Venezuela: un paulatino vértigo

Lo que se disputa en Venezuela es si las fuerzas populares logran reimpulsar el sendero de transformaciones o si, por el contrario, se asiste a una paulatina normalización liberal en un país profundamente golpeado y castigado.

09/12/2021
  • Español
  • English
  • Français
  • Deutsch
  • Português
  • Opinión
ven.jpg
-A +A

Las elecciones del pasado 21 de noviembre en Venezuela fueron un punto de inflexión en el escenario político del país. Y se trata de un cambio que no responde inmediatamente a los resultados de la contienda, sino a que, por el contrario, en estas elecciones se condensaron una serie de reordenamientos en las coordenadas políticas del país que se vienen produciendo de manera vertiginosa.  

Estos cambios parecieran desplegarse en una extraña temporalidad de paulatino vértigo, eclipsados por la siempre convulsionada situación política del país. Son estas propias alteraciones en la realidad las que obligan a todas las fuerzas políticas a modificar los preceptos con los que venían interviniendo, si es que pretenden algo más que una simple “sobrevida”. Las crisis son, entre otras cosas, momentos en que la realidad cambia más rápido que las estructuras políticas que intervienen en ella.   

La trastienda en el eclipse de una etapa política

El elemento político más gravitante de estas elecciones es que fueron las primeras desde el 2017 en que el conjunto del arco opositor decidió participar. Las oposiciones de derecha, a partir de ese año, habían optado por dos estrategias distintas: por un lado, seguir compitiendo en el terreno institucional y, por el otro, apostar por construir “otra vía de derrocamiento del gobierno”. 

De esta manera, la vuelta al terreno electoral supuso un cambio en la estrategia política en sus fracciones más radicalizadas-aglutinadas en la flamante Plataforma Unitaria de Venezuela antes denominada G4- lo cual no significa un cambio en cuanto a sus objetivos. En los últimos años, estas fuerzas articularon una estrategia que combinó, por un lado, un sistemático desconocimiento de la institucionalidad vigente en el país y, por el otro, la construcción de una suerte de institucionalidad paralela, que fue apoyada en el exterior por la Unión Europea y los EE.UU[1]. Esta última tuvo a Juan Guaidó como su principal figura. 

Esta estrategia de derrocamiento del gobierno,se emplazó con la aplicación de Medidas Coercitivas Unilaterales (MCU) contra la República Bolivariana de Venezuela, que se vienen llevando adelante, con intensidad, desde el 2014. Se trata de medidas que derivaron en un bloqueo económico, financiero y comercial que afecta principalmente a la población venezolana. Este bloqueo persigue el objetivo de aislar, condicionar y finalmente derrocar al gobierno. Un proceso de asedio contra la República Bolivariana de Venezuela[2] que se inscribe en lo que diversos autores e investigadores califican como Guerra Híbrida[3].

El bloqueo económico constituye el segundo elemento político más gravitante de estas elecciones. La guerra económica opera como un telón de fondo en la política venezolana, que resulta insoslayable debido a sus cruentas consecuencias en la vida cotidiana de la población y su incisivo efecto en las arcas del estado.

El ex embajador de EE.UU. en Venezuela, William Brownfield, en una entrevista brindada al medio La Voz de América de octubre del 2018, frente a la pregunta de si se iban a imponer sanciones a la industria petrolera del país (que representa el 95% de las divisas que ingresan a Venezuela), grafica esta estrategia de la siguiente manera: “Si vamos a sancionar a Pdvsa, ello tendrá un impacto en el pueblo entero, en el ciudadano común y corriente. El contraargumento es que el pueblo sufre tanto por la falta de alimentación, seguridad, medicinas, salud pública, que en este momento quizás la mayor resolución sería acelerar el colapso aunque ello produzca un periodo de sufrimiento de meses o quizás años”[4].

La vuelta al terreno electoral de las fracciones más radicalizadas de las derechas es evaluada por el gobierno como un triunfo propio. Ya que, por un lado, estas fuerzas no consiguieron su objetivo inmediato -el derrocamiento del gobierno- y, por el otro, supone un reconocimiento implícito de la institucionalidad vigente. Sin embargo, pese a lo exaltados que resultaron sus señalamientos en este sentido, conviene tener una mirada moderada al respecto. Es cierto que la vuelta al terreno electoral de estas fracciones es una victoria táctica de las fuerzas chavistas; no obstante, es necesario articular esta evaluación con una visión que logre justipreciar el daño que las oposiciones de derechas lograron infligir en estos años. Sobrevivir en una escalada de conflicto que apuesta por el desgaste no es sinónimo de salir indemne.

En cuanto a estas fracciones radicalizadas de las derechas, el no haber alcanzado su principal objetivo les supuso una crisis de liderazgo. Mientras los sectores opositores que siguieron compitiendo en el terreno electoral ganaban espacio, estas fracciones vieron mermadas sus capacidades de movilización y su apoyo interno,teniendo que subordinarse a las aventuras de Juan Guaidó, que cosechaba apoyo externo pero que no necesariamente se tradujo en el plano doméstico. De esta manera, la vuelta al terreno electoral era para estas fracciones, que mantienen grados muy elevados de disgregación interna, una oportunidad para dirimir su liderazgo de cara a las elecciones presidenciales del 2024.

Las megaelecciones: una nueva geometría del poder institucional

Según detalló el Consejo Nacional Electoral[5], 329 candidatos y candidatas compitieron por las 23 gobernaciones, lo que da un promedio de poco más de 14 por gobernación; mientras que 4.462 candidatos y candidatas compitieron por las 335 alcaldías, lo que arroja un promedio de 13 por alcaldía. Son cifras que, sumadas a quienes compitieron por las legislaciones regionales y los consejos municipales, dan por resultado la participación de 70.244 candidatas y candidatos para un total de 3.082 cargos. La magnitud de los puestos electorales en juego le valió el nombre de megaelecciones.

Cabe destacar que el proceso electoral estuvo arbitrado por un renovado Consejo Nacional Electoral, institución que representa el órgano máximo del Poder Electoral, uno de los cinco poderes en los que se divide la República Bolivariana. En mayo de este año, el gobierno dio paso a un proceso de renovación de su estructura en pleno. Esta renovación fue parte de un acuerdo entre el oficialismo y la oposición, expresada tanto en fuerzas parlamentarias como en asociaciones de “la sociedad civil”. De esta manera, se incorporó a dos representantes de la oposición sobre un total de cinco miembros en su estructura rectoral:  Enrique Márquez, quien fue dirigente del partido Un Nuevo Tiempo, del llamado G4; y Roberto Picón[6], quien fue Coordinador del equipo de apoyo técnico de la MUD.

El Gran Polo Patriótico, que nuclea a las fuerzas oficialistas del chavismo, ganó 19 de 23 gobernaciones, y un total de 212 alcaldías, entre las cuales se encuentra la alcaldía del Municipio Libertador en Caracas, la más relevante del país en términos políticos. El resultado refleja una continuidad del clivaje político que opera en el área metropolitana. Hacia el oeste, donde se congrega la mayor cantidad de sectores populares, vuelve a ganar el chavismo, mientras que al este, marcado por una mayor cantidad de sectores medios y altos, vuelven a ser electos tres alcaldes opositores.

Las fuerzas opositoras, por su parte, obtuvieron 117 alcaldías. La opositora Mesa de Unidad Democrática ganó la gobernación de Cojedes. Mientras que Un Nuevo Tiempo (parte de la MUD), encabezado por Manuel Rosales, ex candidato presidencial de 2006, se quedó con la gobernación de Zulia, el estado más poblado del país. Finalmente, Fuerza Vecinal obtuvo la gobernación de Nueva Esparta y también se convirtió en la primera fuerza opositora en el estado Miranda, el segundo más importante del país en términos demográficos y electorales.

Los gobernadores opositores electos en Nueva Esparta, Cojedes y Zulia, resultan dirigentes veteranos, que provenían de antes de la llegada del chavismo. Las fracciones de oposición que se mantuvieron en el terreno electoral ganaron más de 50 alcaldías, mientras que las fracciones más radicalizadas obtuvieron casi la otra mitad. De esta manera, las distintas fracciones de las derechas no lograron, en lo inmediato, su objetivo de dirimir un nuevo liderazgo del bloque opositor. En esta situación, Henrique Capriles Radonski, quien fue uno de los principales impulsores de la estrategia opositora de la participación electoral, planteó en una rueda de prensa del 23 de noviembre: “Hay una cosa que hay que decir: nadie es dueño de la oposición, urge un proceso interno de exploración porque el pueblo dio un mensaje claro. Yo no me siento como el jefe de la oposición, no lo soy ni pretendo serlo”[7].

Una mención especial merece el caso de Barinas, donde luego de realizarse las elecciones se llevó a cabo un intrincado conflicto de poderes. De esta manera, el 29 de noviembre, la Sala Electoral del Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) ordenó al Consejo Nacional Electoral (CNE) suspender la totalización (recuento), adjudicación y proclamación de los resultados de la elección a gobernador. También dio la orden de que se repita la elección a gobernador de ese estado el 9 de enero de 2022[8].
 

Detrás de la aritmética, la lucha de clases
  
El primer elemento que resulta destacable es el hecho de que en sí mismo se hayan celebrado elecciones, donde el oficialismo se presenta y vuelve a ganar. Si bien las estadísticas resultan brumosas, se calcula que el PBI del país se contrajo en un 75% en el periodo 2013-2020. Sostiene una hiperinflación[9] que en 2018 fue de 30 mil por ciento anual, calculado por el IPC, y se calcula que el 2021 terminará en torno al 1.000%. Esta cifra, si bien representa una mejoría, sigue siendo la más alta del mundo.

Se trata de un desplome producto de la guerra económica que no tiene nada que envidiarle a los efectos que produce una guerra tradicional. Que en ese contexto gane el oficialismo es un fenómeno del cual no es exagerado decir que no tiene parangón histórico. Sin embargo, resistir posiciones no es sinónimo de avanzar.

La participación electoral estuvo nuevamente en el centro de las polémicas. Las elecciones venezolanas tuvieron una participación del 42.26%. La comparación con otras elecciones que se produjeron este año muestra que esa cifra no es demasiado distinta a la que obtuvieron otros procesos electorales. Ese mismo día se llevaron a cabo elecciones presidenciales en Chile (que se supone que deberían tener mayor participación que unas elecciones regionales), y allí hubo una participación del 47.3 %. En junio, se produjeron elecciones regionales en Francia, considerada una democracia modelo, con una participación del 34.69%. En Italia se celebraron tres elecciones municipales en octubre: las de Roma, que tuvieron una participación del 40.68 %; las de Calabria,con 44.36 %; y, finalmente, las de Bolonia, que cosecharon un 51.18%. Son cifras relativamente similares, pese a que ninguno de esos países vive una situación tan turbulenta, en lo económico y en lo político, como Venezuela.  

Sin embargo, señalar la hipocresía con que las corporaciones mediáticas analizan este punto solo explora un aspecto de esta situación. Es preciso señalar dos elementos adicionales: por un lado, la participación del 42,26% sigue siendo baja para los estandartes que se construyeron desde la llegada del chavismo al poder en 1999; por el otro, que un proceso de cambio, como se pretende el chavismo, no puede prescindir de una alta participación política. 

En comparación con las elecciones legislativas de fines del 2020, donde la participación fue tan solo del 31% del padrón electoral, hubo una notable mejoría. Sin embargo, si se las compara con las elecciones para gobernadores del 2017, en las que la participación fue del 61,07%, la cifra sigue siendo notablemente baja. En relación con las elecciones legislativas del año pasado, la oposición (que no había participado) argumentaba que la abstinencia era un virtual rechazo al gobierno y un apoyo a su fuerza. Mientras,el gobierno atribuía la baja participación a la ausencia de una oposición electoralmente competitiva y a los efectos del Covid. Se puede afirmar que ninguna de las dos tesis se confirmó, por lo menos no en su totalidad. La participación con respecto al 2017 mantiene una caída del 18,81%. En este punto, es importante tener en cuenta un elemento central: no se sabe con datos precisos cuál es la cifra de emigrantes venezolanos, quienes en su gran mayoría siguen inscriptos en el registro electoral. Sin embargo, se calcula que la cifra fluctúa entre 3 millones y 6 millones, lo cual tiene un impacto sensible en el padrón electoral.

Si bien la política siempre es más compleja que la aritmética, lo cierto es que las cifras también arrojan algunos elementos que no pueden ser soslayados. Por primera vez, el porcentaje de votos obtenidos por el chavismo es menor al porcentaje recibido por el conjunto de la oposición[10]. El conjunto de la oposición consiguió 4.675.740 votos, lo que representa el 52,34%, mientras que el chavismo obtuvo 4.046.748, lo que representa el 45,30%. Es la primera vez, desde el 2004, que se produce esta situación, si se comparan las distintas elecciones regionales. En términos porcentuales, comparado con las elecciones del 2017, el chavismo disminuyó su caudal en un 7,39%, mientras que la oposición en su conjunto aumentó en un 5,2%.

Si se desglosa el voto opositor, se encuentra que dentro de este bloque la MUD también sufrió una merma en sus votos. En las regionales de 2017 obtuvo casi 5 millones de votos: en esta oportunidad la cifra descendió a  2.139.543 votos. Mientras, la Alianza Democrática (parte de las fracciones opositoras que sí se mantuvieron en el juego electoral durante estos años) logró acumular 1.363.003 votos, lo cual resulta un gran desempeño si se tiene en cuenta que fueron las primeras elecciones donde tuvo presencia en el tarjetón electoral.

Es evidente que este fenómeno encuentra una multiplicidad de causas que lo explican. Asimismo, abre interrogantes sobre el futuro político en el país. El intelectual y exministro de comunas, Reinaldo Iturriza, plantea que existe en el país un proceso de desafiliación política y que en en la Venezuela de 2021, la población desafiliada políticamente es una sólida mayoría[11]. En una dirección similar apunta el sociólogo opositor Damian Alifa, quien afirma que: “en las encuestas de opinión cuando se pregunta la intención de voto, la mayoría de los que responden que están "totalmente seguros de que irán a votar" son personas de la tercera edad. El elector activo venezolano está envejeciendo, mientras aguas abajo gana terreno la apatía”[12].
 

A su modo, tanto la oposición como el oficialismo tomó notas de esta situación. Por su parte, varios referentes de la oposición salieron a plantear que “si hubieran ido juntos, le ganaban al chavismo”. Mientras, el presidente Maduro salió rápidamente a plantear una autocrítica, que a la vez es una exhortación a los sectores disconformes: "el bloqueo del corazón y de la mente, la indolencia, la incapacidad, la corrupción y la ineficiencia son peores que el bloqueo gringo; así lo digo hoy, 1 de diciembre del año 2021"[13]


Venezuela transita el camino hacia una nueva etapa política. El fracaso del proyecto Juan Guaidó y la vuelta del conjunto de la oposición a la competencia electoral parecieran “normalizar” el plano político. Julio Borges, quien fue representante de gobierno de Guaido ante el grupo de Lima, recientemente planteó[14]: “El gobierno interino era un instrumento para salir de la dictadura, pero en este momento se ha deformado hasta convertirse en una especie de fin en sí mismo, manejado por una casta que existe allí. Se ha burocratizado y ya no cumple con su función. Tiene que desaparecer”.

El plano económico también pareciera tener una lenta estabilización. La situación hiperinflacionaria se encuentra amesetada, lo cual tiende a reducir la devaluación del bolívar. Los índices macroeconómicos muestran una leve mejoría, luego de años de caída abrupta. El gran interrogante sigue siendo cómo se saldrá de la caída a la que fue forzada Venezuela. Por ahora, el leve crecimiento económico no se traduce en una redistribución progresiva[15] y se debe en gran medida a una paulatina y progresiva liberalización de la economía. Por su parte, la estabilidad inflacionaria se debe en gran medida a una virtual y forzosa dolarización de la economía[16].  

En este contexto, dentro de las propias fuerzas chavistas, se disputan distintos proyectos para hacer frente a esta situación. Por un lado, hay quienes plantean una mayor apertura hacia el mercado y la necesidad de recomponer acuerdos con la “burguesía nacional”. Por otro lado, hay sectores que plantean la necesidad de profundizar la perspectiva comunal y del poder popular como medio y fin de la transformación de las relaciones económicas. De esta manera, la pregunta sobre el futuro del país no está restringida solamente a las nomenclaturas políticas que disputan el poder institucional, sino que se incorpora la pregunta por los proyectos de país que están en disputa, entre las fuerzas políticas y al interior de estas. En los últimos años, el proceso de cambio producto del asedio perdió mucho de la iniciativa que lo caracterizó.


Lo que se disputa en Venezuela es si las fuerzas populares logran, en este renovado contexto, reimpulsar el sendero de transformaciones que signó el horizonte de cambios en el país bajo el ideario del Socialismo del Siglo XXI. O si, por el contrario, si se asiste a una paulatina normalización liberal en un país profundamente golpeado y castigado. En la autoorganización popular, la capacidad de movilización de los movimientos sociales, la construcción de las comunas y el movimiento comunero, así como en su capacidad para hacerse de la producción bajo una lógica distinta a la de la valorización del capital, se cifran los horizontes de los destinos de Venezuela. En épocas de fuerte ofensiva del capital, la resistencia popular no puede tener otra traducción que una ofensiva popular.


 

 

[8] Mientras se realizaba el conteo final de votos, el 29 de noviembre, la Sala Electoral del Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) ordenó al Consejo Nacional Electoral (CNE) suspender la totalización (recuento), adjudicación y proclamación de los resultados de la elección a gobernador. De esta manera, en TSJ planteó en un comunicado: "La decisión señala que se declara procedente la solicitud cautelar, en consecuencia, ordena al CNE la inmediata suspensión de los procedimientos y/o procesos vinculados a la totalización, adjudicación y proclamación del CNE respecto de los candidatos al cargo de gobernador o gobernadora del estado Barinas".

 

Esta decisión del Tribunal Supremo de Justicia (TSJ), se apoya en la Resolución Nº 01-00-000334, del 17 de agosto de 2021, dictada por la Contraloría General de la República (CGR), donde se inhabilita Freddy Superlano como candidato a la Gobernación del estado Barinas. Freddy Superlano, había sido indultado por Nicolás Maduro, junto a más de una centena de políticos opositores, en agosto de 2020. Sin embargo, la Contraloría General de la República lo sancionó por no presentar su declaración jurada de bienes luego de que concluyera su período como diputado, el pasado 5 de enero. Lo cual le produjo una inhabilitación por 12 meses para ejercer cargos públicos.

 

Esta decisión produjo una serie de reacciones. Por su parte, el vicepresidente y rector del Consejo Nacional Electoral (CNE), Enrique Márquez, afirmó que la decisión tomada recientemente por la Sala Electoral del Tribunal Supremo de Justicia (TSJ), “podrían menoscabar las atribuciones” del ente electoral. Mientras que, el exfiscal general y ex vicepresidente de la República, Isaías Rodríguez, planteó que si el candidato opositor Freddy Superlano estaba inhabilitado, debió decidirlo antes el Consejo Nacional Electoral.
 

https://www.alainet.org/de/node/214547
America Latina en Movimiento - RSS abonnieren