Al pueblo lo que es del pueblo

17/05/2006
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  • Opinión
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La nacionalización de los hidrocarburos en la Bolivia del presidente Evo Morales ha sido recibida con un alud de críticas por parte de los voceros del gran capital internacional y de los gobiernos que lo representan o siguen sus órdenes. Guardianes de la libre empresa y el libre comercio – que nunca existieron- se rasgan las vestiduras horrorizados de que cunda en América Latina el terrible ejemplo boliviano y venezolano de hacer de los hidrocarburos una palanca de desarrollo nacional, justicia social e integración solidaria. Con la nacionalización, Evo Morales no ha hecho otra cosa que cumplir con uno de los más importantes compromisos de su campaña electoral, que a la vez era una exigencia fundamental del movimiento popular de su país frente a los gobiernos neoliberales que lo precedieron. Tenía tanto arraigo en el pueblo la demanda de nacionalizar los hidrocarburos que llevó al derrocamiento de los presidentes Gonzalo Sánchez de Lozada y Carlos Mesa y forzó a la convocatoria anticipada de elecciones en las que resultó arrolladoramente ganador el actual mandatario boliviano. ¿Qué esperaban las transnacionales? Que Evo defraudara las aspiraciones populares, como han hecho otros líderes de la llamada izquierda “moderna” y “responsable, y se rindiera a las presiones de los centros financieros internacionales dada la penuria de las arcas bolivianas. Pues se equivocaron rotundamente y esa es la causa de tanta alharaca en los últimos días. La nacionalización no sólo revertirá en beneficio de las mayorías gran parte de la tajada que se quedaban las transnacionales sino que sentará el ejemplo de cómo un pueblo puede levantarse del empobrecimiento extremo si decide ejercer la soberanía sobre sus recursos naturales. Las mayorías bolivianas fueron sumidas en la miseria a lo largo de siglos mientras la plata de Potosí enriquecía a la corona de España, historia repetida más tarde con el estaño por las metrópolis neocoloniales, para no hablar del despojo de sus yacimientos de salitre y guano y de su salida al mar durante la guerra del Pacífico, a la que empujaron a Chile los capitales británicos. La lluvia de improperios contra Bolivia es más obscena porque el derecho de los Estados a disponer libre y soberanamente de sus recursos naturales está codificado hace tiempo en el derecho internacional. Pasó a ser un principio universalmente respetado, al menos en teoría, a partir de la nacionalización petrolera del general Lázaro Cárdenas en México. Pero esta historia nos ha querido ser escamoteada por el llamado pensamiento único, que difundió como el gran hallazgo de la ciencia económica la “apertura” y la “desregulación” de los mercados nacionales, que además de sus dramáticos efectos sociales en el tercer mundo omite la verdad histórica de que las grandes potencias alcanzaron el desarrollo capitalista subdesarrollando al resto del mundo. Gran Bretaña, Estados Unidos, Alemania, Francia y Japón no han llegado a ser lo que son hoy gracias a la libre empresa sino a la decisiva y permanente intervención de sus Estados en la economía desde la revolución industrial hasta hoy, incluyendo el saqueo por todos los medios de las zonas periféricas y la práctica feroz del proteccionismo. ¿Podría algún neoliberal argumentar con datos duros lo conveniente que ha sido para la mejoría del nivel de vida de los pueblos de América Latina la privatización de las empresas públicas y la apertura comercial en bochornosos expedientes de corrupción por los democráticos gobernantes de las décadas de los ochenta a la fecha? ¿Dónde está el economista que pueda demostrar que con esas políticas no se destruyeron las cadenas productivas, se arrasó con la agricultura y se degradó el medioambiente, empujando a millones al desempleo, la miseria, la marginación o la fuga hacia los países ricos a realizar trabajo basura? Por eso, medidas como la nacionalización boliviana y otras semejantes puestas en práctica por Venezuela han recibido el apoyo más caluroso de quienes luchan por la verdadera democracia. Esa en que los Estados recuperan sus recursos naturales y áreas estratégicas de la economía para hacer que sus frutos se traduzcan en trabajo, alimentación, educación, techo, salud y educación para todos. Lo contrario a la democracia de corte americano, en la que una minoría local y extranjera se apropia de los bienes y el trabajo de la mayoría.
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