Bernie Sanders y el pánico del 1%
- Análisis
“Lo que sea menos Trump”. Ese era el mantra repetido por decenas millones de estadounidenses desde que el magnate de bienes raíces y estrella de “realities” irrumpiera en el escenario político, allá por 2015. Y si bien la prensa “liberal” de ese país lideraba el coro, ahora que un socialista tiene posibilidades bastante reales de competir por la presidencia, ella no solo ha reculado, sino que ahora hasta da muestras de pánico.
Tiene buenas razones: Bernie Sanders es, de lejos, el más popular entre los jóvenes. En 2016, el senador de Vermont tuvo más éxito entre los votantes menores de 30 años que Hillary Clinton y Donald Trump juntos. Los “millenials” quieren cambios reales, huelen el miedo de la prensa corporativa y otras instituciones tradicionales y saben que es una buena señal. Ellos no ven noticieros –se informan a través de YouTube– y jamás se han visto representados en los medios tradicionales. No es que hayan abandonado a la CNN o a MSNBC, ¡es que nunca los vieron!
Pero no nos engañemos: antes que un socialista o socialdemócrata, el “liberal” New York Times preferiría, de lejos, cuatro años más de Donald Trump, con el brutal coste ecológico que eso significa, además de la retórica discriminatoria, los muros fronterizos y las guerras económicas. Y ni hablar de los dueños de las cinco megacorporaciones dueñas del 90% de todo lo que el estadounidense ve y oye en los medios tradicionales y gran parte de internet. Con tal de no ver a Sanders en la Casa Blanca, ellos serían capaces de resucitar el Tercer Reich.
El “Times”, CNN y el Washington Post forman parte de la prensa que los norteamericanos consideran de “izquierda”, dentro de un espectro político que ya lleva décadas deslizándose cada vez más hacia la derecha. Una de las consecuencias de esa radicalización derechista y neoliberal es que el Partido Republicano, hoy por hoy, podría ser considerado la “organización más peligrosa de la Tierra”, como sugiere Noam Chomsky.
El sabotaje de 2016
En una reunión de altos oficiales norteamericanos ligados al Ejecutivo, la entonces Secretaria de Estado Hillary Clinton deslizó la idea de asesinar a Julian Assange con un dron. “¿No podemos simplemente (bombardear) al tipo?”, preguntó a sus subordinados y colegas, recibiendo por respuesta una risotada general (¡pensaron que bromeaba!). La anécdota apareció en un correo fechado en 2010 –filtrado al mundo en 2016–, y llevaba por título: WikiLeaks, posibles estrategias legales y no legales. A Assange ya lo amordazaron y lo están torturando con poderosos estupefacientes y prisión solitaria, todo como resultado de estrategias “no legales”, reñidas con el derecho internacional y los valores democráticos. Para ello, Estados Unidos se ha servido de sus vasallos en Europa y Latinoamérica. El Perú –y su disciplinada prensa–, caen en la ignominiosa lista de colaboradores. La subordinación nos impide acusar claros golpes de Estado como el de Bolivia, o levantar la voz en favor de la treintena de líderes sociales colombianos asesinados en lo que va de 2020.
Las revelaciones más devastadoras para la campaña de la demócrata pondrían sobre el tapete los conflictos de interés de la Fundación Clinton y el sabotaje de la candidatura de Bernie Sanders por parte del comité electoral del Partido Demócrata, encargado de llevar a cabo las “primarias” que decidirían qué candidato de esa tienda pelearía la presidencia de 2016. Clinton tenía al comité en el bolsillo.
También se dio a conocer que la ex Primera Dama cobraba tarifas de seis cifras por dar charlas a ejecutivos de Wall Street y grandes compañías, costumbre practicada –de manera bastante más modesta–, por cierto político peruano de peso (y reciente deceso).
Esta lucrativa práctica ha hecho ricos a Bill y Hillary Clinton, quienes entre 2001 y 2016 cobraron la alucinante cifra de $153 millones por charlas y presentaciones privadas. Barack Obama y George W. Bush también han cobrado decenas de millones por los mismos servicios. Pero a diferencia de la prensa corporativa, que pasa esta forma encubierta de soborno por agua tibia, el norteamericano de a pie ya sacó su línea: encuestas realizadas el año pasado dan cuenta de que la enorme mayoría de ciudadanos de ese país (entre el 80 y el 90%) considera que su sistema político y económico están “arreglados”. ¡Y claro que lo están! Como varios estudios serios ya han demostrado, el cabildeo y la financiación multimillonaria de partidos y candidatos llevan la voz cantante en la “democracia” estadounidense. (Truthdig, 02/04/19).
“Crooked” Hillary también tenía en el bolsillo a periodistas y encargó “investigaciones” ad hoc, de corte político, a un inescrupuloso espía británico. El resultado fue el dosier “Steele” –un descarado compendio de rumores sin fundamento ni realidad sobre supuestas relaciones entre Donald Trump y Vladimir Putin–, que serviría de base para “Russiagate” y mucho periodismo de segunda. El año 2016 fue todo un circo.
Muchos analistas coinciden en que las investigaciones llevadas a cabo a raíz de la supuesta “intromisión rusa”, junto con el actual proceso de “impeachment” que se sigue contra Trump, solo han servido para reforzar sus posibilidades de reelección. Nada mejor para apuntalar una candidatura que la persecución de un establishment sin legitimidad.
Macartismo desatado
Pero el espíritu de Joseph McCarthy ya había sido invocado y la persecución afectaría enormemente a muchos medios periodísticos alternativos, señalados como propagandistas a través de listas negras de corte político. La idea de que Rusia estaría “sembrando caos” en las democracias occidentales también sería indispensable para mantener al rebelde e impredecible republicano que hoy es presidente amarrado a la política antirrusa de la OTAN y a los intereses privados que se benefician de esa peligrosa enemistad nuclear.
La trama antirrusa también sirve para distraer a la gente del verdadero problema. Una muestra: tres célebres magnates norteamericanos –Jeff Bezos, Warren Buffett y Bill Gates– ostentan más riqueza que el 50% de la población estadounidense de menos ingresos.
¿Cómo sería la revolución de Sanders?
Si algo se puede resaltar en el socialdemócrata es su coherencia: de juventud activista, siempre denunció la desigualdad y el abuso del gran dinero, proponiendo cambios estructurales que nos han enseñado a ver como “radicales” e “inviables”, pero que no lo son para nada. Un sistema de salud gratuito y universal –virtudes que muchos europeos entienden como totalmente naturales para los servicios básicos–, no tiene nada de radical. Lo radical –por no decir obsceno e insultante– es la fortuna de Jeff Bezos, dueño de Amazon y el Washington Post.
Sanders también propone educación superior gratuita, en un país donde los jóvenes adultos se endeudan de por vida para sacar títulos profesionales que les proveerán de sueldos proporcionalmente menores a los que ganaban sus padres, en universidades que, para colmo, muestran clara preferencia por los vástagos del 1% (independientemente de sus cualidades académicas). Cuando el socialdemócrata propone condonar la masiva deuda estudiantil, Wall Street y el periodismo “liberal” objetan, asegurando que eso malcriaría a los jovencitos, quienes deben aprender a pagar sus deudas (¡qué buena concha!).
Ellos saben que quien no se encuentra asfixiado por deudas y, además, tiene educación y salud, puede negociar contratos de empleo en lugar de subastar su tiempo al mejor postor, mal aconsejados por la desesperación y hambre. Mientras tanto, el peso de la austeridad sigue recayendo, no en quienes determinan el discurso político –pues tanto los dueños de los medios como sus caras más reconocidas viven a cuerpo de rey–, sino en las víctimas de su propaganda.
Como su par británico Jeremy Corbyn, Sanders no tiene competidores en Estados Unidos. Elizabeth Warren, quizás la más cercana al socialdemócrata en su ideario político, es netamente capitalista. Ella desea imponer reglas más justas a una economía de mercado que considera algo deformada:
“A partir de trabajos del economista conservador Milton Friedman –señaló Warren–, emergió una nueva teoría según la cual los directores corporativos tenían una única obligación: maximizar las ganancias de los accionistas”.
Esa teoría es hoy ley divina. Así fue como se impuso esta cultura eminentemente antisocial y psicópatica que hoy llamamos normalidad, a pesar de que la falta de empatía y espíritu colaborativo no tienen nada que ver con nuestra naturaleza. Hoy, los antivalores del neoliberalismo deben ser rechazados por un asunto existencial, por un sano instinto de conservación.
El discurso de Sanders también se caracteriza por ser directo: su revolución consistirá en obtener de millonarios y multimillonarios “aquello que es del trabajador por derecho”, luego de décadas de que estos tomaran la parte de león de toda la riqueza producida por la sociedad. Como señala el joven escritor norteamericano Bhaskar Sunkara, fundador de la revista Jacobin: la experiencia sindicalista le enseño a Bernie Sanders que los ricos no estaban “moralmente confundidos” –o algo por estilo–, sino que tenían “intereses creados en la explotación de los demás”.
Hoy se ha vuelto absolutamente fundamental entender esa diferencia.
Las tácticas de la prensa corporativa contra las candidaturas de izquierda ya son parte de la cultura popular. Consisten en negarles espacio ante cámaras, en no preguntar demasiado sobre planes de gobierno, en construir monstruos “chavistas”, olvidando que otras izquierdas recientes, como la de Lula da Silva o Evo Morales, han conseguido importantísimos triunfos. La propaganda va a tener que renovar su repertorio de miedos.
-Publicado en Hildebrandt en sus trece (Perú), el 7 de febrero de 2020.
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