El solitario de Palacio
24/01/2015
- Opinión
El poder es como los explosivos:
si no se maneja con
cuidado, estalla
Enrique Tierno Galván
En el entorno de quienes ejercen altas responsabilidades públicas es frecuente escuchar una queja: el hombre, o la mujer, abandonan su vida familiar y se alejan de todo aquello que vive y disfruta el ciudadano común, el de a pie.
La solemnidad del poder y la reverencia que su figura suscita se convierten a menudo en una carga pesada, en una fuerza que aísla en la metamorfosis, difícil de eludir, para quien la lleva. La soledad del poder es un tributo que cada uno de los encumbrados paga a su manera, a veces en una lucha para hacerla menos agobiante. En ocasiones lo logran.
Las características de algunos presidentes de México son ilustrativas. Álvaro obregón, se dice, poseía un notable sentido del humor. Bautizó su propiedad rural como La Quinta Chilla en recuerdo de sus épocas de pobretón, y luego, ya presidente, tipificó el recurso de la corrupción de su convulsionada época como los cañonazos de cincuenta mil.
Obregón fue, que se recuerde, el primer presidente después de la Revolución que aparecía sonriente. La tarde de su primer atentado, antes del que le costó la vida en el restaurante La Bombilla, se dirigía a una corrida de toros, hábito que sólo pudo repetir años más tarde Adolfo López Mateos, ovacionado por su presencia en espectáculos taurinos y boxísticos.
La amplia sonrisa pública de Miguel Alemán, el segundo en abandonar el gesto adusto después de la solemnidad de Plutarco Elías Calles o la de Lázaro Cárdenas. Pero el divisionario michoacano solía recibir por la noche en la casa de Los Pinos, convertida por él en residencia presidencial para abandonar el boato del Castillo de Chapultpec, a los más destacados artistas y cantantes populares de la época en tertulias familiares. Se dice que Francisco Gabilondo Soler, el inefable Cri-Cri, dedicó su canción referente al niño reticente al chocolate de la merienda a Cuaunhtémoc, nacido en plena campaña electoral de su padre en 1934.
Adolfo Ruiz Cortines se esforzaba en mantener la solemnidad republicana de su gestión. Gonzalo N. Santos, en sus cínicas memorias lo recuerda como el alegre bailador de rumba y danzón, apodado El Turco. El dominó fue la pasión del presiente a quienes la gente saludaba llamándolo Fito cuando aparecía en la Plaza de Armas del puerto para hacerse lustrar el calzado antes de la partida con amigos de juventud en el Hotel Emporio, junto al legendario café de La Parroquia. “Perdón, investidura, habló el jarocho, no el presiente,” solía decir incorporándose y tocándose la mano al pecho cuando le afloraba una maldición del más puro y florido léxico alvaradeño que en privado practicaba.
Gustavo Díaz Ordaz se definió a sí mismo como el Solitario de Palacio, bajo el peso de un retraimiento que lo llevó a reducir al mínimo giras por el país y apariciones públicas, no obstante el fino ingenio que en lo personal desmentía su imagen de dura severidad.
Pero las porras, las matraca y las pancartas de mítines y concentraciones masivas que acompañan al poder no son siempre un elemento para aproximar al hombre público a la vida diaria del país que gobierna, por más que parezcan una fascinación popular. Los árboles no permiten ver el bosque en toda su variedad. Lejos de ofrecer el contacto, la multitud inducida, organizada, puede tornarse en valladar, en ficticia cercanía de espejismo en la que la imagen personal se distorsiona.
Desde lo alto se pierde el detalle de lo que se mira, tanto como de lo que se escucha. Vencer esa distancia parece ser el reto de los hombres en el poder. “Cuando me veas levitar, tírame de la manga, o de la falda del saco”, decía, ya presidente electo, Miguel de La Madrid a su amigo y antiguo jefe Mario Ramón Beteta. Tal vez al volver el pie al piso el hombre que se elevó encontró una realidad que había olvidado. “Estar parado en una esquina”, respondió Fidel Castro cuando se le preguntó qué vida habría preferido a la de ser el líder de una revolución.
El poder es así, engañoso. Visto desde lejos, se antoja para quien lo ejerce un reto permanente de autenticidad sin caer en la impostura de una falsa personalidad, un esfuerzo de consecuencia entre la gravedad de la investidura y la verdad de quien lo detenta.
Tampoco parece haber una fórmula, un único camino para alcanzar el acercamiento verdadero, auténtico, entre el poder y el gobernado. Sería, en todo caso, según la experiencia de quienes lo alcanzan, la difícil autenticidad que soporta la veneración en aras de encontrarse a sí mismo.
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