El imperialismo norteamericano No Existe

29/09/2003
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(Una revisión) Contenido: - Acerca del uso correcto de los conceptos
- Acerca de los imperios
- Acerca del imperialismo y sus teorías
- Acerca del naturalismo teleológico en la política
- Acerca de la nacionalización ideológica del imperialismo
- Acerca de como la tesis del socialismo en un sólo país condujo a la del imperialismo en un sólo país
- Acerca del intervencionismo norteamericano
- Acerca de una afirmación que dice: el mundo no es mejor de lo que es
- Acerca de los hijos de puta
- Acerca de la tesis del "nuevo imperialismo
- Acerca del 11 de Septiembre norteamericano; y de sus consecuencias
- Acerca de la guerra a Irak en el marco de un proceso de larga duración
- Acerca de la guerra preventiva
- Acerca del "misionarismo" norteamericano
- Acerca de la relación entre los Estados Unidos y las Naciones Unidas
- Acerca del imperio del mal
- Acerca de una reflexión final
En el presente ensayo se debatirá el tema de la aplicación racional de los conceptos, partiendo de la premisa de que un mal concepto puede llevar a una mala práctica, lo que en política puede ser fatal. En esa dirección se tratará de analizar la arqueología del popularizado concepto "el imperialismo norteamericano", partiendo de otra premisa que dice: cada concepto corresponde a una determinada genealogía histórico-cultural, de modo que es difícil que los conceptos alcancen alguna vez una validez universal. Se tratará de comparar histórica y políticamente la validez histórica del concepto "imperialismo", con otros conceptos paralelos, también de uso común, como son los de "imperio" y de "superpotencia". Al fin, se propondrá un paradigma de pensamiento que se abra a la revisión permanente, que es la única condición, no del pensar cotidiano, pero sí, del pensar político. Esa será, al mismo tiempo, la condición básica que nos debe llevar o a entendernos o a malentendernos con los EEUU, que nos guste o no, está ahí en este mundo que tenemos –y no tenemos otro– como la superpotencia más grande que ha existido en todo el curso de la historia. La política internacional del siglo veintiuno será construida con los EEUU, contra los EEUU, pero nunca sin los EEUU. Pero, para uno u otro caso, tenemos que definir, no una, sino que otra y otra vez, el significado real de los EEUU. Y para eso, necesitamos conceptos, no hay otra alternativa. Una de las tesis centrales del presente ensayo, dice: "precisamente porque los EEUU no son un imperio ni un imperialismo, sino que una superpotencia, es que se abre la posibilidad de realizar una crítica política a sus acciones internacionales. Porque si se tratara de un imperio, no cabría la crítica, sino que una lucha sin cuartel por la independencia nacional en cada una de las naciones sometidas al imperio, de acuerdo a las lecciones de Mao, Che, y hoy Bin Laden. Y si se tratara de un imperialismo, todo lo que los presidentes norteamericanos hubieran decidido debería corresponder con la lógica de un capital internacional que en su fase imperialista lo determina todo antes aún de que ocurra. Una crítica política a algún gobierno norteamericano, sería así algo absolutamente inútil" Acerca del uso correcto de los conceptos. Por supuesto, a más de algún lector le parecerá ociosa la discusión acerca de las diferencias que existen entre un imperio, un imperialismo y una superpotencia. En ese sentido es necesario aclarar que realizar tales diferencias es absolutamente decisivo si es que queremos conversar en dos niveles: el científico y el político. Desde el punto de vista científico hemos de convenir que los conceptos son herramientas insubstituibles de la ciencia, particularmente de las llamadas ciencias sociales, de modo que hacer ciencia significa no sólo trabajar con conceptos, sino que además revisarlos permanentemente y si éstos han dejado de cumplir su función, reemplazarlos por otros. Por esa razón escribí una vez en uno de mis libros que los conceptos son los asideros que nos permiten afirmarnos sobre la realidad; pero además sirven para crear nuevas realidades a través de la configuración de paradigmas que en esencia no son sino constelaciones de conceptos (Mires 2002). Eso significa que la ciencia no puede prescindir de cierta inevitable destructividad, ya que pensar científicamente implica destruir antiguos conceptos para substituirlos por otros. Como todas las cosas de este mundo, los conceptos tienden a la inercia, de modo que queramos o no, trabajamos también con conceptos petrificados, lo que en la práctica cotidiana es incluso aconsejable ya que es imposible revisar todos los días los conceptos por los que nos regimos, a menos que convirtamos nuestra vida en un infierno. Pero, cuando al interior de un modo de pensamiento predominan los conceptos petrificados, quiere decir que ese pensamiento es ideológico. Las ideologías son fundamentalmente sistemas de pensamientos petrificados, de ahí que entre ideólogos y científicos se ha establecido una enemistad permanente, aunque muchas veces las ideologías aparezcan en atuendo científico. Desde el punto de vista político también es muy importante revisar permanentemente los conceptos que usamos. Pero, a diferencias de la ciencia, no para revelar alguna nueva verdad, sino que para algo aún más peligroso: para actuar. Porque política sin acción política es inconcebible. Es por eso que si bien ciencia y política son actividades muy diferentes, la política se sirve de la ciencia al tomar de ella determinados conceptos que llevan a actuar, aunque parezca redundancia, en la escena política. Por cierto, el concepto absolutamente perfecto es una quimera; y el total acoplamiento entre significante y significado, ilusión de cada ideología, es un absurdo total. Por lo demás, si cada concepto diera cuenta total de la realidad que representa, no habría necesidad de modificar ningún concepto; y así, tanto ciencia como política estarían de más. Porque tanto ciencia como política viven de "lo nuevo", y luego, de aquello que cuando aparece es todavía "indecible" o "innombrable", es decir, una realidad que todavía no ha sido "puesta en concepto". Eso significa que cada concepto es también una metáfora. Y en cierto modo la realidad es siempre metafórica, y luego, inevitablemente poética. Pero a diferencias de la metáfora poética cuyo objetivo es la estética, la metáfora en la política está inevitablemente puesta al servicio de la acción. Si en una poesía escribo: "la paz es una guerra", no pasa nada; pero si en términos políticos un Presidente dice que "la paz es una guerra", el resultado puede ser catastrófico. Los conceptos de imperio, imperialismo y superpotencia, al ser conceptos, tienen un inevitable sentido metafórico. Pero no se trata de metáforas poéticas sino políticas, es decir, orientadas a producir acciones frente a realidades siempre nuevas. Por ejemplo, si digo USA es un imperio, tengo por lo menos que saber que es lo que yo entiendo por un imperio. Un imperio, de acuerdo a su acepción más estricta (y tanto en la ciencia como en la política hay que ser estrictos), implica la anexión territorial de una o más naciones, mediante la vía de la ocupación militar, por un Estado extranjero. Las naciones ocupadas pierden de este modo su soberanía, la que es usurpada, en todos los niveles, por el Estado invasor. La noción de imperio implica en consecuencias: a) expansión territorial de un Estado b) ocupación militar c) pérdida de soberanía de la nación ocupada d) y, aunque no no por último, una extrema centralización del poder, tanto al interior como hacia el exterior de la nación imperial, lo que hace incompatible la relación entre una democracia interior y un imperio exterior, pues democracia supone una mínima descentralización del poder. Acerca de los imperios. Un Estado imperial no impone sólo una relación de hegemonía sobre otras naciones sino que además de dominación. Esa diferencia sutil que una vez estableció Gramsci (1970) para referirse a la política interior puede ser también muy útil si se aplica a materias relativas a política exterior. Pues, tanto la política interna como exterior son realidades configuradas por poderes asimétricos (si los poderes fueran simétricos no habría lucha por el poder y la política estaría de más). En ese sentido, es inevitable que en determinadas regiones unos Estados tengan más poder (militar, territorial, político, cultural) que otros. Estos Estados con "más poder" se constituyen, en determinados momentos, como Estados "nucleares" (Huntington 1996) es decir que alrededor de ellos se agrupan otras naciones que orientan su política en relación al "núcleo", sin que eso implique subordinación o limitación jurídica de la soberanía de esas naciones. La relación hegemónica ejercida por un "Estado nuclear" no es equivalente a una relación imperial. Es simplemente el resultado lógico de una política internacional asimétricamente configurada. Por eso mismo, la asimetría de poder no se da en una relación hegemónica en todos los espacios del poder, como es el caso de una relación imperial, sino que sólo en algunos. Para poner un ejemplo: la mayoría de las naciones europeas orientan su economía alrededor de dos naciones nucleares como son Francia y Alemania las que actúan en ese sentido por medio de Estados económicamente hegemónicos. Pero eso no significa que las naciones europeas deben orientar su política internacional de acuerdo al dictado francés o alemán, como quedó demostrado durante la guerra de Irak, cuando la mayoría de las naciones europeas, ante el escándalo del gobernante francés, orientaron su posición política alrededor de USA. Esto habría sido imposible en el marco de una relación imperial. A la inversa, que la mayoría de los gobiernos latinoamericanos no hubiera formulado durante la guerra de Irak una política estrictamente concordante con la posición norteamericana, pese a que económicamente USA es una nación hegemónica en América Latina, no es precisamente un modelo de una relación imperial; por lo menos no de de una "típica" o "clásica". Si los miembros de una nación se encuentran sometidos a una dominación imperial, no tienen más alternativa que aceptar esa dominación, o luchar en contra de ella. Así se explica que las luchas de liberación nacional, así como las guerras anticoloniales, establezcan como primer objetivo el de la independencia nacional. Pero si la nación en contra de la que se levantan los miembros de otra nación no es un imperio, sino sólo una nación hegemónica, el contenido de los conflictos políticos debe asumir, obviamente, un carácter diferente. El fracaso estrepitoso de los intentos de lucha armada que tuvieron lugar en la década de los sesenta y setenta en América Latina se explica, entre otras razones, por el hecho de que los combatientes dieron a esas luchas el carácter de liberación nacional en condiciones donde los gobiernos de los países en que se libraron esas luchas no estaban jurídica ni políticamente sometidos a un imperio colonial. Que las economías de esos países se encontraban subordinadas a la economía norteamericana, es un hecho que podría aceptarse. Pero una subordinación económica no lleva automáticamente a un sometimiento político colonial, como establecieron analógicamente las ideologías maoístas y guevaristas que primaban en aquellos tiempos. Aún la guerrilla cubana, que fue usada por diversas sectas revolucionarias en diversos países como "modelo", no tuvo éxito en contra de un "imperio" sino que, en primera línea, en contra de una dictadura militar corrupta, es decir, triunfó por su componente nacional y no por su carácter antimperial, que no lo tenía. El supuesto carácter antimperial o anticolonial de la revolución cubana fue un agregado post- revolucionario, e irónicamente, justo cuando Cuba pasó a integrarse política, ideológica y económicamente bajo la dominación de un verdadero y muy tradicional imperio: el soviético. Puedo imaginarme, al llegar a este punto, que más de un contradictor intentará refutarme con el argumento de que los movimientos revolucionarios armados que tuvieron lugar en América Latina y otros lugares del mundo no se levantaban en contra de un imperio tradicional, sino que en contra de un imperialismo: el imperialismo norteamericano. La mayoría de los comunicados políticos de las organizaciones revolucionarias de ese período, por ejemplo, no se referían al imperio, sino al imperialismo norteamericano. Pero, para aceptar esa objeción, tengo primero que saber la diferencia que existe entre un imperio y un imperialismo. Sólo así podemos seguir conversando. Y una diferencia, creo así advertirla, es que un imperio es una realidad objetivamente dada, mientras que un imperialismo es una realidad teóricamente supuesta. Eso quiere decir que sólo puedo hablar de imperialismo sobre la base de una teoría del imperialismo. En cambio, para hablar de un imperio no hay que recurrir a ninguna teoría del imperio. Es que el imperialismo fue, y es, antes que nada, una teoría. Acerca del imperialismo y sus teorías. La teoría del imperialismo, a su vez, es una de las contribuciones más importantes de la teoría marxista post-Marx a las llamadas ciencias sociales; de eso no cabe duda. No existe hoy, en efecto, ninguna teoría del imperialismo que no tenga que ver, de alguna manera, con el marxismo. Pero, nótese, escribo post- Marx. Y la razón es que en "el marxismo de Marx" sólo encontramos de modo directo a) una teoría del desarrollo histórico de la acumulación de capital b) una teoría de la "composición orgánica" del capital. Y c) de modo muy indirecto, una teoría del capitalismo, pero jamás una teoría del imperialismo. El concepto de imperialismo casi no existía en el vocabulario de Marx, ni aún en sus eurocéntricos escritos en torno a la expansión del capital hacia China e India (MEW Tomo 9, 1974). Incluso el desarrollo económico norteamericano durante la segunda mitad del siglo diecinueve fue saludado positivamente por Marx (período en que justamente tiene lugar una expansión imperial clásica de los EEUU), calificando de reaccionarios a quienes lo cuestionaban, entre otros, a Simón Bolívar. En cambio, Marx trabajó permanentemente con el concepto de imperio, especialmente para referirse a las formaciones históricas que él despectivamente llamaba "de tipo asiático" basadas en economías "hidráulicas" estudios que dieron lugar a que durante los años sesenta y setenta muchos académicos marxistas escribieran eruditos libros acerca de las teorías relativas al llamado "modo de producción asiático". Pero de eso casi nadie se acuerda hoy; ni siquiera los miembros de las actuales izquierdas, que mientras más de izquierdas son, menos es lo que saben de marxismo. Fueron, entre otros, Wittvogel (1962) (acusado por los comunistas de renegado) y después Rudi Dutschke (1974), quienes concibieron al leninismo como una corriente ideológica de tipo "asiática" y a la URSS como a una prolongación "atómica" de los antiguos imperios "hidráulicos". El concepto de "imperialismo" en la ideología post-marxista alcanzó su consagración máxima a través de Lenin, particularmente a partir de su texto "El imperialismo, fase superior del capitalismo" (Lenin 1961). El mismo Lenin reconoció, a su vez, que su texto era tributario, no de Marx, sino que de dos autores: John Atkinson Hobson (1970) y Rudolph Hilferding (1974). El primero no era siquiera marxista, sino un liberal inglés. El segundo, un socialdemócrata alemán. Lo que no dijo Lenin, es que su texto no sólo siguió algunas teorías de Hilferding, sino que en muchos casos, las plagió, y a veces, de modo textual. J. A. Hobson, en su clásico libro, El Imperialismo, sostenía que era necesario crear en Gran Bretaña instituciones que limitaran la expansión económica hacia ultramar. La razón de Hobson era que el imperialismo atentaba en contra la democracia, pues abría espacios que no podían ser controlados por su jurisdicción. "El nuevo imperialismo es para la nación un mal negocio; es, empero, un buen negocio para determinadas clases y oficios al interior de la nación. Los gigantescos gastos armamentistas, las costosas guerras, los riesgos y alteraciones para nuestra política internacional, el impedimento para reformas sociales y políticas en Gran Bretaña, son daños para la totalidad, sin embargo muy útiles para intereses de negocios actuales en determinadas industrias y ramas industriales" (1970, p.67). Según Hobson, el imperialismo entorpecía el proceso de ciudanización democrática al interior de una nación imperial, y por lo tanto, debía ser interdicto. Pero sobre todo debía serlo, porque si la economía se autonomizaba de instancias políticas, surgiría una inagotable fuente de guerras (Ibíd. p. 68). Las guerras, a su vez, al conducir al militarismo, tanto externo, como interno, bloqueaban los procesos de democratización en la propia Gran Bretaña (Ibíd. p.70), Para Hobson, el imperialismo debía, incluso podía, ser impedido, y no sólo en naciones sojuzgadas, sino que al interior de Gran Bretaña. En otras palabras, a mayor grado de democratización, menos posibilidades para el desarrollo y expansión del imperialismo. Esa era la tesis central de Hobson: el imperialismo sólo podía ser impedido, o por lo menos limitado, por medio de procesos de democratización política, o como el mismo decía, mediante "la instalación de una auténtica democracia" (Ibíd. p.301). En ese sentido, Hobson es un autor muy actual, y muchas de sus tesis pueden ser aplicadas sin problemas en contra de algunos políticos norteamericanos y europeos que se sientan seducidos por tentaciones imperiales. En sentido estricto, Hobson entiende como imperialismo lo que comunmente se entiende como imperio, esto es, la expansión territorial y ultramarina de una nación, en este caso, de Gran Bretaña. El imperialismo era, según él, la ideología de una nación imperial. En ningún caso, para Hobson, el imperialismo era una fase inevitable en el desarrollo del capitalismo, sino que la consecuencia directa de una decisión política motivada por razones ideológicas en una determinada nación. De acuerdo a esa tesis, Hobson suponía que era perfectamente posible disuadir a los políticos de un país para que, por razones prácticas, abandonaran sus ideas imperialistas. El carácter de inevitabilidad del imperialismo proviene definitivamente de las tesis de Rudolf Hilferding quien presumía haber completado en su análisis las teorías que Marx había dejado inconclusas. Según Hilferding, el capitalismo estaba sometido a una suerte de desarrollo evolutivo y natural, del mismo modo como ocurre en organismos vivientes (Hilferding era médico). De acuerdo a ese desarrollo, el proceso de concentración monopólica del capital previsto por Marx, iba a llevar en los países industriales más avanzados a una suerte de "cartelización" de la economía mundial lo que a su vez llevaría a una autonomización cuasi absoluta del capital financiero por sobre el capital comercial y el industrial. En ese sentido Hilferding es sin duda un precursor de las actuales teorías acerca de la globalización (Mires 2001 (a)). No la fábrica, sino que la sociedades anónimas accionarias iban a ocupar, según Hilferding, el lugar hegemónico del proceso de formación de capital a escala planetaria. Así, del mismo modo como en el período de la acumulación originaria de capital había tenido lugar un proceso de expropiación de los productores pre- industriales, en el período de cartelización iba a tener lugar una gradual expropiación de los magnates industriales por medio del capital financiero, hasta el punto que debería llegar el momento en que iba a cristalizar una suerte de "capitalismo sin capitalistas" o lo que es igual, en que el propio desarrollo del capital iría creando las condiciones que llevan a su socialización. La revolución anticapitalista sería, en fin, realizada por el propio desarrollo del capital, por medio de su autosocialización a través de la hegemonía del capital financiero. La tarea de la socialdemocracia sería sólo sería la de ordenar políticamente, desde el gobierno, la socialización objetiva de la producción. Como escribía Hilferding en 1910: "El capital financiero, en su consumación se autonomiza del suelo de donde es originario. La circulación del dinero será innecesaria; el incesante devenir del dinero ha alcanzado su objetivo: la sociedad regulada, y el Perpetuum Mobile de la circulación, encuentra, al fin, su paz" (Hilferding 1974, p. 126). Lenin asumió sin reservas la teoría natural- evolucionista de Hilferding, pero introduciendo algunas modificaciones en sus conclusiones finales. Primero: el capitalismo financiero como la fase más alta (como más alta podía entenderse también, "la última") del capitalismo, daría curso a la generación de un capital parasitario y especulativo. Segundo: el capitalismo internacional en lugar de ser regulado por el capital financiero, entraría en una fase de descomposición; ésta sería la fase evolutiva terminal del capitalismo como sistema. Tercero: en el curso de ese proceso, las naciones capitalistas se desangrarían en una guerra cuasi canibalesca con el objetivo de repartirse el mundo entre ellas. Cuarto: la descomposición del capitalismo arrastraría consigo al propio proletariado de los países industriales (nada menos que el sujeto revolucionario de Marx) clase que se convertiría en una especie de "aristocracia obrera". De este modo, según Lenin, la tarea de destruir definitivamente al capitalismo debería ser llevada a cabo por los proletarios de los países industrialmente menos desarrollados, como Rusia, por medio de la acción revolucionaria de un Partido que representaba sus "intereses históricos". El socialismo sería así concebido como la fase inferior del comunismo, y en los países menos industrializados, la clase obrera a través de su Partido, desarrollaría, por medio de un capitalismo de Estado, las tareas capitalistas que los capitalistas ya no podían, objetivamente, cumplir. De este modo, Lenin, de acuerdo a su teoría del imperialismo, cuestionaba la esencia misma de la teoría de la revolución anticapitalista elaborada por Marx. Entre Lenin y Hilferding encontramos también teorías intermedias. La más popular fue aquella elaborada por Rosa Luxemburg en su obra legendaria: La Acumulación de Capital (1966), en donde se encierra una concepción que en el lenguaje leninista fue bautizada como "teoría catastrofista". De acuerdo a Luxemburg, el capital en su permanente expansión sólo podía desarrollarse sobre la base de la existencia de espacios no capitalistas. Tarde o temprano, debido a la propia expansión del capital, los espacios no capitalistas irían paulatinamente disminuyendo, con lo que de paso se irían secando las propias fuentes de producción y de reproducción de capital, y así, el capital, en su propio desarrollo prepararía las condiciones que llevan a su catástrofe final. La "tarea histórica" de la clase obrera sería entonces la de detectar adecuadamente el momento de la catástrofe para avanzar hacia el poder. De este modo, en su visión evolucionista, Luxemburg estaba cerca de las teorías de Hilferding, y en su visión catastrofista, más cerca de Lenin. Al igual que este último, opinaba que el momento de la catástrofe ya estaba teniendo lugar, pero a diferencias de Lenin, confiaba Luxemburg en la potencialidad revolucionaria de la clase obrera europea, particularmente de la alemana. Acerca del naturalismo teleológico en la política. A pesar de las diferencias anotadas, en todos los autores marxistas nombrados (y habría que nombrar a varios otros como Renner, Kautsky, Bucharin, Sternberg, Grossmann) encontramos un elemento común y éste es el siguiente: El desarrollo del capital, y del capitalismo, y por lo mismo, del imperialismo, era entendido por ellos desde una perspectiva naturalista y teleológica a la vez. Era naturalista porque el capitalismo era concebido como una unidad orgánica, sujeto a procesos objetivos de desarrollo que determinan tanto su nacimiento, existencia y fin. Para todos los autores marxistas post-Marx, el fin del capitalismo se encuentra programado por contradicciones internas que llevan al estadio imperialista que es el que anuncia la disolución de todo el "sistema". Así se explica porqué las grandes polémicas de los académicos marxistas durante toda la historia del marxismo hayan tenido principalmente como tema central el de las "condiciones objetivas" que hacen posible, o no, a la revolución socialista. Esa fue por ejemplo la preocupación central de la llamada teoría de la dependencia latinoamericana de los años sesenta y setenta, la que en lo fundamental se limitó sólo a repetir la discusión intermarxista europea de comienzos de siglo veinte, pero en un lenguaje desarrollista ("cepalino") y en un nivel teórico notablemente inferior. Si el sistema se encontraba "maduro" o "inmaduro" o no, para dar nacimiento a la "sociedad superior", el socialismo, concebido por Lenin, como la fase inferior del comunismo, fue, a su vez, la línea que llevó a los marxistas de todo el mundo a dividirse en fracciones irreconciliables, de acuerdo a las cuales, aquellos que postulaban la no actualidad de la revolución (principalmente comunistas pro-soviéticos y/o stalinistas) fueron calificados como reformistas por quienes la postulaban, y viceversa, y aquellos que la postulaban (trotsquistas, maoistas guevaristas) eran calificados de "aventureros" y "ultraizquierdistas" por los stalinistas. En cualquier caso, el fin del capitalismo por medio del desarrollo del imperialismo fue concebido por todos ellos como un proceso que inevitablemente tenía que ocurrir como consecuencia de supuestas leyes objetivas que regulaban "el curso indetenible de la historia". Y este punto encontramos precisamente el carácter teleológico de las teorías antiimperialistas modernas. Las teorías marxistas del imperialismo no pueden ser entendidas, en efecto, sin su condicionalidad futura. Aquello que marca a todas las teorías marxistas del imperialismo es la necesidad del futuro socialista del cual el imperialismo sólo sería su catastrófica antesala. Más aún, sin la noción teleológica del socialismo, las teorías del imperialismo prácticamente no se entienden. Todas ellas fueron formuladas como teorías para legitimar una posición política pre- determinada que establecía la actualidad o no actualidad de la revolución, esa "partera de la historia", para decirlo en la ultrabiologista expresión de Marx. Eso presupone que para los teóricos marxistas del imperialismo, el imperialismo no era una posibilidad, sino que una necesidad histórica, un momento absolutamente inseparable al desarrollo del capitalismo concebido como sistema económico mundial. Sobre las ruinas del capital imperialista, emergería el Ave Fenix del socialismo, cuyas alas se desplegarían en un vuelo intergaláctico hacia la sociedad comunista. En el marco de esa concepción teleológica de la vida y de la historia, las sectas comunistas, en sus más diferentes tonalidades (incluyo a las no stalinistas, e incluso, a las trotzquistas), subscribían a doctrinas ideológicas que no daban cabida a la contingencia, a la imprevisibilidad, y mucho menos, a la acción de las individualidades humanas, las que en el mejor de los casos eran entendidas como epifenómenos de un desarrollo histórico social pre- determinado. Por esa misma razón, el sujeto de los análisis teóricos no eran los diferentes Estados de la tierra, sino que el capitalismo, entendido como unidad orgánica y viviente sujeta a sus propias leyes "ínter sistémicas". Cuando Hilferding, Lenin o Luxemburg se referían a los Estados imperialistas, ellos eran por lo general imaginados como herramientas de un sistema económico mundial, pero nunca, en ningún caso, como actores históricos, autónomos y responsables de las decisiones que tomaban sus gobernantes. El propio fascismo europeo fue concebido por los comunistas rusos como una expresión de la descomposición del capitalismo mundial en su fase imperialista, independientemente a las condiciones concretas e históricas en donde habían surgido. En otras palabras, la teoría marxista post-Marx del imperialismo era parte de un paradigma que no contemplaba la posibilidad del aparecimiento de "lo nuevo" pues todo lo que debía ocurrir ya estaba ideológicamente explicado. Y como "lo nuevo" es la razón que lleva a hacer la política, las doctrinas comunistas se convirtieron, en nombre de la política, en la más radical negación de la política que haya conocido la historia de la modernidad. Acerca de la nacionalización ideológica del imperialismo. El imperialismo –y éste es el otro punto que todos los autores marxistas antiimperialistas tenían en común– al ser imaginado como parte necesaria en el desarrollo de un sistema, el capitalismo, podía tener expresiones nacionales, pero en sí no era nacional. El imperialismo inglés, o francés, o japonés, eran, según tales teóricos, sólo representaciones dibujadas en la esfera de las naciones de un sistema internacional el que se servía de diferentes Estados para cumplir su cometido histórico. La idea de que pudiera existir un imperialismo nacional estatalmente autónomo más allá de un orden imperialista mundial era completamente ajena al paradigma leninista y post-leninista. Hablar del imperialismo en sentido nacional con la misma soltura con que hoy se habla del imperialismo norteamericano de acuerdo al imaginario ideológico de los actuales antiimperialistas, habría parecido a todas las corrientes intermarxistas de las décadas de los treinta y cuarenta, un total despropósito, y por cierto, una herejía o revisión imperdonable al legado de los "clásicos". Por esa razón, y al llegar a este punto es inevitable hacerse la siguiente pregunta: ¿Cuándo y por qué los antiimperialistas de todo el mundo comenzaron a referirse al imperialismo como a un fenómeno nacional? o, formulando la pregunta en otros términos ¿cuándo "el imperialismo" se convirtió en el imperialismo norteamericano? La respuesta obvia a la pregunta formulada podría ser: "Pues, cuando USA se convirtió en la principal potencia imperialista de la tierra". Sin embargo, eso no fue entendido así en las llamadas teorías antiimperialistas. Los EEUU se habían convertido en la principal potencia de la tierra mucho antes de que fuese caracterizado como "el imperialismo" por los "antiimperialistas". Hasta inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, el imperialismo era, en las teorías imperialistas, un proceso "sistémico", y antes que nada, mundial, y por lo tanto, al igual que el capitalismo, no tenía patria. Fue sólo a partir de los conflictos que surgieron entre la URSS y los EEUU después de la segunda guerra mundial, cuando en el vocabulario marxista-stalinista hizo su aparición, por primera vez, el concepto de el imperialismo norteamericano. Ahora bien, con la invención teórica del "imperialismo norteamericano" tenía lugar una tercera revisión radical a la teoría marxista. La primera, fue realizada por los teóricos marxistas pre-leninistas, particularmente por Hilferding, cuando establecieron que el imperialismo era la fase final del capitalismo. La segunda fue realizada por Lenin, cuando estableció que la revolución antiimperialista, y por lo mismo anticapitalista, no debería tener lugar en los países capitalistas más desarrollados, sino que en los más atrasados (teoría del eslabón más débil). La tercera fue realizada por Stalin, cuando estableció que el imperialismo ya no era un sistema, sino que una nación y un Estado. Y aquí estoy llegando a formular una tesis que parece ser muy importante, si es que nos decidimos al fin a extraer todas las consecuencias que de ella se derivan. La tesis es la siguiente: La noción de "imperialismo norteamericano", en el marco de la teoría general del imperialismo, es una noción stalinista, surgida en los mismos momentos en que apuntaba la Guerra Fría entre URSS y USA. Más aún, es una noción que surgió de acuerdo a los intereses nacionales e imperiales de la URSS. Y eso significa: La noción de imperialismo norteamericano se encuentra además en equivalencia con la tesis stalinista del "socialismo en un sólo país". En la medida que EEUU apareció como el principal opositor militar frente a la expansión militar del imperio ruso, el stalinismo reprodujo automáticamente la tesis del "imperialismo en un sólo país", tesis muy funcional a las pretensiones hegemónicas de Stalin, ya que si el sistema soviético llegaba a imprimir su supremacía económica y militar sobre USA, el advenimiento del "socialismo a escala mundial" se daba por descontado. Ha llegado pues la hora de revisar la tesis del "imperialismo norteamericano".. Acerca de como la tesis del socialismo en un sólo país condujo a la del imperialismo en un sólo país. La tesis stalinista relativa a la existencia de un imperialismo norteamericano se encuentra en correspondencia con el orden político mundial que tuvo lugar en el período de post-guerra. No deja de ser irónico que justamente antes de la Segunda Guerra, USA había realizado acciones que sino eran imperialistas, podían al menos ser calificadas de imperiales, como la dictación de la doctrina Monroe, la expansión territorial hacia México, la apropiación del Canal de Panamá, etc. No obstante, esas prácticas norteamericanas no parecían importarle demasiado a Stalin mientras USA no entrara a disputar a la URSS las posiciones hegemónicas que quería imponer en Europa. Por lo demás, en materia de anexiones, las que realizaban los norteamericanos en América Latina eran una banalidad comparadas con las que realizaba Stalin en el espacio eurasiático. Que eso para Stalin no tenía importancia se deja ver además por la cuasi nula representación que habían tenido los comunistas latinoamericanos en la Komintern quienes eran recibidos con suma cortesía pero jamás eran escuchados. El objetivo de Stalin era Europa, y cuando no fue posible negociarla con Hitler, optó por negociarla con Churchill. En las tres conferencias que marcan un nuevo orden, sino mundial, por lo menos europeo, la de Teherán (Diciembre de 1943) que fue cuando se selló la alianza militar de "los tres grandes", la de Yalta (Febrero de 1945), que selló la derrota del nazismo alemán y la de Postdam (Junio de 1945), que estableció un "condominio" intereuropeo, sobre todo en la zona alemana, el principal interlocutor de Stalin no era Roosevelt, sino que Churchill. Por cierto, los EEUU ya eran militarmente más poderosos que Gran Bretaña y la URSS juntas, sobre todo gracias al monopolio atómico que en ese tiempo comenzaba a ejercer. Por su parte, Stalin aceptaba la presencia militar de USA en Alemania como fuerza transatlántica de ocupación, pues sin la intervención norteamericana Europa entera habría caído bajo la garra del nazismo alemán. Los EEUU deberían ejercer, sin duda, un "condominio", junto a Inglaterra y la URSS. Pero, y ese era el plan de Stalin, los EEUU deberían retirarse tan pronto quedara asegurada la estabilidad europea, cediéndole la posta a Inglaterra, y tal vez a Francia, y contentarse así con ser "la otra potencia al otro lado del Atlántico". Con Inglaterra y tal vez Francia podría Stalin continuar negociando y repartirse determinados espacios europeos, contando además, para el efecto, con aquella punta de lanza política que eran los partidos comunistas, particularmente los sudeuropeos (franceses e italianos), los cuales al erosionar internamente a los respectivos ordenes sociales, deberían abrir excelentes perspectivas para la expansión soviética hacia Europa Occidental, como ya estaba ocurriendo en Europa Central y como ya había ocurrido en el espacio euroasiático. Es decir, el poderío norteamericano no incomodaba en absoluto a las pretensiones imperiales de Stalin, quien se preparaba a practicar una larga amistad transatlántica con el nuevo coloso a quien no se cansaba de alabar como a una "gran y progresista nación". Roosevelt tampoco estaba interesado en una prolongación de los conflictos militares en Europa, lo que facilitaba la visión optimista de Stalin. Más aún, fue a partir de ese período cuando la URSS, desangrada económicamente durante la guerra, se preparaba a cerrar la llamada "cortina de hierro" concebida como el inicio de una autarquía extrema, con el objetivo de realizar una industrialización acelerada del país, y equiparar así en la economía el equilibrio que a duras penas lograba mantener en el terreno militar, de modo que lo que menos parecía querer Stalin era abrir una zona de conflictos con USA. En fin, inmediatamente después de la guerra, tanto la URSS como los EEUU se preparaban a vivir un período de larga paz. Los EEUU, a diferencia de la URSS, no alentaban ni a corto ni a largo plazo, ningún propósito imperial en Europa, entre otras cosas, porque en ningún orden democrático –y los EEUU lo han tenido desde que nacieron– una situación de guerra prolongada puede ser aceptada fácilmente por la ciudadanía, sobre todo si es que demanda costos que reducen el "bienestar", que es uno de los mandamientos de la política norteamericana, como quedó demostrado durante el período Nixon respecto a la guerra en Vietnam. Lo mismo se puede decir de Gran Bretaña. Basta recordar que en 1941, dos años antes en que comenzara a conjugarse la alianza de "los tres grandes", habían sido dadas a conocer "las cuatro libertades" de la Carta Atlántica en las cuales ambos países, USA y Gran Bretaña, renunciaban explícitamente a la expansión territorial, defendían la autodeterminación de los pueblos y el libre acceso de las naciones a los recursos de la tierra, y renunciaban a la aplicación de la violencia en la política internacional. Razón de más para pensar que a partir de 1945, la era de los imperios, como había dicho el mismo Stalin, estaba llegando a su fin. No obstante, pese a las demostraciones de "buena fe" de Stalin, entre las que se cuenta el desarme de los comunistas del sur europeo, particularmente los de Grecia, hecho que ocurrió después que el mismo Stalin los había empujado a una guerra revolucionaria –dejándolos expuestos a las más horribles masacres– habían razones más que suficientes para que el gobierno norteamericano desconfiara del repentino pacifismo staliniano. Una de esas razones, era la propia ideología stalinista. De acuerdo a ella, Stalin, y los comunistas en general, diferenciaban siempre entre alianzas estratégicas y alianzas tácticas, bajo el bien entendido que con el enemigo capitalista no se podía jamás concertar una alianza estratégica. Por otro lado, la doctrina de la revolución anticapitalista mundial formaba parte del credo soviético, y el mismo Stalin, como lo probó en diferentes ocasiones, no estaba dispuesto a renunciar fácilmente a ese credo. No es tan cierto, como afirmaban los trotzquistas, que Stalin hubiera renunciado a la revolución mundial de carácter permanente. Aquello que constituye su innovación ideológica era que esa revolución podía ser suspendida durante algunos períodos de acuerdo a las necesidades de la URSS. El "socialismo en un sólo país", otra de sus famosas tesis, no quería decir tampoco que el socialismo no podía tener lugar en otros países. No sin razón, afirma uno de sus mejores biógrafos, precisamente un trotzquista, Isaac Deutscher (1990), que la tesis del "socialismo en un sólo país" se transformó durante la política de bloque en la de "el socialismo en una zona", bajo la dirección, por cierto, de la URSS. La política de la URSS en relación a Polonia, cuyos propósitos de anexión fueron realizados inmediatamente después de la post-guerra, en medio de las conversaciones de Stalin con Roosevelt y Churchill, no era precisamente una prueba de confianza para las dos potencias occidentales. Por otro lado, el proyecto de Roosevelt relativo a que desde la misma Europa fueran puestos los límites a la expansión imperial rusa, resultó ser sólo un buen deseo. Después de la guerra, la mayoría de los países europeos se encontraban en una grave situación financiera, razón que llevó a la configuración del famoso Plan Marschall que en un comienzo estuvo a punto de incluir a la propia URSS. Incluso Gran Bretaña ya no estaba en condiciones de mantener el control militar en contra de una eventual revolución en Grecia. En ese sentido, la razón de mantener y sumar tropas norteamericanas en Europa no fue un proyecto originario de USA sino que de Gran Bretaña. En su famoso discurso de Fulton, en marzo de 1946, Churchill alertó frente al peligro que representaban las "quintas columnas" comunistas en Europa y pidió directamente a los EEUU que apoyaran militarmente las posiciones antisoviéticas en los países de Europa del Este. En ese discurso Churchill dejaba claro que a partir de ese momento, Gran Bretaña no estaba más en condiciones de ser una gran potencia, y que la única fuerza que podía cerrar el paso a la URSS en Europa, no podía ser una potencia europea. Si hubiese existido esa potencia, EEUU no habría tenido que hacer acto de presencia en Europa, y Stalin no habría tenido ninguna necesidad de inventar al imperialismo norteamericano. Justo un año después del discurso de Churchill, el Presidente Truman daría a conocer su famosa doctrina, de acuerdo a la cual, EEUU se decidía a apoyar militarmente cualquier resistencia antisoviética en Europa y a impedir por todos los medios, incluyendo los militares, la expansión soviética en el mundo. Acto seguido, Truman procedió a apoyar economica y militarmente a Turquía en el conflicto que tenía lugar en los Dardanelos, cerrando con llaves el acceso soviético a la región. Desde ahí en adelante, todas las doctrinas por las cuales se rigieron los gobiernos norteamericanos (incluído el de Carter) en relación a la URSS, es decir, hasta llegar al primer Bush, no fueron sino leves variaciones a la Doctrina Truman. La Doctrina Truman es considerada como la declaración oficial que llevó a los EEUU a la Guerra Fría, la que perduró hasta 1989 con el derrumbe del imperio ruso. Y precisamente, fue recién, a partir de la declaración de Truman, cuando apareció por primera vez en el discurso soviético stalinista la expresión el imperialismo norteamericano, la que hasta hoy es repetida acriticamente por todos los antiimperialistas del mundo, sin que estos tengan la menor idea de donde dicha expresión proviene. En estricto sentido, el concepto de el imperialismo norteamericano fue una creación literaria de Stalin. Lo irónico de la tesis de el imperialismo norteamericano es que, analizando el tema desde una perspectiva actual, la Doctrina Truman era una declaración antimperial, hecha en contra de uno de los imperios más peligrosos y agresivos de la modernidad: el soviético-stalinista. Era también, por cierto, y por eso mismo, una declaración intervencionista. Pero el intervencionismo no es lo mismo que un imperio, ni mucho menos que un imperialismo. Toda superpotencia, sólo por el hecho de que lo es, ha de ser intervencionista. Truman acudió en ayuda de sus aliados europeos, de acuerdo a intereses norteamericanos, pues no hay ningún Estado en el mundo que quiera actuar en contra de sus intereses. Y los intereses de EEUU eran y son todavía, los intereses de una gran potencia. En ese sentido, EEUU a través de Truman era intervencionista, pero ese intervencionismo marchaba a la par con los intereses de la mayoría de las naciones de Europa Occidental. El propósito de Truman, y eso debe tenerse muy en claro, no era anexar territorios ni someter Estados europeos ni crear "colonias", ni nada parecido como sí era el caso del imperio ruso. No deja de ser irónico también que los imperialistas de entonces jamás se refirieron a la URSS como a un imperio. Los de hoy día, tampoco lo hacen. Peor aún: para ellos la URSS nunca existió. Todas las guerras que hoy suceden y sucederán son obra del imperialismo norteamericano. Pero lo concreto, es que ese imperialismo norteamericano impidió, y en un breve lapso histórico, que dos imperios, uno de los dos, o los dos a la vez, se hubiesen apropiado de Europa, de Africa y de Asia. EEUU defendía intereses europeos y además sus intereses de gran potencia, pero a la vez, de una gran potencia que nació como antimperial, signo inscrito en su propia Constitución, y que ha continuado siendo antimperial, aún al precio de caer en los peores excesos de la guerra, como ocurrió en Vietnam, y en cierto modo, a través de sus intervenciones directas en la política de los países latinoamericanos durante el período de la Guerra Fría.. Pero, a la vez, hay que convenir que los EEUU son una gran potencia mundial, en un mundo guerrero, lleno de imperios y micro-imperios dictatoriales, militares e incluso atómicos. En un mundo, al fin, que está lejos de ser el reino de los cielos; más aún: en un mundo que está más cerca del infierno que del cielo, amarga verdad que los moralistas de todos los tiempos no quieren aceptar. Si bien es cierto que política sin moral no es política, moral sin política puede llegar a ser una una perversión moral. Acerca del intervencionismo norteamericano. Afirmar que los EEUU no son un imperio no significa, por supuesto, avalar su política internacional en todo tiempo y lugar; y para siempre. Eso debe entenderse muy bien. Porque si bien, el intervencionismo norteamericano en contra de la URSS poseía un carácter anti-imperial, no por eso se justifican todas las intervenciones que EEUU ha realizado en diversos países de la tierra. Ni directas, como en el caso de Vietnam; ni indirectas como en el caso de Chile. En el primer caso, porque EEUU violó diversas convenciones de guerra que el propio Estado norteamericano había, no sólo subscrito, sino que propuesto. En el segundo caso, porque procedió en contra de un gobierno legítimamente elegido. Que Truman postulara detener el avance del imperio comunista donde éste se hiciera presente, era una doctrina, y al serlo tal, no decía como ni cuando ni donde debían ser puesta en práctica las medidas en contra de la URSS. El como, el cuando y el donde, en cambio, no son asuntos doctrinales, sino que decisiones políticas. Y la más noble doctrina política puede ser mal implementada por malos gobernantes políticos; y ningún nación democrática del mundo, los EEUU tampoco, están protegidas de tener, cada cierto tiempo, malos gobernantes con, a veces, peores consejeros. Cualquier lector de cualquier país sabe que esto es cierto si analiza la historia de su propio país. En el caso norteamericano, puede entenderse, por ejemplo, que bajo determinadas condiciones, Kissinger hubiera propuesto radicalizar la Doctrina Truman; y lo hizo. Pero eso no justifica haber permitido que se arrojara napalm en contra de la población civil en Vietnam, como tampoco haberse aliado con un dictador tan monstruoso como Pinochet en Chile, por muy anticomunista que éste haya sido. Invirtamos entonces la frase anteriormente formulada: Si bien es cierto que moral sin política no es moral, una política sin moral puede llegar a ser una perversión política. Más todavía; –y ésta, en el contexto de este ensayo me parece que es una de las tesis más decisivas– precisamente porque los EEUU no son un imperio ni un imperialismo, es que se abre la posibilidad de realizar una crítica política a sus acciones internacionales. Porque si se tratara de un imperio, no cabría la crítica, sino que una lucha sin cuartel por la independencia nacional en cada una de las naciones sometidas al imperio, de acuerdo a las lecciones de Mao, Che, y hoy Bin Laden. Y si se tratara de un imperialismo, todo lo que los presidentes norteamericanos hubieran decidido debería corresponder con la lógica de un capital internacional que en su fase imperialista lo determina todo antes aún de que ocurra. Una crítica política a algún gobierno norteamericano, seria así, algo absolutamente inútil. La teoría del imperialismo, al suponer que existen "leyes objetivas" que determinan el accionar de los seres humanos, lleva a la despolitización total de los conflictos políticos. Dicha despolitización alcanza hoy en día a sus más extremos absurdos en los llamados teóricos de la globalización, quienes se refieren a la globalización como la "fase más alta del imperialismo" (Hardt/ Negri 2000), y a quienes siguen organizaciones internéticas y fantasmales, sin espacio ni realidad política, como Attac, por ejemplo. De acuerdo a esos teóricos anti-políticos y semi-teológicos, las categorías abstractas y "las estructuras del capital" son los únicos sujetos de la política. Han habido incluso algunos autores tan enajenados de toda realidad que hablan de "las estrategias de la globalización", como si la globalización fuera una diosa, o algo parecido. En ese sentido, es necesario afirmar que con las categorías de imperio, imperialismo y gran potencia, no va unido ningún juicio de valor. Se trata sólo de categorías políticas y en alguna medida, científicas, destinadas a precisar el carácter y sentido de la política internacional de un país; en este caso, de los EEUU. Por lo demás, no se necesita que una Estado sea una gran potencia o un imperio para que sus gobernantes queden exentos de cometer actos criminales. Hay muchos Estados pequeños o insignificantes que los han cometido. Si utilizáramos ese criterio moral para determinar la calidad imperialista de una nación, el noventa por ciento de las naciones de este mundo serían imperialistas. Y quizás es así; pero si es así, eso implicaría revisar radicalmente no sólo el concepto de imperialismo, sino que además el de nación. Para que quede aún más claro, quisiera precisar mi postulado con un ejemplo. Ese ejemplo dice: de todos los gobernantes norteamericanos el que ha tenido una postura más imperial en el sentido estricto del término, es precisamente el que goza todavía hoy, del mayor prestigio moral, aún entre sectores autodenominados antiimperialistas. Si; me estoy refiriendo a Jimmy Carter. Sin apartarse un centímetro de la Doctrina Truman, Carter se propuso, al levantar la política internacional de los Derechos Humanos, dotar al mundo occidental de una ideología que enjuiciara al comunismo no sólo desde una perspectiva geopolítica, sino que cuestionara a la vez el orden político interno de los países enemigos. Es decir, la política Carter era objetivamente mucho más anticomunista que la política de Nixon, e incluso que la que se supone equivocadamente fue la más anticomunista de todas, la de Reagan, de la misma manera que Zbigniew Brzezinski, el asesor inmediato de Carter en política internacional, era ideologicamente mucho más anticomunista que Kissinger. Brzezinsky (1997), recordemos, acusaba a Kissinger de haber sido demasiado generoso con los Estados comunistas al concederles determinadas esferas de influencia y al renunciar, en función de razones geopolíticas, a una crítica radical al totalitarismo que representaban. Kissinger es un geopolítico prágmático; un teórico de un equilibrio mundial que debe ser construido sobre la base de fronteras territoriales bien delimitadas subscritas por los poderes de este mundo. Brzezinski y Carter en cambio, y ante el espanto de Kissinger quien vió amenazada la paz mundial, se propusieron intervenir al interior de los países enemigos violando aquello que había sido antes de Carter un dogma sacrosanto en la política internacional: la no intervención en materias de política nacional, doctrina amparada en el principio de "la autodeterminación de las naciones". Pese al corto período de su mandato, Carter, apelando a los Derechos Humanos, logró vincularse con las oposiciones y disidencias democráticas en los países del Este europeo y en la propia URSS. Solidarnosc, Charta 77, y otros movimientos sociales, recibieron de pronto un apoyo internacional inesperado. El propio Carter recibía en Waschington a disidentes, a escritores perseguidos, a artistas excomulgados, y no por último, a "pacientes psiquiátricos" condenados por las despotías del mundo comunista. Ningún Presidente norteamericano llegó a ser tan odiado en Moscú como Carter quien pudo desestabilizar al sistema comunista mucho más que todas las intervenciones militares propuestas por Kissinger. Kissinger (1994) y su team quisieron ver en la invasión soviética a Afganistan la respuesta natural de un régimen totalitario frente a las "provocaciones" en gran medida, imperialistas, de Carter. Lo que no pudieron captar es que esa invasión, lejos de probar la ineficacia de la política Carter, como aparecía a primera vista, fue la confirmación de la tesis de Brzezinski, relativa a que el imperio soviético, herido de muerte en sus propios interiores, estaba dando sus últimos estertores. Por cierto, ni Brzezinski ni ningún otro consejero americano podían suponer que el colapso del gigantesco enemigo iba a ocurrir tan pronto. Más aún: las intervenciones cuasi imperialistas de Carter, para adquirir credibilidad, debieron universalizarse. No podían, efectivamente, regir sólo para el mundo comunista sino que también en contra de aquellas dictaduras de "seguridad nacional", particularmente las latinoamericanas, que USA había ayudado a llevar al poder para aventar el fantasma comunista. Todo ese edificio geopolítico tan meticulosamente construído por Kissinger, estaba en peligro de venirse abajo por un Presidente, Carter, quien había entendido que las armas políticas pueden ser, bajo determinadas circunstancias, mucho más mortíferas que la política de las armas, aún a riesgo de realizar políticas imperialistas, violando un principio de no intervención debajo del cual se cobijaban las más atroces dictaduras de la tierra, fueran éstas comunistas o anticomunistas. Un día, la historiografía latinoamericana deberá destaar cuanto deben las democracias de sus países, a la política cuasi imperial patrocinada por Carter y su gobierno. Acerca de una afirmación que dice: el mundo no es mejor de lo que es. Pero ¿cómo es posible afirmar que los EEUU no son un país imperialista? ¿No nació en la historia diezmando a la población nativa, anexando territorios de países vecinos, ocupando militarmente países lejanos como afirma entre otros Noam Chomsky, ese ícono ideológico de la izquierda antinorteamericana de nuestro tiempo? En muchos de sus trabajos recientes ha intentado Chomsky (2002) responder a la pregunta que hiciera una vez Bush en el Congreso ¿por qué nos odian?. Y ridiculizando a Bush (lo que no siempre es difícil) ha respondido mostrando el prontuario histórico de EEUU y su casi interminable cadena de guerras e invasiones, comenzando desde el propio genocidio cometido a los habitantes originarios de su territorio. Es un prontuario, digámoslo sinceramente, del que los EEUU no pueden sentirse orgullosos. Y aceptado; muchos de esos hechos no pueden hoy justificarse, y no es intención de este ensayo hacerlo. Pero por eso mismo, y sin intentar descargar a EEUU de sus muchas responsabilidades históricas, habría que agregar que, tomando en cuenta el peso específico que posee en el planeta, ese prontuario no es, en dicha proporción, demasiado peor que el que poseen la mayoría de los Estados de la tierra, y en cierto modo, no sirve mucho para responder a la pregunta ¿Por qué nos odian? El autor de este texto, por ejemplo, reside y trabaja en Alemania, y si tuviera que hacer un prontuario de la historia de ese país durante el siglo veinte, nadie podría explicarse porque Alemania no es odiada en el mundo mucho más que los EEUU. Y sin embargo, no es así. Y si tuviera que presentar el prontuario colonial de Francia, Inglaterra, España o Rusia, las páginas de este texto se llenarían de sangre. Sin embargo, ninguno de esos países es odiado tanto por los antiimperialistas modernos como los EEUU, hasta el punto en que se puede afirmar que el antinorteamericanismo ha llegado a ser, para ellos, sinónimo de antimperialismo. Aquella visión maniquea, tan propia a los antiimperialistas de nuestro tiempo, según la cual el mundo está dividido por un lado en malhechores, con USA a la cabeza, y por otro lado, en víctimas, con el Tercer Mundo a los pies, no sirve para nada si se trata de discutir políticamente, entre otras cosas, porque al querer explicarlo todo, termina no explicando nada. Incluso a los partidarios de esa visión les extrañará enterarse que hay países que juegan un papel insignificante en la historia mundial y que no tienen nada que envidiar en su historia a los llamados países imperialistas. Quiero decir que ya es hora de reconocer que casi todas las naciones de este mundo nacieron sobre las ruinas de pueblos completos; y casi todas han cometido actos de barbarie en el pasado, así como hay otras que siguen cometiéndolos en el presente. Hay cientos de ejemplos. Entre esos ejemplos quisiera nombrar uno, y sólo por la razón que lo conozco mucho, y es el de mi propio país, Chile, cuya importancia en el concierto internacional es menos que importante. Chile nació a la historia política moderna reactivando el genocidio cometido a la población indígena, la que fue diezmada, de un modo aún más sistemático y cruel que aquel aplicado durante la dominación española. Durante el siglo dicienueve, hasta comienzos del veinte, las matanzas colectivas de indios ejecutadas por el propio Estado nacional, continuaron siendo practicadas casi sin interrupción. Durante el siglo diecinueve, Chile realizó además dos guerras de expansión en contra de Perú y Bolivia, arrebatando a dichos países, partes importantes de sus territorios, apoderándose de riquezas salitreras, y cerrando a Bolivia su salida al mar, hecho que hasta ahora agrava la de por sí enorme pobreza de ese país. Durante el siglo veinte, en Chile surgió una dictadura, la del general Pinochet, que en materias de crueldad se encuentra a la cabeza entre sus similares en América Latina. Ahora bien, es cierto que dicha dictadura contó con el apoyo de la CIA y organizaciones norteamericanas similares. Pero esa dictadura no habría sido posible si no hubiese contado además con el apoyo de vastos sectores de la población, y no siempre los más acaudalados. Me atrevería a afirmar, que en su fase de consolidación, esa siniestra dictadura contó con el apoyo de la mayoría absoluta de la población de mi país. Aún hoy, treinta años después del golpe que llevó a los militares al poder, el cuarenta por ciento de los chilenos consideran, según encuestas, a esa dictadura, como a un gobierno positivo. Incluso Chile poseyó una colonia en ultramar, la Isla de Pascua, cuyos habitantes se sentían lesionados en sus intereses económicos y políticos por el país que los anexó. Por supuesto, se trata de un micro-prontuario, en una micro- historia, de un país sin mucha significación internacional, y quizás, esos relatos no se diferencian demasiado de los que podrían hacerse desde otros países latinoamericanos y europeos; ni hablemos de los asiáticos y mucho menos de los africanos. Es que el mundo, incluyendo dentro de él a los EEUU, no es mejor de lo que es, y si hay que buscar alternativas de paz, no hay que hacerlo, como no se cansaba de repetir Kant (1995 (b)), desde un imperativo moral, sino que desde el fondo mismo de la guerra que hasta ahora, quiera o no Chomsky, ha sido casi una condición casi natural, no sólo en su país norteamericano, sino que en todas partes donde hay rastros de seres humanos. Por cierto, al autor de este libro también le gustaría, como a Chomsky, escribir desde una realidad más moral y más justa. Lo siento Noam Chomsky: no tenemos otra; desde esa realidad tenemos que partir; y no hacerlo así no es real, y por lo mismo, no es político. Noam Chomsky además, para seguir nombrándolo como un ejemplo del antiimperialismo moderno, no se cansa en sus ya muchos artículos en los que critica duramente a la política exterior norteamericana después del 11 de septiembre, de destacar las medidas intervencionista que aplicó USA en el pasado en contra de países como Nicaragua, medidas que son utilizadas como pruebas del odio que despierta USA en el mundo (Chomsky 2002). Pero lo que llama la atención es que Chomsky destaca el hecho de la intervención norteamericana en ese país, sin mencionar jamás el contexto histórico en que tuvo lugar. No se trata, entiéndase bien, de justificar dicha, u otras intervenciones; pero tampoco se trata de entenderlas desde una perspectiva a-histórica de acuerdo a dictámenes mediante los cuales los Estados son juzgados por una regla moral de carácter universal, más allá de toda condición de tiempo y lugar. Quizás sea necesario mencionar, en primera línea, que la intervención de USA en Nicaragua se dió en los tiempos de la Guerra Fría, y aunque Chomsky no lo tome en cuenta, la Guerra Fría no sólo fue fría, sino que sobre todo, fue guerra. En segundo lugar, hay que mencionar que la Guerra Fría era antes que nada una guerra entre la URSS y sus aliados contra EEUU y sus aliados, y que entre los aliados de la URSS habían pocos que le eran más fieles que el régimen cubano, que, a su vez, se encontraba interviniendo en Nicaragua. En tercer lugar, y eso lo sabe todo el mundo, dentro de la organización sandinista existían tendencias que buscaban una relación directa con Cuba, y por ese intermedio, con la URSS, de modo que habría que ser ingenuo pensar que el régimen norteamericano no iba a intervenir en esa situación de guerra, todo lo fría que se quiera (y no era tan fría), pero guerra al fin, sobre todo si se tiene en cuenta, que el enemigo de USA, la URSS, no dudaba un segundo si se trataba de intervenir en los países que consideraba de su esfera, e incluso fuera de ella, como ocurrió en la invasión soviética a Afganistán (hecho que Chomsky nunca menciona al condenar la guerra de USA a los talibanes). De ahí que la intervención norteamericana en Nicaragua se lee de manera distinta mencionando el contexto histórico en donde fue posible, que omitiéndolo. Fue, la política de EEUU frente a Nicaragua, una política de guerra en tiempo de guerra, y no decirlo, contribuye sólo a desfigurar los hechos. Acerca de los hijos de puta. Pero cómo, dirán mis contradictores. ¿Cómo es posible afirmar que los EEUU no son imperialistas si tienen presencia militar en todos los continentes de este mundo? ¿cómo no puede ser imperialista una nación que mantiene en posición armada a más de un millón de soldados repartidos a lo largo y ancho de la tierra? Es cierto, y es muy cierto: pero eso sólo prueba la gran capacidad intervencionista de una gran potencia, que al mismo tiempo, con sus soldados – aunque a muchos "antiimperialistas" no les agrade escucharlo– han salvado al mundo de los más sangrientos totalitarismos de nuestro tiempo (el nazi y el stalinista); y que hoy garantizan la sobrevivencia del Estado de Israel; y que Corea del Sur pueda seguir existiendo frente a su agresivo y atómico norte; y que hayan reducido a China y sobre todo a Rusia al modesto papel de "potencias regionales" y, no por último, aunque se pueda discrepar acerca del como y el cuando, que hayan liberado al mundo de gobiernos tan siniestros como el de Milosevic y Saddam Hussein; y que además pongan límites a los totalitarismos sirios, irakíes y libios, entre muchos otros. Los europeos pueden dormir tranquilos, no sólo frente a ese pasado que no pudieron ni supieron enfrentar, sino que también frente al cercano futuro, porque EEUU y no ellos, están deteniendo al islamismo (nada que ver con el Islam) que es la corriente modena más parecido al fascismo de ayer, y que proviene de un mundo árabe incomprendido y enardecido. Es cierto, y los políticos norteamericanos ya no lo niegan, que en el curso de la Guerra Fría, que era guerra, apoyaron a atroces dictaduras militares en América Latina. "Somoza es un hijo de putas pero es nuestro hijo", dijo una vez Roosevelt (¿podría alguna vez un gobernante ruso haber dicho lo mismo de Ceausesco o de Honecker?). Y después de Roosevelt, USA fue madre de muchos hijos de putas en América Latina (el último fue Pinochet). Pero, ¿cúal era la alternativa? ¿Fidel Castro, uno de los últimos dictadores militares de América Latina que sigue no la línea de Marx como imagina su totalitario cerebro (que nunca tuvo noticias de Marx), sino que la de la tradición populista/autoritaria/militar latinoamericana? ¿Los Sandinistas que deportaban indígenas en nombre del progreso de la humanidad con los legendarios Borges y Ortega a la cabeza? ¿Las FARC, esos delincuentes que asesinan niños y secuestran mujeres y que se han apropiado de casi la mitad de un país narcotraficado? ¿O esos enloquecidos miembros de Sendero Luminoso en Perú? Cuando la Guerra Fría terminó, los EEUU se retiraron del pobre subcontinente, y el Comandante Marcos pudo armarse hasta los dientes y escribir todos los poemas antinorteamericanos que quiso sin que a los EEUU le importara demasiado. La guerra, en América Latina, ya ha terminado, aunque un puñado de "marxistas- globalistas" de la edad de piedra, enquistados en universidades estatales de Estados que abominan, sigan subscribiendo a sus teorías sin pueblo, sin clases, sin nación y sin nada.. Es cierto, y como chileno, me hiere, que ayer los EEUU conspiraron contra un Presidente democráticamente elegido, como fue Allende. Pero también es cierto que hoy, después de esa maldita guerra, la fría, toleran a un golpista totalitario como Chavez, sólo por el hecho de que fue democráticamente elegido, aunque, con su presencia tácita, los EEUU también han impedido que Chavez haga lo que todo el mundo sabe que desea: asestar, desde la Presidencia, un golpe de Estado a su propio país, como era tan frecuente en el pasado. Acerca de la tesis del "nuevo imperialismo". Concedido estimado lector: hasta ahora he tratado de defender una posición que afirma que si pensamos con un mínimo de rigurosidad esa superpotencia que son los EEUU no puede ser caracterizada ni como un imperio ni como un imperialismo, a menos de que procedamos a revisar radicalmente ambos conceptos, lo que todavía nadie ha intentado, ni en el campo de las ciencias sociales ni en el de la política. Debo reconocer, por lo tanto, que hasta ahora he discutido posiciones ideológicas tradicionales y no he tomado suficientemente en cuenta acontecimientos recientes que son, para muchos, la base que permite calificar a USA como imperialista. Así, diversos autores no toman como punto de partida a la Guerra Fría, sino que a los acontecimientos que la post-ceden. Podría, en efecto, criticárseme, que mi análisis si bien puede ser teóricamente válido para el período de Guerra Fría, no lo es tanto para el actual período, donde sí, efectivamente, EEUU habría pasado a constituirse como un imperio, de nuevo tipo, si se quiere, pero en cualquier caso, un imperio. Esa sería, a mi juicio, la tesis del nuevo imperialismo. El "nuevo imperialismo" ha intentado ser explicado de diversos modos, a veces contradictorios entre sí. Ya sea, se me dirá, porque el mundo, de bipolar se transformó en uni-polar, los EEUU no pueden impedir su destino imperial, y como todo imperio, su decadencia y fin, como augura en un corto plazo Emmanuel Todd (2002). Ya sea, podría agregarse, que ese destino ha cristalizado durante el período de Bush hijo, quien ha continuado la utopía de su padre orientada a crear un "nuevo orden mundial" dictado por EEUU como policía mundial, lo que para autores de izquierda (Chomsky 2002) es un hecho negativo, y para los conservadores (Kagan 2003), positivo. Ya sea, como afirman otros comentaristas, porque USA ha decidido, a partir de la segunda guerra del Golfo, practicar el más desenfrenado unilateralismo, independientemente de lo que piensen las Naciones Unidas y sus aliados democráticos (Czempiel 2002). Ya sea, porque el poder nortamericano habría caído en las manos de una pandilla petrolera, dicen unos; o de un grupo de religiosos fundamentalistas con delirios misioneros, dicen otros. Ya sea –se ha llegado a afirmar– porque Bush hijo padece de un enorme complejo de Edipo y por eso, al tratar de homologar y superar a su padre, ha convertido a su país en el escenario de una tragedia griega y al mundo en un campo de batalla. En fin, los "especialistas" antinorteamericanos no se han quedado cortos en sus intentos, algunos muy poco serios, para construir la imagen del "nuevo imperialismo". No obstante, en un punto podría concordar con aquellos que defienden la tesis del nuevo imperialismo, y éste es: que con el fin de la Guerra Fría, y la correspondiente unipolarización que trajo consigo (aunque el concepto unipolarización es desde el punto de vista geométrico una imposibilidad) la Doctrina Truman, que en sus más diversas variantes había sido seguida por todos los gobiernos, desde Truman a Bush padre, ya no podía ser más la matriz que definía la política internacional de USA y eso significa que frente al nuevo escenario, el post-totalitario, los EEUU carecen de doctrina. Y eso no es un asunto de poca importancia, sobre todo si se considera que los gobernantes norteamericanos han tendido a orientarse en el mundo sobre la base de doctrinas muy bien definidas. Ahora bien, las doctrinas han sido, para los EEUU, líneas demarcatorias que definen espacios de confrontación y de amistad en el mundo internacional. Y porque son doctrinas, no han surgido de la nada, sino que de experiencias vitales frente a otras naciones. La Doctrina Truman, por ejemplo, nació del convencimiento, avalado por la práctica, de que, frente al avance del totalitarismo soviético había que fijar fronteras. Los gobiernos estadounidenses discreparon acerca del donde, del como y del cuando debían ser defendidas tales fronteras, pero ninguno puso en duda la necesidad de establecerlas. Lo dicho significa, que la doctrina Truman era parte de la identidad política del Estado norteamericano. O exponiéndolo así: la identidad internacional de USA se constituyó negativamente frente a un realidad antagónica. Pero con el derrumbe del comunismo desapareció el antagonismo constitutivo de la afirmación internacional estadoudinense de modo que puede decirse que ese Estado, necesariamente, tenía que experimentar una cierta crisis de identidad, la que se expresó originariamente en aquella "fuga hacia adelante" del primer Bush, cuando anunció, repentinamente, el advenimiento de "un nuevo orden mundial". El hecho de que el primer Bush hubiera hablado de un "nuevo orden" hizo a decir a muchos antiimperialistas tradicionales que USA se preparaba a dominar al mundo y convertirlo en un producto hecho a su imagen y semejanza. Mas, hoy día aparece claro, que la metáfora del "nuevo orden" se refería solamente al hecho de que el antiguo orden había desaparecido; y que por lo mismo, el que se vivía a partir de 1990, tenía necesariamente que ser nuevo, algo que, al ser tan obvio, es difícil discutir. La tarea de los gobiernos futuros sería, por lo tanto, llenar de contenido al "nuevo orden", para lo cual se necesitaba, de acuerdo a la tradición norteamericana, de construir una nueva doctrina. Así se explica que desde el momento en que se vino abajo el muro de Berlin, comenzaron a formarse en los EEUU dos tendencias pre-doctrinales. Y es muy interesante constatar que ambas se expresaron simbólicamente en dos libros que han hecho historia y que hoy pueden ser considerados documentos, o si se quiere, palimceptos, a los cuales habrá que recurrir siempre si es que se quiere entender las incertidumbres norteamericanas en el período que siguió inmediatamente al fin del comunismo. Uno de esos libros es, ya se adivina, El Fin de la Historia de Francis Fukuyama. El otro es, también ya se adivina, El Choque de las Civilizaciones de Samuel Huntington. En este ensayo no se hará ningún intento para analizar a alguno de esos libros, tarea que ya ha sido cumplida hasta el agobio por cientos de intelectuales de todas las latitudes y de todas las tendencias. Lo que sí se quiere subrayar es que cada uno de esos libros expresaban simbólicamente los momentos pre-formativos de dos tendencias que competían al interior de la "clase política" norteamericana. El Fin de la Historia (1992), como su nombre lo dice, anunciaba la entrada a un mundo donde los antagonismos vitales entre las naciones brillarían por su ausencia. El enemigo fundamental había desparecido, y con ello, el perpetuo mobile de la historia que había equivocadamente anunciado Hegel con el advenimiento de la revolución francesa, llegaba a su término con el fin del siglo veinte. La dialéctica, tanto en su sentido hegeliano como marxista, desaparecía al desaparecer la contradicción principal que regía al mundo, pues sin contradicción principal, no hay dialéctica y luego, tampoco hay historia. En cierto modo, Fukuyama interiorizaba la lógica hegeliana- marxista y la volvía a favor del orden liberal. Así, el mundo del futuro, sin antagonismos principales, se unificaría políticamente bajo el signo de la democracia parlamentaria y, económicamente, bajo el signo de la sociedad libre de mercado. Democracia y mercado actuarían como fuerzas catalizantes en la reconciliación final de la historia consigo misma. La visión filosófica optimista de Fukuyama era compartida pragmáticamente por una fracción importante de la "clase política" de los EEUU. Para esta "fracción" el hecho de que hubiera sido resuelta la contradicción principal, haría al fin posible que los EEUU pudieran dedicarse a cultivar su propio bienestar en el marco de libertades que no serían nunca más amenazadas. Las demás naciones, si es que querían, podrían seguir ese ejemplo, el que, al ser tan positivo, debería, tarde o temprano, ser imitado. En el curso de ese optimismo, fue elegido el Presidente Clinton bajo cuyo mandato USA alcanzó las tasas de crecimiento económico más impresionantes de su historia. La visión liberal- economicista, que reinaba hacia el interior, debería ser proyectada hacia el exterior, teniendo, así, lugar, una globalización, no sólo de los mercados, sino que además, de las instituciones, e incluso, de las culturas. El choque de las civilizaciones (1996) de Hungtington auguraba, en cambio, un panorama mucho menos optimista que el de Fukujama. Según la versión de Hungtington, el fin del antagonismo con la URSS había abierto la puerta a otros antagonismos no sólo ideológicos, sino que además culturales y religiosos frente a los cuales, ni EEUU ni Occidente en general, estaban preparados para enfrentar. "Occidente frente al resto del mundo" era su conclusión y su máxima. Y EEUU como la vanguardia de Occidente, no podía dormir sobre sus laureles, sino que debería prepararse a enfrentar otros antagonismos, tanto o más temibles que el anterior. De más está decir, que por su mensaje optimista, la recepción del texto de Huntington fue mucho más negativa que la de Fukujama, aunque después del 11 de septiembre, ese libro fue mucho más leído que El Fin de la Historia, del cual hoy casi nadie se acuerda. No se quiere decir, por supuesto, que la clase política norteamericana estaba dividida entre fukujamistas y huntingtionistas. Eso sería una exageración. Pero sí se afirma aquí, que al interior de ella, circulaban dos tendencias. Una tendencia economicista, de acuerdo a la cual, después del comunismo la tarea fundamental de EEUU sería ayudar, sobre todo con su ejemplo, al desarrollo económico del planeta, y otra tendencia militarista que había previsto que los antagonismos militares no habían terminado, y que si bien ya no existía El Enemigo, existían sí, muchos enemigos. Después del fin del comunismo, de acuerdo a la segunda tendencia, no llegaría la paz para EEUU, sino que debería hacer frente a enemigos fraccionados y pluralizados. El fin del comunismo, de acuerdo a esa visión, había dejado como herencia no sólo odios étnicos ni religiosos, como generalizaba Huntington, sino que además, países con estructuras estatales extremadamente precarias; múltiples poderes dictatoriales; democracias inestables; multitudes de poderes beligerantes dotados de alta tecnología militar, y en algunos casos, como el Irak de Hussein (hay que agregar China, Corea del Norte, Rusia, Ucrania, Irán, Pakistán, India, entre otros) con planificaciones atómicas de altísimo nivel. Sólo con algunos de esos poderes podía EEUU pactar políticamente; particularmente con Rusia y Ucrania, donde comenzaban a estructurarse medios y modos de comunicación política del que carecen otros estados atómicos, o China, que sólo pretende autolimitar su soberanía en un espacio regional, sin entrar en conflicto con USA, de acuerdo a una suerte de coexistencia política "a la antigua", es decir, por medio de una "paz fría". Y por si esto fuera poco, había que contabilizar un enorme espacio euroasiático donde ni siquiera la arquitectura geográfica se encuentra consolidada y que, como pronostica Brzezinski (1998), será un escenario de futuras e incalculables confrontaciones. Ahora bien, el gobierno de Bush llegó al poder en estrecha relación de continuidad con el de Clinton. Las posturas aislacionistas, la confianza ciega en las fuerzas del desarrollo y del progreso, una creencia casi total en los mecanismos autoreguladores del mercado, tanto local como internacional, eran temas compartidos por la administración Bush con la de su predecesor. Bush se preparaba pues a ralizar un gobierno normal, y en lo posible, intrascendente, tan intranscendente como fueron sus primeras apariciones públicas. Hasta que apareció ese 11 de septiembre del 2001. Acerca del 11 de Septiembre norteamericano; y de sus consecuencias Sobre el o los significados del 11 de septiembre del 2001 hay mucha literatura, y también mucha ficción literaria. Por de pronto, los medios periodísticos se apresuraron a fabricar la visión del "orgullo lastimado" de la nación norteamericana, que como gigante herido se levanta iracundamente a castigar a sus enemigos. Por otro lado, los antiimperialistas, fiel a sus convicciones pre-determinantes, elaboraron de inmediato la "teoría del pretexto", de acuerdo a la cual Bush estaba esperando que ocurriera algo parecido al 11 de Septiembre para dar rienda suelta a su política imperial que cristaliza, definitivamente, en sus ataques a Irak. Aquí en cambio se sustenta otra tesis, a saber, que una de las posiciones latentes basada en el convencimiento de que después de la Guerra Fría no había advenido aquel período de Paz Perpetua que vaticinó Kant, sino que hacían acto de presencia nuevos poderes enemigos que impedían que EEUU bajara la guardia militar, fue comprobada facticamente. Pero, para enfrentar a esos nuevos enemigos, se requería de una nueva doctrina. Y, debe tenerse en cuenta que, para los EEUU al menos, una doctrina no es el fruto de una simple elaboración intelectual. Para que comience a formarse una doctrina se requiere de un reconocimiento de la realidad existente de parte de un determinado Estado, y eso significa, delinear, configurar y programar de manera nítida, el rostro de los enemigos que ese Estado debe enfrentar. Sólo a partir de un enemigo visible es posible elaborar una doctrina de acción política. De este modo, USA se veía abocada, después del fin de la Guerra Fría, a recrear su identidad nacional a partir del reconocimiento de sus antagonismos, o sea, de sus enemigos reales. ¿Quiénes son esos enemigos? El primer enemigo no tenía aparentemente un rostro personal ni geográfico determinado: se trataba del terrorismo internacional. En el marco de ese terrorismo internacional, destacaba una fracción islamista que era financiada desde diversos centros de poder, particularmente desde el lejano Afganistán, pero también, indirectamente, desde la propia Arabia Saudita. Los dementes islamistas del 11 de septiembre, habían, facticamente, declarado la guerra a los EEUU; por lo menos desde una perspectiva simbólica, pues las dos torres aparecían frente a ellos, como la expresión fálica del poderío occidental; y mediante la castración simbólica del odiado enemigo, imaginaron desde su perspectiva infantil, y por lo mismo, fantástica, destruir el poder de la modernidad occidental de la cual EEUU sólo era, para ellos, su expresión más radical. Los miles de muertos ocasionados por el terrorismo islamista del 11 de septiembre fueron sólo los chivos expiatorios de una guerra declarada a la modernidad la que debía pagar caro por el peor de sus pecados: el de la libertad; sobre todo, el de la libertad política. EEUU al haber radicalizado el sentido de la libertad, ya sea en sus formas culturales, comerciales, feministas, sexuales y políticas, debía ser castigado, en nombre de Dios, de quien los terroristas se consideraban, a través del siniestro profeta, Bin Laden, como su brazo vengador. Fue a partir de ahí, cuando la política exterior norteamericana se vió en la necesidad de configurar un cuadro exacto de sus enemigos fundamentales. Así, en términos generales, o pre-doctrinarios, fueron distinguidos, en diversos discursos de Bush, los siguientes enemigos inmediatos: - Los terroristas en su expresión extraestatal. - Los Estados que servían de base de apoyo a los actos terroristas, ya sea en términos financieros, como territoriales. - Las dictaduras atómicas antinorteamericanas de nuestro tiempo, así como las que pretenden llegar a serlo. Ahora bien, debe ser considerado que esos tres enemigos son en primera línea, los tres enemigos principales de los EEUU, no los de cualquier país, y en ningún caso, de toda la humanidad. No son ni los principales enemigos de Europa, ni de África, ni de Asia, ni de América Latina. Alguna vez habrá que reconocer que cada nación, de acuerdo al lugar que ocupa en el mundo, configura sus propios antagonismos, y estos antagonismos no tienen porque ser los de las demás naciones, entre otras cosas, porque cada nación tiene su propia historia, y por lo mismo, sus propias relaciones Ni siquiera en la vida privada los enemigos de mis amigos deben ser necesariamente mis enemigos. No existen, en materias de política internacional, los enemigos fundamentales, ni mucho menos los enemigos universales, o de todos. Si preguntamos a un albano -kosovar quien es su enemigo principal, probablemente nombrará a Serbia; y si la misma pregunta la hacemos a un palestino, probablemente nombrará a Israel; y un tibetano a China, y un chechenio a Rusia, y así sucesivamente. Cada nación o Estado configura un cuadro de sus principales antagonismos exteriores, y mientras mayor es el poderío internacional de una nación o Estado, más numeroso será, probablemente, el listado de sus enemigos. Así, no se puede pedir que Finlandia, para poner un ejemplo, tenga los mismos enemigos que USA, ni viceversa, tampoco. Existe, y eso es lo que quiero destacar, una suerte de subjetividad de Estado, de acuerdo a la cual se construyen determinadas percepciones que sólo son válidas para un Estado, y no para los demás. En un régimen democrático, tales percepciones son procesadas por diversos agentes, dentro de los cuales interviene, y a veces muy decisivamente, la llamada opinión pública. Desde un punto de vista analítico, se trata de entender esas percepciones a partir del punto de vista del Estado o nación que se analiza, y no en nombre de percepciones universales, pues éstas no existen. Las percepciones de los Estados pueden ser reales o fantásticas. En Estados no democráticos, es decir, donde no hay comunicación de la nación consigo misma, tiende a primar, no la subjetividad del Estado, sino que la del dictador y la de la camarilla que lo ocupan, la que por lo general, al provenir de cerebros incomunicados, son percepciones fantásticas. Que el enloquecido Estado nazi haya puesto entre sus principales enemigos al pueblo judío, es sin duda, el producto de una percepción fantástica; más aún: alucinatoria, e incluso, paranoica, pues los judíos no amenazaban ni interior ni exteriormente a la nación alemana. Que los EEUU en cambio, hubieran puesto en primer lugar al terrorismo internacional, y dentro de ese terrorismo, al islamista, y por lo mismo, a los Estados que apoyan terroristas, era el producto de una vivencia real, y por lo mismo, de una experiencia, a menos que haya alguien que afirme que el 11 de septiembre nunca existió. Que además de ese enemigo inmediato, los EEUU hubieran avistado otros, como es el caso de las dictaduras atómicas antinorteamericanas de nuestro tiempo, es el resultado de un mínimo cálculo previsional; y ese cálculo no puede corresponder, obviamente, al cálculo previsional de otros Estados que no se sienten amenazados. Y quien opine lo contrario, debería esforzarse en demostrar que en los planes de Hussein no estaba el armarse hasta los dientes apenas los soldados norteamericanos se retiraran, para así dar curso a su proyecto histórico, que no era otro sino convertirse en la vanguardia imperial del norteamericanismo (y del anti israelismo) en el mundo árabe. Lo mismo se puede decir de la dictadura fundamentalista de Irán a la que los EEUU están tratando de amedrentar; y a la peligrosa Corea del Norte, a la que están poniendo límites para que no continúe armándose hasta los dientes. Es decir, los EEUU no configuraban de modo puramente simbólico el cuadro de sus antagonismos, sino que a partir de su propia realidad. Y eso vale para casi todas las naciones. ¿Por qué, por ejemplo, países como Francia y Alemania apoyaron las acciones de la OTAN en la ex Yugoslavia, y no a los ataques de EEUU a Irak? Desde el punto de vista moral, Hussein no tenía nada que envidiar a Milosevic, y lo que ha ocurrido a la población albano-kosovar, durante la dictadura de Milosevic, es muy parecido a lo que ocurrió, y seguía ocurriendo a los kurdos, durante la dictadura de Hussein. La razón de esa actitud tan diversa frente a un problema tan parecido, sólo se puede explicar, entre otras razones, por la siguiente: Para Francia y Alemania, Milosevic era un peligro intereuropeo; en cambio Hussein, uno extracontinental. Ahora bien, de acuerdo al diferente lugar que ocupan en el mundo, Francia y Alemania "piensan" en términos intercontinentales, mientras EEUU, entre otras cosas porque es una potencia mundial, puede y debe "pensar" en términos extracontinentales, e incluso, planetarios. Sólo si se toman en cuenta estos razonamientos puede explicarse el sentido de la guerra que los EEUU libraron en Irak, y todavía libran; aún después de la ocupación. Acerca de la guerra a Irak en el marco de un proceso de larga duración Antes de atacar a Irak, la política norteamericana comenzó a diagramar un programa de doble enfrentamiento. Por una lado, la llamada guerra contra el terrorismo internacional, que apunta, de preferencia, a derrotar al islamismo armado. La segunda, la "guerra de desarme" que realizó en Irak. Los miembros restantes del "eje del mal", Irán y Corea del Norte (y Siria, como nuevo postulante), ya han sido objeto de una declaración hipotética de guerra, la que se llevara a efecto, a menos que entren voluntariamente en un proceso de desarme –lo que es muy difícil– o que modifiquen su retórica antinorteamericana; lo que es más posible en el caso de Irán (el período de extremo fanatismo está quedando atrás) que en el de Corea del Norte. Es decir, el programa internacional (todavía no es doctrina) norteamericano es en principio, simple: contempla una declaración de guerra a cualquier país controlado por una dictadura que atente, real o potencialmente, contra la seguridad y soberanía exterior norteamericana, declaración que se rige de acuerdo a una doctrina aún no totalmente elaborada, pero que tiene en común con la de Truman, la de ser planteada en términos de larga duración. El programa de la guerra de larga duración comenzó a cristalizar el famoso 11 de Septiembre. Pero en el discurso de Bush del 20 de septiembre de 200l no apareció de un modo manifiesto. En ese discurso, intentó Bush cumplir la obligación de configurar al enemigo al cual declaraba la guerra. Se trataba, según Bush –y, evidentemente, en ese punto no se equivocaba– de una fracción islamista, a la que diferencia de todo el Islam, a la que considera una cultura y una religión esencialmente pacífica. Como dijo, de modo preciso, Bush "Los terroristas son traidores a su propia fe, tratando, en realidad, de secuestrar todo el islamismo. El enemigo de América no son nuestros numerosos enemigos musulmanes. Nuestro enemigo es una red radical de terroristas y cada gobierno que la respalda". Esa fracción islamista y no islámica, ha declarado la guerra a las libertades políticas que imperan en Occidente, y por tanto a USA como nación que las simboliza de modo más explícito. Bush respondió con una declaración de guerra a esa organización primero, y a todo el terrorismo internacional después. No lo dijo Bush, pero se subentiende que la guerra estaba dedicada a las fracciones terroristas islamistas, porque una declaración de guerra a otro tipo de terroristas, como a la ETA de España, o a la IRA de Irlanda, o a las FARC de Colombia, habría estado fuera de todo lugar. A los Estados que protegen a terroristas, Bush también amenazó, aunque no les declaró (todavía) la guerra, entre otras cosas, porque el mismo Bush contabilizó nada menos que a sesenta países en donde hay terroristas; y declarar la guerra de una vez por todas a sesenta Estados no era políticamente lo más aconsejable. En cualquier caso, en su discurso del 20 de septiembre del 2001 Bush se apresuró a marcar la línea: en esa guerra se está con nosotros, o contra nosotros. En cierta medida tenía razón. Porque los terroristas no son un partido político con el cual se puede estar en algunos puntos de acuerdo y otros en desacuerdo, sino que se trata de organizaciones que ponen al adversario en el extremo límite no de la política sino que de la guerra: o te mato, o me matas; o ambas cosas a la vez. Es decir, Bush aceptó, y no podía elegir otro camino, la lógica ultimatista del terrorismo internacional. En ese discurso, Bush no hizo mención a los Estados terroristas, con lo que dejó abierta la posibilidad para calificar en el futuro con esa denominación a los Estados que USA estimara conveniente; de ahí que la sospecha relativa a que la ambiguedad del discurso era intencional, no es infundada. No obstante, donde no había ambiguedad, era en el propósito inmediato. Atacar a Al Quaida en su lugar preferente de refugio, en Afaganistán, donde Bin Laden estaba a punto de realizar su utopía: la del Reino de Dios. En ese proyecto, Bush no podía sino ser apoyado por la mayoría de las naciones democráticas del planeta; la coalición más grande y poderosa que haya sido formada en todo el curso de la historia que conocemos. No obstante, muchas de esas mismas naciones democráticas que habían apoyado sin condiciones a USA en la guerra contra aquel terrorismo internacional que se guarecía en las montañas afganas bajo el imperio de la teocracia islamista talibana, fueron sorprendidas poco después cuando Bush dibujó en el esquema bélico del futuro un "eje del mal" representado por tres naciones: Irak, Irán y Corea del Norte. La mayoría de los estadistas europeos se tomaron entonces la cabeza: ¿No nos había dicho Bush de que se trataba sólo de una guerra en contra del terrorismo internacional? ¿Qué tienen que ver Irak e Irán con el terrorismo de Bin Laden? Y sobre todo ¿qué tiene que ver en ese juego Corea del Norte? Quizás en ese momento (julio del 2002), la propia administración norteamericana no era totalmente conciente de la nueva estrategia (o esquema pre-doctrinal) que se estaba dibujando, antes aún del 11 de septiembre. Así se explica que el gobierno norteamericano haya realizado denodados intentos para demostrar al mundo supuestas implicaciones entre la dictadura de Saddam Hussein y Al Quaida, las que al parecer no existían. Tales intentos, estaban de más, y hay que ponerlos a la cuenta de la mala retórica del gobierno de Bush, o de una mala idea destinada a otorgar, a cualquier precio, un aval jurídico a la intervención. No era necesario, en efecto, demostrar que Hussein tenía armas químicas (lo que no era cierto). Hubiera bastado que Bush dijera que Hussein tenía un proyecto de dominación imperial en el mundo árabe, proyecto que era esencialmente antinorteamericano y antisiraelí. En cierto modo, los propios EEUU eran víctimas del discurso universalista- jurídico- moral, aunque no siempre político, de sus contradictores internacionales. Pero antes de que el programa de la guerra de larga duración tomara formas definitivas, es posible reconocer diversas fases en el discurso político- internacional del gobierno norteamericano: las dos primeras fases ya han sido mencionadas. En la primera, Bush detectó al enemigo inmediato: el terrorismo internacional. En la segunda, cuando definió al "eje del mal", Bush trató de precisar a los enemigos mediatos de su país, seleccionando a Irak, Irán y Corea del Norte. La tercera fase es muy importante. En ella desarrolló Bush una nueva perspectiva, a la que muchos observadores confundieron superficialmente con una nueva doctrina: la de la guerra preventiva. No obstante, la guerra preventiva es sólo una teoría en el marco de aquella nueva doctrina que Bush todavía no sabía, no podía, o no quería, precisar: la de la guerra de larga duración. Pero al mismo tiempo que una perspectiva, la guerra preventiva es una condición de la guerra de larga duración, condición que en términos sencillos se puede expresar de acuerdo con la siguiente premisa: todo Estado dictatorial que amenace con sus armas a Estados Unidos o simplemente a la hegemonía militar de USA en el mundo, debe ser, lo más pronto posible, desarmado por USA. Dicha premisa tomó recién forma doctrinaria en el discurso de Bush ante la Cámara de Representantes del Congreso el 5 de febrero del 2003, cuando en relación a Saddam Hussein, dijo: "No podemos permitir a un dictador brutal, con un historial de temerarias agresiones, dominar una región vital y amenazar a Estados Unidos" Para que se entienda bien: no se trata de que USA se haya embarcado en una política de desarme mundial; se trata, sí, y ningún miembro del gobierno norteamericano lo oculta, de desarmar a sus enemigos más directos. Y uno de sus enemigos más directos, era la dictadura de Sadamm Hussein, a la que Bush declaró abiertamente su propósito de derribar desde fuera, y si era necesario, con bombas. La otra alternativa hubiera sido que los Estados nada de amables que cercan a Irak, particularmente Siria, Irán y Turquía, provocaran desde fuera la caída de la dictadura. Tampoco eso era posible. Incluso, la política del boicot económico levantada por los propios EEUU, fracasó. De este modo, la única alternativa que encontró USA dentro de su propia lógica para deshacerse de ese enemigo inmediato, era la guerra. Naturalmente, se puede discrepar acerca del como, y del cuando, y esa discrepancia tuvo lugar dentro de los propios EEUU. Pero lo que no se puede negar, es que el Estado de Hussein era un enemigo declarado de los EEUU, entre otras cosas, porque Hussein no hacía nada para ocultarlo. Pero, otra vez; y para que se entienda bien: no es que EEUU quiera derribar a todas las dictaduras del mundo. Aunque es muy difícil que EEUU tenga algún conflicto agudo con países democráticos, entre otras cosas porque eso significaría actuar en contra de su propia identidad, el gobierno de USA nunca va a actuar por humanitarismo o algo parecido, como ningún gobierno del mundo lo ha hecho ni lo hará jamás. Lo que sí intentaba USA –y desde el punto de vista de la seguridad nacional norteamericana nadie podría decir que Bush procedió de modo equivocado– era liquidar a uno de sus enemigos más declarados, antes aún de que éste llegue a armarse más todavía, pues, aquello que basta a USA, y éste es el nudo de la teoría de la guerra preventiva, era el propósito de armarse. Y aunque Hussein no poseía armas químicas ni atómicas, sí poseía los planes y los propósitos para construirlas. En ese punto, Bush acentuaba el elemento de prevención que es propio a toda guerra. Acerca de la guerra preventiva La posición preventiva la expuso Bush en su discurso del 7 de octubre de 1202 –justo un año después de que fueran iniciados los ataques a Afganistán– del siguiente modo: "En vista del evidente peligro no podemos esperar una prueba definitiva, por así decirlo, aquel "Colt humeante" que puede adquirir la forma de un hongo atómico. El Presidente Kennedy dijo en octubre de 1962 "Ni los Estados Unidos de América, ni los países de la comunidad mundial pueden tolerar los engaños premeditados ni las amenazas ofensivas de cualquiera nación, sea esta grande o pequeña". El dijo: "Desde hace ya mucho tiempo no vivimos en un mundo en el cual sólo el disparo de las armas representa una suficiente amenaza, y significa así un peligro máximo". Luego, agregó Bush estas palabras claves en relación a Irak que no son sólo válidas para Irak sino que para todos los Estados regidos por dictaduras que signifiquen o puedan significar una amenaza no sólo actual sino que potencial para USA; el centro, al fin del programa de "la guerra de larga duración": "El conocimiento de las amenazas de nuestro tiempo, los perversos propósitos y las maniobras de engaño del régimen irakí, dan a todos la razón para suponer lo peor, y nosotros tenemos la urgencia inmediata de impedir que lo peor suceda" No obstante, pese a la declaración abierta de la teoría de la guerra preventiva, Bush no había logrado, o todavía no quería, separar la guerra que preparaba contra Irak, de la guerra que había declarado un año atrás en contra del terrorismo internacional. La razón de esa no separación hay que encontrarla en el propósito todavía no alcanzado, de lograr la legitimación de la ONU, o por lo menos de realizar la guerra contra Irak de acuerdo, sino a acciones, por lo menos de acuerdo a resoluciones multilaterales. Particularmente algunos gobiernos europeos se negaban a incluir dentro del mismo proyecto: "guerra contra el terrorismo", la "guerra contra Irak". La estrategia del gobierno Bush como la de sus precesores, es privilegiar el multilateralismo en las conflagraciones internacionales, pues, de acuerdo a la fórmula de Kissinger: equilibrio y legitimidad son los dos pilares de la política exterior norteamericana. La novedad que introdujo Bush era que si no existe la legitimidad, el equilibrio debería ser buscado sin ella, o lo que es lo mismo, si fracasaban las relaciones multilaterales, USA deberá privilegiar el unilateralismo, pues no todos los enemigos de USA deben ser necesariamente enemigos de los demás países representados en la UNO; y viceversa también. En cualquier caso, se trataba de un unilateralismo relativo, pues aún en la guerra a Irak hubo una coalición muy numerosa de naciones que se alineó alrededor de EEUU. Quizás USA no tenía a la mayoría de los Estados del mundo a su favor; pero hasta ahora, ninguna guerra se ha hecho siguiendo el principio de la mayoría mundial. Las guerras no son plesbicitarias; ni interna ni externamente. La nueva fórmula, la de la guerra de larga duración, será: tanto multilateralismo como sea posible, tanto unilateralismo como sea necesario. Eso quería decir, que EEUU se arroga el derecho a no atar sus manos, por lo menos en lo que se refiere a sus procedimientos militares, a resoluciones ni a mandatos internacionales. Con ello se quería decir además: los intereses de EEUU no son siempre los mismos que los de los demás países democráticos del mundo. Si coincidimos con otras naciones –era el mensaje cifrado de Bush– ; tanto mejor. Si no es así; lástima. Y para que no hubieran dudas, Bush descifró su mensaje el 5 de febrero del 2003 cuando con inusitada claridad expuso: "Todos los países libres tienen una responsabilidad Algunos la han asumido y otros no, pero el rumbo que tome nuestro país no tiene que ver con la decisión de otros". Y agregó: "Haremos consultas, pero que no haya ningún malentendido: tomaremos cualquiera acción que sea necesaria para defender la libertad y la seguridad del pueblo de Estados Unidos". El hecho de que los EEUU a través de Bush hayan introducido el elemento de la prevención entre los motivos que llevan a declarar la guerra ha sido considerado por diversos sectores antiimperialistas, como una clara muestra de la nueva vocación imperial de los EEUU. No obstante, debe ser dicho que la lógica de prevención no es nueva, ni en la historia de las guerras, ni en la historia de los EEUU. En realidad, en cada guerra encontramos un elemento preventivo, y las declaraciones de guerra son hechas por lo general para evitar un peligro mayor que el que representa un Estado enemigo en términos puramente inmediatos. Y en los EEUU la introducción del pensar preventivo en materias de guerra, ha sido una constante. La Doctrina Truman, por ejemplo, estipulaba claramente que en caso de un peligro de avance de la amenaza soviética, la acción norteamericana no se iba a dejar esperar. Casi todas las guerras que tuvieron lugar en el marco de la Guerra Fría, incluyendo la de Vietnam, fueron no sólo "guerras de representación" (la guerra en Vietnam fue contra la URSS), sino que además, preventivas. De ahí que lo que debe sorprender en el caso de una guerra no es que ésta sea preventiva o no, sino que cual es el grado real o imaginario de la prevención. Porque hay prevenciones y prevenciones. Hay prevenciones ideológicas, imaginarias, y reales. La más real de todas es, probablemente, aquella que se produce cuando el enemigo está ya, en vías de atacar. Para volver al caso de Irak, la primera guerra del Golfo se produjo cuando Kuwait fue invadido por las tropas de Hussein. Esa guerra, ocurrió, en parte, frente a un hecho dado, y en ese sentido no era de prevención; pero también se llevó a cabo para prevenir que Hussein se convirtiera en una potencia regional en una región que sin Hussein es ya suficientemente inestable y peligrosa, y en ese sentido, sí era una guerra de prevención. Incluso la guerra de la OTAN comandada por EEUU tuvo un carácter preventivo: impedir que Milosevic siguiera diezmando al pueblo albano-kosovar, y luego, dirigiera sus cañones contra otros pueblos de la antigua Yugoeslavia. Pues, el de Milosevic, era un proyecto micro-imperial que funcionaba, como ocurrió con Hitler en el pasado, de acuerdo a una ideología racial: en este caso, la del eslavismo. La guerra a Milosevic tuvo, objetivamente, un carácter antimperial, del mismo modo como lo había tenido la guerra a Hitler. En ambos casos, los EEUU llevaron a cabo acciones preventivas, pues, ni en el uno ni en el otro, la amenaza se dirigía, directamente, en contra de los EEUU. Naturalmente, es no sólo posible sino que además necesario discrepar acerca del momento elegido por el segundo Bush para atacar Irak durante la segunda guerra del Golfo; también se puede discutir mucho acerca del tema si Bush agotó todas las posibilidades políticas antes de embarcarse en esa guerra; y probablemente, eso no fue así. Lo que sí está fuera de discusión es que Hussein no sólo se permitía desafiar a los EEUU, sino que además era un peligro real para Israel, e Israel, pese a todos sus excesos en la región, es un aliado directo de los EEUU, de modo que la prevención, en este caso, no obedecía a ninguna fantasía. No obstante, para emitir un juicio definitivo acerca de la guerra a Irak falta todavía un tiempo. Así como la guerra a Alemania durante la segunda guerra mundial no puede evaluarse sólo por los ataques aéreos –sino que también por el complejo proceso de reconstrucción de la nación; el logro de una estabilidad económica europea mediante la aplicación del plan Marschall; y el bloqueo de los proyectos soviéticos de avance– la guerra a Irak deberá ser evaluada a) en el marco del complejo proceso de reconstrucción de la nación irakí b) por la capacidad de EEUU para poner en práctica una política que no sea puramente militar en la región, y c) y no por último, como destaca Ignatieff (2003), por el papel que deberán jugar los EEUU en la pacificación, a largo plazo, del conflicto árabe-palestino-israelí. Hay muchas razones, incluso inter- norteamericanas, para haber estado en contra de la invasión a Irak de parte los EEUU; quizás no fueron agotados todos los medios diplomáticos; quizás fue demasiado prematura; quizás fue demasiado tarde. Eso se sabrá, con cierta exactitud, en unos diez años más. Pero, lo que parece ser indiscutible es que para alcanzar una mínima estabilidad política al interior del mundo árabe, y para reducir el conflicto entre Israel y Palestina, Saddam Hussein era más un obstáculo que un aporte. Acerca del "misionarismo" norteamericano EEUU se ha decidido, finalmente, hacer dos guerras; y al mismo tiempo. Una, basada en un acuerdo multilateral: la guerra contra el terrorismo internacional. La otra, contra los Estados que USA detecta como enemigos principales y, por lo tanto, se encuentran en condiciones de ser alineados en torno "al eje del mal". Esas dos guerras constituyen por el momento, las principales vías de "la guerra de larga duración". Las dos guerras, que en el papel aparecen conceptualmente separadas, se interferirán mutuamente en el futuro inmediato. La guerra contra Irak provocará reacciones entre los grupos terroristas islamistas, y la persecución de estos últimos llevará quizás a nuevas conflagraciones entre USA y otros Estados árabes, e incluso, no árabes. Eso significa que hay que preparase para vivir en un mundo en guerras, desde aquí hasta un plazo ilimitado. El "fin de todas las guerras", bello postulado de Kant, ha sido relegada por la "la guerra de larga duración" hacia un futuro indeterminado, es decir, después de las esperanzas de paz mundial que surgieron tras la caída del imperio soviético, la "paz eterna" kantiana ha recobrado su significado utópico (o futurista), habiendo perdido casi totalmente su significado político (o inmediato). No obstante, la doctrina de "la guerra de larga duración" no es en sí completamente nueva. Lo nuevo es el formato explícito que poco a poco fue tomando en los discursos de Bush. No fue en consecuencia sólo para neutralizar algunas voces críticas que provenían del Partido Demócrata la razón que llevó a Bush en octubre del 2002 a citar las opiniones de Kennedy, en el marco determinado por la crisis de los mísiles, el año 1962, crisis que estuvo a punto de terminar con la historia de la humanidad. Más bien, el propósito de Bush fue establecer una continuidad con el pasado histórico de su nación, continuidad que se expresaba, aún antes de la Guerra Fría, en el manifiesto objetivo de no ceder la hegemonía mundial a países enemigos, ni soportar ninguna amenaza que pusiera en juego la integridad de la nación norteamericana. Precisamente esta postura o propósito limitó, en el pasado reciente, la expansión soviética hacia Occidente, lo que implicaba, naturalmente, reservar un espacio de operaciones para la URSS. La crisis de los mísiles, en 1962, es, por lo demás, un ejemplo muy adecuado para demostrar como el hoy tan alabado Presidente Kennedy no vaciló, al decretar el bloqueo a Cuba, en arriesgar la suerte del propio planeta para resguardar las posiciones de USA. Kruschow, a espaldas de Kennedy, pretendía usar a Cuba como base militar para amenazar atómicamente a EEUU. Cuando los servicios secretos norteamericanos descubrieron el siniestro plan que llevaban a cabo Kruschow y Castro, el primero intentó negociar la posición rusa, aceptando el retiro de los mísiles, a cambio de que EEUU retirara los suyos de Turquía, haciendo aparecer a Castro como lo que era: una pieza de juego en el tablero del imperio soviético. Al fin, Kruschow aceptó su derrota frente a la intransigencia norteamericana y hubo de retirar sus cohetes. En el sentido más militar del término, Kennedy había mostrado al mundo su decisión de declarar preventivamente una guerra atómica a Kruschow, y sin consultar para nada la opinión de las Naciones Unidas. No estaba tan equivocado entonces Bush al situar la lógica de su ultimátum a Saddam en la tradición de Kennedy. Con ello, ubicaba además su posición en una relación de continuidad con la propia doctrina Truman: no ceder un sólo centímetro al enemigo. Lo concreto es que EEUU como cualquier Estado de la tierra ha privilegiado en primer lugar sus intereses, y el primero de ellos es el de su propia integridad como nación. Las dificultades surgen no de este propósito, sino del hecho de que EEUU tiene todos los medios para defender esos intereses; y lo hace. Bush, por su parte, ha acentuado el carácter preventivo en dicha defensa, y su política ofensiva hacia los Estados por los cuales se siente realmente amenazado. Eso quiere decir: el sujeto de las acciones militares de EEUU no hay que buscarlo en una ideología, o en alguna misión mística, sino que en el simple, lógico y pragmático proyecto, de preservar las posiciones que ocupa en el escenario mundial, enfrentando sin contemplaciones a todo aquel Estado que las cuestione, o los haga peligrar.. Todo esto independientemente a las alocuciones misionarias de Bush cuando por ejemplo en una declaración al Washington Post (27.09 2001) afirmaba: We have found our mission. Esa misión es, seguramente la base para una nueva doctrina. Pero esa doctrina, pese a su agresividad, no contempla ningún programa de anexiones imperialistas o imperiales. En el fondo, se trata de una política defensiva de un Estado que no sólo tiene muchos enemigos, sino que además posee los medios para combatirlos y derrotarlos. La retórica mesiánica de Bush no pone ni quita nada a la esencia del problema. Por lo demás, Bush no es el primer Presidente norteamericano que usa una retórica mesiánica. Mucho más mesiánico que Bush fue W. Wilson, y más que Wilson y Bush, lo fue Carter. Pues, como bien ha destacado Ignatiev (2003), los EEUU son un país que, como muchos otros, puede tener de vez en cuando presidentes mesiánicos; pero el puesto de Presidente, no lo es. Y eso es lo importante. El sujeto de los EEUU son los EEUU; eso no hay que olvidarlo nunca. La política internacional de ese país es esencialmente autoreferente, como es la política internacional de todos los Estados del planeta; y está determinada en primer lugar por sus propios intereses, que son los intereses de una gran potencia y que a veces se oponen a los argumentos de las propias Naciones Unidas. Acerca de la relación entre los Estados Unidos y las Naciones Unidas Sin duda, aquello que más hace suponer que EEUU a partir de Bush ha asumido una doctrina imperialista, es que, conjuntamente con el acentuamiento del carácter preventivo de las guerras que ha emprendido, ha pasado por alto, sobre todo en el caso de la última guerra a Irak, resoluciones de las Naciones Unidas. Esta posición ha sido criticada no sólo por sectores antinorteamericanos y/o antiimperialistas, sino que además por gobiernos que mantienen una tradición de amistad con el país norteamericano. Los sectores antiimperialistas dan incluso la impresión de que siempre hubiesen sido devotos de las Naciones Unidas. Una rápida mirada a los últimos acontecimientos, demuestra, sin embargo, que eso no ha sido siempre así. Cuando EEUU ha actuado en estricta concordancia con la ONU, los antiimperialistas afirmaban que la ONU no era otra cosa que un instrumento al servicio de los EEUU. Cuando esa concordancia no se produce –del mismo modo como son muchas las naciones de este mundo que no actúan ni interna ni externamente de acuerdo a las resoluciones de la ONU– afirman que los EEUU han violado la sagrada esencia que rige la aparente armonía de una también aparente comunidad internacional. Es necesario, por lo menos, que los antiimperialistas se pongan de acuerdo. O son las ONU un instrumento imperialista, o son un organismo autónomo. Lo definitivo es que la ONU no puede ser las dos cosas al mismo tiempo. Al analizar la relación que se da entre los EEUU y la ONU, hay que tomar en cuenta que el hecho de que diversos gobiernos hubiese asumido una posición "nacionunionista", o que hubiesen ligado su posición frente a Irak a la de Naciones Unidas, es políticamente nuevo y, por lo mismo, requiere ser comentado. Y para eso hay que tener en cuenta que la ONU no es ni ha sido, durante su existencia, un organismo en condiciones de determinar cuando una guerra ha de ser permitida y cuando no. La tesis que afirma la potestad de las Naciones Unidas en materias bélicas, no es ni ha sido nunca de la UNO, pero si fue la de su organismo predecesor: La Liga de las Naciones. La Liga de las Naciones nació el año 1919 con el objetivo preciso de crear la paz en la tierra. En gran medida, los principios por los cuales la nueva organización había de regirse, fueron un traspaso de los famosos "14 puntos" que el más idealista de todos los presidentes norteamericanos, Wilson, hiciera públicos, como medios para garantizar la paz mundial. De acuerdo a Wilson, debería ser fundada una organización mundial que actuara como "tribunal definitivo de la opinión pública". Sus grandes objetivos, afirmaba Wilson, "se pueden resumir en una sola frase: "buscamos la dominación del derecho, fundado en la aprobación de los gobernados que serán portados por la opinión organizada de la humanidad" (Unser 1997, p. 7). Como la humanidad iba a organizar su opinión definitiva, no lo decía Wilson, delatando así, el extremo carácter utópico de sus hermosas visiones. Tan utópica era la visión de Wilson que, pese a que inspiró la formación de las Liga de las Naciones, el Parlamento norteamericano no aprobó la entrada de los EEUU en la nueva organización. La Liga fue un organismo eurocéntrico que nunca estuvo en condiciones de, no sólo de crear la paz mundial, como se lo había propuesto mediante la ilusoria redacción de "los contratos de paz", sino que ni siquiera de sancionar a estados beligerantes, como rezaba uno de sus preámbulos. El colapso de la Liga ocurrió después, y como consecuencia, de la Segunda Guerra Mundial. El año 1946, víctima de sus propios objetivos incumplidos, fue disuelta por los pocos Estados que aún, casi por inercia, permanecían dentro de ella. Precisamente, tomando en cuenta las causas del fracaso de la Liga de las Naciones, las Naciones Unidas no se plantearon como tarea –y desde el momento de su propia fundación (1949)– la hermosa utopía de alcanzar el fin de todas las guerras, sino que, simplemente, crear condiciones para el mantenimiento de la paz entre naciones en conflictos, así como la de mediar entre ellas cuando tales conflictos fuesen inevitables. "La Carta, o también reglamento de las Naciones Unidas, es un contrato de derecho internacional no limitado en el tiempo entre Estados soberanos, que a diferencia de la Liga de las Naciones, no se encuentra atada a "contratos de paz" (Unser Ibíd, p. 25). Es cierto, que en la redacción de la Carta se puede leer en su primer objetivo "El mantenimiento y en determinados casos la reconstrucción de la Paz Mundial y de la seguridad internacional, es decir, el garantizar la paz en las relaciones internacionales y proteger a los Estados miembros de agresiones externas" Y no podía ser de otra manera. En cierta medida, la ONU, era el producto de experiencias vividas durante la segunda guerra mundial, y debía incluir aunque fuese "pro-forma", una declaración a favor de la paz mundial entre sus objetivos principales. Pero una cosa son los objetivos, o ideales, y otra los principios y los preámbulos; y ni en los principios ni en los preámbulos fundacionales encontramos algo parecido a un contrato que obligue a los Estados a no hacerse mutuamente la guerra, como sí fue el caso en la Liga de las Naciones. Es decir, la ONU, a diferencia de la Liga de las Naciones, reconoció desde el comienzo, y de modo implícito, la inevitabilidad de las guerras, y fue por eso que durante el curso de su historia ha ido dictando una serie de resoluciones y convenciones tendientes a reglamentar, pero no a suprimir, los conflictos armados entre las naciones. Hay que convenir que no se pueden dictar resoluciones ni convenciones para un hecho que se quiere prohibir. En breve: la ONU se entendió a sí misma, por lo menos durante todo el período de la Guerra Fría, como una organización mundial que vela por el mantenimiento de la paz, pero que no es pacifista. Y no podía serlo por el hecho de que albergaba a una gran cantidad de naciones beligerantes, que por serlo tales, necesitaban de la regulación y de la mediación de la ONU. Y si las Naciones Unidas no estaban en condiciones de terminar con las guerras, mucho menos podía reconocérsele la potestad de declarar guerras, o de suscribir intervenciones armadas en nombre de la humanidad. Que la ONU haya avalado intervenciones armadas en Yugoslavia o en Afganistán fue el producto no tanto de una decisión de la ONU, sino que de grandes coaliciones internacionales que recurrieron a la UNO para poner, en el primer caso, fin a un proyecto genocida, y en el segundo caso, como solidaridad con los EEUU frente a los ataques del 11 de septiembre. Esos acontecimientos hicieron pensar a muchos que la UNO ya se había convertido, definitivamente, en una suerte de Juez Supremo Mundial, encargado de dictaminar cuando las guerras deberían realizarse, o lo que es lo mismo, cuando las guerras debían ser injustas o justas. Es por eso que cuando los EEUU actuaron en contra de Irak sin encargo determinado o explícito de la ONU, muchos sectores políticos, e incluso gobiernos, imaginaron que se trataba de una guerra ilegal. No obstante, debe ser remarcado, no existen las guerras legales ni las ilegales entre otras cosas porque una jurisdicción en materia de legalidad e ilegalidad de las guerras tampoco existe. Y eso es lógico, pues hacer depender la legitimidad de las guerras de decisiones de la UNO llevaría nada menos que a resucitar el antiguo principio medieval de las guerras injustas y de las guerras justas, divididas esta vez en guerras legales y en guerras ilegales. Ahora bien; independientemente a que una jurisdicción universal en materia de legalidad e ilegalidad de las guerras no exista, su existencia misma sería, llevada a la práctica, más que problemática. Por una parte, hay que consignar que es absolutamente imposible determinar la legitimidad e ilegitimidad de las guerras (y sin legitimidad no puede haber legalidad) de acuerdo a principios universales, pues la guerra misma es la negación fáctica del principio de universalidad. Lo que es justo o legítimo para un contrayente, no puede serlo para el otro; lo que es obvio. Es por eso que en el marco de la Guerra Fría, la ONU asumió, sabiamente, el principio de neutralidad en materia de guerras, principio que era el único que le permitía mediar, como tantas veces ocurrió, entre los dos bloques en conflicto. Abandonar el principio de neutralidad después de la Guerra Fría sería fatal, pues eso implicaría abandonar las posibilidades mediadoras, que son, entre otras, las que dan sentido a la ONU independientemente a que en determinados casos excepcionales (la excepción debe en estos casos confirmar, no negar, la regla) la ONU se vea obligada a avalar intervenciones armadas. Por otra parte, si las Naciones Unidas fueran un organismo determinante en las declaraciones de guerra (o, incluso, de no-guerra) eso llevaría a una situación donde cada conflicto armado entre dos Estados (con o sin participación de los EEUU) se convertiría rápidamente en un conflicto de, y para, toda la humanidad, es decir, cada conflagración local, y hay muchas, debería automáticamente convertirse en tema mundial. De acuerdo a esa lógica, podría llegarse al absurdo que para que una guerra sea legítima, debe ser mundial, pues la ONU representa a todos los Estados, pueblos y naciones de este mundo. Eso llevaría a otro absurdo aún más grande: a que cada guerra debería ser el resultado de un mecanismo plebiscitario de Estados. Convertir a las guerras en asuntos plebiscitarios, conduciría, a su vez, a involucrar a Estados no comprometidos en conflictos en que no quieren ni tienen porqué participar, es decir, de acuerdo a esa potestad de guerra, la ONU ampliaría los espacios de las enemistades interestatales y por lo mismo, contribuiría a expandir el área de los conflictos internacionales; en lugar de reducirla. Otra alternativa sería la de hacer depender las guerras de dictámenes que surjan del Consejo de Seguridad. No obstante, es reconocido el hecho de que toda la estructura del llamado Consejo de Seguridad es un resultado de las tensiones originadas en la Guerra Fría. Tal organismo estaba cien por ciento orientado a evitar un conflicto armado entre los dos bloques principales que se habían formado en ese período. Eso explica porque después de la Guerra Fría, el Consejo de Seguridad se ha convertido en un organismo históricamente obsoleto, y, por lo mismo, ya no es funcional. El Consejo de Seguridad, al incluir por ejemplo, a miembros permanentes con derecho a veto, es extremadamente selectivo, jerárquico y discriminatorio respecto a la mayoría de las naciones de este mundo. La decisión de los miembros no permanentes del Consejo, es puramente formal; y nunca ha sido decisiva para nada; ese es un secreto a voces. En breves palabras; El Consejo de Seguridad es hoy, hay que reconocerlo, un organismo en crisis, inoperante frente a los conflictos militares post-guerra-fría, y por si fuera poco, no- representativo. De modo que si la UNO se convierte en la instancia definitiva en materia de guerras, o deben depender las guerras de un organismo que casi no funciona, o de asambleas generales, lo que es un absurdo aún más grande. En síntesis, forzar a las Naciones Unidas para que se conviertan en una suerte de poder ejecutivo mundial en materia de guerras y conflictos armados, significaría sobreexigir a esa misma organización, llevarla a la desligitimación, desacreditarla ante sus propios miembros, y bloquearla frente a las muchas otras funciones que debe cumplir. La crisis que viven las Naciones Unidas después de la guerra a Irak proviene, en consecuencia, no del hecho de que EEUU no se hubiese acogido a sus resoluciones, sino de aquellos gobiernos que exigieron a la ONU que hiciera uso de atribuciones que no tiene. Las Naciones Unidas deben ser, sin duda, la organización internacional más importante en materias de paz; pero, por eso mismo no pueden ni deben ser la organización más importante en materias de guerra. Exigirle esa última atribución, significaría conducirla al precipicio en que cayó la Liga de las Naciones. Pero la ONU es muy importante en este mundo para renunciar tan fácilmente a ella. Es cierto: la ONU posee muchos defectos y limitaciones. Pero convengamos que las Naciones Unidas no pueden ser, después de todo, mejores que las naciones que la constituyen. Y el sesenta por ciento, por lo menos, de las naciones que integran la UNO, no son naciones democráticas. Ahora bien, en la formación de sus estructuras y comisiones, la UNO no hace diferencias entre representaciones nacionales democráticas y dictatoriales, y está bien que así sea. Porque la UNO es representante de este mundo y no de otro más bello o más pacífico. Eso quiere decir que en la UNO deben estar los "malos" y los "buenos", pero la UNO no puede ni debe dictaminar, salvo en casos muy excepcionales, quienes son los "malos" y quienes son los "buenos". La idea del bien, y la idea del mal, la determinan los diferentes Estados de acuerdo a su historia y al lugar que ocupan en este mundo, es decir, de acuerdo a una subjetividad de Estado, y no de acuerdo a una moral política universal. Siempre los enemigos de un Estado serán "malos" para ese Estado, independientemente a que en la ONU se tenga otra opinión; y en esa determinación los EEUU no están solos. No olvidemos que para muchas corrientes, no sólo islamistas, sino que además ideológicas, el Estado norteamericano es la representación absoluta del Mal. Acerca del imperio del mal A la gran mayoría de los intelectuales europeos sorprendió la apelación de Bush a la idea del "mal" que ya había popularizado Reagan al referirse al "imperio del mal" representado por el comunismo. La idea del mal, o la recurrencia retórica a esa idea, es, para los sectores antiimperialistas, la prueba final de la vocación imperial e imperialista de los EEUU. No obstante, la noción del mal en las declaraciones políticas es mucho más antigua que Reagan. Viene de las propios orígenes fundacionales del país, y Presidentes como Wilson la usaron mucho más que Reagan y Bush. Así como se puede decir que en USA sus políticos no han hecho mucho esfuerzo para entender "el lenguaje político del Islam" que, como ha probado Arthur Lewis, no sólo existe, sino que además es muy interesante y complejo, los europeos no han hecho demasiado para entender el lenguaje político que se habla en ese "segundo Occidente" representado por los EEUU. En efecto, la idea del "mal" que aplicada a la política aparece en algunos países como algo tan extraordinario, es en el lenguaje político norteamericano, casi normal; casi tan normal como que un Presidente diga al final de un discurso: "que dios bendiga a América" o "que el señor sea con vosotros", que si un Presidente europeo lo dice, es acusado inmediatamente de clericalista. Hay por lo menos cuatro razones que explican la continua referencia al mal de parte de los políticos norteamericanos; sobre todo de los más conservadores. En primer lugar, hay que tener en cuenta que a diferencia de las naciones europeas, e incluso de las latinoamericanas (ese "tercer Occidente") en los EEUU no se dió jamás esa sangrienta conflagración que marca la historia de Europa hasta el siglo XlX (y en España y Portugal hasta el siglo XX) entre política, Iglesia y Estado. Más bien, como consecuencia de la secularización europea, EEUU nació al mundo como nación secular, sin necesidad de pasar por ninguna conflagración aguda, como la que se daría poco tiempo después en Francia. Quiere decir esto, que el Estado, desde sus orígenes, no se vió en la necesidad de adherir a ninguna ideología "laicista", como la mayoría de los estados seculares de Europa. No existiendo entonces una relación de conflicto entre Estado e Iglesia, tampoco existió, naturalmente, entre teología y política, hasta el punto que se puede decir que si bien las nociones teológicas se encuentran separadas de la política, no se encuentran en guerra con ella. De este modo, no debe extrañar que el vocabulario teológico se haga presente, cada cierto tiempo, en el político, y viceversa. Mas bien, podría decirse que cada uno de estos vocabularios se representa sin dificultades en el otro. En segundo lugar hay que tener en cuenta que la noción del Mal forma parte de la propia tradición filosófica europea que USA recibió como herencia. Si se entienden bien los textos políticos de Hobbes (1970) primero, y de Kant (1995 a y b), después, se puede inferir que la noción del Mal no se refiere puramente a la maldad moral, sino que al ser humano en condición natural, que visto a partir de la condición política, aparece, de acuerdo a la propia tradición aristotélica, y luego agustiniana, como un ser en estado de guerra. Para Kant (1995 (b)), explícitamente, el mal se hace presente cuando una nación incita a la guerra, pero sobre todo, cuando dentro de la guerra no crea condiciones para salir de ella, en dirección de la paz. Que los intelectuales europeos no hayan continuado su propia tradición político-filosófica y que sí ésta haya sido continuada más allá del Atlántico, no es un problema norteamericano; pero sí es un problema europeo. En tercer lugar, hay que tener en cuenta que USA es una nación multicultural y multiculturalidad quiere decir siempre multireligiosidad. Mientras en la tradición política europea religión y cultura son dos aspectos diferentes de la vida colectiva, en la tradición política norteamericana la una se encuentra en la otra, hasta el punto que a los habitantes de ese país les aparece inconcebible la separación, por muy metodológica que sea, entre religión y cultura. Los tres elementos que constituyen a cada cultura son, efectivamente, la tradición, la autoridad y la religión. Pero sin religión, tanto tradición como autoridad carecen de fundamentos carismáticos y por lo tanto no pueden más sostenerse por sí mismos. La religión es el ligamento interior de cada cultura. No existen culturas no religiosas (si es que no estamos usando el concepto de "cultura" como metáfora, para referirnos por ejemplo a un grupo artístico o a una corriente juvenil). Eso explica que en USA, las iglesias, grandes o pequeñas, juegan un papel que no es exclusivamente religioso, sino que además social, particularmente en las comunas, pueblos y barrios. Y si de pronto el lenguaje socioreligioso de las Iglesias se traspasa al espacio político (como el Bien o el Mal), a nadie le extraña; por el contrario, aparece como la cosa más natural del mundo. Por último, hay que tener en cuenta que la referencia al Mal en el discurso de Reagan o en el de Bush, no es al Mal universal de los europeos, válido para todo tiempo y lugar. De ahí que la permanente crítica que se hace a EEUU por arrogarse el derecho a definir entre los "buenos" y los "malos" es infundada. Se trata de un mal referido exclusivamente a los EEUU, como un "mal a mí" a "lo que me niega", a "lo que se me opone y no me deja ser". El mal es lo que es malo para los EEUU, es decir, se refiere, en el caso que estamos comentando, a países que han declarado a USA su expresa enemistad. En cierto modo, cada Estado, y no sólo el de USA, tiene el derecho a distinguir entre sus amigos y sus enemigos. El mal es "el enemigo", y ese "enemigo" no tiene que ser un enemigo de todo el mundo; basta que lo sea de USA. De ahí se entiende la tendencia norteamericana a resolver muchos de sus conflictos internacionales mediante acciones unilaterales, algo que produce escándalo en muchos intelectuales europeos, entre ellos Habermas (1996 p.226), que quieren hacer de las guerras no sólo una lucha entre dos o más naciones, sino que un producto de resoluciones internacionales dictadas en especial por la ONU, organización que, como ya se ha dicho, nació al mundo para mediar en las guerras y, en lo posible, para impedirlas, pero no para declararlas. Acerca de una reflexión final He intentado, como se puede ver, asediar el tema del "imperialismo norteamericano" a partir de diferentes esquinas. Para partir, era necesaria una reflexión de carácter semiótico-político, a fin de destacar cuan importante es en política el uso adecuado de los significados, los que no sólo a través de diferentes combinaciones configuran realidades sino que además, en la vida política, inducen a la acción, de ahí que un concepto mal usado, o un mal concepto, puede llevar a acciones erráticas. He tratado igualmente de precisar porqué una designación de los EEUU como imperio o imperialismo o gran potencia, es esencial para la práctica política de nuestro tiempo. Descartada la posibilidad de enrielar históricamente a la noción de un imperio americano en la serie de los grandes imperios de la historia de la humanidad, como el romano, el chino, el mongol, el maya, el otomano y el soviético, hube de enfrentar el tema del concepto de imperialismo lo que no podía sino hacer desde una perspectiva teórica, tarea que puede haber cansado a más de algún lector, pero que era insustituible en el contexto de este trabajo, pues el imperialismo no puede ser separado de las teorías del imperialismo, particularmente de la más elaborada de ellas: la post-marxista. A fin de encontrar la génesis de la noción "imperialismo norteamericano", tuve que trabajar además desde una perspectiva histórica, analizando los diversos momentos que llevaron a la "nacionalización" de la idea de imperialismo, extraño aporte teórico que fue producto del stalinismo, pues Stalin construyó la tesis de "el imperialismo en un sólo país" como equivalente a la del "socialismo en un solo país", en el marco histórico de dos potencias que enfrentadas dieron forma al período de la Guerra Fría. Sólo recién a partir de ese momento deductivo fue posible abordar el problema desde una perspectiva puramente política, analizando el lugar que le corresponde a los EEUU en un mundo donde existen potencias menores de tipo regional, e incluso micro-imperios y en donde los conflictos armados, no sólo con y contra de los EEUU, están lejos de desaparecer. He optado, finalmente, por delinear a los EEUU en su condición de superpotencia, en un mundo asimétrico que no ha sido producido sólo por los EEUU. Quizás en el futuro lejano sobrevendrán nuevas configuraciones asimétricas, y si Dios existe y es bueno, puede que estas asimetrías sean más simétricas que las que hoy presenciamos. Hasta que ocurra eso, tendremos que ocuparnos de EEUU como uno de los actores principales de nuestro tiempo. Y si hay que hacerlo, hay que hacerlo del modo más serio posible, lo que quiere decir, del modo menos ideológico posible, Este ensayo, como todo ensayo, es fragmentario, y no pretende dar cuenta de ninguna totalidad de pensamiento. Por lo mismo, soy conciente de sus muchas omisiones. Uno de mis lectores inmediatos, me dijo, por ejemplo, que yo no había abordado el tema desde una perspectiva cultural, es decir, que había dejado sin respuesta la posibilidad de un "imperialismo cultural", lo que para las culturas de tipo islámico es un enorme desafío. Yo respondí que habría que definir primero que es un "imperialismo cultural", aduciendo que para mí, la llamada cultura norteamericana, al ser un catalizador de muchas culturas, no puede ser definida como "una" cultura, sino que como una pluralidad cultural. Y al contestar eso, me dí cuenta de inmediato, que ya tengo el tema para escribir mi próximo ensayo. * Referencias: Brzezinski, Zbigniew, The Grand Chessboard, Basis Books, New York 1997 Chomsky, Noam, The Attack, Europa Verlag, Hamburgo 2002 Czempiel, Erns-Otto, Weltpolitik im Umbruch, BPB, Bonn 2002 Deutscher, Isaac, Stalin, Dietz Verlag, Berlin 1990 Dutschke Rudi, Versuch Lenin auf die Füße zu stellen. 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