El 22 de marzo, 2016, ha entrado en la historia contemporánea como otro día oscurecido por un acto terrorista en Europa. Esta vez tuvo lugar en Bruselas, Bélgica, siguiendo en general el mismo patrón de su antecesor parisino a fines de 2015, al apuntar a varios lugares densamente concurridos: una estación de metro y el aeropuerto de la ciudad. Estos actos violentos resultaron en docenas de muertos y centenares de heridos y fueron atribuidos al grupo terrorista llamado Estado Islámico, aunque al momento de escribir, la evidencia criminal apenas está llegando a los medios.

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En modo similar a los ataques de Paris, las bombas de Bruselas nacen de una mezcla letal del globalismo invasor, en casa y afuera, una actitud que con frecuencia se describe como «invade el mundo, invita el mundo». La tolerancia doméstica suicida de Europa y las fronteras abiertas se fusionaron con unas aparentemente interminables «intervenciones humanitarias» dirigidas desde Washington. El llamado Viejo Mundo ha logrado gozar la calma de una prosperidad relativa por varias décadas después de la Segunda Guerra Mundial. Esto, en parte, le dejó una falsa sensación de seguridad y de superioridad moral.

Este sentimiento de saciedad se combina con una profunda crisis filosófica, en la que Europa rechaza lo que, en primer lugar y por milenos, la hizo Europa: los últimos vestigios de las instituciones socio-culturales de la cristiandad histórica junto con las raíces de sus pueblos indígenas. Pero tampoco logró encontrar un sustituto adecuado, una nueva raison d'être.

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