La Comuna de París: una nueva geometría del poder

El 18 de marzo de 1871 las y los trabajadores parisinos tomaron la ciudad por asalto, dando comienzo al gobierno de la Comuna. Acontecimiento que marcó un antes y después en las tradiciones emancipatorias de todo el mundo

18/03/2022
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1. Fue en el decimotercer aniversario de la Comuna, en los albores del primer año desde la muerte de Karl Marx, que el poeta y militante socialista William Morris participó por primera vez de la procesión pública que tuvo lugar en las calles de Londres. El recorrido, trazado desde el Tottenham Court Road hasta el cementerio de Highgate, fue acompañado por la musicalización de una banda y la ceremonia descubrió a los asistentes portando cintas de color rojo entre sus ropas. 
 

 Al año siguiente, al repetirse la celebración, William Morris pronunció un encendido discurso que el periódico Commonweal, órgano de la Liga Socialista –de la que Morris no solo formaba parte, sino que había sido uno de sus fundadores– tituló “Why We Celebrate the Commune of Paris” (¿Por qué celebramos la Comuna de París?[1]).  La voz trémula de Morris se daba paso entre el cautivado silencio de las y los trabajadores aglomerados: “(…) He oído decir, y también a buenos socialistas, que es un error conmemorar una derrota; pero me parece que esto significa mirar no solo este evento, sino toda la historia de una manera demasiado estrecha. La Comuna de París no es más que un eslabón de la lucha que ha tenido lugar a lo largo de toda la historia de los oprimidos contra los opresores; y sin todas las derrotas de tiempos pasados, ahora no deberíamos tener ninguna esperanza de la victoria final.” La audiencia se agitaba y, entre el fervor de los aplausos, continuaba con profético tono: “(…) La revolución misma levantará a aquellos por quienes se debe hacer la revolución. Su esperanza recién nacida, traducida en acción, desarrollará sus cualidades humanas y sociales, y la lucha misma los capacitará para recibir los beneficios de la nueva vida que la revolución les hará posible. Es por aprovechar audazmente la oportunidad que se ofrece para elevar así a la masa de los trabajadores al heroísmo que ahora celebramos aquellas personas de la Comuna de París.”[2] 

 
Algo en esas palabras pronunciadas con punzante precisión y arrojo aún hoy resuena. Un eco vibrante que le habla a nuestro presente, a ciento cincuenta años de los hechos de la Comuna de París. ¿Contra quiénes apunta sus argumentos? ¿Contra qué ideas esgrime su discurso? Podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que esas palabras se yerguen como un alegato contra los pretéritos y presentes “fatalistas de la historia”, “los adoradores del hecho consumado” de los que advertía Auguste Blanqui.  

 
Morris alega a favor de reivindicar la lucha de aquellos y aquellas que dieron la vida misma por la emancipación; sin autoproclamarse juez de sus intentos, sin corregir desde un inmaculado no-lugar sus posibles errores. Reclama romper cualquier tipo de empatía con los vencedores y exige inscribir a la Comuna de París como parte de una larga historia propia: “un eslabón de la lucha que ha tenido lugar a lo largo de toda la historia de los oprimidos contra los opresores”. En medio de la fuerte reacción desatada en Europa toda, tras los hechos de la Comuna, reclamaba mirar la historia desde el punto de vista de los vencidos. Parece saber, tal como escribe años más tarde Walter Benjamin, que “sólo a la humanidad redimida le cabe por completo en suerte su pasado”[3]. 

 
Empero, quizás sea la idea de “celebración” la más curiosa y sugerente de su discurso. En franco contraste con la inmensa mayoría de las crónicas y las narraciones sobre la Comuna de París, que coinciden en construir una dimensión trágica de los hechos; la propuesta de celebración se desplaza desde la desdicha hacia los sueños, deseos y anhelos por los que lucharon aquellas y aquellos comuneros. No se acepta conmemorar a esas comuneras y comuneros en tanto víctimas de un despiadado e injustificable genocidio, lo que sería despojarlos de sus identidades y sus luchas. En la tragedia, no se puede escapar de lo inexorable del destino, cuyo desenlace funesto está sellado de antemano. No se trata de negar los ámbitos irreductibles de conflicto del mundo, sino de no aceptar la fatalidad de sus desenlaces. Esas lecturas, operaciones del ejercicio de la memoria colectiva, por más bienintencionadas que sean, no pueden dejar de ser portadoras de un proyecto disciplinario, asumiendo como propio el punto de vista de los vencedores que corean: “no hay otra posibilidad”. Son, de este modo, reproductoras de un miedo paralizante que limita lo políticamente imaginable como lo único posible. Celebrar, al contrario, es conmemorar sus vidas y con ellas su digna rebeldía. Celebrar a las y los anónimos que se volvieron protagonistas de una epopeya colectiva y orfebres de su propio destino.   

 
Es en la celebración que se puede generar un vínculo afectivo con esas experiencias, nombres, sueños y anhelos. Una relación afectiva que puede ir forjando un nosotros, es decir: una comunión nuestra. Un reconocimiento en la historia que es a la vez un reconocimiento de quienes somos o podríamos ser. Y así preguntarnos: “¿Acaso no nos roza, a nosotros también, una ráfaga del aire que envolvía a los de antes? ¿Acaso en las voces a las que prestamos oído no resuena el eco de otras voces que dejaron de sonar? (…) Si es así, un secreto compromiso de encuentro está entonces vigente entre las generaciones pasadas y la nuestra”. Un encuentro que se celebrará cada vez que el cielo sea tomado por asalto, devolviendoles sus nombres para que las y los desaparecidos de la historia reconstruyan su identidad. 
 
 
2. 

 
La breve y corta existencia de la Comuna resulta proporcionalmente inversa a la intensidad de su experiencia. ¿Qué calendario podría registrar la temporalidad de aquellos setenta y dos días que conmovieron al mundo? ¿Cómo se experimenta el hacer el tiempo? Quizás fue bajo esa pregunta que, al caer la primera noche de la sublevación, varios insurrectos empezaron a dispararles a los relojes: detener el tiempo en su densidad y bifurcarse. Los acontecimientos de la Comuna fueron una fisura en la temporalidad de la modernidad y en su pulcra apariencia homogénea y lineal. 

 
En La guerra civil en Francia, Marx apunta que lo más importante de la Comuna fue “su propia existencia”. Fue en el movimiento de la experiencia real de lucha donde la clase trabajadora acrecentó los límites de lo imaginable, lo que Lefevre refería como la “dialéctica de lo vivido y lo concebido”. Una experiencia revolucionaria que revoluciona la propia teoría revolucionaria; generando su fundamento y no viceversa.  

 
El rol que jugaron la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT), los blanquistas y socialistas independientes en los hechos de la Comuna resulta indiscutible, mediante la intervención directa de decenas de sus miembros que llegaron a ocupar importantes y destacados roles en la Comuna. Pero también, y quizás menos conocido, sea el de un agitado ambiente cultural que se fue multiplicando con fuerza a partir de 1868 con la extensión de diversos “clubes obreros”. Tal como señala Kristin Ross, “lo que sucedía en aquellas reuniones y clubes rayaba en una fusión cuasi brechtiana de pedagogía y entretenimiento. Se pagaba para entrar una cuota de unos céntimos para costear la iluminación y se recibía a cambio instrucción, aunque pudiera entenderse muy diversamente con qué fin pedagógico. Eran «escuelas para el pueblo»”[4]. Estas relaciones ilustran la dialéctica entre “dirección consciente” y “espontaneidad”. Dando cuenta de que ninguna “espontaneidad” es, por así decirlo, pura, a la vez que ninguna “dirección consciente” puede prescindir ni, mucho menos, sobreponerse a la capacidad creadora de las masas en movimiento.  

 
En los propios principios de la AIT figuraba esta idea. Ya en el estatuto fundacional de 1864 de la I Internacional, bajo la aguda pluma de Marx, se planteaba que “la emancipación de los trabajadores debe ser obra de los trabajadores mismos”. La emancipación social de las y los desposeídos no sería, ni podría ser, una obra caritativa que descienda de algún cielo, sea este: la ciencia y filosofía de un pensamiento supuestamente crítico; el obrar de algún demiurgo histórico; la intervención de algún dios piadoso; o el proyecto de un gobierno benevolente.  Pero no sería hasta la Comuna de París que esta afirmación asumiría todo su complejo dramatismo. 

 
Solo habían pasado dos días desde que las bayonetas del gobierno central desatasen una represión sin precedentes contra la Comuna. La memoria, atesorada en las crónicas rojas del momento, conoce estos sucesos con el aciago nombre de “La Semana Sangrienta”. La historia oficial finge no recordar su siniestro, que tuvo como saldo: entre 30.000 y 50.000 comuneros y comuneras asesinados; más de 43.000 capturados como prisioneros y miles de exiliados. Ese 30 de mayo de 1871, Marx exponía su informe frente al Consejo General londinense de la AIT. En su discurso leía lo que sería conocida como La guerra civil en Francia. Anteponía la celebración y la defensa de la experiencia de la Comuna antes que la abierta e incisiva polémica con el accionar o las lecturas de las diversas corrientes socialistas del momento, aunque sin dejar de recoger aprendizajes y reconocer debilidades.  

 
En esa elocución, que luego sería transformada en libro y traducida a decenas de idiomas, apuntaba: “He aquí su verdadero secreto: la Comuna era esencialmente un Gobierno de la clase obrera, fruto de la lucha de la clase productora contra la clase apropiadora, la forma política al fin descubierta para llevar a cabo dentro de ella la emancipación económica del trabajo. Sin esta última condición, el régimen de la Comuna habría sido una imposibilidad y una impostura. La dominación política de los productores es incompatible con la perpetuación de su esclavitud social. Por tanto, la Comuna habría de servir de palanca para extirpar cimientos económicos sobre los que descansa la existencia de las clases y, por consiguiente, la dominación de clase.” (Destacado nuestro). Con esta misma idea empalmaría Friedrich Engels, veinte años después, en su célebre introducción a la edición alemana de La guerra civil en Francia de 1891, donde de modo provocativo finaliza planteando: “Últimamente las palabras ¨dictadura del proletariado ̈ han vuelto a sumir en santo horror al filisteo socialdemócrata. Pues bien, caballeros, ¿queréis saber qué faz presenta esta dictadura? Mirad a la Comuna de París: ¡he ahí la dictadura del proletariado!”. 

 
La formulación volcada por Marx sugiere un conjunto de planteos. La forma política al fin descubierta deja entrever que la emancipación de las y los desposeídos es solamente posible mediante su acción política. Aunque esta no es reductible solamente a adquirir nuevos derechos formales ante la ley en el estado de derecho burgués. La acción política revolucionaria debe ser a la vez un ejercicio político como crítica de la política, una crítica de sus fetichismos y mistificaciones. En este sentido, Miguel Mazzeo argumenta: “El necesario punto de partida para fundar lo que se llama una nueva radicalidad es la negación de la política como práctica “exclusivamente” estatal y la consideración de la toma del poder como “eventualidad”.”[5] 

 
¿Pero en qué consistió esa “forma política al fin descubierta”? ¿Qué era La Comuna? Marx prosigue en su disertación: 

 
En la alborada del 18 de marzo de 1871, París despertó entre un clamor de gritos de “Vive la Commune!” ¿Qué es la Comuna, esa esfinge que tanto atormenta los espíritus burgueses? 
      ¨Los proletarios de París – decía el Comité Central en su manifiesto del 18 de marzo -, en medio de los fracasos y las traiciones de las clases dominantes, se han dado cuenta de que ha llegado la hora de salvar la situación tomando en sus manos la dirección de los asuntos públicos… Han comprendido que es su deber imperioso y su derecho indiscutible hacerse dueños de sus propios destinos, tomando el Poder.¨ 
     Pero la clase obrera no puede limitarse simplemente a tomar posesión de la máquina del Estado tal como está, y servirse de ella para sus propios fines.[6] (destacado nuestro). 

 
El razonamiento avanza dando lugar a una categórica proposición: las clases desposeídas deben tomar el poder; a la vez que, a los fines de la emancipación social el poder político constituido (el estado burgués) no alcanza. Para ello, deben hacerse de un poder propio. “La forma política al fin descubierta” encendió una ira, de proporciones semejantes al terror que infundió, en los gélidos espíritus de las clases dominantes de todo el continente. Todos los gobiernos, monárquicos o republicanos, junto a la prensa internacional se lanzaron en santa cruzada contra el fantasma del comunismo. La Comuna resultó un ensayo, por demás elocuente, que alumbró las posibilidades de “la forma política al fin descubierta” para la emancipación. Supuso un trastocamiento en las relaciones de propiedad y en las de poder. 

 
En cuanto al poder político, la comuna tuvo un profundo espíritu antiburocrático. Modificó profundamente la relación entre representantes y representados, entre dirigentes y dirigidos. Vinculó a los representantes al mandato imperativo de sus representados, obligándoles a rendir cuentas permanentemente de sus acciones y decisiones. En el mismo sentido, se posibilitó la revocabilidad de los mandatos, susceptible de ser realizada en cualquier momento en que las y los representados así lo creyesen necesario o conveniente. A su vez, se decretó que ningún funcionario ganase un salario mayor al de cualquier otra u otro trabajador. De esta manera, se buscó construir una forma de ejercicio del poder político que sea dominada por un “mandar obedeciendo”, haciendo uso del decir que años más tarde emplearía el zapatismo. Se suprimió el servicio militar obligatorio, decretando que: “Todos los ciudadanos válidos son parte de la Guardia Nacional”; de esta manera, extinguió el ejército profesional, y lo reemplazó por el pueblo armado. 

 
A la vez, la comuna supuso la posibilidad de una crítica práctica contra el fetichismo de la mercancía y la alienación. Cobijaba la posibilidad, la latencia, de que el trabajo dejase de ser una mercancía a realizarse en el mercado, vendiéndose de manera “libre e independiente”, para pasar a ser la expresión de la actividad creadora de la comunidad. Un tránsito distinto al del capital, que no produce para satisfacer necesidades sociales, sino que lo hace para valorizar el valor. Es en el imperio de la lógica del capital, en tanto relación social histórica, que se escinde la producción de valor y la reproducción social. Así el valor, encarnado en el dinero, se automatiza transformándose en un fin en sí mismo y para sí mismo. Por el contrario, si la comunidad es la que se apropia de sus capacidades productivas, lo que vuelve al trabajo productivo puede dejar de estar determinado en función de la valorización del capital. 

 
La comuna puede establecer un tránsito hacia la ruptura con la lógica del capital, y su producción (de mercancías, sujetos y deseos) que gobierna la sociedad, posibilitando que sea la reproducción de la vida el fin en sí y para sí mismo. Devolviendo la capacidad de que los sujetos se relacionen en tanto sujetos y no cosas. Colocando los cuidados y el afecto en el centro de las relaciones sociales; haciendo que la ciencia, la filosofía y el arte sean patrimonio de la humanidad y ejercicio de las cualidades sociales y humanas, y no un privilegio ajeno al dolor y el drama de una sociedad desgarrada; restaurando la naturaleza a una relación de interioridad con la humanidad, abandonando su cosificación. En suma, generando la posibilidad de una transición donde des-mercantilizar las relaciones, des-fetichizar el poder y des-cosificar los vínculos, sea un horizonte deseable y posible. Así, tal como afirma Istvan Meszaros: “La verdadera sociabilidad no se produce en la consciencia (ni mucho menos, en la conciencia individual particularista). Tan solo se puede producir en la realidad misma; o para ser más precisos, en la intercomunicación material y cultural de la existencia social comunal de los individuos”. 
 

3. 

 
Fue en el Hôtel de Ville donde flameó por primera vez una bandera roja izada en un edificio público. “La bandera de la Comuna es la de la República Universal” se proclamaba desde el periódico comunal. Inmediatamente la plaza central de París fue rebautizada como “Plaza Internacional”. Su propio ejemplo significaba una verdadera amenaza para los poderosos de todo el continente. 

 
Desde el primer día en que fue proclamada La Comuna, la prensa burguesa puso el grito en el cielo, escupiendo todo tipo de calumnias e injurias contra ese “populacho” guiado por “bajos instintos”. No hubo un solo día en que no le dedicasen afiebradas falsificaciones. El poder económico se propuso cercar y ahogar la ciudad, ya de por sí asfixiada en una economía quebrada. Es en ese momento cuando, pese a encontrarse en guerra uno con otro, el gobierno central del imperio francés, presidido por Louis Adolphe Thiers y Otto Von Bismarck del Imperio de Prusia deciden cercar la Comuna. Cuentan que fueron las mujeres quienes con más valentía defendieron el territorio frente al ejército. Después de todo, habían sido ellas quienes ese 18 de febrero habían empezado la sublevación.  Durante la última semana de mayo, la represión desató un verdadero genocidio: se fundaba la Tercera República sobre reguero de sangre. La reacción peregrinaba por Europa; su libertad y justicia volvían a reinar. Embriagados de una miserable arrogancia, imaginaban que la pólvora y el fuego lograrían conjurar los sueños y anhelos de aquellas y aquellos comuneros. 

 
Ciento cincuenta años pasaron desde aquel ensayo donde las y los trabajadores construyeron su primer autogobierno. Si la Comuna fue “un eslabón de la lucha que ha tenido lugar a lo largo de toda la historia de los oprimidos contra los opresores”, es ahí donde se inscribe también la lucha del pueblo chavista. 
 
Desde hace tiempo, la Revolución Bolivariana ha afirmado su voluntad y compromiso con la lucha por la construcción de una transición post-capitalista, una sociedad socialista. Fue a principios del 2005 cuando el presidente Chávez habló por primera vez, ante un público masivo en el Foro Social Mundial de Porto Alegre, de la necesidad de construir el socialismo. Al año siguiente, en las elecciones presidenciales del 2006, miles de personas volvían a discutir en torno al socialismo y la transición post-capitalista. 
 
 
A partir de ese año, con suma vertiginosidad, se empezaría a generar un inédito y sorprendente marco legal para la construcción del poder popular: ese año se dicta la Ley de Consejos Comunales (2006). A propósito de esta experiencia, enraizada en muchos de los territorios como una realidad práctica, en el programa Aló Presidente Teórico N°1, de junio de 2009, Chávez plantea que: 

 
La comuna debe ser el espacio sobre el cual vamos a parir el socialismo. El socialismo desde donde tiene que surgir es desde las bases, no se decreta esto; hay que crearlo. Es una creación popular, de las masas, de la nación; es una “creación heroica”, decía Mariátegui. Es un parto histórico, no es desde la Presidencia de la República. La comuna es el espacio donde vamos a engendrar y a parir el socialismo desde lo pequeño. Grano a grano. Piedra a piedra se va haciendo la montaña. El tema de la comuna tiene que ser transversal, llama a todos los ámbitos.[7] 

 
A partir de entonces, la Ley de Consejos Comunales sería fortalecida con la nueva Ley de Orgánica de Consejos Comunales (2009), la creación del Ministerio del Poder Popular (2009) y la sanción de la Ley de Comunas, la Ley Orgánica de Contraloría Social, la Ley Orgánica del Poder Popular, la Ley Orgánica de la Planificación Pública y Popular y Ley Orgánica del Sistema Económico Comunal (2010).  Tal como se afirma en la Ley Orgánica de Consejos Comunales, este cuerpo legal del poder popular persigue el objetivo de generar: “… instancias de participación, articulación e integración entre los ciudadanos, ciudadanas y las diversas organizaciones comunitarias, movimientos sociales y populares, que permiten al pueblo organizado ejercer el gobierno comunitario y la gestión directa de las políticas públicas y proyectos orientados a (…) la construcción del nuevo modelo de sociedad socialista de igualdad, equidad y justicia social.”[8] 
 
 
De esta manera, la Revolución Bolivariana construye su mayor conquista ideológica, asumiendo al Poder Popular como su columna vertebral y a la construcción comunal como el alma del proceso: un conjunto de praxis basadas en la autonomía de clase, la autogestión económica anclada en la propiedad social de los medios de producción y el ejercicio del autogobierno. Una praxis que hace de los elementos societales su fundamento y objetivo. 
 
 
Sin embargo, este proceso no está exento de dificultades y contradicciones. Chávez planteó esto de manera reiterativa. En su famosa alocución del 20 de octubre del 2012, frente a la reunión de ministros, conocida como Golpe de Timón, planteó sobre la importancia de la comuna y el poder popular: “No es desde Miraflores ni es desde la sede del ministerio tal o cual que vamos a solucionar los problemas.”[9] De igual manera, en su Propuesta de Programa de Gobierno para la Gestión Bolivariana del periodo 2013-2019, planteaba: 

 
Para avanzar hacia el socialismo, necesitamos de un poder popular capaz de desarticular las tramas de opresión, explotación y dominación que subsisten en la sociedad venezolana, capaz de configurar una nueva socialidad desde la vida cotidiana, donde la fraternidad y la solidaridad corran parejas con la emergencia de planificar y producir la vida material de nuestro pueblo. Esto pasa por pulverizar completamente la forma Estado-burguesa que heredamos, la que aún se reproduce a través de viejas y nefastas prácticas, y darle continuidad a la invención de nuevas formas de gestión política.[10] 
 
 
Desde hace tiempo, al hablar de la Revolución Bolivariana, hay que hacerlo dando cuenta de la guerra que se ha desatado contra ella. El nombre de “Chavismo” ha despertado el horror y el miedo de todos los poderes del mundo. Desde el primer día en que el subsuelo de la patria de Bolívar se sublevó, tomando en sus manos su propio destino, la prensa burguesa del mundo puso su grito en el cielo, escupiendo todo tipo de calumnias e injurias contra este “régimen” guiado por “instintos antidemocráticos”. No hay un solo día en que no le dediquen en sus páginas afiebradas falsificaciones. 

 
La hostilidad contra la Revolución Bolivariana nunca mermó, uniendo en santo conjuro a todos los poderes del mundo. No faltaron los intentos de golpe de estado (2002) ni el lockout de las patronales petroleras locales (2002-2003). Tampoco la orden ejecutiva 13.692 que declara al país una “amenaza inusual y extraordinaria para la seguridad nacional de los EE.UU”, ordenada por la administración de Barack Obama en 2015, prorrogada y ampliada por Donald Trump en 2016 y por Joe Biden a principios de 2021. Otro tanto puede decirse de las sanciones económicas unilaterales y el bloqueo económico criminales con las que se intenta disciplinar y cercar al país. 
 

La extendida e implacable agresión de las potencias internacionales, en alianza a los factores de poder vernáculos, las dificultades propias de cualquier intento de transición sumado a los propios errores y debilidades, han envuelto en un profundo dramatismo los últimos años del proceso. Sin embargo, con marchas y contramarchas, errores y rectificaciones, contradiciendo todos los reiterados pronósticos que decretaban el fin de la Revolucion Bolivariana, el proceso continúa siendo la obra colectiva de un pueblo en revolución. En la búsqueda de sortear la crisis mediante el camino de profundizar la revolución se viene desarrollando un debate y una consulta popular en torno a la construcción de Ciudades Comunales.  Según La Ley Orgánica de Ciudades Comunales, en su Art. 4, estas serían: “… instancia territorial y política del sistema de agregación comunal, donde los ciudadanos y ciudadanas fomentan los valores necesarios para la construcción del socialismo, consolidan las instancias del Poder Popular para el desarrollo integral de todo el sistema de gobierno en el ejercicio pleno de la democracia participativa y protagónica, consolidando el Estado Democrático y Social de Derecho y de Justicia.”[11] De esta manera, se intenta dar un nuevo impulso a la construcción del poder popular, profundizando la apuesta por la transición hacia un estado comunal. 

 
El futuro de la Revolución Bolivariana y la capacidad que tenga de trascender el capitalismo y construir el socialismo sigue aún abierto. Será en la propia capacidad que tenga el pueblo bolivariano en construir el poder del pueblo, el poder popular, donde se juegue los horizontes emancipatorios de la Revolución.     

 
Solamente nos será posible celebrar la Comuna si somos contemporáneos de nuestra propia historia, si estamos dispuestos a librar nuestras batallas y epopeyas. Celebrarla es defender los proyectos y las luchas de quienes, en donde sea, dan pelea por un mundo diferente, con la certeza de que, al decir de Valery, “hay otros mundos, pero están en éste”. Celebrar la Comuna es tener la confianza de que son los pueblos los que hacen la historia. Es por esto que depositamos toda nuestra fe y esperanza en las manos y corazones de las y los humildes. 

 

 
 
 

[1] William Morris, «Why We Celebrate the Commune of Paris», Commonweal 19 de marzo de 1887. Consutado en  https://www.marxists.org/archive/morris/works/1887/commonweal/03-paris-commune.htm 

[2] Idem

[3] Walter Benjamin, Tesis 3 en “Tesis de filosofía de la historia”. 

[4] Kristin Ross, Lujo comunal: el imaginario político de la Comuna de París. Pag 19. 

[5] Miguel Mazzeo, ¿Qué (no) hacer?, pag. 75 Editorial Quimantu. Consultado https://www.quimantu.cl/wp-content/uploads/2018/04/Quenohacer.pdf 

[6] Karl Marx, La Guerra Civil en Francia, cap. 3 https://www.marxists.org/espanol/m-e/1870s/gcfran/guer.htm#s3 

[8] Ley Orgánica de los Consejos Comunales, 2009, Art. 2 

[10] Hugo Chávez Frías, Propuesta del candidato de la patria Comandante Hugo Chávez, Caracas, Comando Campaña Carabobo, 2012. 

[11] La Ley Orgánica de Ciudades Comunales, en su Art. 4 

https://www.alainet.org/en/node/215156
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