El discurso de mano dura
01/12/2006
- Opinión
‘Gobernar con mano dura’ es uno los viejos discursos que escuchamos, interiorizamos y padecemos las y los guatemaltecos desde que tenemos uso de razón. Este discurso es tan arcaico que pocas veces nos preguntamos ¿Cuáles han sido sus significados e implicaciones en la historia reciente de Guatemala? De que manera esas ideas e imágenes acerca de la mano dura han hecho ‘normal’ la muerte social, cuando no la muerte física del ‘Otro’. Y lo más preocupante aún, ¿Cómo interiorizamos ese discurso violento y éste nos impide pensar en formas diferentes de entendernos y relacionarnos?.
En estas pocas líneas quiero apuntar algunos elementos acerca de los usos y graves consecuencias que ha tenido para Guatemala la normalización de este discurso autoritario.
Por ejemplo, desde fines del siglo XIX y primera mitad del XX, el argumento de las diferentes dictaduras liberales acerca del porque de la ‘mano dura’ se construyó al rededor de lo que políticos y columnistas denominaron como ‘El problema del indio’. De esta manera se fue definiendo un imaginario del indígena como haragán, vago, deudor, ignorante, sediciosos, responsables de motines y levantamientos, como individuos incapaces de entender y cumplir las leyes del país, en consecuencia, como individuos a quienes había que gobernar con severidad. Finalmente, con estos argumentos se buscaba no solo normalizar los procesos de expropiación de las tierras indígenas y las diferentes formas de trabajo forzoso, sino certificar una ciudadanía restringida y formas autoritarios de ejercer el poder.
Mientras que durante el conflicto armado el argumento del los regímenes autoritarios y el uso indiscriminado de la violencia fue la noción del enemigo interno. En un primer momento, ese ‘Otro peligro’ fueron estudiantes, sindicalistas, catequistas, promotores sociales, dirigentes campesinos y todos aquellos que de una u otra forma hicieran parte de la oposición.
En los momentos de violencia generalizada, esta noción del enemigo interno se aplicó a los familiares, conocidos y hasta las comunidades –principalmente indígenas- que se consideraron potencialmente guerrilleras.
Actualmente, ese enemigo interno se construye con el rostro de los jóvenes y niños de la calle, los ‘tatatuados’, los que viven en los barrios marginales. En síntesis, con todos aquellos a quienes se les pueda enmarcar bajo el apelativo del ‘marero’, el extraño, ‘el desviado social’.
De esta manera, en los diferentes periodos de la historia las ofertas de gobiernos de mano dura han proclamado que existe cierta categoría de personas que se resisten endémica e irremediablemente al control, que son inmunes a cualquier esfuerzo para ‘mejorar’ y que por tanto permanecerán más allá de los límites de los métodos reformadores. En otras palabras estas ofertas se fundamenta en una lógica de deshumanización de los excluidos, la legitimación tácita de la desigualdad y el uso de la violencia en todas sus gradaciones.
Esta manera de entender la política ha tenido implicaciones profundas no sólo para aquellos que han sido víctimas directas de la violencia, si no para la sociedad Guatemalteca en su conjunto. Pues lejos de resolver los problemas de fondo ha configurado una noción de autoridad que idealiza la dureza e inflexibilidad humana como forma de resolver los problemas sociales. En un país con tantos silencios y heridas por sanar ¿será necesario continuar avalando esos leguajes de la violencia?
Matilde González
Área de Estudios de Historia Local
AVANCSO
www.avancso.org.gt
En estas pocas líneas quiero apuntar algunos elementos acerca de los usos y graves consecuencias que ha tenido para Guatemala la normalización de este discurso autoritario.
Por ejemplo, desde fines del siglo XIX y primera mitad del XX, el argumento de las diferentes dictaduras liberales acerca del porque de la ‘mano dura’ se construyó al rededor de lo que políticos y columnistas denominaron como ‘El problema del indio’. De esta manera se fue definiendo un imaginario del indígena como haragán, vago, deudor, ignorante, sediciosos, responsables de motines y levantamientos, como individuos incapaces de entender y cumplir las leyes del país, en consecuencia, como individuos a quienes había que gobernar con severidad. Finalmente, con estos argumentos se buscaba no solo normalizar los procesos de expropiación de las tierras indígenas y las diferentes formas de trabajo forzoso, sino certificar una ciudadanía restringida y formas autoritarios de ejercer el poder.
Mientras que durante el conflicto armado el argumento del los regímenes autoritarios y el uso indiscriminado de la violencia fue la noción del enemigo interno. En un primer momento, ese ‘Otro peligro’ fueron estudiantes, sindicalistas, catequistas, promotores sociales, dirigentes campesinos y todos aquellos que de una u otra forma hicieran parte de la oposición.
En los momentos de violencia generalizada, esta noción del enemigo interno se aplicó a los familiares, conocidos y hasta las comunidades –principalmente indígenas- que se consideraron potencialmente guerrilleras.
Actualmente, ese enemigo interno se construye con el rostro de los jóvenes y niños de la calle, los ‘tatatuados’, los que viven en los barrios marginales. En síntesis, con todos aquellos a quienes se les pueda enmarcar bajo el apelativo del ‘marero’, el extraño, ‘el desviado social’.
De esta manera, en los diferentes periodos de la historia las ofertas de gobiernos de mano dura han proclamado que existe cierta categoría de personas que se resisten endémica e irremediablemente al control, que son inmunes a cualquier esfuerzo para ‘mejorar’ y que por tanto permanecerán más allá de los límites de los métodos reformadores. En otras palabras estas ofertas se fundamenta en una lógica de deshumanización de los excluidos, la legitimación tácita de la desigualdad y el uso de la violencia en todas sus gradaciones.
Esta manera de entender la política ha tenido implicaciones profundas no sólo para aquellos que han sido víctimas directas de la violencia, si no para la sociedad Guatemalteca en su conjunto. Pues lejos de resolver los problemas de fondo ha configurado una noción de autoridad que idealiza la dureza e inflexibilidad humana como forma de resolver los problemas sociales. En un país con tantos silencios y heridas por sanar ¿será necesario continuar avalando esos leguajes de la violencia?
Matilde González
Área de Estudios de Historia Local
AVANCSO
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