Por cada muerta, tres mujeres culpables

24/08/2015
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 sepelio de andrea aramayo alvarez   la razon bolivia
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La semana pasada, en Bolivia, tres hechos de inocultable violencia machista en contra de mujeres han suscitado la atención de los medios, de las redes sociales y del público en general. En La Paz, Andrea Aramayo Álvarez murió aplastada por las ruedas del vehículo que conducía su expareja William Kushner Dávalos; en Cochabamba, María Lizeth Carvajal murió después de haber recibido 25 puñaladas de manos de su concubino “Johnny V.A”[1]; en Tarija, Olga Natividad Solano se debate entre la vida y la muerte, tras haber sido arrollada y arrastrada por el vehículo conducido por su esposo Godofredo Ruiz Sánchez[2]. Tres “casos” que conducen hacia una conclusión inobjetable: más temprano que tarde, el machismo mata, irreversiblemente, indefectiblemente.

 

Lo curioso de esto es que, al parecer, en el imaginario colectivo –transmitido por los medios, por mujeres y hombres, y por eventuales autoridades públicas– por cada muerta siempre aparecen tres (o al menos dos) culpables: 1) la propia muerta, en primer grado; 2) la madre de la muerta, en segundo grado; y/o 3) la madre del agresor, también en segundo grado. Así, los agresores, hechura de madres que los criaron con tal fin, provocados por mujeres suicidas que los eligieron para que las matasen, criadas a su vez por madres irresponsables, resultan ser las verdaderas víctimas de estos hechos; víctimas de las circunstancias y del destino quizás, pero culpables ¡jamás! Y, como dicen los curas al final de las misas, “hermanos, podemos ir en paz”, el orden patriarcal ha sido perfectamente restituido. Pues bien, indaguemos en las culpas de las “verdaderas” culpables.

 

La culpa de la muerta: ni bien se conoce de un hecho de violencia hacia una mujer, niña o adolescente, la primera pregunta que surge en la mente de la gente –incluso en las indagaciones de la “inteligencia policial”– es ¿qué hizo para merecerlo? Si la agredida está en la morgue, no tiene manera de responder a la pregunta, pero su cuerpo yerto seguro que la delatará, y su historia, escudriñada hasta en sus más recónditos resquicios, responderá por ella. Porque la gente no puede siquiera imaginar que ella no lo provocó de alguna manera. Si lo denunció, porque lo denunció, y si no lo hizo, por “haberlo permitido”, por elegir justamente a esa pareja violenta, por “no comportarse”, o por lo que sea. Si vestía ropas ligeras, porque se lo estaba buscando, y si no las vestía, porque “algo ocultaba”. Si ella era pobre y el tipo es rico, porque quería su dinero, y si viceversa, porque tenía una calentura, un capricho, un algo que esconder.

 

La culpa de la madre de la muerta: ésta tiene, necesariamente, que cargar también con parte de la culpa, ¡claro que sí! La de Andrea porque la crio en libertad y las de María Lizeth y Olga Natividad quizás porque las enseñaron a ser sumisas y obedientes. Por no haber enseñado a su hija a “defenderse” o por haberla enseñado a defenderse demasiado, da igual, no hay manera de escaparse de esa culpa. Y es que la gente piensa que sólo las madres educan a las hijas, sólo ellas les revelan las verdades de la vida, ya que sus padres, por sanción divina, estaban condenados a trabajar y nada tuvieron que hacer en la crianza, educación y formación de sus hijas.

 

La culpa de la madre del agresor: ésta es tan o más culpable que la anterior, por haber criado a un macho agresor, porque nadie duda de que ese hombre, adolescente, joven o viejo, ha sido criado por una madre, quien lo ha instruido desde la cuna en las artes de la agresión sutil o categórica, de palabra, obra u omisión. Y si no lo instruyó de exprofeso, quizás también “se dejó” agredir por el padre del inocente, de esa manera, le enseñó su derecho a “sentar la mano” a su pareja. Si lo mimó, porque lo mimó, y si no lo hizo, por “mala madre”. Si estuvo presente en la vida de su hijo, porque lo sobreprotegió, y si tuvo que salir a trabajar –como hombre, según sentencia bíblica– porque lo abandonó. De una u otra manera, ella tampoco puede liberarse de la culpa.

 

¿Qué hay detrás de este imaginario tan rigurosamente arraigado en mentes simples y complejas, incluso de gente que se aprecia de su propia sensatez? Escarbo en mis remotas lecturas y encuentro que aquí se expresa el mito de “Eva”. Eva la pecadora, esa Eva casquivana que se dejó tentar por una serpiente de lengua viperina, quien la convenció de probar y hacer probar a su pareja del fruto prohibido, “el fruto de la ciencia, del bien y del mal”. Dice el mito que la consecuencia de esa desobediencia fue la expulsión del paraíso y la sentencia “A la mujer dijo: «En gran manera multiplicaré tu dolor en el parto, con dolor darás a luz los hijos; y con todo, tu deseo será para tu marido, y él tendrá dominio sobre ti. Entonces dijo a Adán: Por cuanto has escuchado la voz de tu mujer y has comido del árbol del cual te ordené, diciendo: «No comerás de él, maldita será la tierra por tu causa; con trabajo comerás de ella todos los días de tu vida»” (Génesis 3:16 y 17)… por los siglos de los siglos, amen. De ahí, desde el remoto origen de la culpa, las mujeres la cargamos como sanción y condena.

 

En este siglo XXI corren aires de libertad para las mujeres, ha transcurrido más de un siglo en el que las sucesivas “olas feministas” vienen abriendo brecha para romper siglos de opresión patriarcal. Sin embargo y no obstante, al parecer, tendrán que suceder otras tantas olas, para provocar un verdadero tsunami que logre arrancar de raíz los arquetipos (Carl Gustav Jung) incrustados en el inconsciente colectivo de nuestras sociedades; arquetipos como la sentencia “y con todo, tu deseo será para tu marido, y él tendrá dominio sobre ti”, para que todo esto que venimos observando con doloroso asombro, deje de ser moneda corriente.

 

Cuando los hombres al fin logren despojarse del mandato masculino que les impulsa a obtener y sustentar “el dominio” sobre todo cuanto les rodea –empezando por su pareja y terminando en los bienes que la naturaleza brinda para alegría de todos los seres que habitan el planeta– sucederá en ellos tan grande alivio que ya no necesitarán plantarse en el mundo como los verdugos que, en su impotencia vana, algunos suelen convertirse. A su vez, cuando las mujeres logren despojarse de la culpa de Eva y de la sentencia “tu deseo será (sólo) para tu marido”, devendrá en ellas el deseo por ellas mismas, el deseo de ser independientes, libres y soberanas, el deseo de ir por la vida “ligeras de equipaje”. Así, mujeres y hombres, podrán vivir vidas más plenas, vidas con horizontes más abiertos que el que ofrece la sentencia bíblica.

 

Yo no lo veré, de eso estoy segura, pero abrigo la esperanza que las futuras generaciones –a condición de que la nuestra no acabe con el frágil planeta que habitamos, como parece ser la tendencia del presente– podrán lograrlo. Entre tanto, al menos intentemos mirar las cosas con otros ojos, intentemos apuntar certeramente a los agresores como a los verdaderos responsables de las muertes de estas mujeres. Andrea, Lizeth y Olga, si alguna culpa tuvieron es quizás la de haberlos amado más de lo que merecían.

La Paz, 23 de agosto de 2015

 

 

[1]     Ref.: http://www.opinion.com.bo/opinion/articulos/2015/0822/noticias.php?id=16...

 

[2]     Ref. http://www.elpaisonline.com/index.php/2013-01-15-14-16-26/cronica/item/1...

 

 

https://www.alainet.org/de/node/171929
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