bifurcación” en el propio gobierno, porque desde entonces, las banderas de “defensa de la Madre tierra”, el “vivir bien”, la “descolonización” y “lo indígena” son, paulatinamente, cedidos por un gobierno que, cuanto más se aleja del horizonte plurinacional, más legitimidad transfiere a los actores que se empoderan de modo creciente. De ese modo el gobierno y el MAS van, poco a poco, enajenándose del espíritu que les había conferido una legitimidad novedosa en el campo político (la lucha política había incluido un nuevo actor que lo indígena instaló como reivindicación histórica: lo nacional-popular se había hecho telúrico, o sea, la política debía resignificarse desde lo ecológico).
Lo novedoso y lo singular del proceso boliviano, que era lo que confería de sentido trascendental al nuevo Estado plurinacional que se quería constituir, era a lo que se renunciaba y dejaba a la administración gubernamental reditar un otro ciclo estatal, dentro de los márgenes de acción que la sustancia liberal del Estado colonial pudiese permitir. Esto quería decir que, la propia dirigencia gubernamental, renunciaba al sentido mismo del cambio y, de ese modo, reponía a un espíritu señorial que, inevitablemente, iría a “normalizar” la gestión estatal, una vez que lo plurinacional se condenaba a constituirse en mera retórica demagógica.
Pero, con esto, no sólo el gobierno se enajenaba de la nueva legitimidad sino que dejaba al pueblo huérfano de la mística que había hecho posible su reconstitución en sujeto histórico y que inauguraba la posibilidad de producir un nuevo concepto de lo político y lo democrático. Por eso la oposición empezaba a apropiarse del lenguaje plurinacional de modo instrumental para vaciar definitivamente al pueblo de un discurso necesario para su reconstitución en sujeto político. O sea, no es la astucia de la derecha sino la renuncia que hace el propio gobierno del carácter plurinacional que debía ser su nueva sustancia política, lo que promueve la articulación de la derecha en oposición democrática (siendo ahora lo democrático patrimonio del bloque opositor).
Esto significa la renuncia a lo político y la capitulación a lo económico. Otra vez y como una maldición, lo político se hace un subsidiario del poder económico y sus necesidades. Pues si todo consiste en sólo “hacer buenos negocios” o subordinar las expectativas populares a las necesidades de la economía del crecimiento (que la crisis climática se encargó ya de poner en crisis), entonces ya no podemos hablar de un nuevo proyecto político, o de una economía para la vida, sino de que la política se hace, otra vez, un accesorio procedimental de las prerrogativas del capital. La paulatina adopción de la lógica que impone la inversión extranjera muestra cómo una economía es moldeada, otra vez y sistemáticamente, en la dependencia.
Porque si de política hablamos, lo político de la existencia consiste en hacer realidad el horizonte utópico que se propone un pueblo en cuanto sujeto histórico; pero si ya no hay proyecto entonces la política se resume a ser una mera agenciadora del orden vigente (lo cual se traduce en una mera lucha por el poder). Por eso no es raro que, no sólo la derecha, sino hasta el gobierno recurra repetidamente al argumento técnico en vez del político. Ambos se acusan de hacer política y ambos reniegan de ello; lo cual muestra el abandono de lo político y esto significa la confrontación, por eso podemos notar el alto grado de déficit en la discusión, contaminada con la pura calumnia y la mentira, para el festín del circo mediático. La renuncia a la política es, en definitiva, la renuncia a la resolución racional del conflicto creciente.
Entonces, esto que representa el vaciamiento ideológico de una nueva apuesta histórica es lo que sirve de caldo de cultivo de la reposición señorial promovida por una directriz gubernamental que, renunciando al horizonte plurinacional, vacía al propio pueblo del horizonte que se proponía en cuanto sujeto histórico. De ese modo, la vuelta a la “normalidad” se describe en los términos que la misma derecha esgrime: el cambio prometido nunca llegó sino que, hasta la corrupción se apoderó del gobierno del cambio. Entonces, la “transferencia de legitimidad” es lo que inicia la insurrección porque, además, una vez que el pueblo se encuentra vaciado de su propia mística, entonces se enfrenta a un bando conservador esgrimiendo sus mismas banderas, dejando al pueblo en la impotencia de verse ahora bajo el estigma anti demócrata y dictatorial.
Si el pueblo, en pleno proceso constituyente, hasta el 2010, era el heraldo de la mística democrática (lo cual debía haber llevado a un nuevo concepto de lo democrático), ahora se encuentra expropiado de su propia creación y recluido a un papel secundario de mero obediente de una política gubernamental que, para colmo, ya no muestra interés en reivindicar el horizonte indígena que le garantizo llegar al poder (y eso lo demuestra el último discurso del vicepresidente en el día del Estado plurinacional).
Lo que ahora permanece y delata una entusiasta asimilación a la cultura política tradicional –que era lo que había que transformar–, es el puro cálculo político de la acumulación de poder. Ello otorga a la derecha los argumentos para denunciar todas las iniciativas oficiales –incluso las mejores– como un accionar autoritario. Entonces, no es que la oposición descomponga el carácter popular del nuevo Estado sino que es, desde adentro, que aquella descomposición empieza a suceder. Lo que hace la oposición es atizar la desestabilización como reflejo de aquella descomposición. Y éste es el escenario desde donde se hace posible una “revolución de colores”.
Se llamaría así porque es promovida con toda la fisonomía democrática que fue usurpada al pueblo; de este modo, los sectores contrarios a la nueva Constitución y a los principios de una revolución democrático-cultural, se ven en las mejores condiciones de recuperar el patrimonio estatal. Entonces se puede provocar una insurrección señorial que puede movilizar grandes contingentes de masa social para destruir un proceso democrático con banderas democráticas y, de ese modo, inviabilizar una recomposición popular.
Esto quiere decir que, una “revolución de colores”, precisa generar su legitimación desde la propia pérdida de legitimidad del gobierno; el modo de esa transferencia es lo que garantizaría el éxito de la “revolución”. Por ello los think tanks del Pentágono utilizan este concepto, aprovechando e instrumentalizando el carácter popular-democrático de una revolución para, mediante ella, reponer su hegemonía recuperando un sistema democrático útil a sus intereses. Eso es lo que, a nombre de democracia, defienden los analistas de la oposición (y hasta del gobierno): un concepto creado por la Comisión Trilateral en la década de los 70 para, precisamente, acabar con toda revolución popular (por eso, como en Brasil, hoy se pueden hacer hasta “golpes democráticos”).
A nombre de la democracia, se puede acabar con la democracia y ese es el propósito de una “revolución de colores”. Lo que llenaría de colores a esta asonada contra-revolucionaria es el uso premeditado de símbolos que expresan valores irrenunciables. Como el gobierno ya no es capaz de contener los valores morales que la oposición esgrime ahora como su patrimonio único, entonces nos encontramos ante una situación en la que hay buenos y malos, y los medios se encargan de canonizar esta dicotomía belicosa. Por eso, para presentarse como “revolución”, debe primero imbuirse de esa “legitimidad transferida” que ya no puede recuperar el gobierno. Una vez que cede, mediáticamente, el patrimonio de la agenda política a una oposición que ahora aparece investida del espíritu democrático, es entonces cuando las contradicciones gubernamentales aparecen hasta premeditadas (las “tensiones creativas” del vicepresidente) y tienden a vaciar aún más la exigua legitimidad que tiene y ampararse sólo en la pura legalidad (para la mantención exclusiva del poder), lo cual conduce, inevitablemente, al uso de la fuerza coercitiva, como último recurso estatal.
Ahí es donde empieza la “revolución de colores”, haciendo de la derecha, en la plataforma mediática, la nueva depositaria de la legitimidad usurpada al sujeto del cambio. Lo que sale entonces a las calles, al enfrentamiento violento, bajo la rúbrica de pueblo, no es un pueblo en tanto que pueblo, porque esto significaría un sujeto histórico que apuesta por un nuevo horizonte de vida, sino que, lo que ahora se constituye en actor empoderado, es un contingente que defiende el orden hegemónico señorial, colonial y liberal y, por ello mismo, hasta podría exigir una intervención imperial.
La oligarquía misma, bajo el paraguas mediático de una “revolución de colores”, no puede constituirse en autora de la revolución, porque esa es una de las condiciones para movilizar incluso a sectores populares y congregarlos en una “multitud” “multicolor”, “diversa” y “pluralista” que le unifica sólo una fijación: sacrificar al chivo expiatorio. Son las propias contradicciones, al interior del bloque oficialista, las que inclinan las expectativas sociales a una apuesta conservadora porque, además, aquellos desvaríos son acompañados por un paulatino abandono de lo que generó, en el pueblo, un nuevo horizonte de creencias. El bloque en el poder se hace conservador y aparece una elite que se constituye en sujeto sustitutivo del sujeto plurinacional.
Este sujeto sustitutivo impone su manera de entender el “proceso de cambio” y establece un culto a la personalidad como garantía de una fidelidad que sustituye al proyecto por el líder. Pero con aquel culto no hace sino vaciar de legitimidad al líder y convertir su liderazgo en una aventura personal. Inventa el “evismo”. Es decir, diluye en el líder toda la significación del “proceso de cambio”, convirtiendo al cambio en la extensión de un ego que ya no responde a nada sino a sí mismo. Lo que llamamos “llunquerío” es la obediencia tributaria que ahora no sólo des-constituye al líder sino al pueblo mismo. Ya no hay relación crítica con el líder y, sin ésta, el líder ya no se relaciona con el pueblo como sujeto. Las dirigencias asumen una verticalidad análoga, porque lo sagrado de la política ha sido abandonado y, en consecuencia, todo se corrompe. Todo se resume a defender el poder logrado. Una vez diluida la mística y el espíritu –lo sagrado de la política–, del cual era depositario el pueblo como sujeto histórico, lo único que queda es el poder y el cálculo político. La revolución popular se aburguesa, entonces el bando opositor puede decir: “son como nosotros, iguales o peores”.
Se genera una elite que se constituye en círculo concéntrico en torno al líder. Una vez que se ha abandonado el horizonte del “vivir bien”, la mística y el espíritu plurinacional, lo único que queda es el culto al líder. La fidelidad ya no es a un proyecto sino a la permanencia de la figura entronizada y esto termina no sólo reduciendo al pueblo sino al mismo líder, pues esto conduce a sumirlo en un solipsismo irremediable. Esto empieza con el llamado al referéndum del 21 de febrero de 2016.
Desde allí aparece una empecinada tarea de minar el liderazgo, pues toda opción se reduce a una y ésta consiste en el sacrificio del líder. El círculo se cierra en torno a la figura presidencial, porque ésta es la única garantía de la permanencia de ese círculo; de ese modo, el sujeto sustitutivo provoca el desgaste permanente del líder. Por sublimarlo terminan por sacrificarlo.
El referéndum era anacrónico y aquella tozudez sólo denotaba una insistencia que iría, en lo sucesivo, mermando y desgastando aún más la figura presidencial. Si hacemos un poco de recuento, podríamos advertir que fue en las “mesas de concertación” del 2010 (la “negociación” entre gobierno y derecha para aprobar el texto constitucional), donde aparece la negativa a una re-elección. El gobierno no fue capaz de esgrimir, aquel entonces, un argumento que mostrase el carácter chantajista de la derecha, porque la derecha condicionaba su aceptación con un requerimiento dirigido a un alguien señalado como “el causante de todo”; esa miopía hizo carne en el gobierno y en el MAS, porque, en efecto, todo empezó a concentrarse en el señalado por la derecha. Cuando después el gobierno, en el segundo mandato, se jacta de haber promovido una trampa a la derecha, da la razón a los chantajistas y el presidente aparece como el único tramposo.
Entonces, las expectativas populares empezaron a diluirse cuando el gobierno del cambio adoptaba la política tradicional y generaba un giro conservador. Bien podía el gobierno, en aquel entonces, proponerse honestamente constituirse en un gobierno de reconstrucción nacional (lo cual debía traducirse en una reforma moral) y plantear una continuidad de largo aliento en el liderazgo gubernamental, como sucedió, por ejemplo, con la reconstrucción de la Alemania post-segunda guerra (donde Konrad Adenauer fue canciller 14 años). Pero la falta de visión, con el paulatino abandono del nuevo horizonte utópico, hizo ya merma en la argumentación oficialista. Incluso, cuando gozaba el presidente del máximo de popularidad, cuando era el momento oportuno de hacer un lapso en la presidencia y hacer una retirada estratégica para volver por la puerta grande (que es a lo que debiera siempre apostar un político), se determina insistir en una irreflexiva re-postulación, incapaz de advertir lo que eso traería. El tufo del poder ya no permitía visión estratégica.
Empezó un curioso proceso de desgaste, que ya parecía deliberado, y bastante preocupante, que terminó por hacer de cada acto electoral un evento plebiscitario. ¿Cómo, si no, se explica, por ejemplo, la sentencia del tribunal constitucional a favor de la re-postulación del presidente, horas antes de la elección judicial, como para detonar un repudio que se verificó en el apabullante voto nulo?
El código penal tampoco se iba a salvar, aun cuando fuese perfecto, porque ya todo se encontraba viciado del repudio a una nueva re-postulación del presidente (que pasaba por alto un referéndum propiciado desde adentro del gobierno, apelando al soberano, para desconocerlo después). Pues una vez abrogado el código penal, la derecha admite que el código era apenas una excusa y a lo que se apunta es, como en Brasil, a inviabilizar una nueva presidencia de Evo. Es el propio MAS el que se mete en este entuerto, al sacrificar a su principal ficha y mermar casi definitivamente una legitimidad que ahora hace aguas. Sólo el “núcleo duro” del MAS apuesta por la continuidad, pero esta apuesta ya no es meditada sino el resultado de la revancha irreflexiva; además opacada por un desencantamiento creciente en las propias filas masistas, cuando no sólo se ve una pérdida de sentido en la movilización popular sino en la ratificación de actores ajenos al proyecto popular en puestos claves de decisión.
El “termidor” y la despolitización del “proceso de cambio”
Ya hemos señalado la importancia de la figura del “termidor” en el aburguesamiento de una revolución popular en otro escrito ( http://www.rebelion.org/noticia.php?id=222945 ). Por aburguesamiento queremos señalar el vaciamiento sistemático de los contenidos alter-nativos que poseía el proceso boliviano. Ese vaciamiento no es accidental sino premeditado y señala responsables, y tiene que ver con la discrepancia entre el llamado socialismo del siglo XX y el “vivir bien”. Aun cuando se proponga un nuevo “socialismo del siglo XXI”, su sola enunciación no basta y lo que debiera ser una auténtica auto-crítica no es sino una auto-afirmación de las mismas premisas que condujeron al fracaso histórico de la izquierda. El “socialismo comunitario” oficialista, dista mucho de ser un nuevo proyecto, siendo apenas una mixtura posmodernista, prescrita para los oídos de una izquierda continental que, en las conferencias del vicepresidente boliviano, se cura de la nostalgia pero no de la ortodoxia; pues festejan un discurso que nunca cuestiona la idiosincrasia eurocéntrica de esa izquierda: la singularidad del proceso boliviano no existe sino que pareciera que en Bolivia funcionan todos los credos del siglo XX.
En ese sentido, ya no conviene centrarse en el último discurso presidencial (en el día del Estado plurinacional) sino en el discurso del vicepresidente. Porque allí vamos a encontrar el modo cómo procede el vaciamiento de sentido histórico popular y que, en la coyuntura actual, ratifica la “trasferencia de legitimidad” hacia una oposición que, empoderada por la abrogación del código penal hecha por el propio Evo, tiene despejado el camino para generar una “revolución de colores”, por medio de la negativa ciudadana a una nueva re-postulación del presidente.
En aquél discurso se ha podido notar un viraje definitivo, que confirma una ya desideologizada y despolitizada visión del llamado “proceso de cambio”. Ese vaciamiento de contenidos es la culminación del abandono de “lo político de una revolución”.
Cuando ya señalaba el vicepresidente (en una infausta declaración anterior) que nos encontramos en “estado de guerra” y, en consecuencia, llamaba a “defender el proceso de cambio a toda costa”, no hace sino confirmar una exigua comprensión de lo político, típico de los términos hostiles de una realpolitik que ya se creía superada. Porque, precisamente, la política, incluso en el puro pragmatismo, es el desplazamiento de la guerra. Quien sigue pensando la política como “la continuación de la guerra por otros medios”, es porque nunca ha entendido en qué consiste lo político. Por eso hasta sus diagnósticos se convierten en profecías de malagüero porque, si de “empate catastrófico” hablásemos, es la “transferencia de legitimidad” la que habría logrado aquello, como la confirmación de un premeditado accionar que horada las bases mismas de legitimación popular del “proceso de cambio” y del supuesto gobierno del cambio.
Lo que hace el discurso del vicepresidente es vaciarle al pueblo de la mística necesaria que le había constituido en pueblo; cuando de lo que se trataba, en plena asonada derechista, era de ungir al pueblo nuevamente con el espíritu democrático y de reconstituir su politicidad de sujeto histórico. Y esto pasa necesariamente por recuperar el horizonte indígena, que era la marca país del proyecto que había generado tanta expectativa a nivel mundial. Pero, con ese vaciamiento, porque en el discurso vicepresidencial no hay ya, una sola mención, al “vivir bien”, o a la “descolonización”, menos a la Pachamama o al Estado plurinacional, le transfiere a la oposición la mística de lo democrático, empoderándola como abanderada de la democracia y dejando al pueblo como un usurpador de aquello.
Un pueblo sin espíritu deja de serlo y cede su soberanía a la recomposición del espíritu señorial que restituye la oposición. En el discurso, como ya no hay ninguna mención al horizonte indígena-popular, todos sus buenos deseos acaban siendo coherentes con cualquier política hasta neoliberal. Eso demuestra que el viraje se concluyó y la propia derechización del gobierno es ya patente. El ideólogo que debiera dar línea y recomposición al sujeto del cambio, deja al pueblo huérfano de toda referencia trascendental y lo subsume en las misma expectativas que cualquier proyecto neoliberal podría proponer.
Toda aquella apología de la tecnología actual (que Marx diría que no es sino el componente orgánico del proceso de maximización de la tasa acumulativa del capital global) muestra una ingenuidad sospechosa. La tecnología es una mediación y nunca un fin. Quienes son ofuscados por lo tecnológico, no hacen sino declarar su más exacerbado desarrollismo y su falta de comprensión de la singularidad de un proyecto político que generó un nuevo desiderátum epocal y que supo poner las cosas en su sitio. Las últimas tecnologías no son precisamente las que nos van a salvar del desastre ecológico que se viene (es más, habría ya que preguntarse: ¿entre tanta ciencia y tecnología, somos mejores seres humanos?, ¿la tecnología nos hizo mejores personas?; más bien, habría que señalar que, a mayor composición tecnológica, mayor devastación natural).
Volver a lo natural no es un romanticismo ingenuo; en muchos casos ha de ser la más sensata respuesta a la agudización de la crisis climática. Pero la ceguera desarrollista, que es la formalización de la clasificación antropológico-racial que produce la modernidad para legitimar sus pretensiones expansionistas, sólo ve como posible lo que el desarrollo prescribe, dejando lo que podría constituirse como independencia científico-tecnológica –la revalorización y actualización de nuestro propio horizonte cultural y civilizatorio– como algo cancelado por la carrera desarrollista (credo del capitalismo y de una izquierda eurocéntrica).
La desideologización deja al pueblo inerme, sin contenido político y sólo con el déficit democrático de quedar relegado a mero defensor de una figura. Si el pueblo no es sujeto político entonces no es pueblo, pero si lo político se reduce sólo a lo partidario, entonces todo se reduce a defender a alguien y ya no a un proyecto de vida. Lo político es la clarificación autoconsciente del proyecto que constituye a un pueblo en tanto que pueblo, o sea, lo político debiera ser patrimonio de un sujeto constituyente autor de un nuevo horizonte de vida.
La propia agenda gubernamental que declara el discurso del vicepresidente, queda diluida en un mero decálogo prescriptivo que nos propone asumir al componente orgánico del capital –la apología de lo tecnológico– como única política estatal, y esto desnuda la ausencia de clarificación de un horizonte alter-nativo. Hay que recalcar que, incluso, para ninguna potencia, la tecnología constituye una política de Estado; porque lo gravitante en una política de Estado consiste en clarificar el proyecto de vida propio y no una mera apología de la ciencia y la tecnología, o del “progreso moderno” (que es lo que precisamente ha puesto en crisis el calentamiento global). Ello no hace sino descubrir al vicepresidente como un positivista más del siglo XIX.
El anacronismo se hace explícito cuando nos dice que “las nuevas obras que nos demanda la población ya significa más mano de obra sino uso intensivo de tecnología”. Eso no sólo es un discurso demagógico dirigido a una clase media que ya no ve en él un actor creíble, sino que posterga definitivamente a los pobres de todo protagonismo en el proyecto que se imagina; es más, requerir sofisticadas tecnologías significa comprarlas, o sea, seguir siendo consumidores de un conocimiento que está diseñado para depender.
Si hasta ahora no se observa ninguna voluntad de revalorización de un conocimiento dormido y nunca apreciado por la academia, como son los saberes indígenas, resulta que ahora nos plantea el gobierno un abandono definitivo de aquella esperanza. La ausencia del concepto “vivir bien” en el discurso del vicepresidente no es casual; él mismo se encargó de excluir paulatinamente el lenguaje plurinacional en su versión liberal de la política estatal; cuando nos exige “colocarnos a la altura de la historia”, habla como el expresidente Mesa cuando nos exigía “someternos al imperio de la ley”. Hasta Jürgen Habermas se reiría de aquella encomienda, porque eso significa una relación pre-convencional con la ley, donde hay ausencia de relación crítica y de sujetos.
Para el vicepresidente, “colocarnos a la altura de la historia” significaría que desistamos de toda recuperación cultural, que los logros civilizatorios de nuestras culturas están condenados al puro pasado, o sea, que lo nuestro ya no sirve para “desarrollarnos” (al modo euro-gringo-céntrico). Si la tecnología deshumanizadora del primer mundo es la solución, entonces ¿de qué “revolución democrático-cultural”, “des-colonizada”, promotora del indio como “reserva moral de la humanidad”, de los “derechos de la Pachamama” y abanderada del “vivir bien”, estamos hablando? Si todo fue un engaño, ¿quién nos engañó?
Ahora que la oposición se siente empoderada, el gobierno sólo sabe optar por la beligerancia y esa parece ser la única carta que puede ofrecer el “termidor” en su discurso. Pero hace del pueblo ya no un sujeto histórico sino apenas un batallón de infantería. El sujeto sustitutivo conforma su cuartel general en una guerra anunciada y pone como única bandera de lucha la defensa de los generales.
El 2008 se pudo derrotar al golpe cívico-prefectural porque el pueblo estaba imbuido de la mística democrática y constituyente; ahora es la derecha la que tiene en bandeja de plata esa mística bajo la bandera democrática, gracias a la “transferencia de legitimidad” que hace un gobierno que ha perdido el horizonte plurinacional. Por eso en el discurso del “termidor” hay una ausencia total de ese horizonte y eso constata que ese jamás fue el horizonte que se propuso el “termidor” y nunca tuvo como propósito político estampar el horizonte indígena-popular en la política gubernamental.
Si el pueblo recuperase su papel protagónico, tendría que tomar consciencia de la usurpación que se hizo de una revolución popular; produciendo, desde adentro, la contrarrevolución. Esto que se inicia a partir del referéndum y en los sucesivos intentos de re-postulación, denota que, más que errores, se trata de una meditada conspiración, desde adentro, para horadar la legitimidad, ya no solo del líder sino del proyecto popular que éste representa.
Continuamente, la elite gubernamental, ha dado las mejores muestras de brindarle a la derecha argumentos para confirmar los prejuicios en contra del gobierno, que se han ido restituyendo decisivamente gracias al accionar mediático. Lo cual también manifiesta una ceguera en cuanto a política comunicacional, que decepciona en cada episodio crítico (mientras toda la mediocracia bombardeaba contra el código penal, los canales estatales y sus radios estaban perdidos en el Dakar; el colmo sucede cuando, en horario estelar, el canal estatal inaugura un programa conducido por uno de los personajes más aciagos del racismo mediático). El gobierno carece de política comunicacional y eso pretende subsanarlo con pura propaganda, pero ni con ello remedia ese déficit.
La asonada social contra el código penal, muestra que, si se contase con verdaderos operadores políticos, lo más adecuado, para prevenir el estallido de un conflicto mayor, era socializar el código en todo el tiempo de su gestación; además que ya teniendo un conflicto anterior con el sector médico, el gobierno ya debía de entrar en cuenta que en ese conflicto hay un rehén de por medio, que es la propia población. Si el gobierno se proponía enfrentar al poder que tiene ese sector (que se atribuye además la salud como su propiedad privada), debía primero proporcionarle a la población alternativas para no quedar como rehén en medio del conflicto. La creación de clínicas populares, revalorizando la medicina tradicional y alternativa, debiera de haber sido prioridad en un gobierno que se propone reformar el sistema de salud.
La falta de política comunicacional merma toda recuperación política del lado popular; si el canal estatal, los paraestatales y las radios oficialistas no tienen la capacidad de responder a la asonada beligerante que provocan los medios privados, eso devela una excesiva e ingenua confianza de la elite gubernamental en apostar por el desgaste de los conflictos. Otra vez, eso no es un simple error y ya huele a una rancia recurrencia al ninguneo de actores que se hacen cada vez más beligerantes. El que ningunea es porque se cree autosuficiente e infalible. Ese no es ni siquiera el “hombre nuevo” del que hablaba el Che y menos el que se propone el “vivir bien” como horizonte de vida.
La oposición y la derecha ya han declarado que el foco de la movilización, que congrega una creciente masa social sobre todo citadina, es la capitulación del presidente. Los resabios señorialistas de la movilización dejan ver, de ese modo, que, en medio de un descontento social comprensible, se cuela una repuesta insurrección señorial que atiza el conflicto mediante la exacerbación del racismo implícito en las dirigencias que aparecen liderando a la oposición. La fijación en el presidente es una fijación en lo que representa y eso se nota en la intransigencia que también hace mella en la oposición.
El desprendimiento presidencial, que sería la mejor forma de descolocar una insurrección de la oligarquía camuflada de “revolución de colores”, no es lo que se ve y eso agudiza más la situación. Mientras la derecha ningunea al núcleo duro de apoyo al presidente, que es la descualificación del pueblo como actor político, lo cual provoca su señalamiento negativo por parte de un radicalismo racista renacido; la elite gubernamental hace lo mismo con toda la oposición, no sabiendo discernir niveles de conflictividad y de actores que no pueden ser tratados con la misma vara. Todo eso no hace sino conducirnos al estallido social, es decir, a una “revolución de colores”. Frente a eso, cuando se debiera dar línea política estratégica de reposición hegemónica popular, el “termidor” opta por el enfrentamiento. Quien nunca ha podido producir hegemonía y tampoco ha permitido la politización del sujeto del cambio, es decir, la constitución del pueblo en sujeto (porque sólo le interesó reducirlo a obediente de los dictámenes de arriba) es quien se constituye en el “termidor” que se dedica, para su propia desgracia, a restituir el Estado que quería transformar. Si su proyecto de vida fue ser un viabilizador de la asunción de un indio al poder, ahora reafirma que nunca creyó en el indio ni en lo que cree el indio.
Los ingenuos y los oportunistas líderes de la oposición, tampoco se dan cuenta que sus aspiraciones acabarán, si se concretara la insurrección de la oligarquía, en la reposición de un orden que sí hará realidad sus miedos. Serán barridos como simples peones de un juego que acabará con una más férrea injerencia de nueva clase. Como en la Argentina de Macri, o el Brasil de Temer, una reposición oligárquica-liberal conculcará la democracia y todas las conquistas sociales y populares alcanzadas estos últimos años. Otra vez se reditará el episodio del gobierno de Torrez, cuando la izquierda también provocó el golpe militar.
No se dan cuenta que la derecha no actúa ni siquiera para sí misma y que, en su debido momento, el componente fascista se impondrá y desplazará a todos los ingenuos que, liderando interesadamente las marchas y los paros, habrán servido, en bandeja de plata, el poder a la insurrección de la oligarquía. El desenlace hasta burlesco que podría provocar la digitación externa de una “revolución de colores”, para terminar por descomponer una recomposición del campo popular, sería la entronización de otro indígena en el poder (no en vano un ex vicepresidente indígena es el más entusiasta crítico del gobierno), con la siguiente amonestación: “con un indio quisieron soñar en cambiar todo, con otro indio les enseñaremos que nada se puede cambiar”.
La Paz, Bolivia, 28 de enero de 2018
Rafael Bautista S.
Autor de: “Del mito del desarrollo al horizonte del vivir bien. ¿Por qué fracasa el socialismo en el largo siglo XX?”, yo soy si Tú eres ediciones.
Dirige “el taller de la descolonización”
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