La exageración de hablar de “lucha anticorrupción”
28/11/2006
- Opinión
Resulta exagerado hablar de lucha contra la corrupción. El paso del tiempo, las limitaciones de la respuesta estatal, los cambios en el escenario político y la falta de apoyo aprista, ha terminado por debilitar el mensaje y la acción oficial anticorrupción. De la cruzada emprendida a fines del 2000 sólo queda el recuerdo, el cada vez más solitario empeño de contados fiscales y magistrados y la débil denuncia de pequeños sectores sociales.
Concientes de que la corrupción que se desarrolló durante el gobierno de Fujimori no tenía precedentes y que el Estado no contaba con los mecanismos legales adecuados para enfrentar un problema de criminalidad organizada desde el poder de la magnitud del que se debía investigar; el gobierno de transición, primero, y el de Toledo, después, impusieron un paquete de medidas anticorrupción. Así, desde fines del 2000, el Estado adoptó una serie de acciones de contenido básicamente penal que le permitieron un manejo centralizado y más eficiente de las investigaciones.
Durante el gobierno de Paniagua y en buena parte de la administración de Toledo se desarrolló un esfuerzo inédito contra la corrupción: como nunca se incrementaron los niveles de actuación de los órganos de justicia y se reforzaron las posibilidades de eficacia del Ministerio Público y el Poder Judicial; como nunca se inició investigaciones a los implicados en actos de corrupción y, por cierto, a los miembros del grupo Colina, autores de graves violaciones a los derechos humanos; etc.
Claro que, a poco de andar, durante la administración de Toledo se hizo evidente un conjunto de limitaciones y errores del “sistema” creado, que frenó la acción anticorrupción, desdibujando lo bueno alcanzado, y reforzando la sensación de impunidad que el proceso buscaba reducir. Entre otros, el formalismo de fiscales y magistrados, la ausencia de priorización de las causas a ser sometidas a juicio oral, la lentitud de los operadores de justicia en la resolución de los casos, la dispersión de las imputaciones formuladas, la fragmentación de los juzgamientos, los fallos de la Corte Suprema que favorecieron a la corrupción; etc.
Pero, el error fundamental del Estado en los tiempos de Toledo fue no entender que la magnitud de la corrupción fujimontesinista era tanto resultado de un voraz apetito que privilegió los intereses personales de Fujimori, Montesinos y compañía, y de una estrategia de perpetuación en el poder, como producto de nuestra fragilidad democrática y de un Estado estructuralmente defectuoso. Ello explica por qué Toledo no tuvo la visión de reformar el Estado y eliminar los elementos institucionales que favorecen las prácticas corruptas; insistiendo, más bien, en la adopción de medidas de carácter coyuntural y de casi único contenido represivo. Ello explica, también, por qué durante la administración de Toledo no se elaboró una política pública en esta materia y no se alentó la constitución de un organismo central que lidere el combate a este flagelo.
En todo caso, el apoyo político de Toledo a la lucha anticorrupción se resintió cuando aparecieron las primeras denuncias e investigaciones por actos de esta índole a funcionarios de su gobierno y entorno familiar; y, al final de su mandato, hasta clausuró un proceso judicial seguido por corrupción, ejerciendo el derecho de gracia presidencial.
El gobierno del APRA simplemente ignora la lucha contra la corrupción fujimontesinista. No está entre sus prioridades y tampoco habla de ella. A su sombra, se ha activado un fuego cruzado al sistema y a correctos magistrados anticorrupción, a los que desde las tribunas parlamentaria y política se tilda de inconstitucional y se imputa supuestos “excesos” y “tropelías”. Por supuesto, la administración aprista tampoco ha cuestionado los distintos fallos que, en los últimos meses y desde fuera del sistema anticorrupción, viene amparando peticiones de quienes ya fueron vencidos en juicio y tienen la condición de reos rematados. Pese a que tales resoluciones afectan directamente a los intereses del Estado, éste prefiere guardar un perfil cómplice.
Para eliminar las críticas a su inacción, desviar la atención y presentar una imagen distinta, el APRA ha creado una procuraduría ad hoc para investigar al gobierno de Toledo, al que el flamante abogado del Estado, Ríos Patio, califica de más corrupto que el de Fujimori.
Hoy en día, resulta exagerado hablar de lucha contra la corrupción. El paso del tiempo, las limitaciones de la respuesta del Estado, los cambios en el escenario político luego de las elecciones de junio y la falta de apoyo político aprista a la persecución de la corrupción, ha terminado por debilitar el mensaje y la acción oficial anticorrupción. De la cruzada emprendida a fines del 2000 sólo queda el recuerdo, el cada vez más solitario empeño de contados fiscales y magistrados y la débil denuncia de pequeños sectores sociales.
La extradición de Fujimori
El APRA mantiene silencio sobre la extradición de Fujimori, mientras se sirve de los votos del fujimorismo en el Congreso. Bajo el argumento de evitar la “politización” de la solicitud ha dejado de lado todo reclamo del prófugo, evidenciando una falta de voluntad y compromiso estatal con la extradición; cómo si la exigencia de la entrega por parte de quien presentó la solicitud y es la víctima de los delitos que se imputan al “chino”, pudiera ser calificada de intromisión arbitraria.
Mientras el Estado peruano ha abandonado todo protagonismo político y se ha limitado a mantener la ventaja jurídica sobre el prófugo, en los últimos cuatro meses (precisamente, los del gobierno aprista) Fujimori ha impedido el cierre de las investigaciones en Santiago con el propósito de ganar tiempo y avanzar políticamente (un representante en la Mesa Directiva y la presidencia de dos comisiones del Parlamento, así como el inusitado protagonismo de su movimiento partidario). De allí que la extradición, posible en el ámbito del Derecho, se vea amenazada desde el campo de la política. Aunque no se reconozca de manera oficial, la retirada política de Perú y el nuevo posicionamiento político de Fujimori será considerada por los tribunales mapochos al momento de resolver la petición.
- Ronald Gamarra, ex procurador ad hoc para los casos de Fujimori y Montesinos, es abogado del Instituto de Defensa Legal, especialista en derechos humanos.
Concientes de que la corrupción que se desarrolló durante el gobierno de Fujimori no tenía precedentes y que el Estado no contaba con los mecanismos legales adecuados para enfrentar un problema de criminalidad organizada desde el poder de la magnitud del que se debía investigar; el gobierno de transición, primero, y el de Toledo, después, impusieron un paquete de medidas anticorrupción. Así, desde fines del 2000, el Estado adoptó una serie de acciones de contenido básicamente penal que le permitieron un manejo centralizado y más eficiente de las investigaciones.
Durante el gobierno de Paniagua y en buena parte de la administración de Toledo se desarrolló un esfuerzo inédito contra la corrupción: como nunca se incrementaron los niveles de actuación de los órganos de justicia y se reforzaron las posibilidades de eficacia del Ministerio Público y el Poder Judicial; como nunca se inició investigaciones a los implicados en actos de corrupción y, por cierto, a los miembros del grupo Colina, autores de graves violaciones a los derechos humanos; etc.
Claro que, a poco de andar, durante la administración de Toledo se hizo evidente un conjunto de limitaciones y errores del “sistema” creado, que frenó la acción anticorrupción, desdibujando lo bueno alcanzado, y reforzando la sensación de impunidad que el proceso buscaba reducir. Entre otros, el formalismo de fiscales y magistrados, la ausencia de priorización de las causas a ser sometidas a juicio oral, la lentitud de los operadores de justicia en la resolución de los casos, la dispersión de las imputaciones formuladas, la fragmentación de los juzgamientos, los fallos de la Corte Suprema que favorecieron a la corrupción; etc.
Pero, el error fundamental del Estado en los tiempos de Toledo fue no entender que la magnitud de la corrupción fujimontesinista era tanto resultado de un voraz apetito que privilegió los intereses personales de Fujimori, Montesinos y compañía, y de una estrategia de perpetuación en el poder, como producto de nuestra fragilidad democrática y de un Estado estructuralmente defectuoso. Ello explica por qué Toledo no tuvo la visión de reformar el Estado y eliminar los elementos institucionales que favorecen las prácticas corruptas; insistiendo, más bien, en la adopción de medidas de carácter coyuntural y de casi único contenido represivo. Ello explica, también, por qué durante la administración de Toledo no se elaboró una política pública en esta materia y no se alentó la constitución de un organismo central que lidere el combate a este flagelo.
En todo caso, el apoyo político de Toledo a la lucha anticorrupción se resintió cuando aparecieron las primeras denuncias e investigaciones por actos de esta índole a funcionarios de su gobierno y entorno familiar; y, al final de su mandato, hasta clausuró un proceso judicial seguido por corrupción, ejerciendo el derecho de gracia presidencial.
El gobierno del APRA simplemente ignora la lucha contra la corrupción fujimontesinista. No está entre sus prioridades y tampoco habla de ella. A su sombra, se ha activado un fuego cruzado al sistema y a correctos magistrados anticorrupción, a los que desde las tribunas parlamentaria y política se tilda de inconstitucional y se imputa supuestos “excesos” y “tropelías”. Por supuesto, la administración aprista tampoco ha cuestionado los distintos fallos que, en los últimos meses y desde fuera del sistema anticorrupción, viene amparando peticiones de quienes ya fueron vencidos en juicio y tienen la condición de reos rematados. Pese a que tales resoluciones afectan directamente a los intereses del Estado, éste prefiere guardar un perfil cómplice.
Para eliminar las críticas a su inacción, desviar la atención y presentar una imagen distinta, el APRA ha creado una procuraduría ad hoc para investigar al gobierno de Toledo, al que el flamante abogado del Estado, Ríos Patio, califica de más corrupto que el de Fujimori.
Hoy en día, resulta exagerado hablar de lucha contra la corrupción. El paso del tiempo, las limitaciones de la respuesta del Estado, los cambios en el escenario político luego de las elecciones de junio y la falta de apoyo político aprista a la persecución de la corrupción, ha terminado por debilitar el mensaje y la acción oficial anticorrupción. De la cruzada emprendida a fines del 2000 sólo queda el recuerdo, el cada vez más solitario empeño de contados fiscales y magistrados y la débil denuncia de pequeños sectores sociales.
La extradición de Fujimori
El APRA mantiene silencio sobre la extradición de Fujimori, mientras se sirve de los votos del fujimorismo en el Congreso. Bajo el argumento de evitar la “politización” de la solicitud ha dejado de lado todo reclamo del prófugo, evidenciando una falta de voluntad y compromiso estatal con la extradición; cómo si la exigencia de la entrega por parte de quien presentó la solicitud y es la víctima de los delitos que se imputan al “chino”, pudiera ser calificada de intromisión arbitraria.
Mientras el Estado peruano ha abandonado todo protagonismo político y se ha limitado a mantener la ventaja jurídica sobre el prófugo, en los últimos cuatro meses (precisamente, los del gobierno aprista) Fujimori ha impedido el cierre de las investigaciones en Santiago con el propósito de ganar tiempo y avanzar políticamente (un representante en la Mesa Directiva y la presidencia de dos comisiones del Parlamento, así como el inusitado protagonismo de su movimiento partidario). De allí que la extradición, posible en el ámbito del Derecho, se vea amenazada desde el campo de la política. Aunque no se reconozca de manera oficial, la retirada política de Perú y el nuevo posicionamiento político de Fujimori será considerada por los tribunales mapochos al momento de resolver la petición.
- Ronald Gamarra, ex procurador ad hoc para los casos de Fujimori y Montesinos, es abogado del Instituto de Defensa Legal, especialista en derechos humanos.
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