EEUU: ¿guerra civil y decadencia hegemónica y societal?
El discurso maniqueista se instaló en ambos bandos partidistas y la descalificación mutua es la columna medular de la praxis política en los EEUU.
- Opinión
Lo acontecido en Estados Unidos entre el día 3 de noviembre de 2020 y los primeros días del año 2021 evidencia de manera contundente las contradicciones y decadencia terminales de un modelo de sociedad –el del American Way of Life– y el agotamiento de una noción restringida y raptada de la democracia liberal. Representa también la crisis del sistema de partidos –particularmente del bipartidismo norteamericano– y su incapacidad para brindar respuestas ante los problemas públicos más lacerantes y para canalizar las demandas más sentidas de la población de esa nación. Más aún, representa una crisis institucional de amplias proporciones y un colapso de la legitimidad de las estructuras de poder, dominación y riqueza en la Unión Americana. Se trata de una crisis de larga duración que germinó con el agrietamiento de la ideología liberal en 1968, los fracasos de la aventura expansionista y bélica en Vietnam, el agotamiento del patrón de acumulación taylorista/fordista/keynesiano, y con la quiebra fiscal del sector público norteamericano hacia finales de esa misma década de los sesenta.
La guerra civil pre y post-electoral trascurrida desde mayo pasado no es un hecho aislado, sino uno que se entrelaza con la depauperación de las clases medias en ese país y con las cruentas pugnas entre las élites plutocráticas escenificadas desde el año 2016 (sobre este último punto léase http://bit.ly/33jXPPo). Guarda profunda relación con el agotamiento del modelo económico de Bretton Woods –aquel del crecimiento económico ilimitado– y del patrón petro/dólar, las transiciones en el patrón energético y tecnológico, e –incluso– con el manejo faccioso de la crisis pandémica y la construcción mediática del coronavirus (https://bit.ly/3l9rJfX). El telón de fondo de todo ello es la emergencia de una sociedad de los prescindibles (procesos económicos que no precisan de fuerza de trabajo) y la definitiva traslación del poder geopolítico y geoeconómico del océano atlántico al océano pacífico, con China –y sus alianzas estratégicas y militares respecto a Rusia– como retador hegemónico consolidado y que despliega desde hace dos décadas una intensa carrera tecnológica, comercial y geoestratégica.
Más allá de filias y fobias; más allá de preferencias políticas personales –que no es nuestro caso–; más allá de los discursos maniqueistas que privan desde el 2016 en voz de demócratas o republicanos, y de sus comparsas allende las fronteras, es urgente continuar esbozando un mínimo análisis que contribuya a clarificar la vorágine de acontecimientos que se eslabonan más allá de la construcción mediática de la defenestración de Trump y de los consensos despóticos que ello entraña.
Para el Deep State (Estado profundo) la continuidad de Donald J. Trump en la Presidencia de la República desde siempre representó un riesgo. Uno de los aspectos medulares que se jugaron con el proceso electoral del 2020 es la operatividad del Pentágono y de las agencias de inteligencia –estas últimas en la mira del magnate neoyorkino. Desde la década de los cincuenta del siglo XX, Charles Wright Mills en su obra La élite del poder, señaló que este grupo social altamente cohesionado estaba integrado por la clase tecnocrática de Washington, la clase empresarial y el complejo militar/industrial, del cual habló en su momento el Presidente Dwight David Eisenhower. Para el siglo XXI y en el marco de la recurrente estrategia de la economía de guerra, El Pentágono es el principal co-gobernante y parte de un megamillonario negocio y de contratos entre el sector público y la iniciativa privada. Esta economía de guerra fue cuestionada por la élite gobernante de Trump y en los hechos ello se tradujo –a lo largo de los últimos cuatro años– en el retiro de tropas estadounidenses radicadas en territorios estratégicos. El mismo Trump también relajó las tensiones geopolíticas entre los Estados Unidos, China y Rusia, tejiendo ciertas conexiones con sus élites políticas y militares.
Pero el meollo de esa cruenta lucha intra-élite no se agota en las discrepancias en torno a la política expansionista, intervencionista y belicista de los Estados Unidos. Se entrelaza con las pugnas en torno al modelo de capitalismo y al patrón energético y tecnológico que desean liderar los Estados Unidos en el mundo. La dicotomía es marcada por el modelo
globalista/financista/rentista/informacional/cinematográfico nucleado en torno a Hollywood, a la NBA, a las grandes corporaciones del Sillicon Valley (Google, Amazon, Facebook, Apple, Microsoft; GAFAM por su acrónimo) y en torno a los megabancos y fondos de inversión de Wall Street (Fidelity Investments, The Vanguard Group, BlackRock, Inc., State Street Corporation), cuyos apoyos se condensan en torno a Joseph Robinette Biden Jr. y a las dinásticas Bush/Clinton (http://bit.ly/3bGyfJ9); y por el modelo proteccionista/soberanista/industrialista financiado por las grandes corporaciones petroleras y las industrias tradicionales desplazadas durante las últimas cuatro décadas del control del patrón de acumulación. Los procesos electorales del 2016 y del 2020 nuclearon a estas dos plutocracias en torno al Partido Demócrata y al Partido Republicano respectivamente. Ambas agrupaciones partidistas crecientemente fracturadas como expresión de estas luchas intra-élite. Dichas pugnas no se circunscriben a las altas capas de la sociedad estadounidense, sino que se expresaron en una intensa polarización y en una fragmentación de la población azuzada por el complejo de los mass media.
Los deplorables (Basket of deplorables, como les llamó Hillary Clinton en el proceso electoral del 2016), fueron esos 74 millones de estadounidenses que votaron por Donald J. Trump en el 2020 y que provienen en su mayoría de los grupos caucásicos de las erosionadas clases medias que con la desindustrialización ya no disfrutaron más de las mieles del American Dream. Los llamados WASP (White, Anglo-Saxon and Protestant) son, aún, la mayoría racial del país (alrededor del 60 % de la población) y votaron por el proyecto de Trump en un 80 %. Con la defenestración mediática de Trump tras la “toma del Capitolio” el pasado 6 de enero, fueron ninguneados estos vastos sectores de la población al endilgarles calificativos de horda o caterva, o bien de “terroristas domésticos” (Biden, dixit). La construcción mediática de la defenestración de Trump obvia los rasgos sociales y los problemas públicos que asedian a estos grupos de la población, apegados –muchos de ellos– a una ideología ultraconservadora y supremacista, pero carentes de mecanismos de mediación entre el Estado y la sociedad. Por supuesto, se obvia el carácter multicultural, excluyente y desigual de la sociedad norteamericana; rasgos estos últimos que se acentuaron con las políticas regidas por el fundamentalismo de mercado derivadas de la Reaganomics. Se obvia también que el fenómeno Trump –y su consustancial sectarismo– es resultado de la devastación social dejada por el vendaval de la crisis inmobiliario/financiera del 2008/2009 solapada por la dinastía Bush/Clinton y el gobierno de Barack Obama.
Un problema público aún no zanjado en esa nación es el racismo que se exacerba con la masificación de la exclusión social de los condenados blancos. El bono demográfico en esa nación lo representa la población afrodescendiente y los hispanohablantes, que si bien accesan a ciertos derechos y oportunidades con base en su trabajo y esfuerzo, pesa sobre sus espaldas la desigualdad respecto a los caucásicos. Estos problemas estuvieron en el telón de fondo de los paisajes electorales del 2016 y del 2020.
El discurso maniqueista se instaló en ambos bandos partidistas y la descalificación mutua es la columna medular de la praxis política en los Estados Unidos. Ello en sí, conjuntamente con la crisis de representación derivada del financiamiento de las campañas políticas, conforma el verdadero asalto a la democracia. Como observadores externos a ello consideramos que no es pertinente tomar partido por alguna de ambas posturas, sino que nos pronunciamos por el análisis del mundo fenoménico desde una perspectiva histórica y rigurosa.
Biden declaró que los hechos del Capitolio representan un “asalto a la democracia” y una “insurrección”, pero se pierde de vista que existe corresponsabilidad entre las dos élites plutocráticas y entre los dos principales partidos políticos que ahondan esa fractura entre la población. Si bien Trump arengó a las multitudes seguidoras a marchar hacia el Capitolio y a cuestionar los resultados electorales del pasado 3 de noviembre, cabe destacar que la responsabilidad no recae en su totalidad en él, sino que se inscribe en el colapso de legitimidad padecido por las instituciones y por el viejo establishment de Washington, así como en el descrédito de un modelo político que privilegia abierta e irrestrictamente el gobierno de los ricos, por los ricos y para los ricos (la plutocracia, por oposición a la noción retórica de Abraham Lincoln que definió a la democracia como el “gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”). Esa “toma del Capitolio” es parte de la teatralización de esas cruentas luchas que conducen a una fase terminal al ciclo de la hegemonía y de la pax americana, y que en última instancia encubre, silencia e invisibiliza la lacerante desigualdad, la exclusión social, la represión y la violencia que rigen a la sociedad estadounidense (http://bit.ly/36GXQO3).
Del mismo modo, el consenso despótico de los mass media y de las redes sociodigitales desde el 3 de noviembre pasado instalaron una especie de totalitarismo cybercrático que disputa la imposición de una verdad: la verdad del viejo establishment de Washington y de su agenda
belicista/financiera/rentista/globalista. De tal manera que se evidenció el hecho de que la empresa privada se erigió como regulador de la vida social; se asumió como tribunal, pasando por encima del poder judicial instituido, y suprimiendo de facto la libertad de expresión del Presidente en turno. En principio, las principales cadenas de televisión censuran al Presidente Trump deteniendo la transmisión de sus denuncias de fraude electoral, tildando su discurso de engañoso (5 de noviembre). Posteriormente, Twitter censuró varios mensajes de Trump enviados en el mismo sentido. A lo largo de noviembre y diciembre se instaló mediáticamente y con determinación la idea de que Trump es un desquiciado, lunático, narcisista y un personaje parecido a Adolf Hitler. Tras la “toma del capitolio”, las corporaciones Facebook y Twitter suspenden las redes sociales del Presidente en funciones bajo el argumento de que instiga a la violencia, a la ingobernabilidad y pone en riesgo la transición del poder en Washington para el próximo 20 de enero. Hasta exigir su renuncia –por inestable en sus facultades mentales– a la Presidencia desde las facciones demócratas del poder legislativo y desde medios poderosos como The Washington Post.
Cabe matizar que quienes celebran y aplauden la censura a Trump desde las élites corporativas no imaginan las implicaciones profundas de ello.
El asunto no es baladí, sino que atenta directamente contra las libertades de expresión y niega toda posibilidad de debate político y de canalización de las inconformidades. Si eso le ocurre a un Presidente de los Estados Unidos en funciones y que se opone al viejo establishment de Washington, el riesgo puede ser extensivo hacia cualquier ciudadano que discrepe con los intereses de la élite plutocrática del complejo digital y comunicacional. En todo caso, si Trump instó o alentó la violencia, ¿por qué no se procede legalmente? Es en el ámbito institucional donde tendrían que dirimirse las infracciones a la ley si las hubiese. Se señalan las 25 000 mentiras proferidas por Trump durante su administración y registradas por los medios, pero no se insta a enjuiciar a los Clinton, los Bush y a Obama por los crímenes de lesa humanidad perpetrados con sus intervenciones y guerras emprendidas durante sus gobiernos.
Lo ocurrido el pasado 6 de enero en el Capitolio no es un golpe de Estado, como se difunde y se pretende instaurar a manera de verdad incuestionable. Los 305 mil ciudadanos fueron movilizados por Trump para mostrar el rechazo a los cuestionados resultados electorales y para demostrar su fuerza popular. Pero la movilización se salió de cauce, y son más las dudas que las certezas despertadas por las versiones narradas desde los mass media (es posible observar que la policía abre las vallas para el avance de la multitud). El llamado “asalto al Capitolio”, ¿fue una operación de bandera falsa (false flag operation) montada desde el poderoso Deep State en connivencia con los mass media para defenestrar a Trump? ¿existieron grupos de choque infiltrados y contrarios a Trump? ¿la movilización se le salió de las manos al grupo político encabezado por Trump y, efectivamente, sus seguidores se tornaron violentos? Lo cierto es que por fin se logró la defenestración mediática de Trump y que los resultados electorales del pasado 3 de noviembre fueron cuestionados y despiertan dudas entre amplios sectores de la población estadounidense. Y ante ello no existen mecanismos institucionales de mediación que canalicen el descontento popular y la fractura de la sociedad estadounidense.
Lo cierto también es que este desenlace exacerba la crisis del modelo de democratización idealizado en los Estados Unidos. Que en medio de la polarización está ausente el tema de la urgente reforma del Estado en la Unión Americana; más aún, persiste el negacionismo respecto a la necesidad de repensar el modelo político de esa nación. La toma de posesión y el gobierno de Biden estarán signados por una crisis de legitimidad. Inundado por su demencia senil, el Deep State muy probablemente activará el expediente de la guerra y del expansionismo, exacerbando la vocación imperialista con miras a restablecer esa legitimidad erosionada. Este Presidente se enfrentará a la ruptura de la convivencia en la sociedad estadounidense, y no sabemos si este fenómeno será irreversible. Si bien el tema no es exclusivo de los Estados Unidos, por cuanto define este hegemón en la reconfiguración global de la civilización capitalista, la más descabellada jugada de cálculo político fue el hecho de que las élites y las comentocracias de otros países tomasen partido por una facción plutocrática o por otra, perdiendo de vista que dichos grupos de poder no tienen amigos, sino intereses estratégicos a lo largo y ancho del mundo.
Isaac Enríquez Pérez
Investigador, escritor y autor del libro La gran reclusión y los vericuetos sociohistóricos del coronavirus. Miedo, dispositivos de poder, tergiversación semántica y escenarios prospectivos.
Twitter: @isaacepunam
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