Fallida “revolución de color” en Venezuela

22/04/2013
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Lo que se viene presentando en términos políticos en Venezuela desde mucho antes del 14 de abril -cuando se celebraron las elecciones presidenciales- forma parte de una estrategia calculada por la llamada “oposición” y sus voceros mediáticos a nivel mundial y, sin ninguna duda, es el resultado de un guión establecido en las usinas intelectuales del imperialismo que se conoce con el eufemismo de la “revolución de colores”, una típica estrategia Made in USA.
 
Las “revoluciones” de colores
 
El primer caso de una pretendida revolución de color (en verdad una contrarrevolución) se presentó en 1989 en la antigua Checoslovaquia cuando los disidentes y opositores sustituyeron el gobierno existente mediante una maniobra que denominaron la “revolución de terciopelo”. Los personajes que dirigieron el hecho rápidamente mostraron su verdadero rostro y convirtieron a la República Checa en un país incondicional a los intereses de Washington y al capitalismo, lo que han rubricado con la implantación de un modelo abiertamente neoliberal y privatizador, con su participación militar en las guerras imperialistas en el oriente medio, con su racismo contra los gitanos y su respaldo a la política anticubana de Estados Unidos y la Unión Europea que se sustenta en la pretendida defensa de los “derechos humanos”.
 
Con posterioridad a este caso se han presentado, en forma otras “revoluciones coloridas”. Entre las exitosas se pueden mencionar la Revolución Bulldócer del 2000 en Serbia (un nombre poco vistoso que al parecer se originó por el papel que desempeñaron los choferes que manejan este tipo de vehículo), la Revolución Rosa en Georgia en el 2003, la Revolución Naranja en Ucrania en el 2004 y la Revolución de los Tulipanes en Kirguistán en el 2005. Entre las fracasadas están la Revolución Blanca en Bielorrusia, la Revolución Verde en Irán y la Revolución del Twiter en Moldavia.
 
Todos estos acontecimientos tienen muchas cosas en común. Se presentan después del fin de la Guerra Fría y, en gran medida, en el espacio postsoviético, con la finalidad de implantar regímenes títeres e incondicionales a los Estados Unidos y a esa entelequia que se autodenomina como “occidente”. Esos movimientos se suelen pintar a sí mismos como democráticos, liberales y enemigos de la dictadura y el totalitarismo, lo cual resulta significativo porque siempre se generan en lugares en los cuales, por variadas razones, no se ha podido implantar de manera clara y directa el proyecto neoliberal o se encuentran gobernantes incómodos y poco obedientes a los designios de los Estados Unidos y del sistema financiero internacional. De igual forma, una particularidad notable de las tales “revoluciones de colores” es que en ellas no intervienen en forma directa las fuerzas armadas, como en los golpes clásicos, ni fuerzas militares de tipo convencional, con lo que queda la impresión que los gobiernos son derrocados por la lucha heroica de jóvenes desarmados que enfrentan con voluntad y coraje a un régimen opresivo.
 
Esas “revoluciones de colores” son impulsadas por jóvenes aparentemente despolitizados que se muestran inconformes con un gobierno determinado y reciben el inmediato respaldo de la prensa autodenominada libre e independiente (entre la cual sobresale la CNN), la cual se encarga de amplificar sus demandas y de denunciar al gobierno escogido para ser derrocado. Se inicia entonces una campaña mediática, planificada y constante, que presenta a los “revolucionarios” como expresión de un nuevo tipo de movimientos sociales y de inéditas formas de protesta, que no buscan el derrocamiento violento de un gobierno sino su sustitución aparentemente pacífica por la vía electoral, y los muestra como pluralistas, pacíficos y respetuosos de los métodos democráticos, mientras al mismo tiempo cataloga como dictatorial y autoritario al gobierno que se pretende sustituir.
 
Antes de que se inicien las “revoluciones”, la mano visible de Estados Unidos opera a través de varios instrumentos, entre los que se encuentran la financiación a dirigentes y movimientos universitarios, la creación de ONG de fachada, que reciben cuantiosos fondos de la USAID y de la CIA, y la entrada en escena de otras ONG internacionales, entre las que sobresalen las del especulador George Soros.
 
Los símbolos utilizados son similares, sobresaliendo una mano empuñada, y suelen ser del color que se le da a la “revolución” y los portan los jóvenes, por lo general de clase media, que se comunican por teléfono celular, usan el twiter y se expresan a través de las redes sociales. Estos jóvenes empiezan a actuar antes de una elección presidencial, y de antemano se sabe que su finalidad es declararla ilegal y fraudulenta, si no triunfa su candidato favorito. La “prensa libre” del mundo se hace eco de esas denuncias y desde semanas antes de las elecciones pone en duda la legalidad de los resultados. El día de las elecciones se crea un ambiente de pánico y miedo entre los electores, se sabotean los sistemas electrónicos y se difunden toda clase de mentiras y calumnias contra los enemigos de la “democracia” y la “libertad”, tal y como la entienden los opositores de la “sociedad civil”, por supuesto incondicionales a los mandatos de los Estados Unidos.
 
En la noche de las elecciones, en las que resultan perdedores los “revolucionarios” de colores, se denuncia el fraude, se convocan estudiantes y jóvenes en el centro de la ciudad capital y se inicia la protesta para que se cambie el resultado electoral o se vuelvan a realizar los comicios. Estas manifestaciones han sido preparadas con antelación y organizadas por las embajadas de los Estados Unidos, por la USAID y por las ONG “democráticas”. Cuando se efectúan las protestas, en forma automática la prensa mundial reproduce la noticia del supuesto fraude, algo que casi nunca se confirma, y la mentada “comunidad internacional” (un seudónimo de Estados Unidos y sus lacayos) afirma que no reconocerá dichas elecciones y presiona para que se cambie el veredicto o se realicen nuevamente, y cuando eso sucede salen victoriosos los “revolucionarios”, como sucedió en Ucrania en 2004.
 
Las “revoluciones de colores” en realidad son una orquestada maniobra de desestabilización política que tiene un guion preestablecido, que no por casualidad cuenta con un texto de cabecera que fue redactado por el estadounidense Gene Sharp de la Albert Einstein Institution y que se titula de La dictadura a la democracia, que constituye un manual del Perfecto Golpe de Estado. El triunfo de una “revolución colorida” depende de la debilidad interna del gobierno atacado o de su incapacidad de entender lo que está en juego y de no proceder con firmeza para rechazar las maniobras desestabilizadoras. Su objetivo, como se evidencia en los países en donde han triunfado, es el de implantar un orden por completo favorable y proclive a los Estados Unidos, a la Unión Europea y a la OTAN.
 
Como resultado, los nuevos gobernantes rápidamente muestran su verdadera cara antidemocrática y antipopular e incurren en peores niveles de corrupción de los que denunciaban, aplican a rajatabla los dogmas neoliberales y abren las puertas de sus países a las multinacionales de los países imperialistas. Con esto queda claro que no constituyen ninguna revolución, sino que simplemente se han apropiado de esa palabra, quitándole su sentido radical, para presentarse como los portavoces de un sentimiento de descontento y rechazo ante un determinado gobierno. Dicen basarse en la no violencia y en la desobediencia pacífica, algo que nada tiene que ver con sus verdaderos intereses, como se demuestra cuando están en el gobierno, en donde ponen en marcha medidas antipopulares respaldadas en la violencia bruta, como se ha demostrado en casos como el de Georgia o Serbia.
La revolución vinotinto (¿?) en Venezuela
 
Todo este guion ya conocido y repetido en múltiples ocasiones por Estados Unidos y sus perros falderos es el que se ha intentado implantar en Venezuela desde hace varias semanas. Esto se complementa con todos los métodos de subversión y saboteo impulsados por los Estados Unidos desde cuando Hugo Chávez ganó las elecciones de 1998, porque van quince años de una prolongada acción contrarrevolucionaria contra el pueblo venezolano. Lo que sucede es que ante el fracaso del golpe de estado clásico en el 2002, las sucesivas derrotas de la “oposición” en las elecciones y ante la desaparición física del líder del proceso bolivariano, Estados Unidos, junto con la burguesía venezolana, ideó como plan estratégico del momento efectuar una revolución de color, y puso en marcha el guion previamente conocido en otras latitudes.
 
No es casual que a comienzos de este año hubiera aparecido un grupo de estudiantes que se declaró en huelga de hambre y que reclamó la presencia física del presidente Hugo Chávez, que estaba enfermo en Cuba. Al mismo tiempo, CNN y todos los miembros de falsimedia empezaron a difundir el rumor que las elecciones iban a ser fraudulentas y la oposición manifestó que no aceptaría los resultados, si su candidato perdía.
 
Aunque el intento no ha sido exitoso si les fue favorable la coyuntura electoral, en la cual disminuyeron los votos chavistas y aumentaron los del candidato proestadounidense y el resultado final fue más estrecho de lo pensado. Este hecho facilitó la labor golpista y desestabliizadora que se puso en marcha desde el momento en que se supo oficialmente del triunfo de Nicolás Maduro. Durante la jornada electoral, además, fueron saboteadas las comunicaciones virtuales y electrónicas de los principales dirigentes de Venezuela y se intentó bloquear al Consejo Nacional Electoral. En forma simultánea, la CNN y los canales privados de gran parte del mundo desinformaban y mentían y daban de antemano, sin ningún dato, confiable como ganador al candidato de la derecha.
 
Como estaba cantado, luego de que se dieron a conocer los resultados oficiales, Capriles los desconoció, presentó unas supuestas pruebas del fraude, se negó a aceptar la autoridad del Consejo Nacional Electoral y pidió un conteo manual del cien por ciento, es decir, el regreso al viejo sistema electoral. Como para que no quedara duda llamó a sus seguidores a manifestarse en la calle en repudio al pretendido fraude. Al mismo tiempo, CNN y la casi totalidad de la prensa internacional empezó a hablar del resultado incierto, que no se sabía quién había ganado, de la polarización reinante y del triunfo por ligero margen de Henrique Capriles. En Colombia, por ejemplo, los medios de incomunicación que nos contaminan con su brutalidad, han recurrido a todos los instrumentos del engaño y la mentira para deslegitimar el triunfo de Nicolás Maduro. Llama la atención en ese sentido que el Canal Capital en Bogotá –dirigido por un reconocido periodista- le haya prestado toda la noche del domingo a una politóloga de la Universidad de los Andes, de dudosa idoneidad, para que junto con unos mercachifles de la propaganda antibolivariana llegaran a decir, incluso antes de que se conociera el primer boletín del Consejo Nacional Electoral de Venezuela, que Henrique Capriles había ganado. Esa fue la misma infamia del cubrimiento de CNN y compañía a nivel mundial.
 
Hasta la noche del 14 de abril, Capriles y sus partidarios se habían presentado como demócratas, pluralistas, defensores del Estado de derecho y mil embustes por el estilo, siguiendo las directrices de las “revoluciones de colores”, pero desde el mismo momento en que se conoció el veredicto electoral todos ellos se quitaron la máscara y empezaron a actuar como lo que son, unos fascistas, como lo pusieron de presente hace exactamente once años durante el fallido golpe de Estado del 2002. Y como en esa ocasión procedieron con los mismos métodos: atacaron a los pobres, evidenciaron su racismo y su rechazo al pueblo chavista, destruyeron hospitales y centros de salud atendidos por médicos cubanos, quemaron varias sedes del Partido Socialista Unificado de Venezuela (PSUV), golpearon a cientos de personas que celebraban el triunfo de Nicolás Maduro, intentaron quemar viva a una persona, y han matado hasta el momento que se escriben estas líneas a siete personas.
 
Todos estos procedimientos criminales, apoyados por todo el poder mediático internacional, no son contrarios al verdadero sentido de los mal llamados “revolucionarios de colores”, sino su verdadera esencia, a la vez que expresan la catadura del imperialismo estadounidense. Ese proceder tenía como finalidad generar el caos, para dar la impresión que en Venezuela no había gobierno, reinaba la inestabilidad y estaban creadas las condiciones para pasar a otra fase, de golpismo abierto. Afortunadamente la reacción tanto del CNE como de Nicolás Maduro –luego de que este tuviera un desafortunado discurso en la noche del 14 de abril- fue rápida y efectiva y entendió que un factor clave para no dejar prosperar una “revolución de colores” es el tiempo y la firmeza. Actuar con decisión y rápido, sin dudas de ninguna clase. En este caso eso fue lo que se hizo, porque el lunes 15 el CNE proclamó oficialmente a Nicolás Maduro como presidente constitucional de la República Bolivariana de Venezuela y se negó a aceptar un conteo manual de votos, maniobra con la que Capriles y los Estados Unidos buscaban el tiempo necesario para sembrar no sólo la duda sino para actuar a sus anchas y realizar sus maniobras de saboteo y terrorismo que tanto les gustan.
 
Fue esta actuación rápido lo que desesperó a Capriles y lo llevó a incitar al odio y a la violencia, con el resultado trágico que se conoce. Y por esa misma razón, Estados Unidos, su ministerio de colonias, la moribunda e insepulta OEA, y, como no podía faltar, el Reino de España –los mismos que respaldaron el golpe del 2002- han sido los únicos que se han atrevido a poner en duda la legitimidad del nuevo gobierno y su triunfo legal. Como esta vez el guion de las Revoluciones coloridas no salió como en las películas de Hollywood, en la que los que se presentan como los buenos vencen a sus malvados enemigos, Estados Unidos respira por la herida al decir por boca de uno de sus funcionarios de quinta categoría que la proclamación de Nicolás Maduro como presidente de Venezuela, por parte del Consejo Nacional Electoral, “fue un acto imprudente” y refleja “una crisis institucional”, según las palabras de Kevin Withaker, Subsecretario asistente para Asuntos del Hemisferio Occidental de Estados Unidos. Claro, si lo que ellos querían era tiempo, para montar una cabeza de playa aparentemente legal, basándose en el conteo manual de los votos y en la incertidumbre y vacío legal que eso hubiera provocado, para consumar su “revolución de colores”.
 
Por esta vez fracasó la revolución vino tinto (color de la camiseta de la selección venezolana de futbol), pero el gobierno de Maduro y la conducción del proceso bolivariano deben aprender de esta dura experiencia y de los errores cometidos (entre ellos una desastrosa campaña electoral) para enderezar el proceso e impedir el triunfo de la contrarrevolución. Eso ya no sólo le interesa a Venezuela sino a los revolucionarios de América y del mundo que comprendemos que es necesario un proceso de rectificación para afrontar los diversos problemas económicos, productivos, sociales y políticos que enfrenta la patria de Bolívar y de Chávez, que es la misma de todos los que entendemos lo que significa una derrota al estilo de las que se vivió en Nicaragua en 1990.
 
 
 
 
 
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