Por nuevos avances en verdad y justicia

04/12/2006
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  • Opinión
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La semana pasada se conocieron expresiones de algunos dirigentes políticos polemizando con la iniciativa de anular la Ley de Caducidad.



1- Entre todas ellas merecen destacarse las que proceden de compañeros del Frente Amplio o de quienes, en 1986 votaron en contra de ley.  Por otro lado, se publicaron declaraciones de senadores blancos que amenazan, en caso de que esa ley se anulara, con la eliminación de la ley de amnistía que permitió la salida de presos políticos y el reintegro de muchos destituidos por la dictadura. Es obvio que estos gestos no pueden ser tomados en serio. Son una forma irresponsable de encarar el problema. Y también un alarde: tal o cual grupo de la oposición no está en condiciones de anular nada. Ni siquiera si se pusieran todos de acuerdo. El Frente Amplio sí tiene las mayorías para hacerlo, de ahí la importancia de cotejar argumentos.



En su primera línea, el llamamiento formulado por la Comisión por la declaración de nulidad de la ley de caducidad, se dice que
La ley de caducidad fue aprobada bajo amenaza militar contra los más elementales principios éticos y jurídicos de la República


2- En un reportaje publicado en La República, el senador frenteamplista José Korzeniak dice que no comparte esa apreciación:
Ahora bien, yo no dudo de que haya habido legisladores que en su fuero íntimo dijeron "a mí no me gusta esto pero lo voto porque si no va a haber un golpe de Estado". Pero no me atrevo a involucrar a todos los que votaron la Ley de Caducidad. Yo le voy a reprochar, sí, a Wilson Ferreira que votó y hasta impulsó esa ley, pero no voy a decir que votó asustado por presiones de los militares. (…) Fueron otras las razones. Hubo razones políticas, hubo un acuerdo de muchos blancos y colorados, por el cual se dijo ‘vamos a salir del asunto de esta manera’. Algunos lo habrán hecho porque tenían miedo, aunque no estoy muy seguro. Los discursos, cuando el golpe de Estado (de 1973), mostraron mucha valentía y hubo unos cuantos blancos y colorados que sufrieron consecuencias duras. Puede ser que alguno dijera ‘yo no tengo miedo por mí, pero lo tengo por el país’. Pero”, agrega J.Korzeniak. “vamos a aclarar: ese tipo de situaciones ha ocurrido en una cantidad de leyes” citando luego el caso de un senador colorado que en un asunto de refinanciación de deudas votó presionado por un grupo de granjeros de Canelones.

3- Por su parte, el ex senador del P. Nacional, Juan Martín Posadas, que votó contra la ley de 1986, sostiene algo similar: “Yo estaba en sala – escribe en Brecha- cuando se discutía la ley, no la voté, viví la enorme tensión que reinaba en el Senado, pero discrepo con la calificación de la presión que invoca (el Dr. Óscar) Sarlo. Ningún senador sintió, ni podía sentir, que en ese momento corría algún riesgo personal si votaba a favor o en contra. La presión que invalida un acto que debe ser libre es aquella que se constituye en amenaza (o recompensa) personal vinculada al acto (o a la abstención). Si la presión era –y efectivamente era – para evitar que le sucediera algo malo a la República (que algunos legisladores ubicaban en un sentido y otros en el otro) ninguna merma de libertad afectó el acto y no hay causal de nulidad”


4- Con sus apreciaciones, Korzeniak y Posadas no hacen más que confirmar que las presiones militares existieron. Todo sabemos hasta que punto eso fue así, en el momento de la aprobación de la ley en 1986, sobre el Parlamento y sobre el conjunto de la sociedad. Y cómo esas presiones se ejercieron durante el trabajoso período de recolección de las firmas y, luego, en las vísperas del referéndum, en abril de 1989. Cómo para intimidar se usó los levantamientos Carapintadas en la Argentina.

Vis
to desde las definiciones del Frente Amplio en el 2003, la cuestión no debiera limitarnos a describir las conductas individuales de algunos de los legisladores que votaron la ley de impunidad. Más bien, asumir el punto de vista de la las instituciones y de la sociedad en su conjunto para denunciar la existencia de formas explícitas de amenazas sobre las libertades públicas y sobre las instituciones democráticas, empezando por el Parlamento y siguiendo por el Poder Judicial.

5- Las referencias por parte del Poder Ejecutivo de la época a la “intranquilidad en los cuarteles” si la justicia actuaba se hicieron constantes. Juzgar a Gavazzo y al grupo que operó en Orletti era poner en riesgo la paz, reabrir heridas, generar un clima de inseguridad institucional que los medios de comunicación se encargaron de repetir una y otra vez.

La existencia de esa presión está documentada en la prensa tanto gubernista como opositora de entonces. Y también en las crónicas de periodistas extranjeros, como Cambio 16 de Madrid, o Miami Herald de los EE.UU.

6- Pero la cosa no terminó ahí. La amenaza militar se prolongó luego, en plena democracia, bajo el gobierno de Luis Alberto Lacalle (1990-1995), cuando se discutió en el Senado el informe lapidario realizado por una abogada del Ministerio de Relaciones Exteriores que probaba la participación de Juan Carlos Blanco y otros jerarcas de esa cartera en el secuestro y desaparición de Elena Quinteros, en junio de 1976.

Al ex canciller no se lo podía juzgar. También él era un intocable. Por eso los senadores blancos y colorados no votaron el pasaje a la justicia del documentado informe. Y a Blanco no se lo podía juzgar porque permitir la intervención de los magistrados en el tratamiento de los casos del pasado era reabrir heridas y eso provocaría “malestar en los cuarteles”.

7- Y siguió invocándose la presión de los militares luego, en junio de 1993, cuando estalló públicamente el escándalo del secuestro de Eugenio Berríos y la participación visible, inocultable, de oficiales uruguayos en el episodio.
En aquella oportunidad ya no se trataba de las violaciones a los derechos humanos durante la dictadura. Era un delito de aquella actualidad, que confirmaba la existencia en 1993 de un acuerdo entre Pinochet y los servicios de inteligencia militar uruguayos que las Fuerzas Armadas con el respaldo de los dirigentes blancos y colorados negaban.

En aquel entonces, en oportunidad del tratamiento parlamentario del secuestro de Berríos, el vicepresidente de la república, Gonzalo Aguirre, adujo, en relación a los oficiales (Casella, Radaelli) implicados en el secuestro de Berríos, los mismos argumentos que se habían empleado antes, en 1986, para cerrarle el paso a los magistrados para juzgar a Gavazzo y Silveira y demás oficiales que operaron en la Argentina.

8- Ahora bien, en la actualidad el asunto ha adquirido otras ramificaciones. Ya no se trata de situarse exclusivamente frente a la amenaza militar de antaño. Y no basta con afirmar, con razón, que capitular ante la presión militar ha inferido un daño grave a las instituciones.

Los hechos actuales han vuelto paradójica la invocación política de los riesgos de un golpe militar ante la acción de la justicia en los juicios contra los violadores de los derechos humanos.

Porque lo nuevo, la visible mejoría en la situación de la justicia en nuestro país es que, contrariamente a los pronósticos de los amplificadores civiles de la amenaza militar, hoy Gavazzo, Silveira, Arab y otros militares están presos por las mismas causas o similares a las que tenían pendientes en 1985.

En estos 20 años muchas cosas han cambiado. En Uruguay y en el mundo. Algunos de los intocables están presos y el mundo sigue andando. Como están presos en Chile los militares uruguayos que colaboraron con Pinochet. Como está preso Bordaberry y Blanco.

Y si la actitud del gobierno y de buena parte del Frente Amplio no apunta por ahora a la anulación de la ley de caducidad no puede menos que reconocerse que, habilitando la intervención de la justicia, se contribuyó sustantivamente en la creación de un nuevo clima en el tratamiento de estos temas. La anulación de la ley es el corolario lógico de la existencia de una realidad nueva.

Una realidad en la que no hay lugar para las amenazas ni tienen nada que hacer los sembradores de miedo, los políticos conservadores que, como expresaba el General Victor Licandro, son coautores y también, en parte, beneficiarios de la ley de impunidad.

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