El fracaso como oportunidad de crecimiento
25/02/2014
- Opinión
En una conferencia sobre la misión universitaria, el padre Adolfo Nicolás, general de los jesuitas, nos habla de la ambigüedad del éxito como norma. En tal sentido, expone una constatación y plantea un desafío. Lo primero, el 90% de las personas experimentan el fracaso (sueños que no se cumplen, revés en la educación de los hijos, en el matrimonio, en las amistades, en el trabajo, en la relación con los jefes, etc.). En consecuencia, el fracaso es una experiencia humana normal. Segundo, si esto es así, una de las cosas que tiene que aprender cada persona es cómo afrontar el fracaso y cómo transformarlo en un camino de sabiduría y de crecimiento personal.
Hace varios años, en su visita a nuestro país, el Padre General recordó que el genio de nuestra fe es transformar el fracaso en una nueva posibilidad, en una nueva oportunidad. Explicó que si aprendemos esto, nuestra vida cambia, porque el éxito lo alcanzan unos cuantos, pero el fracaso lo experimentan las mayorías. Cuando el fracaso se convierte en oportunidad —enfatizó—, debe ser motivo de celebración. Ahora bien, ¿cómo podemos aprender que el fracaso es un momento de crecimiento? El libro ¿Fracasado? ¡Tu oportunidad!, de Aselm Grün y María Robben, ofrece un conjunto de criterios básicos. Veamos algunos.
El primer requisito para que a través del fracaso se pueda descubrir un nuevo camino de vida es su aceptación incondicional. Hay que reconocer que el sueño de la propia vida se ha desvanecido. Por lo general, existe la tendencia de buscar las causas del fracaso en los otros. Puede ser que haya alguna responsabilidad en los demás, pero solo si se asume la responsabilidad propia, en lugar de eludirla cargándoselo a otros, se podrá transformar en posibilidad de una nueva vida. No se trata de idealizar el fracaso, sino de asumirlo como un camino de renovación.
En segundo lugar, hay que iniciar un proceso de despedida. En toda despedida se trata de romper con lo antiguo y marchar hacia lo nuevo. Abrirse a nuevas posibilidades de vida nos llena de esperanza y alegría, incluso de euforia, mientras que romper con algo familiar, de confianza, nos llena de miedo y tristeza. Cada resurgimiento lleva consigo algún cambio doloroso. No se comienza algo nuevo sin transformación. La primera fase del proceso de despedida es la negación, no querer admitir algo. Se pretende vivir como si nada hubiera cambiado, como si no importara tener que despedirse. Pero esto no se consigue. Una despedida significa, también, pérdida, y esto duele. La segunda fase del proceso de la despedida se caracteriza por el surgimiento de emociones caóticas. Tan pronto uno se da cuenta de lo perdido, surgen sentimientos de miedos difusos, ira, agresiones, imágenes de venganza, pero también sentimientos de culpabilidad, y estos sentimientos son siempre desagradables. Solo si en esta triste segunda fase no se obvian los sentimientos, sino que uno se enfrenta a ellos, puede empezar la fase tercera, la fase del buscar, del encontrar y del separarse.
Finalmente, lo nuevo que vivimos no está siempre al mismo nivel que lo antiguo. La nueva etapa de la vida puede ciertamente sacar a luz nuevas cualidades, pero no se trata solo de las capacidades y posibilidades que subyacen en nosotros. El nuevo camino en la vida más bien quiere mostrarnos nuevos aspectos de nuestra humanidad y conducirnos a una nueva espiritualidad. Se descubre una nueva interioridad. Ya no se siente la necesidad de hundirse en el barullo y el trajín para autoafirmarse. Aparece una especie de misericordia y benevolencia. El fracaso nos ha hace más indulgentes. Surge una nueva anchura que considera a las personas tal como son, que deja de enjuiciar.
Por supuesto, no debemos mirar esta experiencia de desencanto y frustración como si fuera una condición absolutamente necesaria para conseguir una vida con éxito. Debemos confiar, eso sí, en que es posible seguir nuestro camino sin fracasar, pero si fracasáramos, entonces la aceptación del hecho podría convertirse en una profunda experiencia espiritual. El que fracasa experimenta con bastante frecuencia el “yo muerto”, le arrebatan su ego y su seguridad.
Sin duda, surge la cuestión de quién se involucra y acompaña a los fracasados. Sobre este punto, para los que han experimentado el fracaso en el ámbito eclesial, los gestos y las palabras del papa Francisco son signos de esperanza. En la exhortación apostólica Evangelii gaudium, ha planteado quela Iglesia está llamada a ser siempre la casa abierta. Todos pueden participar de alguna manera en la vida eclesial, todos pueden integrar la comunidad, y tampoco las puertas de los sacramentos deberían cerrarse por una razón cualquiera. Y a renglón seguido afirma que “la eucaristía, si bien constituye la plenitud de la vida sacramental, no es un premio para los perfectos, sino un generoso remedio y un alimento para los débiles. A menudo nos comportamos como controladores de la gracia y no como facilitadores. Pero la Iglesia no es una aduana, es la casa paterna donde hay lugar para cada uno con su vida a cuestas” (n. 47).
En suma, en una cultura que insiste en presentar el éxito como norma última y que, en consecuencia, margina o desprecia al que ha fracasado, son contraculturales y esperanzadoras las palabras del padre Adolfo Nicolás: “El fracaso parece que nos pone en tensión, en dificultad, pero en el fondo es la gran oportunidad de ir más a lo hondo, de profundizar un poco más en quiénes somos, de conocer nuestras debilidades, nuestras limitaciones y partir de ahí para un nuevo camino. ¡El fracaso es la gran oportunidad!”.
- Carlos Ayala Ramírez, director de Radio YSUCA
https://www.alainet.org/de/node/83446
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