La disputa por la educación pública nacional
- Opinión
En días recientes, el presidente Andrés Manuel López Obrador hizo del conocimiento público que no cedería ante cualquier chantaje por parte de las universidades mexicanas respecto de sus demandas, cada vez mayores, de obtener por parte del gobierno federal un incremento sustantivo e inmediato en el presupuesto que se les dedica cada año —so pena de entrar en un paro total de labores si no se les concede lo que exigen.
Las universidades en cuestión suman poco menos de una treintena de entidades públicas, entre las cuales, el grueso de ellas goza de un estatuto de autonomía y son de carácter estatal (local). Pero, pese a su número, López Obrador decidió responder que, aunque el país decida paralizarse por completo, no habrán más recursos de los que ya fueron presupuestados. Y es que las cantidades exigidas no son menores: alrededor de diecisiete mil millones de pesos, solicitados por voz y acción de los respectivos sindicatos de trabajadores de cada universidad; aglutinados, todo ellos, en la Confederación Nacional de Trabajadores Universitarios.
El que sean trabajadores, sindicalizados y adscritos al sistema público nacional de educación superior ha sido aprovechado por diversos espacios de discusión y de opinión afines al conservadurismo neoliberal y a los círculos políticos de los intereses adversos o no favorecidos por el proyecto político de López Obrador para movilizar al imaginario colectivo hacia la generalización del descontento y la indignación por lo que, en su narrativa, ya toma la forma de un claro atentado autoritario en contra de uno de los sectores más sagrados para el desarrollo social de los mexicanos y las mexicanas.
Y, la verdad sea dicha, lo cierto es que esa trayectoria ideológica y narrativa impulsada por esos sectores no es para menos: históricamente, la educación pública en México (a pesar de las profundas y sistemáticas transformaciones y privatizaciones de las que ha sido objeto en las últimas décadas), ha sido considerada por la población general del país como un sector sensible ante cualquier injerencia de carácter gubernamental —por jugarse en él, más que el futuro de los hijos y las hijas de México, la viabilidad de la realización de las promesas y aspiraciones de la modernidad y el progreso capitalista.
En este sentido, y siendo esa opinión pública fiel a los postulados de conmensurar la realidad social por la vía de su matematización, en general; y por los montos constantes de la inversión monetaria dedicada, en particular; toda acción gubernamental que signifique una disminución en el gasto es vista como un atentado propio de los regímenes retrógradas, totalitarios, comunistas, o similares y derivados, del siglo pasado y de las épocas del oscurantismo y la censura ideológica, política y religiosa. Fuera de ese sentido común queda, por su puesto, el cuestionamiento por la conversión del gasto en inversión y, en esa misma medida, por el destino de los recursos presupuestados, las formas de su utilización y aprovechamiento, los propósitos y los resultados obtenidos por ellos.
Son ese tipo de culto y esa fe ciega en el gasto de recursos y la inversión monetaria los dos principales factores que llevan a creer que el éxito obtenido en alguna acción pública o política social está inmediatamente ligado y determinado por la cantidad y no por otros factores como la calidad, la planificación, la racionalización, el uso adecuado y la maximización de los beneficios obtenidos no por el dinero erogado, sino por las dinámicas sociales desplegadas y apuntaladas para obtener procesos orgánicos de fortalecimiento y de continuidad. Los sectores conservadores de esta sociedad (y de toda colectividad que haya pasado las últimas cuatro décadas siendo devorada por la lógica del neoliberalismo) lo saben y hoy, con este tema de los recursos destinados por la 4T a las universidades públicas, lo están sabiendo explotar mediantica e ideológicamente para colocar en el imaginario colectivo la imagen de que López Obrador es un autócrata que no busca otra cosa que regresar a los años de barbarie —dicen— que fueron los anteriores a la modernización del país: el país de los indios y los salvajes, de las comunas rurales y la ignorancia, del ensombrecimiento espiritual y el dogmatismo misticista y religioso, etcétera.
Pero existen, sin embargo, un par de falacias presentes en esa argumentación y en el propio uso político de la temática que es preciso visibilizar en el discurso conservador para comprender por qué el gobierno en funciones está actuando como lo está haciendo pese a que durante toda la campaña presidencial el sector educativo fue colocado en su agenda de trabajo como una de las dimensiones prioritarias de su gestión para sacar a la sociedad de las condiciones de miseria en las que los gobiernos panistas y priístas del último siglo la sumergieron.
El tema, claro está, no radica en que López Obrador se esté contradiciendo y mucho menos en que haya decidido ser como el resto de sus antecesores y conformarse con haber prometido en campaña y no haber cumplido en funciones. Tampoco se trata de que por fin haya comprendido que mucho de lo que tenía en mente era simplemente imposible porque eran principios idealistas que no se correspondían con las fuerzas reales de la realidad. Y no es, tampoco, que el gobierno en turno esté por fin madurando y adquiriendo la experiencia de gobierno que no se tenía cuando sólo se era plataforma electoral. Todos estos argumentos que apelan a la inmadurez y la inexperiencia de López Obrador (y colaboradores) en el ejercicio de gobierno y, sobre todo, de la administración pública, pasan por alto que si hay algo en lo que Obrador et. al., han sabido mostrarse a la altura de las circunstancias, eso es en el cálculo político y en el sostenimiento de tensiones que todo el tiempo están amenazando con desatarse y llevar abajo los cambios que el gobierno está poniendo en marcha.
Después de todo, los intereses que se están tocando, los desplazamientos de actores dominantes que se están jugando, los candados a futuras retroactividades que se están construyendo y demás actos orientados hacia esa misma dirección no son menores, así como sus consecuencias y las disputas que originan tampoco lo son. Por eso, en este tema del presupuesto a las universidades públicas estatales (que es diferente del tema de la inversión, el gasto o el presupuesto a la educación pública nacional, en sus distintos niveles administrativos) de lo que se trata no es de inexperiencia, inmadurez o ignorancia, sino de poner sobre la mesa que ese sector que la población general de México considera tan noble, prístino y justo, los últimos cuarenta años fue un agente activo y dinámico en la construcción y sostenimiento de redes de transferencias de recursos a los circuitos de la política oficiosa local, estatal y federal; así como también fue un bastión ideológico para potenciar dinámicas como la despolitización de la educación y de la universidad, en pos de obtener un mayor grado de tecnificación y burocratización profesional que sirva sin tapujos para la reproducción ampliada y sostenida de capital en los grandes corporativos nacionales y extranjeros —y sin mostrar, además, interés alguno por la conducción política-histórica de la sociedad mexicana.
Y es que, la educación pública, desde hace años, se ha conformado con ser una fábrica de profesionistas con vocación de autómatas, superespecializados en destrezas y conocimientos técnicos altamente redituables para las industrias de punta y de alto grado tecnológico, o a las ramas de mayor dinamización del comercio y los servicios, sin que en ello se haya procurado, por lo menos, rescatar una conciencia crítica sobre la historia y la política nacional, regional y global.
El reclamo de las universidades públicas estales, por eso, no es azaroso y por supuesto que no se circunscribe sólo o primordialmente al problema de que en las administraciones federales anteriores estas entidades se endeudaron hasta niveles insostenibles para los montos que año con año se les presupuestaban. Tampoco se cierne sólo o de manera primordial al hecho de que se busca dar carpetazo a la enorme cantidad de recursos desviados, lavados y/o gastados por sus administrativos (entre los cuales entran personal de los sindicatos en protesta) que gradualmente fueron degradando las condiciones laborales de los trabajadores, de los profesores de asignatura y, claro está, del propio estudiantado. En el fondo del asunto, y de la amenaza del paro total y generalizado de labores, se halla una disputa mayor que tiene que ver sí con los recursos, pero sobre todo con el proyecto educativo que promueve la 4T.
Es decir, de fondo, se encuentra el debate por los contenidos y las formas de la educación pública. Un debate que, por ejemplo, desde otras instancias y en otros frentes (como el abierto por el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, CONACyT) están llevando a replantear temas tan fundamentales como aquello que Orlando Fals Borda denominó, en los años sesenta, la disputa por la ciencia propia frente al colonialismo intelectual. O, en términos más restringidos, el problema fundamental de la apropiación social del conocimiento, por encima del simple financiamiento de proyectos que no reditúan en mucho a la sociedad mexicana en su conjunto.
Es ahí, entre otras cosas, en donde se inscribe, asimismo, la propuesta presidencial de abrir el ingreso a la educación superior, eliminando mecanismos de meritocracia técnica y mnemotécnica como los exámenes de ingreso: filtros escolares en los que se juega el destino de millones de adolescentes en donde aquellos que no acreditan el examen son estigmatizados colectivamente como lo peor de nuestra sociedad, por no contar con los méritos suficientes para haber acreditado una prueba que mide poco menos que la capacidad de haber memorizado un conjunto de contenidos y formas metodológicas, a menudo (casi siempre) desvinculadas de su uso y aprovechamiento social.
Ahora bien, si la discusión en torno de la gratuidad y del acceso universal a la educación superior (y media superior) comienza, transita y se agota en la problemática de los recursos monetarios necesarios para soportar ese basto sistema que es la educación pública, pues en realidad no se está discutiendo nada y se está problematizando poco. Sin duda, saber cómo se va a financiar un sector tan amplio y tan costoso para el erario es fundamental, pero si la discusión se circunscribe a ese único tema, por un lado, se está concediendo que el leitmotiv de la educación tiene que seguir siendo su uso instrumental para crear recursos humanos para las empresas; y por el otro, se acepta que todo aquello que se ponen en juego en el acceso y el goce de una educación de calidad no debe ser, por ningún motivo, un fin en si mismo que valga la pena y el esfuerzo de ser proyectado y echado a andar, con independencia de su costo.
Para ponerlo en otros términos, es claro que, de la mano de la universalización de la educación pública, se debe tener el necesario debate sobre la calidad de la misma: lo que introduce temas como los de la precariedad laboral de sus docentes, las condiciones laborales de sus trabajadores, la desarticulación de mafias administrativas, la mejora, ampliación y proliferación de espacios adecuados para tomar clases, la redefinición de los contenidos, las practicas pedagógicas, y una larguísima serie de problemas que hoy ahogan al sector. Pero más allá de eso (y no a su margen), habría que comenzar por observar algo que López Obrador ha intentado colocar en la conciencia colectiva sobre la educación: la dimensión social, ética y política que ésta cumple.
Y es que, en particular, aunque es posible rastrear algunos argumentos profundamente conservadores (en el peor sentido del término) en la manera en que López Obrador moraliza a la educación pública nacional, cierto es, también, que ese proceder se circunscribe en un proyecto determinado por los profundos estragos que han causado, de una parte, la violencia que se experimenta en el país desde hace tres sexenios; y de la otra, la avasallante mercantilización de la vida colectiva y sus contenidos culturales. Ambos fenómenos, en cierto sentido, están siendo puestos en cuestión cuando López Obrador hace el paralelismo de las dos familias: la familia orgánica y la familia extensa, el hogar materno/paterno y el hogar de las amistades escolares y los tutores docentes. Y es que, en la lógica del presidente, ambas se encuentran atravesando por una honda descomposición y un larguísimo proceso de desintegración que, con los años, se fue extrapolando hacia el resto de las capas sociales y las distintas dinámicas y dimensiones sociales de la colectividad.
Qué tanto eso se soluciona dando continuidad a proyectos como los de la cartilla moral, introduciendo a la fuerza una ética protestante (o católica) y moralizando dogmáticamente a la familia es algo que está por discutirse y no perderse de vista. Pero lo cierto es que manteniendo dinámicas de exclusión con el argumento de una falsa meritocracia (como en los exámenes de ingreso) no va a hacer mucho más que continuar con graves problemas que ya se están experimentando en aquellas generaciones que, se supone, son el futuro de esta nación.
Por lo pronto, lo cierto es que la universalización de la educación pública, en su nivel superior, no es una discusión absurda y ya superada; menos aún es una problemática fundamental o esencialmente financiera. Es, antes bien, un tema que tiene que ver con un horizonte de realización que va más allá del plano monetario y del culto al triunfo individual. Habría que voltear a ver, de nuevo (y a propósito de la visita del presidente Díaz-Canel) experiencias como la cubana (o la venezolana, en los años de Chávez) para comprender un poco más a profundidad todo lo que se está poniendo en juego cuando se trata de generalizar el acceso y el disfrute de contenidos educativos (no escolares) y culturales de calidad a todos los hombres y mujeres de una sociedad.
Ricardo Orozco, Consejero Ejecutivo del Centro Mexicano de Análisis de la Política Internacional
@r_zco
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