La entronización del individualismo hedonista y el vaciamiento de la universidad
La universidad es despojada de su función humanista a medida que la mercantilización de la vida social, el consumismo y la cultura del descarte se imponen y son reproducidas en su seno las desigualdades extremas globales.
- Opinión
El triunfo mundial e incuestionable del fundamentalismo de mercado tiene como dimensión constituyente la instauración de un pensamiento hegemónico que apela al mito de la libertad individual, a la mercantilización de todas y cada una de las facetas de la vida social, a la racionalidad meritocrática, a la succión y lapidación de la praxis política, y al desvanecimiento del Estado. Condición sine qua non de este proceso fue el vaciamiento de la esencia de la universidad como organización que origina vanguardias y como bastión del pensamiento crítico, la diversidad, el disenso, y la innovación en las formas de edificar y organizar a la sociedad. No se trata de un proceso exclusivo o propio de algún país, sino de una vorágine avasalladora que se extiende mundialmente cuando menos desde la década de los ochenta del siglo XX.
Las universidades no son una torre de marfil abstraídas de la dinámica social y de sus contradicciones y convulsiones. Contribuyen –directa o indirectamente– a la configuración de la sociedad, y a su vez son una expresión de la misma. Son un crisol que condensa diversas cosmovisiones, ideologías, posturas, estilos de vida, pautas de comportamiento, debates teóricos, modos de construir conocimiento y de posicionarse ante la realidad y sus problemáticas. Ello en buena medida explica su riqueza y su proclividad a la diversidad. De tal manera que la universidad es una película en movimiento perpetuo que proyecta el carácter multifacético de una sociedad y sus avatares.
Ello explicaría el incesante asedio infringido –desde afuera y desde adentro, y pese a sus propias inercias conservadoras– hacia la universidad como semillero de la vanguardia, del ejercicio del pensamiento crítico, y de la germinación de utopías. Desde afuera la universidad es atacada por poderes fácticos, sean empresariales, clericales, gubernamentales e, incluso, criminales, que despliegan el implacable látigo del mercado y el consumismo, la idolatración del lucro y de la austeridad fiscal, y que la asumen como una organización desfasada de los intereses privados y de su insaciable afán rentista. Desde adentro la universidad es atacada por las mismas estructuras de poder y el burocratismo larvados a su interior y que también reproducen lógicas y prácticas leoninas que la hacen involucionar y anquilosarse. El desprecio hacia el conocimiento y la diversidad se irradia desde ambos frentes, y amenaza a la universidad hasta conducirla a la inanición y la intrascendencia.
El alo seductor del fundamentalismo de mercado en el mundo universitario consistió en la instauración del falaz principio de la eficiencia económica y de la racionalidad tecnocrática. Instalada la universidad en el sendero de la meritocracia, académicos y estudiantes extraviaron, en general, la vocación por la vinculación con las comunidades donde residen. Se privilegió, entonces, la relación universidad/empresa privada y estudiante/entidad bancaria, y más que formar profesionistas apasionados por el arte de conocer, la vocación de aprender a aprender, y por la solución de los grandes problemas mundiales, se orientó dicha relación a la "capacitación de recursos humanos para responder a las demandas de la sociedad" –entendiéndose por esto último los requerimientos de las empresas respecto a mano de obra cualificada.
La docilidad y el social-conformismo son dos de las actitudes instauradas de manera fervorosa con la irradiación del individualismo hedonista (https://bit.ly/3bi4vB1). Y las universidades no quedaron al margen de ello tras eclipsar los discursos y narrativas que cuestionan el statu quo en cualquiera de sus formas. La misma universidad cayó presa del miedo al futuro y de la incapacidad para imaginar y proyectar escenarios alternativos de sociedad. A su vez, la universidad se desprendió de los grandes relatos, de las narrativas totalizadoras, de la reflexión filosófica, y del pensamiento clásico. Entonces, sustraída del estudio sistemático y holístico de las megatendencias fue puesta a la deriva al privilegiarse el inmediatismo, el sectarismo y la futilidad. Quizás el asalto a la razón, a la verdad y a la palabra alcanzó su más acabada expresión con la pandemia del Covid-19 y los insistentes visos de resignación que las universidades mostraron ante este hecho social total (https://bit.ly/3fPmlfz).
Convulsionada la universidad por el "austericidio", no tuvo más remedio que las asociaciones público-privadas. Si sobrevivió al embate mercantilizador fue más porque cedió a la erosión sistemática del pensamiento crítico y de la erradicación del sentido de comunidad, para ingresar a una fase de reforma obligada y de readecuación de sus planes de estudio para responder a las condiciones y exigencias del mercado. Entonces se suplantó el conocer por el hacer; el proceso de enseñanza/aprendizaje creativo por la transmisión y asimilación mecánica de conocimientos etnocéntricos que no responden a las especificidades de los problemas públicos locales; la reflexión y el análisis por la memorización de técnicas; y la capacidad para formular preguntas de investigación por una acendrada trivialización de la palabra. Los rezagos e insuficiencias en los niveles escolares previos implosionaron como petardos en el seno de los recintos universitarios; al tiempo que se impuso un falso pragmatismo que desprecia la construcción teórica y la reflexión filosófica. Lo que los estudiantes ensalzan como "lo práctico" no es más que una escaramuza para huir del rigor en la formación de conceptos y categorías a partir de una solida dotación de supuestos y postulados epistemológicos. A la teoría se le desprecia subrepticiamente en las universidades porque se asume como una entidad estratosférica, anquilosada, petrificada y dada de una vez y para siempre. Entonces, si no se cultiva y se construyen nuevos conocimientos, el desfase de esa teoría con el mundo fenoménico se torna abismal. De ahí el malestar en la teoría y con la teoría. Pero no porque la praxis de la construcción teórica no sea útil, sino porque no se le dota de nuevos bríos, y porque tampoco se trasciende su inadecuación histórica a partir del despliegue de la imaginación creadora. A lo más y en no pocos casos, se apuesta a usar sin creatividad los mismos "marcos teóricos" y a ensayar un empirismo cuantitativista descontextualizado del sustrato epistemológico, histórico y geográfico.
Se pierde entonces el potencial transformador del conocimiento y la construcción colectiva del mismo. Justo la crisis pandémica actual exacerbó este último ejercicio al hacer del distanciamiento social un imperativo que tiene como correlato la virtualización de la educación superior.
La universidad es despojada de su función humanista a medida que la mercantilización de la vida social, el consumismo y la cultura del descarte se imponen y son reproducidas en su seno las desigualdades extremas globales. Pero esta erosión o reconversión de las funciones sociales de la universidad no es casual ni aislada, sino que se inscribe en el declive de lo público y en el socavamiento y privatización del Estado.
Si el Estado se muestra ausente, ineficaz y postrado ante los problemas públicos que cada vez más tienden a ser globales y a escapar de su control y jurisdicción, y si el sentido de comunidad se desvanece ante ello, la universidad no está al margen de esas tendencias ni de las inercias propias de las disputas por el poder que las distintas facciones de las élites despliegan para dominar el espacio público. Las élites políticas y empresariales aún se forman en las universidades y desde allí perfilan la construcción y reconfiguración de las estructuras de poder, riqueza y dominación. Sin embargo, ello no supone que las universidades, en tanto semilleros, respondan de manera automática a los intereses de esos poderes fácticos y de los intereses creados de esos grupos dominantes. Pues las universidades, por sí mismas, son sistemas complejos dotados de múltiples dimensiones que se intergeneran para formar y reproducir un todo articulado y multifacético que mantiene en tensión constante el conocimiento, su utilidad, sus usos y las apreciaciones éticas sobre ello.
Al masificarse durante las primeras décadas de la segunda mitad del siglo XX, la universidad no fue más escenario exclusivo de las élites, sino que se abrieron amplios espacios para el acceso de las clases trabajadoras, y conforme éstas penetraron en sus estructuras se amplió la diversidad en las formas de pensar, de construir conocimiento y de afianzar ciertas vocaciones sociales. Pero ello no persistió, pues el fundamentalismo de mercado subvirtió a las universidades tras emprenderse contrarreformas que comenzaron a vaciar esa sustancia derivada del pacto social de la segunda post-guerra entre el Estado, el capital y la fuerza de trabajo. Varios síntomas se erigieron en muestra de ello: a) el abandono de la educación superior pública por considerarse ineficiente y desapegada de las demandas del mercado; b) el cobro de cuotas o matrículas y el proceso de elitización para el ingreso de los jóvenes, que en su conjunto afianzaron mecanismos de exclusión social; c) la expansión de estructuras cuasi-aristocráticas y antidemocráticas en sus procesos de toma de decisiones; y e) en el caso de las sociedades subdesarrolladas, la proliferación de trabajo no pagado y mal remunerado entre sus plantas académicas.
Si la diversidad es el signo de la universidad, lo que además se presenta es una relación para nada tersa entre las élites universitarias y esa diversidad que apuntala vanguardias, despliega el pensamiento crítico, y pretende estimular la movilidad social. Si el fundamentalismo de mercado llegó a las universidades fue porque sus élites y burocracias fungieron como correas de transmisión del mismo, y desde allí lo filtraron de manera silenciosa e imperceptible hacia distintas escalas y en múltiples direcciones, sin mirar por el carácter comunitario del conocimiento.
Para revertir estas tendencias desplegadas desde los años ochenta, las universidades necesitan reivindicar con urgencia el pensamiento crítico no solo como instrumento epistemológico para generar disensos al interior de las ciencias y las humanidades, sino también para que la universidad se cuestione a sí misma constantemente para comprender los alcances y limitaciones de sus estructuras, organizaciones y prácticas cotidianas. Sin esa capacidad de la universidad para (re)pensarse a sí misma corre el riesgo de anquilosarse y de caer víctima de sus propios círculos viciosos. Sin el ejercicio pleno y colectivo del pensamiento crítico, otros procesos más amplios como la reorganización interdisciplinaria de su investigación y del proceso de enseñanza/aprendizaje no lograrían potenciarse y reinventarse si no se parte de criterios metodológicos rigurosos y de la capacidad colectiva para tender puentes comunicacionales entre unos saberes y otros, entre unas disciplinas y otras.
Las sociedades contemporáneas precisan de las universidades, pero éstas, más allá de los furibundos ataques o de las hipócritas defensas de las élites políticas y empresariales, necesitan reformarse no para ser proclives al mercado y a la falaz libertad individual, sino a las lógicas mismas del conocimiento y a las necesidades de las sociedades que sufragan sus presupuestos. Se trata de reformas organizacionales, pero también académicas que subviertan sus estructuras de poder y aquella correlación de fuerzas que no siempre es favorable a la praxis académica.
Coda: el presente ensayo no es un ejercicio de respuesta ni un posicionamiento respecto a los falsos debates que muestran posturas controvertidas respecto a la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), iniciados por el Presidente de los Estados Unidos Mexicanos, Andrés Manuel López Obrador, desde el pasado jueves 21 de octubre hasta los días siguientes, y continuados por una infame oposición que cuando fue gobierno ninguneó a las Instituciones de Educación Superior mexicanas. Se trata de trascender esas miopías y privilegiar procesos más amplios que derriben el cortoplacismo oportunista y amplíen la mirada al carácter estructural y de largo plazo que recae sobre las universidades en el mundo. Las tendencias son globales y una mirada aldeana sobre la universidad solo enmaraña las problemáticas y encarece las posibles soluciones.
* Académico en la Universidad Nacional Autónoma de México, escritor y autor del libro La gran reclusión y los vericuetos sociohistóricos del coronavirus. Miedo, dispositivos de poder, tergiversación semántica y escenarios prospectivos.
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