Elecciones: grave coyuntura
20/07/2006
- Opinión
México
En la creciente crispación del compás de espera en tanto el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TRIFE) resuelve sobre las impugnaciones sobre irregularidades en los comicios del pasado 2 de julio, cobra fuerza el cuestionamiento sobre la validez de un sistema de elecciones proclamado como el fin del control del Estado y el traspaso de estos procesos a la ciudadanía por virtud de de la liquidación del llamado "autoritarismo presidencial".
A unas semanas del veredicto del Tribunal, un amplio segmento de la población tiene la certeza de que el aparato oficial, apoyado por la mayoría de los sectores empresariales y el poder de la mercadotecnia, acudió a maniobras, sutiles algunas, en ocasiones fuera de la ley, para descalificar al aspirante del Partido de la Revolución Democrática, Andrés Manuel López Obrador e incluso sacarlo de la contienda. Fue el caso del intento de enjuiciarlo penalmente, luego de despojarlo de la inmunidad como jefe de gobierno de la capital del país, por un supuesto delito de desacato a una orden judicial.
La maquinación produjo el efecto contrario al buscado, pues a partir de entonces -mediados del 2005-se incrementó la popularidad de López Obrador al grado de que en el momento del anuncio de su candidatura aparecía con diez puntos porcentuales sobre sus posibles adversarios. Las dudas sobre las bondades del sistema ciudadanizado de elecciones no se refieren sólo a la campaña destinada a infundir en la ciudadanía el temor al pretendido peligro del centro izquierda y de López Obrador en la presidencia, sino concretamente a las posibilidades de manipulación del voto para presentar a su contrincante Felipe Calderón como el triunfador en las urnas. El resultado de la valoración del TRIFE sobre las impugnaciones pondrá de manifiesto si el Partido Acción Nacional (PAN), actualmente en el poder, aprendió la táctica del bíblico paso del pez en el agua o si sus ires y venires dejaron huellas comprobables.
La actual legislación llamada Código Federal de Procesos Electorales (COFIPE) es la culminación, en 1997, de un proceso que ciertamente no puede atribuirse al PAN ni mucho menos a la actual administración, por más que el presidente Vicente Fox pretenda aparecer como su promotor. Más bien, el proceso de reformas electorales comenzó a iniciativa de diferentes gobiernos del Partido Revolucionario Institucional (PRI). En 1955, en la administración de Adolfo Ruiz Cortines se dio el voto a las mujeres, no muchos años después de que este derecho había sido consagrado por países altamente desarrollados.
En 1960, el presidente Adolfo López Mateos promovió una reforma constitucional para la creación de los llamados diputados de partido. La iniciativa consideraba que los votos en favor de la oposición (débil y escasamente representativa) se inutilizaban no obstante constituir la expresión de una parte de la ciudadanía. La reforma de López Mateos, según la cual los partidos minoritarios tenían derecho a determinado número de curules en razón de los votos obtenidos, fue perfeccionada en la administración de Luis Echeverría, cuando en 1973 se concedió el voto a los jóvenes a partir de los 18 años y se amplió el número de representantes que correspondían a la oposición mediante el sistema de diputados plurinominales.
En 1977, en el gobierno de José López Portillo, una nueva reforma ensanchó la participación de los partidos de oposición y el número de diputados se aumentó de 300 a 500. No fue sino en 1997, en la administración, también priísta, de Carlos Salinas de Gortari, cuando se promovió la actual legislación, con la que se abandonó la participación del estado en los procesos electorales, intervención señalada como la causa de los fraudes y la manipulación del voto.
El señalamiento del fin del "autoritarismo" presidencial, presente en el discurso de Vicente Fox, es parte de un maniqueísmo empeñado en calificar como perdidos para el país los más de setenta años del Partido Revolucionario Institucional en el poder, que terminaron en el año 2000. Creado en 1929 como aglutinador de varias decenas de pequeños partidos cuya existencia estaba ligada a los caudillos regionales y a las facciones de la Revolución Mexicana, el partido llamado originalmente Nacional Revolucionario, luego de la Revolución Mexicana hasta su actual denominación, enfrentó procesos electorales reñidos, el primero de ellos a raíz de su creación, cuando su primer candidato, Pascual Ortiz Rubio, obtuvo un triunfo apretado y ampliamente cuestionado sobre José Vasconcelos, representante en ese momento de sectores intelectuales y opositores a la Revolución que habían conseguido, entre otros logros, la autonomía de la Universidad Nacional de México. En 1939 se opusieron las candidaturas de Manuel Ávila Camacho y Juan Andrew Almazán, éste apoyado por grupos de la jerarquía católica y por enemigos de la expropiación petrolera consumada dos años antes por el presidente Lázaro Cárdenas. Ganó Ávila Camacho.
En 1952, en otras elecciones reñidas, Adolfo Ruiz Cortines se impuso a la candidatura del general Miguel Henríquez Guzmán, apoyado por antiguos revolucionarios y críticos del PRI. En 1988, en una elección sumamente competida, se atribuyó a Carlos Salinas de Gortari triunfo cuya validez quedó en entredicho sobre el izquierdista Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano. Durante ese período, el partido surgido de la Revolución triunfante mantuvo el poder gracias a tres factores determinantes: la integración de un aparato de control sobre los sectores obrero, campesino y popular que le aseguraban una copiosa votación; la debilidad de la oposición que le permitió incluso establecer negociaciones con partidos como el PAN -integrado en 1939 como factor conservador en contra de la Revolución-y el recurso de control de las votaciones mediante la manipulación donde la superioridad no estaba garantizada. Otros simplismos caracterizan el juicio al PRI y a sus gobiernos.
El Presidente de la República en turno tuvo la potestad de nombrar al candidato del partido, casi siempre con la plena seguridad de que ganaría las elecciones. Fue el sistema llamado del "dedazo", que sin embargo no se practicó siempre a capricho del presidente. Éste debía sopesar las condiciones del país, consultar con los diferentes sectores y representantes de poderes reales y valorar las posibilidades del futuro antes de tomar la decisión que no siempre fue en favor de la persona de su preferencia. Así, se produjo una continuidad en los gobiernos priístas que sin embargo no lo fue plenamente en lo político y en lo ideológico. Los diversos gobiernos surgidos del PRI tuvieron oscilaciones del centro a la izquierda dentro de los postulados de la Revolución en lo que se conoció como el péndulo: la izquierda de Lázaro Cárdenas, el Centro de Ávila Camacho, la derecha de Miguel Alemán, el centro de Adolfo Ruiz Cortines, la izquierda de Adolfo López Mateos, la derecha de Gustavo Díaz Ordaz, la izquierda de Luis Echeverría, hasta el advenimiento de la tecnocracia de Miguel de la Madrid que abrió las puertas a la economía del mercado y a la globalización, y con ello el abandono de los principios nacionalistas de los gobiernos revolucionarios que se profundizó con Ernesto Zedillo. La administración de Vicente Fox es consecuencia de ese giro neoliberal y se profundizaría de reconocerse el triunfo del panista Felipe Calderón en los pasados comicios. Con desviaciones, avances y regresiones, el Partido Revolucionario Institucional cubrió una etapa de la vida de México en la que fueron creadas instituciones aún vigentes, se mantuvo la obligación del estado de participar en una economía mixta, se nacionalizó el petróleo y se aplicó una ejemplar política exterior caracterizada por los principios de respeto a la soberanía, a la autodeterminación y a la solución pacifica de los conflictos. Pero el Partido Revolucionario Institucional, al que la acusación de haber representado setenta años de fracaso para el país resulta injusta, llevaba en su origen de revolución inacabada el germen de su propio fin, como ocurrió al dejar atrás sus principales postulados.
Hoy el país se encuentra ante la disyuntiva de continuar por la senda del neoliberalismo entregado a la hegemonía de una gran potencia o avanzar por un camino en el que reencuentre los valores olvidados de justicia social y de convivencia pacífica que fueron los ideales de las más amplias capas de la sociedad.
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