Las marcas de la historia
16/12/2003
- Opinión
El presente es ese hueco situado entre un infinito pasado y un infinito
futuro (Hanna Arendt)
Hay dos modos de pensar la política, tanto en términos nacionales como
internacionales.
El primer modo entiende a los acontecimientos políticos como resultados de
procesos de desarrollo que los anteceden y los explican en su totalidad. El
segundo, intenta entender el proceso de desarrollo que llevó al
acontecimiento político, a partir del hecho mismo, es decir, el punto de
partida no es el proceso de desarrollo que lleva al acontecimiento sino que
el acontecimiento es el que permite entender e incluso construir el proceso
que le dio origen y forma. De acuerdo al primer modo, el hecho político está
cuasi explicado antes de que ocurra. O para decirlo en términos
imaginativos: el proceso integra al acontecimiento, lo ilumina y lo explica.
A partir del segundo modo, el estudio y análisis del acontecimiento ilumina
y explica al proceso que le ha dado origen; más aún: lo marca. De acuerdo a
esa línea, sólo los acontecimientos permiten explicar a los procesos, pero
nunca los procesos a los acontecimientos (Mires 2002). De esta manera, las
causas no están dadas, en el segundo modo, más allá del acontecimiento mismo.
Los partidarios del primer modo dirán: "pero no existen acontecimientos sin
causas". Los partidarios del segundo responden: "de acuerdo, pero tampoco
existen causas sin acontecimientos". "Causalizar" de acuerdo a Max Weber, es
la tarea principal del científico social (Weber 1991). Y es obvio: hechos
sin causa sólo existen en el universo mágico, infantil y religioso. Una
"aparición", o un milagro, por ejemplo. Y causas sin hechos sólo existen en
las ideologías. En el pensamiento científico, en cambio, hay que buscar las
causas de los hechos. En esto, los historiadores, nos parecemos mucho a los
detectives; no cabe duda.
Hay momentos, sin embargo, en que la novedad de un hecho es tan intensa, que
con su aparición traspasa las paredes de todas los dogmas e ideologías.
Estos hechos por lo general sorpresivos, y aparentemente inexplicables,
tienden a ser inscritos como acontecimientos históricos. Pero los
acontecimientos históricos no son históricos porque sí, sino a partir de un
determinado consenso discursivo. Es decir, el discurso público los convierte
en marcas indelebles que en la narración histórica sirven para diferenciar a
un capítulo de otro, y en términos temporales, a un período de otro.
En el todavía naciente siglo veintiuno hay dos acontecimientos históricos que
marcan las configuraciones que han asumido y que seguirán asumiendo los
procesos políticos internacionales a lo largo del siglo XXI. Como suele
ocurrir con todos los acontecimientos históricos, estos dos también han
producido sus respectivas fechas que los identifican en el tiempo y en el
espacio. Una fecha es el 9 de noviembre de 1989. La otra fecha es el 11 de
septiembre del 2001.
El 09.11.89 cayó el muro de Berlín. El 11.09.01 cayeron las torres gemelas
de New York.
La guerra fría ha terminado
La caída del muro de Berlín, así como las de las torres gemelas, no fueron
sin embargo fenómenos tectónicos. Tanto el muro, como las torres, fueron
hechas caer. Y hasta aquí llega la analogía, porque cualquier comparación
entre estos dos importantes acontecimientos históricos, implicaría sólo hacer
diferencias, y no es objetivo del autor de este trabajo comparar un acto
democrático de liberación nacional como fue el que llevó al derrumbe del
muro, con la locura asesina de los pilotos de la muerte enviados por Bin
Laden.
Sin embargo, independiente de las diferencias tan abismales que dan sentido a
esos dos hechos, los dos pasaran, sin duda, a asumir el carácter de
acontecimientos históricos demarcatorios. Y tanto el 09.11.89 como el
11.09.01 fueron históricos no sólo porque fueron sorpresivos sino porque
además porque fueron simbólicos, es decir, porque articularon y coordinaron
alrededor suyo una cantidad de otros hechos que aparecían, a primera vista,
dispersos. El carácter simbólico de un hecho, a su vez, está dado porque,
entre muchísimos hechos que forman la constelación de un proceso, es uno el
que puede aparecer, mejor que otros, representándolos a todos.
El 09.11.89, fecha que marca el derrumbe del muro de Berlín, estuvo
antecedido de muchos notables acontecimientos históricos: la visita del Papa
en Varsovia; la publicación de la Perestroica de Gorbatschow, la toma de la
embajada austriaca en Hungría; las estatuas de Lenin que eran demolidas en
todos los países socialistas; la multitud que se volvió contra Ceaucesco en
Rumania, etc.
Igualmente, el 11.09.01 estuvo precedido por una larga cadena de sangrientos
actos terroristas, y después de esa fecha los han seguido, y los seguirán
habiendo; que duda cabe. Pero en esa casi interminable cadena ninguno
simboliza mejor la esencia del terrorismo que ese fatídico 11.09.01.
Mediante el primer acontecimiento, fue simbolizado, gráficamente, el período
que marca el fin de la Guerra Fría. Aunque literariamente, el fin de la
Guerra Fría aparece consignado en el famoso discurso de Putin frente al
Parlamento alemán el 25 de septiembre del 2001, discurso conocido como ?La
Guerra Fría ha terminado?. Pero la Guerra Fría no sólo había terminado, real
y simbólicamente mucho tiempo antes del discurso de Putin, sino que además,
ya había comenzado un segundo período: el de "la guerra en contra del
terrorismo internacional".
Que en la retórica de Putin el período de la Guerra Fría hubiese encontrado
su fin gramatical 11 días después del ataque a las torres, es decir, con casi
doce años de atraso, no deja de ser un hecho sorprendente, aunque dista de
ser una simple casualidad. Pues a partir del momento en que Bush había
declarado la "guerra en contra del terrorismo internacional", se abrían
espacios para nuevas correlaciones de fuerza muy diferentes a las que
prevalecían en el período de la Guerra Fría. Es decir, aunque el primer
período ya estaba terminado desde el mismo día en que las dos partes del
pueblo alemán echaron abajo el muro de Berlín, su fin gramatical sólo podía
tener lugar desde el momento en que comenzara otro período; y ese nuevo
período, ahora está muy claro, nació, no sólo gramaticalmente, el 11 de
septiembre del 2001. Y eso fue lo que entendió Putin de modo muy lúcido el
25 de septiembre del 2001 cuando en su famoso discurso pronunciado frente al
parlamento alemán decretó, en su muy poco encantador estilo: "La guerra fría
ha terminado".
De este modo, el período que va desde 1989, cuando fue derribado el muro de
Berlín, hasta el 2001, cuando fueron destruidas las torres gemelas de New
York, era leído por Putin como una simple transición ?de casi doce años! que
marca, desde una perspectiva histórica, una mínima distancia entre dos
períodos de guerra, uno de guerra fría, otro de guerra caliente. A partir
del 11 de septiembre del 2001, había efectivamente que ordenar nuevamente los
naipes pues comenzaba otro juego. Y ese juego fue entendido rápidamente por
Putin, quién se apresuró a hacer las marcas históricas que signaron su
discurso.
Según Putin había un nuevo enemigo y por lo tanto un "nuevo período", luego,
el período anterior llegaba a su fin. Frente a ese enemigo, EEUU y Europa
debían tomar una doble posición: primero, frente al enemigo común, cuya
metáfora general es "el terrorismo internacional", y segundo, entre ellos,
vale decir, acerca de la estrategia a seguir para enfrentarlo, habida cuenta
que ese enemigo era visto por los gobernantes europeos como un enemigo
predominantemente antinorteamericano, y sólo en un segundo grado, como
enemigo antieuropeo. En ese nuevo juego, Putin se apresuró a posicionar
geoestratégicamente el lugar de Rusia; y ese lugar se expresaba, desde una
perspectiva geométrica, más o menos así: "un poco más al lado de los
europeos, y un poco más lejos de EEUU". Como se sabe, esa nueva posición
cristalizó tiempo después cuando frente al tema Irak fue constituido el
llamado ingeniosamente por los periodistas "eje del bien", entre Rusia,
Francia y Alemania. Premonitoriamente dijo el Presidente ruso en su discurso
de septiembre del 2001 "nadie duda del gran valor que tienen las relaciones
entre Europa y los Estados Unidos. Pero yo sostengo la opinión que Europa
sólo puede, a largo plazo, afirmar el mandato de ser centro de la política
mundial, si une sus posibilidades con los recursos humanos, territoriales y
naturales, así como con el potencial económico, cultural y defensivo de
Rusia".
Putin no estaba proponiendo, por cierto, una alianza anti- norteamericana,
pero sí "ruso, al fin" un núcleo político internacional, sin hegemonía
norteamericana.
El regreso del pasado
No obstante, quisiera o no Putin, la Guerra Fría había terminado el año 1989,
y la guerra contra el terrorismo internacional comenzó el año 2001. El
sentido político de ambos acontecimientos reside, como ya ha sido insinuado,
en la novedad que portaban consigo, lo que obligaba también a buscar una
respuesta nueva que no podía ser la misma que debía ser dada frente a un
hecho conocido. Y ahí reside precisamente una de las diferencias
fundamentales entre el hacer científico, que es el del historiador, y el
político. Mientras que el historiador debe explicar la irrupción del hecho a
partir de construcciones causativas, el político no tiene tiempo para eso,
pues debe dar, muchas veces, una respuesta rápida al hecho acontecido, antes
aún de conocer sus causas. Es decir, en política hay que enfrentar al
acontecimiento tal cual como y donde se presenta. Ahora y aquí, como repetía
Freud, al referirse al espacio analítico de transferencia; y la política lo
es. En el caso de la caída del muro de Berlín, había que reaccionar e
intervenir rápido. El canciller alemán Kohl, por ejemplo, no podía detenerse
en 1989 a contemplar los antecedentes históricos que se articulaban alrededor
de las piedras del caído muro, sino que debía presentar, de la noche a la
mañana, un programa de reunificación, pues como ya había dicho su buen amigo
Gortbaschov "un político consumado en un país antipolítico" "quien llega
tarde será castigado por la historia".
Después del 11.09.01 Bush no podía detenerse tampoco a analizar las razones
del terrible atentado. El hecho concreto era: el país había sido atacado por
un grupo de fanáticos terroristas islamistas cuyo campo original de
operaciones se encontraba en las lejanas montañas de Afganistán. El ataque a
las torres había sido una declaración de guerra a los EEUU, y en cierto modo,
a través de EEUU, a todo el Occidente, y Bush, como presidente de una nación
agredida, no podía sino contestar con otra declaración de guerra, aunque el
enemigo, en los momentos en que dicha declaración fue emitida, no era
localizable. En ninguno de los casos la respuesta podía ser ideológica
porque ninguno de ambos acontecimientos cabían en el recuadro de ninguna
ideología. La respuesta debía, por lo tanto, ser improvisada. Y en
política, muchas veces, hay que improvisar. Es por eso que las ideologías
son antipolíticas, pues ninguna ideología, al serlo, deja espacio alguno para
la improvisación. En el análisis científico, igualmente, está vedado
improvisar, aunque se trate de algo tan improvisado como son las ciencias
sociales. Pero, a diferencia de lo que ocurre con las ideologías, que
establecen un conocimiento previo de las causas, cada hecho, para ser
causalizado, debe ser sometido a dos procedimientos. Por una parte, debe ser
diseccionado, esto es, analizado y "marcado" en detalle. Por otra parte,
debe ser contextualizado, es decir, entendido en procesos que se construyen a
partir de su aparición en el mundo, lo que supone establecer nuevas marcas;
tanto en el tiempo como en el espacio. Y eso requiere a veces de mucho
tiempo. Y suele suceder que ni lo uno ni lo otro tenga fin, sobre todo
cuando tales procedimientos son realizados en países donde las opiniones,
incluyendo las que respectan al pasado, son articuladas de modo discursivo.
Porque, después de todo, el pasado no existe, precisamente porque ha pasado.
Es por esa razón es que siempre hay que volver a marcar lo pasado; para que
no se olvide, y siga siendo siempre lo que es: pasado.
Pero la historia no ha terminado
Ni el 09.11.89 ni tampoco el 11.09.01 podían ser previstos en el rígido marco
impuesto por las ideologías vigentes. Cuando por ejemplo el 09.11.89 los dos
pueblos alemanes, el del Este y el del Oeste, confraternizaron, primero
desde, después a través del muro, dieron al traste, y para siempre, con una
visión historicista que primaba en las ciencias sociales de "izquierda", a
saber: que el socialismo, con todos sus defectos, constituía una fase
superior al capitalismo. No obstante, las dos multitudes que se encontraron
entre las piedras del muro, no se planteaban problema tan teórico. Con la
caída del muro era elegida la democracia en contra de la dictadura y la
libertad en contra de la opresión. Es por esa razón que la ciencia social de
Occidente, evolucionista al fin, salvo casuales excepciones, no estaba en
condiciones de prever el derrumbe del comunismo que antecedió, efectivamente,
al derrumbe del muro de Berlín.
De un modo parecido, el 11.09.01, dio término definitivo a una nueva (y muy
antigua) ideología: la del "fin de la historia", popularizada por Francis
Fukuyama en el famoso libro que lleva el mismo nombre. De acuerdo a dicha
ideología, con el fin del comunismo desaparecía la dialéctica que daba
sentido a la historia, de modo que la historia entraba a una fase en la cual
la democracia occidental debería definirse frente a sí misma, y no frente a
una negación constitutiva, en este caso, el comunismo.
El Fin de la Historia (1992), como su nombre lo dice, anunciaba la entrada a
un mundo donde los antagonismos vitales entre las naciones brillarían por su
ausencia. El enemigo fundamental había desparecido, y con ello, el fin de la
historia que había equivocadamente anunciado Hegel con el advenimiento de la
revolución francesa, llegaba a su término con el fin del siglo veinte. La
dialéctica, tanto en su sentido hegeliano como marxista, desaparecía al
desaparecer la contradicción principal que regía al mundo, pues sin
contradicción principal, no hay dialéctica y luego, tampoco hay historia. En
cierto modo, Fukuyama interiorizaba la lógica hegeliana- marxista y la volvía
a favor del orden liberal. Así, el mundo del futuro, sin antagonismos
principales, se unificaría políticamente bajo el signo de la democracia
parlamentaria y, económicamente, bajo el signo de la sociedad libre de
mercado. Democracia y mercado actuarían como fuerzas catalizantes en la
reconciliación final de la historia consigo misma.
La visión filosófica optimista de Fukuyama era compartida pragmáticamente no
sólo por una fracción importante de la "clase política" de los EEUU, sino que
además por gran parte de las élites políticas de los países occidentales,
particularmente de los europeos. Para estas élites el hecho de que hubiera
sido resuelta la contradicción principal, haría al fin posible que los EEUU
pudieran dedicarse a cultivar su propio bienestar en el marco de libertades
que no serían nunca más amenazadas, y Europa podría, al fin, construir su
unidad para embarcarse en la ruta de un desarrollo económico aún más
esplendoroso que el norteamericano. Las demás naciones del mundo, si es que
querían, podrían seguir ese ejemplo, el que, al ser tan positivo, debería,
tarde o temprano, ser imitado. En el curso de ese optimismo, fue elegido el
Presidente Clinton bajo cuyo mandato USA alcanzó las tasas de crecimiento
económico más impresionantes de su historia. La visión liberal- economicista
que reinaba hacia el interior de los países occidentales debería ser
proyectada hacia el exterior, teniendo así lugar una globalización, no sólo
de los mercados, sino que además, de las instituciones, e incluso, de las
culturas. Todavía, aún después de la guerra en la ex Yugoslavia, del 11 de
septiembre, de la guerra en Afganistán, de las dos guerras del Golfo, y de
las muchas que se avecinan, algunas élites políticas de países europeos
comparten la idea de Fukuyama relativa a la entrada final a un mundo sin
grandes contradicciones ni conflictos. Los sucesos nombrados no pasarían de
ser, en esa versión, sólo leves tropiezos en un mundo que marcha
aceleradamente hacia aquella Paz Perpetua que imaginó Kant.
La otra lectura
En contraposición al ideal de Fukujama, apareció cuatro años después de su
famoso libro, el no menos famoso de Samuel Hungtinton: El choque de las
civilizaciones (1996).
Hungtington auguraba un panorama mucho menos optimista que el de Fukuyama.
Según la versión de Hungtington, el fin del antagonismo con la URSS había
abierto la puerta a otros antagonismos no sólo ideológicos, sino que además
culturales y religiosos frente a los cuales, ni EEUU ni Occidente en general,
estaban preparados para enfrentar. "Occidente frente al resto del mundo" era
su conclusión y su máxima. Y EEUU como la vanguardia de Occidente, no podía
dormir sobre sus laureles, sino que debería prepararse a enfrentar otros
antagonismos, tanto o más temibles que el anterior. Demás está decir, que
por su mensaje pesimista, la recepción del texto de Huntington fue mucho más
negativa que la de Fukujama, aunque después del 11 de septiembre, ese libro
fue mucho más leído que El Fin de la Historia.
No se quiere afirmar, por supuesto, que la clase política norteamericana en
particular y la occidental, en general, se hubiera dividido entre
fukujamistas y hungtintionanos. Pero si se afirma que habían dos lecturas
para entender el orden del mundo después del comunismo. Una lectura
economicista que suponía que EEUU como representante de Occidente y del
capitalismo mundial se erigía como centro de una globalización que anulaba
los antagonismos políticos internacionales, y otra lectura más política, que
afirmaba que la Guerra Fría sólo había organizado y disciplinado múltiples
contradicciones, manteniéndolas en estado latente, pero que, después del
comunismo, ya en estado manifiesto, podían configurarse en contra de
Occidente, asumiendo diferentes formas, sin excluir las religiosas y las
culturales.
Después del 11 de septiembre, la segunda lectura se impuso por sobre la
primera; por lo menos en los EEUU. De eso no cabe duda. Eso significaba que
en los casi doce años que marcan la transición entre un período y otro, vale
decir, desde el derrumbe del muro de Berlín hasta la destrucción de las
torres gemelas, la clase política occidental, incluyendo la rusa, había
interpretado la historia de un modo erróneo. Lo dijo el mismo Putin, en el
famoso discurso que se está comentando al referirse al 11 de septiembre pero,
pensando, sin duda, en el conflicto que su Estado mantiene en Chechenia: "Ya
que hemos comenzado a hablar de seguridad debemos tener muy claros frente a
quién y como debemos protegernos. En ese contexto no quisiera dejar sin
mencionar la catástrofe que ha ocurrido en los Estados Unidos el 11 de
septiembre. Los seres humanos de todo el mundo se preguntan, como se pudo
llegar a eso y quien es el culpable. Yo quisiera dar una respuesta a esa
pregunta. Yo creo que todos somos culpables, principalmente los políticos a
quienes los simples ciudadanos han confiado su seguridad. La catástrofe
sucedió, antes que nada, porque todavía no hemos logrado entender los cambios
que han tenido lugar en el mundo en los últimos diez años".
Evidentemente, Putin se refería a aquella historia que comienza recién
después del comunismo. Y como los historiadores y sociólogos occidentales,
al parecer no se habían dado cuenta de que "algo" había cambiado después de
ese fin, Putin, un político pragmático, se decidió a poner término al período
de la Guerra Fría, aunque ¡con casi doce años de atraso!
No hay otro mundo sino éste
El fin del comunismo, de acuerdo a la nueva lectura, había dejado como
herencia no sólo odios étnicos y religiosos, como generalizaba desde su
extremadamente radical perspectiva culturalista, Huntington, sino que además
países con estructuras estatales extremadamente precarias; múltiples estados
dictatoriales; democracias inestables; multitudes de poderes beligerantes
dotados de alta tecnología militar, y en algunos casos, como el Irak de
Hussein (hay que agregar China, Corea del Norte, Rusia, Ukrania, Irán,
Pakistán, India, entre otros) con planificaciones atómicas de altísimo nivel.
Sólo con algunos de esos poderes podía EEUU pactar políticamente;
particularmente con Rusia y Ukrania, donde comenzaban a estructurarse medios
y modos de comunicación política del que carecen otros estados atómicos, o
China, que sólo pretende autolimitar su soberanía en un espacio regional, sin
entrar en conflicto con USA, de acuerdo a una suerte de coexistencia política
"a la antigua", es decir, por medio de una "paz fría". Y por si esto fuera
poco, había que contabilizar un enorme espacio euroasiático donde ni siquiera
la arquitectura geográfica se encuentra consolidada y que, como pronostica
Brzezinski (1997), será un escenario de futuras e incalculables
confrontaciones.
Es que este mundo no es sólo producto de los EEUU; está simplemente ahí. En
ese mundo, no hay otro, tenemos que actuar. Los Estados también. Y es por
eso que hay que ir construyendo, en su historia, marcas, las mínimas que
necesitamos para orientarnos desde el infinito pasado hacia el infinito
porvenir.
Referencias
Arendt, H. Zwischen Vergangenheit und Zukunft (Entre el Pasado y el Futuro)
Piper, München 2000
Brzezinski, Z. The Grand Chessboard, Basis Books, New York 1997
Fukuyama, F. The End of History, The Free Press, New York 1992; trad. esp.
El fin de la historia y el último hombre, Planeta, Barcelona 1992
Huntington S. Clash of Civilizations Simon ? Schuster, New York 1996
Mires, F. Crítica de la razón Científica, Nueva Sociedad, Caracas 2002
Weber, M. Schriften zur Wissenschaftslehre Reclam, Stuttgart 1991
* Fernando Mires, sociólogo chileno, es catedrático de la Universidad de
Oldenburg, Alemania.
https://www.alainet.org/en/node/109289
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