¿De qué democracia nos hablan?

La rabia en México

07/08/2006
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  • Opinión
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Una gran movilización sacude a México, en respuesta a un régimen que se cierra sobre sí mismo, y coloca en evidencia las fortísimas continuidades entre el PRI, hoy en decadencia, y su sucesor, el PAN. En la consigna de "voto por voto, casilla por casilla", se agitan cuestionamientos más sustantivos a la democracia representativa. El cuadro es paradójico. Variados indicios señalaban que la elección mexicana reproducía las polarizaciones, hoy comunes en comicios latinoamericanos, entre una opción más abiertamente continuadora de las políticas neoliberales, y otra partidaria de imprimirle un curso moderadamente "progresista" a una continuidad sustantiva más soterrada, ausente de su discurso público y disimulada por los antecedentes más o menos izquierdistas de los candidatos y partidos que la sostienen. Todo iba en esa dirección, en efecto, hasta el 2 de julio y la evidencia del fraude. La derecha mexicana evidencia no resignarse a abandonar el gobierno, aún a costa de hacer trampa y poner en riesgo la legitimidad del sistema. El candidato "centroizquierdista", empeñado hasta la víspera electoral en demostrar moderación y "racionalidad" definida en los términos del pensamiento oficial, mostró que tampoco él se resignaba a quedar fuera del gobierno. Con una diferencia fundamental, sabía que las estructuras institucionales le jugarían en contra, que el parecer de institutos y tribunales varios no se torcería a su favor, salvo que una enorme presión externa lo forzara. Le quedaba la apelación a la movilización popular, la ocupación de las calles, él traer a mexicanos de todas las latitudes al centro del DF a reclamar. Y así lo hizo, y lo está haciendo, con un éxito en número y persistencia que debe haber superado sus propias expectativas. Pero la movilización toma su propia lógica. Tiende a enjuiciar no sólo a esta elección sino al poder de los grandes conglomerados mediáticos, con Televisa al frente, al sistema político que subsiste con altísimos niveles de abstención, a la conversión del supuesto gobierno de representación popular en descarada plutocracia. El fraude electoral tiene una especial resonancia histórica en México. Esto a partir de que la revolución mexicana se desencadena contra la trampa electoral que favorecía al "eterno" Porfirio Díaz, para después derivar en rebeliones agrarias y una guerra civil de grandes proporciones. La reedición de la trampa muchas décadas después, con el gigantesco robo electoral que derrotó a Cuahutemoc Cárdenas frente a Carlos Salinas de Gortari, ya en la era informática y "caída de sistema" mediante, fue en cambio consumada con éxito. Pero a diferencia de aquel 1988, esta vez la oposición derrotada apareció más dispuesta a tomar las calles, eludiendo la encerrona de una impugnación limitada a la vía administrativa y judicial, cuyos primeros resultados ya se han visto con el tribunal electoral que dispuso la revisión de menos del diez por ciento de los votos. Se ha dado vuelta el sentido del proceso. Lo que parecía un combate electoral rutinario entre opciones no tan diferentes, dónde el candidato situado a la izquierda se mostraba empeñado en demostrar moderación y aventar fantasmas, se ha trocado en un desafío al poder establecido. Se combina ahora la denuncia del fraude electoral específico, con la impugnación de las trampas que son esenciales en las democracias parlamentarias. Las campañas que cuestan decenas y aun centenares de millones de dólares, irrealizables sin aportes sustanciales del gran capital, los medios de comunicación que pueden influir fuertemente en la opinión pública, y a su vez tienden a responder a los intereses de las grandes empresas, el poder político que moviliza recursos para volcar las elecciones a su favor. Apenas subyacente, asoma la revelación de que la democracia parlamentaria tiene mucho de farsa aun cuando los resultados se respeten. Porque son antipopulares las reglas que la rigen, los capitales que la financian, los medios que la manipulan. De nuevo yace por el piso la predicción que conservadores satisfechos e izquierdistas conversos formularon durante los 90, "la política se hace en los medios, ya no en las calles" repetían con tono iluminado, casi de profetas. En México la política más digna de tal nombre se venía haciendo no ya en la calle, sino en la selva, introduciendo tiempos y modos inasequibles al lente empañado de la "modernidad". Y ahora ha irrumpido las decenas de campamentos, en el Zócalo, en el Paseo de la Reforma, venidos de todas partes de México, con un sustrato similar a las rebeliones populares latinoamericanas que han sacudido el letargo de la década pasada. Ni las personas, ni los partidos son objetos inmóviles, sino relaciones sociales modificadas por las luchas sociales, atravesadas por los climas de época. La legitimidad del sistema mexicano está gravemente herida, un ciclo de protesta movilizada puede dar por tierra con él, o al menos obligarlo a reformas sustantivas. No está escrito que la aspiración presidencial, reformista y moderada, de López Obrador, no termine caminando un sendero impensado, coronando un recorrido de larga duración que enhebre el repudio a largas décadas de abusos de poder, desde Tlatelolco hacia atrás y adelante, con el espíritu rebelde que va de Zapata a los zapatistas. Se ha dicho que los cambios en México suelen producirse con una lentitud exasperante. En ocasiones las transformaciones ralentadas suelen germinar en mudanzas de vasta amplitud y profundidad. Veremos...
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