Reflexiones sobre la izquierda y el poder
28/02/2008
- Opinión
Montevideo
Jean Paul Sartre no pone nombre al pequeño país en el que ubica la acción de “El Engranaje” (“Les Mains Sales”) un libreto cinematográfico que le hicieron escribir sus desencantos en 1946. La película nunca fue filmada, tal vez porque no era funcional a ningún sistema. En efecto, uno de los problemas de “Las Manos Sucias” es, no ya su descreimiento en el cambio, sino su total falta de esperanza; un lujo que Sartre se podía permitir en 1946 y en Francia.
Obviamente que la obra de Sartre va mucho más allá de su anécdota, y llama a la reflexión en muchos niveles. El Engranaje es una historia de luchas obreras y revoluciones, pero también (precisamente) es una reflexión sobre el amor, el odio, el sufrimiento y la incomprensión. De poder y violencia habla también Sartre. De probidad y corrupción, de dignidad y obsecuencia (por eso la llamó “Las Manos Sucias”).
En el empobrecido país de las manos sucias, la principal industria es la del petróleo y el gobierno está en manos de un Regente que es un empleado más de Mr. Schoelcher, el dueño de la petrolera extranjera que rapiña la riqueza del país y explota cruelmente a sus obreros. De todas maneras, luego de años de luchas y represiones, el partido que forman los trabajadores logra derrocar al Regente e instaurar un gobierno revolucionario.
Al frente de ese gobierno se ubica al líder carismático de ese partido, Jean Agueda, quien deberá poner en práctica las dos primeras medidas ordenadas por la revolución: la nacionalización del petróleo y la convocatoria a una Asamblea Constituyente. Sin embargo, los años van pasando y en lugar de nacionalizar el petróleo y llamar a nuevas elecciones, Agueda se va convirtiendo poco a poco en un dictador despiadado que sigue favoreciendo los intereses extranjeros. El lector entra al libro en el momento en que Jean Agueda es derrocado por sus viejos compañeros de lucha, y la acción transcurre en el tribunal donde se le juzga por su traición.
A lo largo de ese juicio que termina con su condena a muerte, las declaraciones de los testigos, planteadas a manera de flashbacks, van haciendo surgir poco a poco la terrible verdad: no hubieron cambios porque la estructura no permite cambios. El lector se entera de que cuando aún no habían terminado de sonar los últimos disparos de la revolución que lo llevó al poder, la primera visita que recibe Agueda es la del dueño de la petrolera y el embajador de su país (una poderosa nación vecina). Ambos le halagan al comunicarle que ese país reconoce su gobierno, pero le advierten que cualquier intento de nacionalizar el petróleo producirá una inmediata invasión militar.
Con la esperanza transformada en desesperación, comienza entonces su gobierno, Jean Agueda. El temor a la invasión hará que poco a poco, vaya cediendo cada vez más ante las presiones de la “poderosa nación vecina” y el empresario petrolero, cayendo en el alcoholismo, transformándose en dictador, y volviéndose en contra del pueblo que le llevó al poder. Cinco años después, ese mismo pueblo se rebelará en su contra y lo sustituirá por François, un viejo compañero de lucha dispuesto a cumplir las promesas traicionadas por su antecesor.
Al enterarse de la designación, Agueda comenta amargamente: "¡Infelices! ¡Creen hacer un cambio de política y lo único que harán será cambiar un hombre por otro!" Y dirigiéndose a François augura: “Tú continuarás mi política. La continuarás porque no es posible otra. No pienses que quiero justificarla. No, tú mismo serás quien la justifique, dentro de tres meses, dentro de seis meses..." El libro se cierra con la siguiente escena:
“El embajador está ante François. Habla cortésmente, pero apenas vela la amenaza que contienen sus palabras. François escucha con aire colérico.
- Mi gobierno no desea otra cosa que mantener relaciones de amistad con el vuestro –dice el embajador-. Sin embargo estoy encargado de prevenirle, que si se nacionaliza el petróleo y se despoja a nuestros connacionales, esto será considerado como un casus belli.
- Su gobierno no tiene por qué mezclarse en nuestros asuntos internos –replica François.
- Como le parezca. Excelencia. Sólo le debo recordar que su país es pequeño y el nuestro poderoso.
Un silencio. El embajador insiste cortésmente:
- Mi Gobierno espera una respuesta categórica.
- No se tocará el asunto del petróleo –promete François.
El embajador se inclina con una sonrisa irónica:
- No se esperaba otra cosa de vuestro buen criterio, Excelencia.
Y se retira. Desde la puerta el ayuda de cámara dice a François:
- La delegación de los obreros del petróleo espera, Excelencia.
- Un momento –dice François-. Sírveme un vaso de whisky.
El ayuda de cámara se lo sirve en silencio. François lo bebe y deposita el vaso sobre la mesa. Después, haciendo una señal al ayuda de cámara, le dice con aire sombrío:
- Que pasen.”
El fatalismo extremo de Sartre es hijo de su tiempo y su realidad, sin embargo, el mundo está lleno de revoluciones traicionadas, empezando por la Francesa de 1789 (por poner un ejemplo conocido por todos y discutido por nadie). Fue precisamente en esa Asamblea Nacional de 1789 que surgieron los términos “izquierda” y “derecha”.
Durante casi dos siglos, esas definiciones resultaron adecuadas para categorizar a unos y otros partidos y organizaciones en cualquier lugar del mundo. Pero a medida que (al contrario de lo augurado por Carlos Marx) el capitalismo fue superando crisis tras crisis (consolidándose y afianzándose cada vez más en el proceso) los límites entre una y otra categorización comenzaron a hacerse cada vez más difusos.
En América Latina, mientras un sector de la izquierda se embarcaba en la lucha armada, otro se decidía por la estrategia del “Frente Popular” a la francesa. El experimento resultó exitoso en Chile en 1970, pero ni bien tocó los intereses económicos de la burguesía nacional y las multinacionales, fue borrado rápidamente del mapa. Pasada la etapa de las dictaduras, la izquierda del Cono Sur insistió con la estrategia de los “Frentes Populares”, pero esta vez los hizo policlasistas. Es así que llegaron al gobierno la “Alianza” en Argentina, el “Partido de los Trabajadores” en Brasil, y el “Frente Amplio” en Uruguay.
Pero será precisamente esa misma alianza de clases que les permitió llegar al gobierno, la que les impedirá luego efectuar las transformaciones estructurales necesarias para comenzar a construir el socialismo. Es más, para llegar al gobierno debieron renunciar previamente al socialismo de una u otra manera. Más claro todavía: para poder gobernar, la izquierda hubo de dejar de ser izquierda.
Hay un hecho sintomático que se repite cada vez que asume un gobierno autodenominado izquierdista: el peregrinaje a Washington D.C. En el libro de Sartre, la primera visita que reciben los presidentes revolucionarios es la del embajador y el empresario petrolero. En los albores del siglo XXI los que se trasladan son los mandatarios electos: todos y cada uno han viajado enseguida al norte como pidiendo permiso. Y todos y cada uno han recibido la bendición del Gran Señor de la Casa Blanca.
Claro que todo esto es discutible, y es una suerte que así pueda ser, pero es una pena que así no se haga. La pregunta que –pese a todo- está sobre la mesa es si se puede construir el socialismo administrando el capitalismo. Viendo y considerando lo que sucedió ayer y sucede hoy en la región, a mi me parece que no. Pero ¡vamos! que resultaría muy interesante discutirlo, porque –a diferencia de Sartre- aquí y ahora todavía hay quienes pensamos que el socialismo aún es posible.
Fuente: Comcosur al Día
Jean Paul Sartre no pone nombre al pequeño país en el que ubica la acción de “El Engranaje” (“Les Mains Sales”) un libreto cinematográfico que le hicieron escribir sus desencantos en 1946. La película nunca fue filmada, tal vez porque no era funcional a ningún sistema. En efecto, uno de los problemas de “Las Manos Sucias” es, no ya su descreimiento en el cambio, sino su total falta de esperanza; un lujo que Sartre se podía permitir en 1946 y en Francia.
Obviamente que la obra de Sartre va mucho más allá de su anécdota, y llama a la reflexión en muchos niveles. El Engranaje es una historia de luchas obreras y revoluciones, pero también (precisamente) es una reflexión sobre el amor, el odio, el sufrimiento y la incomprensión. De poder y violencia habla también Sartre. De probidad y corrupción, de dignidad y obsecuencia (por eso la llamó “Las Manos Sucias”).
En el empobrecido país de las manos sucias, la principal industria es la del petróleo y el gobierno está en manos de un Regente que es un empleado más de Mr. Schoelcher, el dueño de la petrolera extranjera que rapiña la riqueza del país y explota cruelmente a sus obreros. De todas maneras, luego de años de luchas y represiones, el partido que forman los trabajadores logra derrocar al Regente e instaurar un gobierno revolucionario.
Al frente de ese gobierno se ubica al líder carismático de ese partido, Jean Agueda, quien deberá poner en práctica las dos primeras medidas ordenadas por la revolución: la nacionalización del petróleo y la convocatoria a una Asamblea Constituyente. Sin embargo, los años van pasando y en lugar de nacionalizar el petróleo y llamar a nuevas elecciones, Agueda se va convirtiendo poco a poco en un dictador despiadado que sigue favoreciendo los intereses extranjeros. El lector entra al libro en el momento en que Jean Agueda es derrocado por sus viejos compañeros de lucha, y la acción transcurre en el tribunal donde se le juzga por su traición.
A lo largo de ese juicio que termina con su condena a muerte, las declaraciones de los testigos, planteadas a manera de flashbacks, van haciendo surgir poco a poco la terrible verdad: no hubieron cambios porque la estructura no permite cambios. El lector se entera de que cuando aún no habían terminado de sonar los últimos disparos de la revolución que lo llevó al poder, la primera visita que recibe Agueda es la del dueño de la petrolera y el embajador de su país (una poderosa nación vecina). Ambos le halagan al comunicarle que ese país reconoce su gobierno, pero le advierten que cualquier intento de nacionalizar el petróleo producirá una inmediata invasión militar.
Con la esperanza transformada en desesperación, comienza entonces su gobierno, Jean Agueda. El temor a la invasión hará que poco a poco, vaya cediendo cada vez más ante las presiones de la “poderosa nación vecina” y el empresario petrolero, cayendo en el alcoholismo, transformándose en dictador, y volviéndose en contra del pueblo que le llevó al poder. Cinco años después, ese mismo pueblo se rebelará en su contra y lo sustituirá por François, un viejo compañero de lucha dispuesto a cumplir las promesas traicionadas por su antecesor.
Al enterarse de la designación, Agueda comenta amargamente: "¡Infelices! ¡Creen hacer un cambio de política y lo único que harán será cambiar un hombre por otro!" Y dirigiéndose a François augura: “Tú continuarás mi política. La continuarás porque no es posible otra. No pienses que quiero justificarla. No, tú mismo serás quien la justifique, dentro de tres meses, dentro de seis meses..." El libro se cierra con la siguiente escena:
“El embajador está ante François. Habla cortésmente, pero apenas vela la amenaza que contienen sus palabras. François escucha con aire colérico.
- Mi gobierno no desea otra cosa que mantener relaciones de amistad con el vuestro –dice el embajador-. Sin embargo estoy encargado de prevenirle, que si se nacionaliza el petróleo y se despoja a nuestros connacionales, esto será considerado como un casus belli.
- Su gobierno no tiene por qué mezclarse en nuestros asuntos internos –replica François.
- Como le parezca. Excelencia. Sólo le debo recordar que su país es pequeño y el nuestro poderoso.
Un silencio. El embajador insiste cortésmente:
- Mi Gobierno espera una respuesta categórica.
- No se tocará el asunto del petróleo –promete François.
El embajador se inclina con una sonrisa irónica:
- No se esperaba otra cosa de vuestro buen criterio, Excelencia.
Y se retira. Desde la puerta el ayuda de cámara dice a François:
- La delegación de los obreros del petróleo espera, Excelencia.
- Un momento –dice François-. Sírveme un vaso de whisky.
El ayuda de cámara se lo sirve en silencio. François lo bebe y deposita el vaso sobre la mesa. Después, haciendo una señal al ayuda de cámara, le dice con aire sombrío:
- Que pasen.”
El fatalismo extremo de Sartre es hijo de su tiempo y su realidad, sin embargo, el mundo está lleno de revoluciones traicionadas, empezando por la Francesa de 1789 (por poner un ejemplo conocido por todos y discutido por nadie). Fue precisamente en esa Asamblea Nacional de 1789 que surgieron los términos “izquierda” y “derecha”.
Durante casi dos siglos, esas definiciones resultaron adecuadas para categorizar a unos y otros partidos y organizaciones en cualquier lugar del mundo. Pero a medida que (al contrario de lo augurado por Carlos Marx) el capitalismo fue superando crisis tras crisis (consolidándose y afianzándose cada vez más en el proceso) los límites entre una y otra categorización comenzaron a hacerse cada vez más difusos.
En América Latina, mientras un sector de la izquierda se embarcaba en la lucha armada, otro se decidía por la estrategia del “Frente Popular” a la francesa. El experimento resultó exitoso en Chile en 1970, pero ni bien tocó los intereses económicos de la burguesía nacional y las multinacionales, fue borrado rápidamente del mapa. Pasada la etapa de las dictaduras, la izquierda del Cono Sur insistió con la estrategia de los “Frentes Populares”, pero esta vez los hizo policlasistas. Es así que llegaron al gobierno la “Alianza” en Argentina, el “Partido de los Trabajadores” en Brasil, y el “Frente Amplio” en Uruguay.
Pero será precisamente esa misma alianza de clases que les permitió llegar al gobierno, la que les impedirá luego efectuar las transformaciones estructurales necesarias para comenzar a construir el socialismo. Es más, para llegar al gobierno debieron renunciar previamente al socialismo de una u otra manera. Más claro todavía: para poder gobernar, la izquierda hubo de dejar de ser izquierda.
Hay un hecho sintomático que se repite cada vez que asume un gobierno autodenominado izquierdista: el peregrinaje a Washington D.C. En el libro de Sartre, la primera visita que reciben los presidentes revolucionarios es la del embajador y el empresario petrolero. En los albores del siglo XXI los que se trasladan son los mandatarios electos: todos y cada uno han viajado enseguida al norte como pidiendo permiso. Y todos y cada uno han recibido la bendición del Gran Señor de la Casa Blanca.
Claro que todo esto es discutible, y es una suerte que así pueda ser, pero es una pena que así no se haga. La pregunta que –pese a todo- está sobre la mesa es si se puede construir el socialismo administrando el capitalismo. Viendo y considerando lo que sucedió ayer y sucede hoy en la región, a mi me parece que no. Pero ¡vamos! que resultaría muy interesante discutirlo, porque –a diferencia de Sartre- aquí y ahora todavía hay quienes pensamos que el socialismo aún es posible.
Fuente: Comcosur al Día
https://www.alainet.org/en/node/123898
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