Costa Rica: la revolución pasiva
- Opinión
Las próximas elecciones del 1 de abril no deberían ser más que un punto de inflexión en el que las fuerzas políticas de Costa Rica se realinean, seguramente cada una con proyectos más claramente definidos.
Deteriorada la hegemonía construida en el país durante la segunda mitad del siglo XX, maltrecho el tejido social que aunó culturalmente a los costarricenses, los partidos políticos tradicionales -aquellos que se turnaron en el poder durante cincuenta años- tuvieron que dar paso a nueva fuerzas políticas que expresaron la desazón en la que se encuentra sumida la población.
Esa desazón es el embrión de algo nuevo, distinto a lo establecido, a lo que hasta hace no mucho tiempo se entendía como “natural” de lo costarricense. Es también producto de una acumulación paulatina, de más de treinta años, en la que se combinó, por un lado, el lento destramamiento de las bases materiales que sustentaban el consenso y, por otro, la estructuración de un aparato ideológico que no solo justificaba ese accionar sino, además, lo presentaba como “modernización” sin alternativa.
Por modernizar se entendió asumir el modelo que apostaba por “subirse al tren de la globalización”, lo cual implicó desmantelar el Estado Benefactor. Para ello, se satanizó todo lo que oliera a estatal y se vinculara con él, que en dicho discurso fue entendido como sinónimo de ineficiencia y corrupción.
La animosidad contra el Estado estuvo acompañada de un deterioro creciente del nivel y la calidad de vida, lo que creó malestar y encontró hacia qué dirigir las culpas poniendo su atención en él. El nivel del descontento fue subiendo paulatinamente y buscó válvulas de escape.
Han sido varias esas válvulas de descomprensión, y la mayoría no han sido positivas para la cultura de convivencia que ha caracterizado al país. Una de ellas fue el dejar de creer en las fórmulas de ascenso social que ofrecía el sistema y optar por otras aparentemente más rápidas y expeditas. La situación geográfica de Costa Rica en el istmo centroamericano, que es lugar de paso para la droga que se dirige hacia el mayor consumidor del mundo, los EEUU, ofreció opciones a una juventud sin mayores horizontes y ávida de acceder a los bienes de consumo que la propaganda le bombardea día y noche como sinónimo de felicidad. La disputa entre bandas que buscan copar el mercado local de la droga incrementó exponencialmente la violencia.
Otra válvula, a tono con las tendencias mundiales pero que en el país tenía antecedentes propios, fue la de la cultura del hedonismo y la diversión, que también encontró terreno fértil en la juventud desencantada de la política y del rumbo del país que los dejaba al margen, o que les ofrecía como oportunidad de trabajo la maquila en sus diferentes variantes, desde la textil hasta la tecnológica y los call centers. Prolongando una adolescencia que, según expertos, debe considerarse hoy hasta los 24 años, se quedaron en casa de sus padres, tuvieron hijos sin compromisos de pareja y utilizaron sus ingresos para consumo suntuario sin muchos horizontes para el futuro.
Paralelamente, la desigualdad social se fue incrementando, hasta el punto que el país pasó a ser el de América Latina en el que más rápidamente crecía, lo cual se evidenció en la aparición de emporios y guetos de gente rica y amplias ciudadelas de desarrapados en donde ni la policía puede entrar. No es un cuadro muy distinto al del resto de América Latina, pero no era la tónica de Costa Rica.
El perfil del país idílico, de amplia clase media, pacífico y de oportunidades se fue entonces desdibujando. No hizo falta la guerra, como en otros países del istmo, para que el tejido social se desgarrara, aunque hay que aceptar que el proceso no solo fue más lento sino menos dramático. Debe entenderse en este sentido que la guerra tampoco ha sido la única causante de estos males sino también la implementación del modelo neoliberal.
La sociedad costarricense empezó a dar signos de agotamiento y de búsqueda ansiosa de alternativas desde por lo menos la elección presidencial pasada, en el 2014. La elección totalmente atípica de Luis Guillermo Solís fue un campanazo en este sentido. En él y en su partido se depositaron esperanzas que habrían superado a cualquiera que hubiera quedado electo, tal es la magnitud de las frustraciones y las posibilidades reales de resolverlas en corto o incluso mediano plazo.
Como se puede observar por esta sucinta e incompleta lista de negatividades acumuladas, el país estaba listo para aferrarse a cualquier esperanza. Quien primero pareció corporizar esta ambición fue el candidato Juan Diego Castro, atípico político de la estirpe de los émulos de Donald Trump; pero luego apareció, providencialmente para quienes luego se vieron beneficiados, un elemento catalizador del descontento, que dividió al país partiendo de premisas morales sobre la familia, la orientación sexual y formas de reproducción humana.
Pudo haber sido ese u otro elemento alrededor del cual cristalizara y se agrupara el descontento porque las condiciones estaban dadas. Ha habido en el país una acumulación que lo tiene preparado para pasar a otro estadio que, en esta oportunidad, está siendo aprovechado por quienes apuestan por la profundización del modelo neoliberal. Es decir, larvada como estaba, se está produciendo una revolución retrógrada que, ahora, ha sido aprovechada por una cúspide de derecha subida en la ola del descontento, y que recoge los frutos que se han venido sembrando pacientemente durante 30 años.
Teniendo esa base social de apoyo, esa cúspide ve ahora la posibilidad de eliminar de forma rápida los obstáculos que ha venido teniendo al frente para terminar de barrer con los restos del Estado de Bienestar y los elementos del Estado de Derecho que le estorben.
Pero, así como las fuerzas neoliberales se agrupan ahora sin tapujos y, en muy buena medida, más allá de los partidos políticos, también en el otro extremo se producen realineamientos: los restos socialdemócratas del Partido Liberación Nacional; lo que queda de socialcristianismo en el Partido Unidad Socialcristiana; el Partido Acción Ciudadana actualmente gobernante; el Partido Frente Amplio y organizaciones o grupos de mujeres, profesionales y ambientalistas encuentran elementos que los acercan. Ahí están los atisbos de un gran frente amplio que le haga frente a esa revolución pasiva retrógrada que se ha manifestado con tanta fuerza en esta contienda electoral.
Así las cosas, las próximas elecciones del 1 de abril no deberían ser más que un punto de inflexión en el que las fuerzas políticas de Costa Rica se realinean, seguramente cada una con proyectos más claramente definidos. Quienes hoy se encuentran en la cúspide de la ola provocada por la revolución pasiva que se ha gestado en los últimos 30 años llevan por el momento las de ganar, porque tienen terreno adelantado en la construcción de la base material de su proyecto y en el impulso de su aparato ideológico.
Pero sus oponentes tampoco parten de cero, sobre todo en un país en donde hay una tradición que, aunque mellada, sigue estando presente y puede ser “rescatada”. Por lo pronto, dando un paso al frente y dos atrás, posiblemente la propuesta de este gran frente amplio debería ser devolverse para ir después hacia adelante, lo que en Costa Rica quiere decir retomar logros del pasado para luego, profundizar lo que acentúe aquello que durante años se ha conocido como “la especificidad costarricense”.
No sabemos si esta (casi única) opción de salir del atolladero de manera progresista vaya a lograr concretarse; de los políticos tradicionales se puede esperar cualquier cosa, pero tal vez el susto que han pasado con esta revolución pasiva les haga entrar en el redil y se animen, por fin, a construir un proyecto del que, en días previos a las elecciones, se ven atisbos.
- Rafael Cuevas Molina/Presidente AUNA-Costa Rica
Publicado por Con Nuestra América
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