Conflictos en torno al uso de la metáfora “desaparecido” en la Argentina pos genocidio

07/11/2006
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“Mientras sea desaparecido no puede tener ningún tratamiento especial, es una incógnita, es un desaparecido, no está ni muerto ni vivo, está desaparecido”
Gral. Jorge Rafael Videla (1979)

Introducción

No hasta hace mucho tiempo, era práctica en la enseñanza escolar de la disciplina historia, incluir al final de los núcleos temáticos, un cuadro sinóptico sobre el legado cultural de cada gran civilización que los resignados estudiantes debían, obligatoriamente, aprender.

Parecía que mediante el uso de este recurso, los profesores podían contestar la pregunta que sobrevolaba silenciosa a lo largo del cuatrimestre, ¿cuál es la importancia de este fragmento de pasado que debía valorarse a horcajadas?

Según un viejo adagio, en lo persistente de ese pasado en nuestro presente, en su carácter de cimiento que consolidaba nuestra sociedad, se encontraba la mayor o menor importancia de los egipcios, romanos o griegos.

En general estos cuadros llevaban por título: “el legado cultural de....”, y en ellos se acumulaban de manera disciplinada, entre otras invenciones, las referidas a los avances tecnológicos, innovaciones arquitectónicas y monumentos literarios o judiciales.
Este legado era entonces calificado por la historia de los manuales secundarios, como una especie de herencia, de dote, o de encomienda que signaba la mayor o menor riqueza cultural de cada pueblo.

Algo que debía reconocerse y ser protegido

En este trabajo, nos proponemos reflexionar en torno a otro legado, el de las dictaduras latinoamericanas de la segunda mitad del siglo XX. Una herencia sobre la cual pocos hoy, se arrojan el derecho de ser padres.

Desde finales de los años 60, estos estados totalitarios se caracterizaron por la eficacia con que gestionaron y desarrollaron nuevas y viejas formas de represión, mientras que, al mismo tiempo, generaban una sistemática acción ligada a la reconfiguración de sentidos de los sectores subalternos.

Ya ha sido señalado por una cantidad importante de trabajos vinculados a la historia reciente que, en la década de los 70, la disputa por el poder estatal entre distintos actores de izquierda y derecha, fue zanjada con el uso de una violencia sin límites por las distintas dictaduras que derrocaron a débiles gobiernos democráticos formales.

El legado más reconocido de este periodo es el del los miles de asesinados, torturados y exiliados. Es menos conocida otra parte de esta dote que pesa hoy sobre las sociedades latinoamericanas. Esta porción a develar, se encuentra vinculada con la consolidación de un argot, de un vocabulario que denomina a la represión e intenta instaurarse como trama única de los hechos.

En los centros clandestinos de detención no solo se encarcelaron y destrozaron cuerpos, también se parieron nuevas palabras y se desplazaron los sentidos de otras. Se generó así, una forma de tortura, ya que en muchos casos, este lenguaje se impuso como eje vertebrador de los relatos posibles de ser comunicados en los años posteriores por los sobrevivientes.

En este abundante vocabulario, sin embargo, describe Antonia Aparicio Castro (1999) “algo se resiste a la evidencia, algo está truncado y esas palabras que debieran referirnos a, no comunican o comunican mal la trama de los hechos”.

En este sentido, evocar la figura del “desaparecido” remite a uno de los ordenes mas perversos de la represión, y consecuentemente, más esquivos e inasibles analítica y socialmente. En este escrito nos proponemos discutir acerca de algunas implicancias de la metáfora “desaparecido”, razonada como estrategia de nominación en la Argentina de 1976/1983.

Visualizamos que en ese periodo, señalado usualmente por la historiografía contemporánea, como el “Proceso de Reorganización Nacional”, se produce un “proceso retórico por el que el discurso libera el poder que tienen ciertas ficciones de re-escribir la realidad” (Ricoeur, 1980: 15 en Casado Aparicio: 1999).

En esos años se construyen una serie de narraciones sobre los “desaparecidos” que se convierten en referencias y estrategias identificatorias en el marco de un fuerte conflicto en el que participan distintos sectores de la sociedad argentina, acerca de los sentidos posibles de la memoria sobre la violencia política de los años 70.
En este recorte temporal, hemos decidido priorizar el análisis de los primeros dos años de existencia formal de la dictadura. En esta coyuntura se produce la mayor cantidad de “desaparecidos”, y la censura del régimen sobre los medios de comunicación es casi absoluta. Lo que circula de manera privilegiada, como discurso explicativo de la “desaparición” es el pronunciado por los intelectuales y voceros de la dictadura. Esta situación comienza a modificarse con la publicación en octubre de 1977 de una solicitada por parte de los familiares de desaparecidos.

Los “desaparecidos” como fuentes de información

A 30 años del golpe de Estado de 1976, la palabra “desaparecido” ya forma parte de una especie de sentido común histórico de la sociedad argentina.

Su intenso uso en los medios de comunicación como figura aglutinadora de distintas configuraciones de la memoria, ha contribuido también a su naturalización. El desaparecido es al mismo tiempo, un adjetivo calificativo y una categoría que es neutral con respecto a los géneros y clases sociales (insistentemente se recuerda a los 30000 desaparecidos, sin discriminar por lo menos entre varones o mujeres).

“Es una palabra que describe una época”, expresaba un novel profesor de Historia en el año 2005. En parecido sentido afirma Elena Casado Aparicio (1999) que las metáforas son estrategias de nominación, un producto híbrido entre la razón y la imaginación, que contiene una enorme capacidad para reflejar la tensión entre la identidad y la diferencia. Según esta investigadora, es a través de la puesta en situación de la metáfora, que podemos recuperar los “puntos ciegos” y fronteras que delimitan a esta figura, para iniciar la tarea de elaboración de distintas estrategias de resistencia.

En general, se califica al “desaparecido” como una nominación que lo encierra todo, que es a la vez causa y consecuencia. Es una nominación que se pretende sin historia, ya que en la urdimbre tejida por el sistema, solo es posible ver lo que el sistema desea, las marcas que ha dejado en el cuerpo social como referencia para la definición de lo realmente sucedido.

Fusionados en uno, el militante y el torturado prisionero en los sitios de exterminio, son impulsados a negar todo pasado, toda narración que no tenga sentido funcional para lo que el campo clandestino requiere.

Esta vida que pende de un hilo, para poder ser aunque sea esto que el centro de exterminio espera: una vida aislada; tiene que abandonar todo intento de relación con otras vidas, aceptar su condición de filamento que debe desprenderse, destejerse del movimiento al que pertenecía, de la organización en la cual forjó solidaridades; debe denunciar y denunciarse.

En la infinita crueldad del centro de exterminio surge la identidad del “desaparecido”. Se borra la condición de sujeto histórico del militante “chupado” por los grupos de tareas. se convierte a la persona en una fuente de información que solo dice lo que el torturador-investigador desea.

El amedrentamiento es realizado a través de formas físicas y psicológicas. Se inscribe al “culpable” en una conspiración que debe ser desmantelada y en lo posible exterminada, en virtud de la preservación del orden y el bienestar de la comunidad (Hurtado Neira: 2004).

Se reduce al ser humano a un documento instrumental que es forzado a colaborar en la búsqueda de otras fuentes que permitan generar una taxonomía del sujeto político a destruir.

“Hechos, solo hechos”, decía un historiador alemán de fines del Siglo XIX.

El paradigma indiciario del sistema represivo

El disciplinamiento de la sociedad por la vía del miedo era acompañado de manera intencional por la siembra de fragmentos e indicios del accionar de la dictadura.
Estos rastros eran señales necesarias para impedir a la sociedad negar su coexistencia con un Estado omnipresente. “Algo siempre se sabía”, y por lo tanto, no se podía ignorar que esto que le pasaba a otros u otras, también podía ser un destino a compartir.
La información era indiciaria, y en las omisiones de los relatos que circulaban durante los años de la represión, se encontraba un espacio repleto de terror. El saber poco era más aterrorizante que el saber nada.

“¿Dónde están nuestros hijos, quién se los llevó?”, preguntaba una madre en la Plaza de Mayo a los periodistas extranjeros que cubrían el desarrollo del Mundial de Fútbol 1978.
Sin embargo, las causas y los motivos que podían impulsar la pérdida de la libertad y la vida, tampoco eran precisos. Dentro de la lógica represiva, la cantidad no menor de aquellos detenidos sin militancia política precisa, era significativa cualitativamente. Al fin y al cabo, nadie estaba a salvo.

Si la represión estatal tenía como objetivo el disciplinamiento social por la vía del miedo, este dispositivo de manera intencional dejaba fragmentos e indicios de su accionar. Estos rastros eran señales necesarias para que la sociedad no pudiera negar la constante amenaza del aparato represivo; obturando al mismo tiempo, mediante la provisión indiciaria de la información, la acción de discursos que articulasen formas de protesta.

En medio de la oscuridad siempre quedaba una rendija de tenue luz, que alimentaba la esperanza. La paulatina toma de conciencia de los familiares de la dimensión del genocidio, se produce, luego de visitar infructuosamente oficinas de funcionarios policiales, militares y religiosos.

En la mayoría de los casos los cómplices y verdugos, negaban conocer el destino de los “desaparecidos”, pero cumplían, a veces, con los trámites burocráticos de un Estado “normal”. Sosteniendo en quienes buscaban, la fantasía de encontrar con vida a los “desaparecidos” mediante reclamos legales.

Este Estado represor, alimentaba la ilusión de desdoblada actividad, se preocupa por generar la seguridad en el sostenimiento de un “Estado normativo” que funcionaba respetando en general sus propias leyes, mientras perfeccionaba la actividad de un “Estado discrecional”, que no respetaba ninguna regla o garantía jurídica. Si no había detenidos en las cárceles del Estado normativo, si los detenidos políticos no eran juzgados en tribunales nacionales, ¿ante quién o quiénes podían y debían los familiares de los sujetos negados, dirigir su protesta?

Esto implicaba una redefinición de los espacios posibles de protesta y organización de los sectores populares. Por ejemplo, serán habituales en el Partido Comunista y el Partido Intransigente, durante esos años, los pronunciamientos a favor de la defensa de la legalidad, contenida aparentemente en la Junta Militar.

En el esfuerzo por justificar la fantasía de la existencia de sectores democráticos en las fuerzas armadas, cualquier intento de crítica profunda al sistema, invocaba de manera inmediata al fantasma de la dictadura chilena, como expresión de una represión sin límites, llevada a cabo por sectores vinculados con la Central de Inteligencia Americana.
Irónicamente compartían, con la fracción civil del régimen, la seguridad de que al interior de las Fuerzas Armadas, coexistían en difícil equilibrio los sectores duros y blandos.

Al respecto, expresaba Bernardo Neustad en su revista Extra N° 139, “Puedo afirmar una cosa: si los pequeños sectores extremistas dialécticos –halcones y reformistas-quieren un “dictador sangriento”, les puedo asegurar y pronosticar que Videla no lo es ni lo será. Se equivocan con él. Insisto: “lo mejor que le puede pasar a la Argentina actual, si se quiere algo ficticia pero constructiva en su silencio, es Videla”.
Precisamente esta “paloma” del régimen, Jorge Rafael Videla, en su rol de presidente de la Junta Militar será el responsable de prescribir a norma de referencia para categorizar a quienes eran sujetos de exterminio. Decía que el “desaparecido está muerto, ni vivo, es una incógnita”, dando inicio así, a una manera de narrar la represión por la propia Dictadura.

Este plan discursivo fue utilizado para evitar la proliferación de sujetos hablantes dentro del Estado. El “Proceso de Reorganización Nacional” pretendía contener la posible proliferación de discursos disidentes representativos del otro, que se quería invisible.

Este otro que se diluía mediante la negación de su existencia, era cosificado en los discursos militares. Hasta el momento de la captura, la mayoría de los hombres y las mujeres eran sujetos involucrados en el accionar político. Pertenecían a una organización política, y no solo a ella, tenían familia, amigos, pasiones, trabajo. Dejaban de ser, al momento de desaparecer.

Consideramos que en este acto el sistema se proponía exorcizar la presencia del “monstruo” nacido de las entrañas de la sociedad. De aquel, que educado en el respeto por las normas y valores tradicionales, se había vuelto contra ella. El hijo contra el padre, repudiando con conductas “apátridas, ateas, perversas y sanguinarias” la idea misma de argentinidad (Blaustien, Subieta: 1998).

El militante político era uno de los miembros que constituían “el monstruo” a destruir, una entidad colectiva (como la hidra de los mitos griegos) que se cernía amenazadoramente sobre la Argentina, siendo su retoño deforme. “Esos delincuentes buscan todo lo extranjero: filosofía, política, forma de actuar. Así como quisieron importar el escenario y los actores, creyendo que la Argentina era Vietnam o Angola, o que a nosotros nos puede caber un régimen apto sólo para los pueblos con tradición y vocación de esclavos” (Blaustien, Subieta: 1998).

“Esos”, eran también el producto del “nosotros” para el sistema. Algo que no se podía confesar en voz alta, ni contribuir a la generación muestras públicas de regocijo en su destrucción. Para dar cuenta de lo sucedido, era imprescindible impedir la búsqueda del padre, en las condiciones mismas de inestabilidad institucional en la Argentina durante la década de los 60 y los 70. El semen que había generado al monstruo procedía del afuera amenazante, que no por casualidad se asentaba en Rusia, el oriente (bárbaro) en contraposición al occidente (civilizado).

Conjeturamos entonces, que cuando se produce en los discursos militares, el reemplazo del uso de los nombres propios de las personas y las siglas creadas por las organizaciones políticas, se intenta descontextualizar estas identidades “monstruosas” construidas históricamente. En su lugar, aparece el vocabulario de las secciones de inteligencia militar: d.t.s (delincuente terrorista subversivo) y O.S.T (organización terrorista subversiva, que serán algunos de los conceptos articuladores de la taxonomía del genocidio.

¿Quiénes eran los desaparecidos?

Al momento de desaparecer eran actores políticos. Para consagrar el nuevo orden esperado en el “Proceso”, era imprescindible detenerlos. Con el cuerpo del ser humano impedido de revelarse y de seguir articulando acciones de resistencias colectivas, se lograría desarticular la historicidad del movimiento popular. El objetivo del aparato represivo, el razonamiento presente en los asesinatos y torturas, era el impedir que los opositores siguieran siendo opositores.

La desaparición como horizonte de posibilidades era un atributo en particular de estos opositores. Ya dijimos que no cualquiera desaparecía. En el arbitrio que guiaba el instrumento se la “ganaba” por acciones; esta denominación y destino en alguna medida “se merecía”. Para los “desaparecedores” era parte de un proceso decidido por el individuo, el Estado se veía “obligado” a despojar de su condición de ciudadanos, a quienes, en un pasado cercano habían demostrado su escaso apego al orden institucional.
Si el ser desaparecido era consecuencia de algo, fragmentariamente explicitado, la práctica de “desaparecer” a los opositores políticos era una respuesta a la imposibilidad demostrada, hasta ese momento, por las dictaduras precedentes, de impedir el fortalecimiento de las organizaciones antisistémicas.

En el diagnóstico y el diseño del Plan de exterminio de la Junta Militar, se consideraba que cada golpe de Estado era siempre acompañado por el surgimiento de nuevos actores que aprendían en la dura lucha de la resistencia a confrontar con el sistema. El fin de una dictadura y el inicio de una nueva experiencia democrática daba siempre por resultante el “engorde” de las organizaciones subversivas. Por lo tanto, debía ahora obturarse la acumulación y transmisión de estas prácticas .

Este análisis es explicitado en declaraciones realizadas al diario Clarín , por el Gral. Luciano Benjamín Menéndez, “...lamentablemente la amnistía de 1973 les permitió renovar sus pretensiones de conquistar el poder para convertir la invicta Argentina en un satélite comunista. Ignoraron los terroristas que el nuestro es un pueblo de hombres libres...” (2/01/77)

Era imprescindible des-historizar a los sujetos subalternos, borrar todas las referencias en torno a las cuales pudieran rearticularse. Esto implicaba también, impedir que los cuerpos de los muertos se convirtieran a futuro, en símbolo y marco de nuevos ciclos de rebelión y protesta.

Entonces, el acto de ocultar los cadáveres no sólo evitaba la posibilidad de tener que rendir cuentas a largo plazo por el crimen. La desaparición de las personas suponía una orden muda: se debía renunciar a todo intento de oposición, el único destino posible para quienes se negaran a someterse, era el no ser, el convertirse en una ausencia imposible de ser definida.

La palabra “desaparecido” surge entonces, de un proceso que hasta ese momento no tenía precedentes en la Argentina y América Latina. La decisión sistemática de producir ausencias de identidades y ocultamientos de cuerpos, relegaba al Estado normativo a un segundo plano. Para la Dictadura ya no era prioritario el funcionamiento pleno de un aparato aleccionador mediante los castigos judiciales. La justicia, que no juzgaba ni penaba, solo debía preocuparse por cubrir las huellas del crimen, que no era susceptible de ser delito, ya que la prueba (el cuerpo) y la víctima (el detenido) no existía.

La lucha por la historización de los desaparecidos

El 5 de octubre de 1977, en el diario La Prensa se publica una solicitada que por vez primera introduce a la noción del desaparecido como no ser, la referencia “de”. Se inicia así, un complejo proceso de confrontación retórica, en el cual los familiares le disputarán a la Dictadura la hegemonía sobre la valoración y justificación del destino de los detenidos y asesinados.

En esta solicitada, “las madres y esposas de los desaparecidos” dicen que “El Exmo. Señor Presidente de la Nación Tte. Gral. Jorge Rafael Videla, en una reciente conferencia de prensa celebrada en EE.UU. expresó: “Quién diga la verdad no va a recibir represalias por ello”. ¿A quién debemos recurrir para saber La Verdad sobre la suerte corrida por nuestros hijos? Somos la expresión del dolor de cientos de madres y esposas de DESAPARECIDOS”. (...) “la Verdad que pedimos es saber si nuestros
Desaparecidos están vivos o muertos y dónde están. ¿Cuándo se publicarán las listas completas de detenidos? ¿Cuáles han sido las víctimas del exceso de represión al que se refirió el Sr. Presidente? No soportamos ya la más cruel de las torturas para una madre, la incertidumbre sobre el destino de sus hijos...”

Estas mujeres, autodenominadas “madres y esposas”, representaban, al decir de Oscar Terán (2000) aquello que no está en el ágora y retorna de manera trágica. Vuelven bajo la figura de una Antígona contemporánea. Entre nosotros, los argentinos, la oclusión del ágora, esto es, del espacio público y político que estructura y limita las relaciones de los ciudadanos, fue invadida hasta su aniquilamiento por la fuerza brutal durante la última dictadura militar, sin mediaciones éticas ni políticas.

La elección del vínculo afectivo y de sangre como justificación del interés desde donde se pide “verdad”, no es casual. Implica también, en ese contexto, el abandono de las madres y familiares, de una identidad “política” y la negación de la militancia ideológica como incentivo de la organización. En esta situación entonces, los que resisten, eligen referirse a si mismos desde una denominación que la Dictadura considera “natural” y “respetable”: son familia, y al ser, intentan que sus familiares vuelvan a ser.

El impacto de la solicitada de las madres y esposas en octubre de 1977 fue limitado. La Dictadura no tardó en reaccionar desapareciendo a una de las madres fundadoras, Azucena Villaflor, en la esquina de su casa, el 10 de diciembre de ese mismo año.
En esta lucha, los familiares no estaban solos, eran el emergente posible de una resistencia silenciosa a la Dictadura. Junto a ellos y ellas, de manera gradual, se articulará un movimiento de DDHH que tendrá como símbolo más fuerte a las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, pero no solo a ellas, como los relatos predominantes en los años 80, se empeñaron en afirmar.

En este terreno de disputa, aparecía en los familiares la valoración de “inocencia” , (1) ligada a la forma en que se deseaba describir a los desaparecidos por los que luchaban.
Esta adjetivación de “inocentes” de la violencia, era la única condición provisoria que la dictadura aceptaba para la interpelación. Sólo siendo “víctima” y no “culpable”, podía invocarse el auxilio de la justicia, que en contadas ocasiones legalizaba al desaparecido, visibilizándolo nuevamente.

Hasta ese entonces, la Dictadura negaba de manera perversa conocer la “suerte corrida por numerosas personas” (La Opinión: 13/12/77). A partir del año 1977, modificó su discurso de manera progresiva, enumerando razones posibles de la desaparición.
Al detallar las alternativas de las acciones “antisubversivas” a un grupo de periodistas japoneses, Videla mencionó cuatro causas determinantes de la existencia de los desaparecidos: “Paso clandestino a las filas de la subversión; abandono del país con cambio de nombre, luego de militar en las organizaciones antisubversivas; imposibilidad de reconocimiento de cuerpos mutilados por explosiones, el fuego o los proyectiles a raíz de enfrentamientos bélicos entre fuerzas legales y elementos terroristas; un exceso en la represión” (La Opinión: 13/12/77).

De manera lenta e imprecisa se comienza a construir el argumento que se empleó, de manera recurrente en los años 80 y 90, para defender la impunidad de los militares: “En toda guerra hay personas que sobreviven, otras que quedan incapacitadas, otras que mueren y otras que desaparecen”.

El fin de esta coyuntura se encuentra demarcado entonces, por la aceptación de que había un número indeterminado de personas desaparecidas que sólo eran víctimas de los excesos del Estado. Pero en una situación de excepción como el de la “guerra civil”, la responsabilidad sobre el destino y la seguridad de los ciudadanos no recaía principalmente sobre el Estado, sino sobre el núcleo básico de la sociedad: la familia. En la construcción de la génesis de la “desaparición” se explicitaba que recién cuando alguien desaparecía, los padres y hermanos se comenzaban a preocupar demasiado tarde, por lo que este hacía y pensaba.

Nota

(1) Luego, en los años 80, la condición de “víctima” sería recuperada en el relato hegemónico de la transición democrática por parte de las organizaciones de DDHH. Esta estrategia identitaria, de carácter estratégico, tenía por sentido contrarrestar la tesis de “guerra civil” justificadora del genocidio. Si algo no eran los “desaparecidos”, según el informe de la CONADEP, era ser partícipes de la confrontación entre las dos minorías extremistas de izquierda y derecha.

Bibliografía

BLAUSTEIN, Eduardo y ZUBIETA, Martín (1998) Decíamos ayer – la prensa argentina bajo el Proceso. Bs. As. Colihue.

CASADO APARICIO, Elena (1999) Cyborgs, nómadas, mestizas... Astucias metafóricas de la praxis feminista. Bilbao. Servicio Editorial de la Universidad del País Vasco.

HURTADO NEIRA, Josefina (2004) Construcción del mal. En http://www.conspirando.cl/pdf/47/La%20construcci%C3%B3n%20del%20m.pdf. ultima consulta 12/07/06.

TERAN, Oscar (2000) Tiempos de memoria. Revista Punto de Vista N° 68. Bs. As.
https://www.alainet.org/es/active/14376
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