¿Cómo quiero que me maten?
- Opinión
Según las estadísticas de feminicidios, tengo múltiples opciones: quizá apuñalada con algún objeto punzocortante, golpeada hasta perder la vida o quemada; podría ser con el cable de un teléfono público, como a Lesvy, aunque, ante la falta de imaginación, quedan también, siempre, los balazos.
De acuerdo con las autoridades, somos nosotras las culpables de que nos violen y nos asesinen. Entonces ¿podemos decidir de qué forma queremos ser muertas?
Es muy fácil que la sociedad culpe a las mujeres de todos sus males, pero no es cosa nueva. Digamos que es tan fácil como adjudicarle a la Malinche la caída de un imperio y 500 años de conquista — cosa que se hace más de una vez. De haber sido virgen —virgen morena—, alguna posibilidad habría de que fuera un maternal símbolo en un ayate y no la puta —amante, humana, mujer— causante de la tragedia originaria.
El machismo escapa de las categorizaciones exactas, pero el macho no. El término macho es culturalmente homogéneo. Presume virilidad y, viniendo del macho revolucionario, es hasta folklórico. En los tiempos de la revolución, se le asignó al hombre el papel de protector, hombres sin miedo que tenían derecho a robarse mujeres en nombre de la heterosexualidad — esto es, de la valentía, que se supone que hace la virilidad; robarse cobardemente a las mujeres como acto de valentía, vale. Fue el único deber revolucionario que nos asignaron: objetos para la satisfacción sexual.
Desde que se nace mujer, feminidad se vuelve sinónimo de complacencia: a los padres y madres, a la sociedad, a nuestras parejas y después a nuestras crías. Tanto es así que muchas mujeres dan cuenta de su maternidad como regalo: “le di dos hijos a mi esposo”. Así, la teoría del instinto maternal sujeta nuestra vida a la naturaleza ovárica. Quienes deciden no ser madres dan miedo: a sus parejas, a sus madres educadas en el machismo, al orden social que nos excluye.
Después, en las películas y los periódicos, se perpetuó la imagen del macho golpeador que anda a caballo, generando así un estereotipo o una imagen ideal. Una imagen que tenía su evidente contraparte en mujeres sumisas y dibujaba golpes en las caras de sus hijas y esposas. Durante la revolución, en 1919 para ser más precisa, Manuel Gamio escribió un libro que se tituló Forjando Patria en el cual, muy amablemente, le dedicó un capítulo entero a las mujeres en el que dice:
“El feminismo no está en la ocupación, ni en la profesión, sino en el carácter; debiera denominarse «masculinismo», porque es la tendencia que tienen algunas mujeres de masculinizarse en hábitos, en ideas, en aspecto, en alma y… hasta físicamente, si estuviese a su alcance conseguirlo…”
Gamio, todo un caballero, nombró al capítulo “nuestras mujeres” ¿Acaso seríamos de alguien más? Disparatado sería pensar que nos pertenecemos a nosotras mismas, eso está claro. Causa tristeza que el feminismo se entienda como la necesidad de ser hombre, pero es más triste todavía que nada haya cambiado en 98 años desde la publicación de aquel libro, tantos años después y aun no podemos decidir sobre nuestro cuerpo.
Cuando tenía 14 años, platiqué con una amiga sobre nuestros futuros esposos, vestidos de novia y bebes que sólo yo tendría. Desde entonces y hasta ahora, ella estaba clara en su negativa a tener, en su poca vocación de madre. Nueve años después, esa misma amiga, recargada en el marco de la puerta del baño, sostiene una prueba que dibuja dos líneas color azul clarito en forma de cruz.
No sé qué decir, y atino apenas a quedarme fría, a sentirme desesperada, impaciente, frustrada, a odiar —por primera vez en la vida— el hecho de ser mujer. Nos vimos a los ojos, no dijimos nada pero ambas sabemos que vivimos en un estado conservador que ha impuesto su doctrina: derechista, mocha, macha, antiabortista, homofóbica, hipócrita, corrupta. ¿Qué le digo ahora a mi amiga que no tiene opción de elegir no ser madre? ¿Cómo le explico que la única elección que tiene es jugarse la vida en un aborto casero tras el cual, si algo sale mal, deberá ir al hospital y ser arrestada en la sala de emergencias?
Las siguientes horas se sofocan con lágrimas y llamadas incómodas a su novio: un feliz futuro padre que no entiende que ella no quiere, que nunca ha querido, que la sola perspectiva de cambiar de opinión no está en sus planes. Ya me dirá el machismo colectivo que fue también su culpa. El patriarcado nos adoctrinó para pensar que todas las mujeres nacemos con instinto maternal, nos hizo creer que nuestro deber es procrear y que, incluso, nuestro ciclo de vida no está completo si no se es mamá.
Qué se puede esperar, si los gobernantes, o sea los hombres antes y ahora, son siempre tan ajenos a la realidad del pueblo que gobiernan, fervientes partidarios de llamar al feminicidio un “mal urbano” y al machismo algo de pobres rancheros. Ya no genera extrañeza la manera en la que las elites se creen sus propias mentiras, pues hace mucho que la vara que mide la crisis del país es el pene del presidente. Quizá por eso, los gobiernos de derecha le tienen más miedo a las mujeres libres. Trump, por ejemplo, firmó una ley destinada a recortar el financiamiento gubernamental a organizaciones en los Estados Unidos que realizan abortos; dicha ley prohíbe a los gobiernos estatales y locales retener fondos federales para servicios de planificación familiar. De tal manera, se condena a la mujer que decide no ser madre—y es por eso que el aborto sigue siendo una manera de mantenernos como rehenes. Es la falocracia rancia del gobierno mexicano, la culpable de que llegar vivas a nuestras casas sea darle la vuelta a una estadística de la que podríamos formar parte el día siguiente.
Necesitamos aliadas en los puestos de poder. Necesitamos más mujeres que entiendan la necesidad del aborto libre y gratuito. Solo nosotras nos podemos proteger, pues la tarea del patriarcado es poner y la del hombre disponer. Pero es preciso entender que el machismo no es parte de la cultura. Que hace mucho tiempo que ser mujer en México es un peligro, y ha querido convertirse en un lastre, una pena. Pero aquí seguimos, vivas y altivas. Pese a las miradas lascivas que también son acoso sexual. Pese a la criminalización de las víctimas y la asunción social de la violencia como parte de la naturaleza del hombre. Ya se ha dicho, pero debe seguir diciéndose, que los feminicidas no son enfermos mentales, sino machos sanos. Seguiremos, entonces, hablando esas verdades, aunque incomoden a los que se hacen de la vista gorda cuando les conviene. Entonces ¿puedo decidir cómo quiero que me maten, pero no puedo decidir sobre mi cuerpo?
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