6060 años: record mundial
18/03/2012
- Opinión
Un criminal de los terribles años de la dictadura en Guatemala, ha sido sentenciado a 6.060 años de prisión; todo un record incomparablemente mayor a dos, tres y hasta cuatro cadenas perpetuas. No es una anécdota de tiempos coloniales ni es un esfuerzo de imaginación de un novelista calenturiento. Acaba de ocurrir y ha sido una pena dictada, muy seriamente, por los tribunales del país de Rigoberta Menchú. Es imposible racionalizar tal dislate. No puede calificarse de fallo judicial. Es una monstruosidad sólo comparable con las atrocidades que cometió aquel hombre, abusando del poder de las armas que manejaba y ordenaba manejar.
Pero no es necesario tomar ejemplos ajenos; tenemos suficiente tela que cortar en casa. Dos cogoteros están encarcelados preventivamente y a uno de ellos, al que apodan “matón quitacalzón”, se le sindica por más de 60 asesinatos. A este tipo de criminales se les llama cogoteros por la forma en que actúan, quitándole la respiración por asfixia, a la víctima, a quien le sacan todo lo valioso que lleven. El hecho de que, posteriormente, maten a la víctima es un delito mayor que el perpetrado con el robo y el modus operandi.
Frente a semejante hecho, parece totalmente lógico que, los vecinos de la zona en que se perpetraron tantos crímenes, reaccionen intentando lincharlos y pidiendo ahora la pena de muerte para ellos. Las autoridades, mostrando que comparten la indignación de los vecinos, sugieren que se acumulen penas para este tipo de delincuentes. La palabra oficial ha dejado en manos de la Asamblea Plurinacional la revisión de los Códigos Penal y de Procedimiento Penal para aumentar las penas que se apliquen a estos delincuentes.
Es entonces cuando uno piensa que podríamos llegar a los 6.060 años de cárcel sin indulto y confinamiento en solitario en una celda tapiada que se abriría el año 8.072. Es una locura, ¿no es cierto? Un absurdo que nadie puede imaginar como fallo judicial. Pero, hagamos nuestras propias cuentas. Supongamos que se sumen castigos enumerando la multiplicidad de delitos cometidos. Fácilmente llegaríamos a sumar 100 o 120 años. Dentro de un siglo, ¿alguien recordará que se cumplió un fallo judicial? Si no es así, ¿qué sentido tiene sumar penas?
Pero los vecinos no piden que esté en la cárcel mucho tiempo; reclaman la pena de muerte para el criminal. Habría que modificar códigos, leyes y hasta la Constitución Política del Estado. Pero esa no es la cuestión. Supongamos que se hagan todas las modificaciones y se proceda a matarlo; ajusticiarlo, dirían los legistas, aunque el acto sea el mismo. Por supuesto que no pueden matarlo 60 veces, sino una sola. ¿Es un acto de justicia?, ¿resucitará uno solo de los asesinados?, ¿consolará de algún modo a los familiares de las víctimas?, ¿alguien podrá sentirse más seguro en las calles por el hecho de que fue ajusticiado el matón?
Hay un principio jurídico moderno, conquistado por la sociedad, que muchas veces olvidamos: las penas que se da a los delincuentes, buscan rehabilitarlos. Si nos guiamos por este principio, que ha sido conquistado por la sociedad frente al Estado, debemos encontrar otros caminos de reflexión. Si, si: de reflexión. Es un esfuerzo muy grande ante el dolor, la rabia y la impotencia, pero es un esfuerzo al que estamos obligados todos los seres humanos, sin importar nuestra condición. De la reflexión depende que seamos una sociedad que avanza; de lo contrario, retrocederemos cada vez que actuemos por reacción frente a los hechos.
Nos horrorizan los crímenes que se cometen, aumentan en número y son cada vez más sádicos. Pero, si nos horrorizan, ¿por qué queremos castigarlos con otro crimen? La pena de muerte no es un fallo judicial apropiado. Y judicial viene de justicia, o sea, de justo. Somos injustos si pedimos la pena de muerte para un criminal. Fue una ocurrencia del dictador Hugo Bánzer restituirla durante su régimen, legalizarla en el Código Penal que elaboró en su periodo y llevarla a efecto con un fusilamiento. La recuperación de la democracia anuló tal barbarie. Ya sé que se levantarán voces señalando que hay países, como Cuba por ejemplo, que impone la pena de muerte y la ha ejercido como fallo judicial. Su realidad es distinta.
Hace tiempo, bastante tiempo, que en Bolivia se estableció la pena máxima de 30 años de cárcel, reducibles por buena conducta, realización de estudios y otras acciones que demuestren la rehabilitación del culpable. Hay casos en que la justicia impone 30 años sin derecho a indulto; si es así, no hay método para reducir la condena.
Si aumentamos la pena, digamos, a 50 años, ¿disminuirá el delito? La historia niega tal posibilidad. En la Edad Media europea, se practicaba la pena de muerte con tortura previa en acto público para atemorizar a los posibles delincuentes. La cárcel era un mandato real que se suspendía cuando se le ocurría al monarca. Los delitos siguieron cometiéndose sin que hubiese una disminución. El “ama qhilla, ama llulla, ama suwa” (no seas flojo, no seas mentiroso, no seas ladrón) es el principio jurídico de nuestros ancestros. Nos legaron ese principio, inscrito en la actual Constitución, pues esos eran y siguen siendo delitos que se castigan.
Ahora bien. ¿Cómo juzgamos al asesino de más de 60 personas? No hay ninguna pena adecuada para esos crímenes. No la hay, porque no solamente es culpa suya. Debemos sentirnos culpables todos. Los campos se vacían, las ciudades crecen en desorden, la gente roba para comer y, después, para comprar un minibus y después… y después… porque el delito es fácil, pues la gente está amedrentada, es incapaz de reaccionar.
Reclamar más policías en las calles no soluciona ningún problema. Quizá sea un aliciente para que aumenten los delitos con más atrevimiento, con más saña. Debemos reconocer que es una tarea de cada uno de nosotros: mujeres y hombres. Pero también es cierto que las autoridades tienen un grado de responsabilidad mayor. No es cuestión de imponer penas más graves; es un absurdo. Debemos reflexionar sobre las formas de la justicia.
Si las juntas de vecinos fueron capaces de derrocar un gobierno, ¿por qué no pueden generar un principio de vigilancia y fiscalización sobre los delincuentes? No se trata de linchamiento, que es sólo venganza, sino de acción popular, de acción social, para impedir el delito. Y en cuanto a la responsabilidad de las autoridades, crear las condiciones de trabajo que ocupen socialmente a las personas, impulsar el renacimiento agrario para que las ciudades no sigan creciendo en la miseria y el delito, organizar las ciudades para que viva la gente y no para que corran los vehículos.
Sesenta muertes, sesenta víctimas, nos llaman a reflexionar. La reacción impulsiva es fácil. Después de linchar a un ladrón, a un asesino, no puede quedarnos la sensación de haber cumplido con la sociedad. Lo que habremos hecho es sólo añadir otro delito más a los que cometió el que quemamos, ahorcamos o matamos a palos.
Ni pena de muerte, ni suma de penas, ni aumento de éstas, disminuirán los delitos. Pensemos la justicia de nuevo y hagámosla formada por todas nuestras acciones, ahora que aún podemos.
- Antonio Peredo Leigue es periodista, senador del Movimiento al Socialismo (MAS) de Bolivia.
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