Ahora es fácil llorar
15/10/2013
- Opinión
Ahora es fácil llorar e indignarse por la tragedia de Lampedusa.
Cuando se contemplan las filas de muertos devorados por el frío, la soledad y la miseria se nos revuelve el alma y nos sentimos dolidos e incómodos, incluso puede que hasta nos avergoncemos de nuestra condición inhumana y que nuestro mundo nos parezca incivilizado.
También es fácil ahora para las autoridades afirmar que todo esto hay que arreglarlo y que hemos de acabar con desastres semejantes. Es momento fácil para promesas. Están demasiado cerca los cadáveres y ni siquiera los más insensibles podrían evitar sentirse afectados. La muerte, incluso la de esos pobres tan lejanos, nos impacta a todos.
Pero ¿y antes?
¿Dónde estaba nuestra indignación y dónde el dolor que ahora dicen sentir las autoridades cuando en mayo de 2008 se aprobó en Italia el llamado “Paquete de Seguridad”, que tipificaba como delito la inmigración clandestina y que castigaba incluso con pena de cárcel a quien ayudara de cualquier forma a los extranjeros en situación irregular? ¿Dónde estaba la preocupación por los inmigrantes que ahora dicen tener los gobiernos y autoridades europeos que no hicieron nada para evitar que se aplicase esa ley?
¿Dónde estaba nuestro dolor cuando el gobierno español dejó sin asistencia sanitaria a casi 900.000 inmigrantes?
¿Dónde está nuestra incomodidad y rechazo cuando el gobierno francés expulsa a gitanos o rumanos porque, según dijo uno de sus ministros, “esas poblaciones tienen modos de vida que son extremadamente diferentes de los nuestros”?
Y, sobre todo, dónde está nuestra dignidad cuando la Unión Europea aplica constantemente medidas que empobrecen a los pueblos de donde luego tienen que huir miles de personas hambrientas y desesperadas. ¿No deberíamos haber reaccionado antes, cada vez que Europa recorta un derecho a los desheredados que ya de por sí no tienen nada?
¿No debería haber surgido antes la indignación, al verlos venir pobres de naciones que son ricas, en donde abundan quizá más que en cualquier otro lugar los recursos naturales de todo tipo, pero, eso sí, que han sido empobrecidas hasta el extremo, antes por la voracidad de las metrópolis, ahora de las grandes compañías multinacionales y siempre con la complicidad de las oligarquías locales a las que apoyan nuestros gobiernos que se dicen demócratas?
¿No debería habernos dolido antes el saqueo constante que hemos hecho de sus riquezas, la destrucción de su vida y costumbres de siglos, el desmantelamiento consciente de sus instituciones para provocar su división y evitar así que pudieran responder ante nuestras constantes agresiones?
¿No debería habernos indignado antes que los gobiernos ricos disminuyan la ya menguada ayuda al desarrollo y, mucho más, que la mayor parte de ella se vincule a beneficios comerciales o militares, dejando en la estacada a millones de personas? ¿No nos debería haber dolido antes que sean nuestra falta de solidaridad y nuestras políticas egoístas las que condenan a la miseria a quienes desesperados naufragan más tarde en nuestras costas?
¿No debería producirnos dolor que sea el dinero que tenemos depositado en nuestros bancos de confianza el que especulando produce luego el hambre que mata a millones de personas o que las obliga a huir hacia la muerte, o que sean los políticos a los que damos sin problema nuestro voto los que provocan con sus decisiones la ruina de millones de pequeños productores y el desastre que sufren países enteros?
¿Qué ha podido pasar para que no reaccionemos, para que la sensibilidad solo aparezca, si acaso, y con silencio y sumisión, cuando las cosas son ya irremediables?
La vergüenza horrible de Lampedusa, como la que supone el trato que en Europa se está dando a tantos miles de seres humanos “irregulares”, es la consecuencia de un largo proceso de empobrecimiento y destrucción, sí, pero también de mirar a otro lado y de pérdida de la conciencia y la dignidad. O, como ha escrito hace unos días Lina Gálvez (Casi personas), es el efecto de una terrible deshumanización que nos hace perder el sentido de especie, de manera que admitimos que se pueda matar, robar, violar o vejar al otro sin sentir culpa porque lo consideramos “no humano”, alguien que no es “de los nuestros” (quizá, simplemente, por la razón que daba el ministro francés, porque sus modos de vida nos parecen diferentes a los nuestros que consideramos los naturales).
Es por eso, porque nuestra especie parece que tiende a quedarse desprovista de humanidad, por lo que no nos han indignado ni nos indignan, ni nos hacen sufrir, ni nos avergüenzan, ni nos hacen sentir culpables todas esas políticas y decisiones que unas veces matan directamente y otras, como ahora en Lampedusa o en tantos casos que ni siquiera conocemos, poco a poco o algo más tarde.
Las políticas que se vienen aplicando en los últimos decenios han conseguido concentrar la riqueza en menos manos que nunca, aunque destruyendo riqueza a raudales para dar privilegio a las megacorporaciones en perjuicio de pequeños y medianos productores de todo el planeta, y eliminando derechos e instituciones. Pero, sobre todo, han logrado otro propósito quizá mucho más importante y al que no se le está prestando la atención debida para poder darle respuesta. Lo expresó con toda claridad una de sus primeras inspiradoras, Margaret Thatcher, cuando decía que el objetivo era “cambiar el alma” para que en el mundo haya lo que ella creía que debía haber: no sociedad sino individuos.
Es metiéndonos en el cascarón de nuestra individualidad como nos deshumanizan para que no sintamos rabia ante la injusticia que cae sobre el otro; para que seamos seres ensimismados que no reaccionemos cuando se le quita todo al que está a nuestro lado; para que no nos duela el dolor de los demás; para que no sintamos lo mismo que sienten los que son lo mismo que nosotros, pero a los que no sentimos como tales; para que no nos unamos unos con otros y nos dejemos dócilmente empobrecer, humillar o incluso matar.
Hay una lucha política pendiente contra todas esas medidas que empobrecen y que matan, contra la estrategia verdaderamente criminal que produce cada día la muerte de 50.000 seres humanos solo por falta de alimento o de agua cuando hay recursos sobrados para evitarlo. Pero nunca será exitosa, y ni siquiera se podrá poner en marcha si no comenzamos rehumanizándonos, buscando la mano de los otros y dejando de ser solo nosotros, subrayando constantemente nuestra diferencia y nuestra identidad, para ser y vivir como y junto a todos los demás.
Escribía Alejo Carpentier en El siglo de las luces que “hay épocas hechas para diezmar los rebaños, confundir las lenguas y dispersar las tribus”. Vivimos, creo yo, en una de ellas y por eso habría que empezar por reunir los rebaños, por usar las lenguas para entendernos (también escribió en esa misma novela que “Nuestra época sucumbe por un exceso de palabras”) y no para atacarnos, y por reagrupar las tribus.
Sin ser conscientes de ello, se hace política sin verdadero calor humano, se ofrecen programas electorales pero no formas y soluciones efectivas de vida que puedan empezar ya a ponerse en marcha, se dicen muchas palabras y se multiplican las banderas y los llamamientos pero no se crean espacios en donde reconquistar la humanidad que hemos ido perdiendo y la presencia de los demás para empezar a identificarnos unos con otros y anticipar y crear entre todos una nueva sociedad. Es decir, política de ruido que nada cambia porque de ella no brota lo auténticamente humano que hay dentro de nosotros, los sentimientos de rechazo a la injusticia, la rebeldía, el amor y el afecto, la solidaridad… que son los únicos de donde pueden nacer la conciencia y la movilización que se necesita para acabar con vergüenzas como las de Lampedusa.
(Dedico este texto a M.E.L.A. que me pidió que lo escribiera, por agradecimiento y porque con personas como ella no habría que escribir artículos como este)
- Jun Torres Lópezes economista español
Publicado en Público.es el 16 de octubre de 2013
https://www.alainet.org/pt/node/80137
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