Choque de trenes

Entre el autoritarismo estatal y la resistencia popular

08/01/2007
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Primero de diciembre: la blitzkrieg

Lo que debió ser una fastuosa boda terminó convertido en un simple y apresurado matrimonio en Las Vegas. Este primero de diciembre, el acto más importante en la liturgia laica de la República Mexicana, el cambio de titular del Poder Ejecutivo, terminó transformado en una ceremonia acelerada, torpe y desordenada.

En pocos minutos Felipe Calderón llegó a un Congreso de la Unión sitiado por el Estado Mayor Presidencial, rindió protesta como Presidente de la República, estuvo a punto de que su antecesor le impusiera la banda, tuvo que ser auxiliado por un militar para que ésta se quedara en su lugar, desairó a los cadetes emplazados para rendirle honores, no pudo dar un mensaje a la nación y puso pies en polvorosa. Todo un tiempo récord para el registro del libro Guiness.

Tanta prisa en la toma de posesión del jefe del Ejecutivo no es un asunto secundario. Los rituales importantes de la vida pública ­como los de la religiosa­ requieren de tiempo para su desarrollo. Como momentos trascendentes que son, aspiran a ser instantes fundacionales de un poder soberano, lugares de comunión entre el mandatario y los ciudadanos. La investidura de una persona común y corriente en Presidente de la República es un rito laico por el cual queda constituido en la jerarquía de orden, con la potestad para ejercer funciones que sólo él puede desempeñar. Nada más anticlimático que el apresuramiento en una circunstancia así. ¿Qué pensar de una misa, un matrimonio o un desfile militar que duraran tan escasos minutos?

Tanta prisa no provino de que Felipe Calderón no quisiera hacer las cosas de otra forma sino que no pudo hacerlas. La única manera en la que le fue posible rendir protesta como Presidente de la República fue por medio de una blitzkrieg, la táctica militar para aniquilar rápidamente al enemigo, empleando todos los medios conducentes a ese fin.

La blitzkrieg contó con el apoyo de un impresionante despliegue policial y militar. Rejas, vallas, hombres armados tuvieron que formar una burbuja de contención para aislar y resguardar a Felipe Calderón de la ira de quienes lo consideran un usurpador. Las acciones ejecutadas por el Estado Mayor Presidencial rebasaron, con mucho, las medidas elementales de seguridad con las que hay que proteger a un mandatario.

El operativo contó, también, con un enorme aparato de propaganda como respaldo para maquillar la realidad, al punto de tenerse que hacer una verdadera cirugía plástica para "embellecerla". Los camarógrafos de Cepropie --­la institución gubernamental responsable de la emisión televisada de la ceremonia­-- tuvieron que hacer milagros para que las imágenes y el audio no reprodujeran el clima de encono y animadversión que se vivía dentro del palacio de San Lázaro en contra de Felipe Calderón. A los locutores gubernamentales del acto les creció la nariz más que a Pinocho. Minutos después de que los legisladores se habían trenzado a puñetazos y más de un centenar de gargantas gritaban "¡Ya cayó! ¡Ya cayó! ¡Felipe ya cayó", la conductora oficial del ritual para la televisión, Diane Pérez, comentó que la toma de posesión se había realizado en completa calma y que el nuevo mandatario había empezado su gestión "con el pie derecho".

El que Felipe Calderón, con todo el apoyo de las instituciones tras él, haya tenido que recurrir a una blitzkrieg para tomar posesión es un indicador de la debilidad con la que asume la Presidencia. Un mandatario fuerte no tiene que recurrir a acciones fugaces de fuerza para presentarse ante la nación. No requiere de "innovar la tradición" como lo hizo la noche del primero de diciembre en Los Pinos, en una ceremonia hechiza, patética y aciaga.

La debilidad de Felipe Calderón tiene que ver con su ilegitimidad de origen. Llegó allí por medio de un escandaloso fraude electoral. Y conforme pase el tiempo ésta será la versión que recoja la historia. Porque como sucedió con el movimiento estudiantil-popular de 1968, con el fraude electoral de 1988, con la masacre de Acteal en 1996 y con tantos otros hechos ignominiosos del poder que se difundieron entre la opinión pública en los meses iniciales a que sucedieron mediante una intensa campaña de desinformación para desvirtuar lo realmente acontecido, conforme pasen los meses, más y más ciudadanos se convencerán de que Calderón llegó allí violentando la voluntad popular. Esa será la verdad histórica.

La flaqueza del nuevo mandatario salta a la vista con sólo ver su gabinete. Están allí los tecnócratas de siempre y los hombres y mujeres que operan como alfiles de los poderes fácticos. Es un gabinete de compromisos de campaña, que le deja al Presidente muy poca capacidad real de hacer, más allá de administrar los nuevos negocios. Un gabinete para llevar adelante una propuesta de gobierno que es, tan sólo, más de lo mismo: más Seguro Popular, más Oportunidades, la obligada reforma electoral de todo sexenio...

Pero la debilidad del michoacano se hace aún más evidente al hacer el recuento de los millones de hombres y mujeres que durante seis meses se han movilizado en todo el país para denunciar la usurpación y para luchar por una verdadera democracia. Es una marea que no cesa, que anuncia una tormenta mucho mayor. Esa protesta, es cierto, no pudo evitar que el nuevo mandatario tomara las riendas del gobierno. Logró, en cambio, despojarlo de sus ropas y mostrarle al mundo que el emperador está desnudo. La blitzkrieg no hace sino confirmar la enorme debilidad del nuevo inquilino de Los Pinos.

Felipe Calderón: presidente espurio

Con justificaciones legalistas y una interpretación anodina y contradictoria del derecho, la Constitución y las leyes, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) actuó conforme al libreto preparado por quienes desde la cúspide del poder económico, político y militar decidieron imponer a Felipe Calderón como presidente de la República. Se consumó el "golpe de Estado técnico" o "ruptura del orden constitucional" que trastoca toda legalidad, legitimidad y credibilidad de las instituciones "democráticas" y que seguramente llevará a millones de mexicanos a continuar una resistencia cívica en proceso de construcción y de incierto futuro, pero de obligada opción por congruencia ética y política.

Se expresa así la crisis institucional que conlleva la mundialización capitalista neoliberal, con estados autoritarios y corruptos, coludidos con las redes corporativas y, en muchos casos, el crimen organizado, y con tendencias estructurales a violentar sistemáticamente sus fundamentos de legalidad y estado de derecho y, por ende, a vaciar de contenido los procesos democráticos enaltecidos por los ideólogos del capitalismo neoliberal.

Ana María Rivadeo, en su libro Lesa patria: nación y globalización (México, UNAM, 2003), describe lo que considera Estado nacional de competencia como una nueva forma del Estado autoritario. "Esta se articula en torno a una desdemocratización de las instituciones liberal democráticas, impuesta por medio del recurso de 'los hechos' que exige la competencia capitalista trasnacional. O sea, que esa desdemocratización se apoya, en lo esencial, en el vaciado, la ineficacia y la insignificancia inducidas de las instituciones liberal democráticas. Estas torsiones no involucran, sin embargo, ningún retroceso o debilidad del Estado. El Estado nacional de competencia es un vigoroso interventor, tanto en el plano económico como en las dimensiones política, social, ideológica, cultural y militar; el neoliberalismo es una doctrina exacerbadamente estatista; y el 'libre mercado' es una construcción político estatal instituida y sostenida, asimismo, por la coerción y la represión." (pp. 310-311)

Este autoritarismo se ha dejado sentir en todo el país con el creciente clima de militarización abierta y encubierta, la sistemática criminalización de la disidencia y los rumores e informaciones sobre preparación de grupos paramilitares y parapoliciacos al servicio de la represión gubernamental y la ultraderecha. Los ataques de sicarios y fuerzas de seguridad contra integrantes de la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca (APPO), con su secuela de muertos, heridos y detenidos; así como las amenazas y agresiones contra adherentes de la otra campaña; los actos de formal prisión contra los dirigentes de Atenco; y las denuncias de provocaciones de las juntas de buen gobierno en Chiapas son hechos recientes de una política represiva generalizada que Felipe Calderón considera de "mano firme".

El poder que impuso a Calderón está subestimando la reacción de importantes sectores del pueblo mexicano y pretende que el desgaste y las campañas mediáticas se harán cargo de la oposición contra la Presidencia impuesta. Sin embargo, existen al menos cuatro formas político-organizativas que plantean una lucha frontal contra el nuevo gobierno: 1) Un movimiento ciudadano de corte democrático popular bajo la conducción de AMLO y apoyado por la estructura burocrática, de gobierno y representación parlamentaria de los partidos de la coalición Por el Bien de Todos. 2) La "comuna de Oaxaca" que se origina en una movilización gremial y ante la represión del gobernador, se transforma en una experiencia de gobierno popular con representación de diversos sectores sociales y de los pueblos indios, con un alcance histórico todavía no valorado en todas sus dimensiones por la simultaneidad con el movimiento cívico. 3) El EZLN y la otra campaña, que pasan por momentos de debate y definición, pero que representan una fuerza política cuyos fundamentos descansan en las experiencias de los procesos autonómicos del "mandar obedeciendo" y que intenta desde una perspectiva anticapitalista establecer un polo popular nacional que logre la hegemonía de un poder constituyente; y 4) Los grupos armados con un proyecto socialista y una estrategia de guerra popular prolongada que implica acumulación de fuerzas, autodefensa y sobrevivencia hasta alcanzar el poderío suficiente para una fase nacional ofensiva.

La segunda muerte de la Revolución Mexicana

Fallecida de muerte natural hace ya muchos años, el ex presidente Vicente Fox decidió, en su último año de gobierno, volver a matar a la memoria de la Revolución Mexicana. Para cometer el homicidio no cambió el nombre al monumento levantado en su memoria, ni mandó demoler las estatuas de sus caudillos, ni optó por hacerla desaparecer de los libros oficiales de historia patria. Su técnica fue más sencilla y aparentemente menos escandalosa: decidió suspender el desfile deportivo con el que cada año el jefe del Ejecutivo le rendía honores.

Otros le siguieron en su vocación homicida. El panista Jorge Zermeño, presidente de la Cámara de Diputados, para borrar los restos de tan incómodo pasado, mandó quitar del Palacio de San Lázaro una exposición fotográfica de Francisco Villa. Las imágenes del Centauro del Norte cabalgando en el recinto legislativo resultaron intolerables para el diputado conservador. Según él, la Revolución Mexicana debe desaparecer del memorial cívico. El 20 de noviembre debe conmemorarse a San Roque y San Octavio, y nadie más.

Sin embargo, de la misma manera que sucede en la fiesta brava con algunos toros que aparentemente heridos de muerte reviven cuando el puntillero quiere rematarlos, así, la pretensión del Presidente de la República y el legislador panista de acabar con la fecha histórica, parece haberla traído de ultratumba. Este 20 de noviembre el aniversario luctuoso estuvo más vivo que nunca.

Ciertamente, en esta resucitación tuvo también mucho que ver Andrés Manuel López Obrador. No es poca cosa que ese mismo día, en el Zócalo de la ciudad de México, el Peje tomó posesión como presidente legítimo. En la hora de la disputa por la historia, López Obrador decidió reivindicar la transformación social de 1910-1917 construyendo una especie de maderismo social que luche contra la usurpación de la Presidencia de la República por parte de Felipe Calderón.

Pero, ¿acaso eso es razón suficiente para querer matar nuevamente a la Revolución Mexicana? No, no lo es. Las causas son otras y no sólo de coyuntura. Por principio de cuentas la decisión provino de que Vicente Fox es un hombre de derecha que decidió salir del clóset. Y la única revolución con la que el mandatario se sintió gusto es la "espiritual universal para tener la oportunidad de ser felices, de vivir mejor, de tener menos dolores y penas" a la que convocó inmediatamente después de su triunfo electoral del año 2000.

Al pensamiento conservador que representa el antiguo mandatario le incomoda la Revolución Mexicana. Le disgustan sus conquistas, aunque hayan sido disminuidas. La reforma agraria, la educación pública gratuita laica y obligatoria, los derechos laborales, la propiedad estatal del petróleo y su rectoría de la industria eléctrica le resultan inadmisibles.

En el nombre de este proceso histórico perviven conquistas sociales y actividades económicas las que se quiere acabar y desamortizar. A pesar de su primera defunción, la Revolución Mexicana sigue siendo un formidable dique ideológico contra las pretensiones privatizadoras del capital trasnacional, los organismos financieros multilaterales y la tecnoburocracia. Acabar con ella, con sus restos mortales, sigue siendo una operación fundamental para preparar el asalto a los últimos vestigios del Estado de bienestar, las pensiones de los trabajadores al servicio del Estado, el petróleo y la electricidad.

La vertiente popular de la Revolución Mexicana, el zapatismo, el villismo y el magonismo, sigue siendo una fuente de identidad, articulación y legitimidad para las expresiones de resistencia de los trabajadores del campo y la ciudad en todo el país. El enorme malestar social que sacude el territorio nacional mira atrás para actuar hacia delante. En estas corrientes revolucionarias de comienzos del siglo XX ha encontrado un vehículo sustantivo para insertar su resistencia en la volátil arena política de principios del siglo XXI, apoyándose simultáneamente en sus fuertes lazos con el pasado y en su capacidad de innovación. Para muchas de ellas, la Revolución no es sólo pasado sino futuro.

La segunda muerte de la Revolución Mexicana caminó de la mano de la militarización del Palacio de San Lázaro para "facilitar" la toma de protesta de Felipe Calderón como Presidente de la República. No fueron hechos aislados. En ambos se resume el triunfo de la razón de la fuerza sobre la fuerza de la razón, tan caro a la derecha mexicana.

Paradojas de la resistencia

A pesar de no haber podido lograr su principal objetivo, es decir impedir la toma de posesión de Felipe Calderón, el movimiento contra el fraude electoral mantuvo durante más de cuatro meses una vitalidad y una capacidad de convocatoria notables. Los fuertes golpes que sufrió, lejos de mermarlo parecieron robustecerlo. Y, pese a que perdió la batalla legal, ganó dos grandes escaramuzas simbólicas en la disputa por el calendario patrio, nada despreciables en el pleito por la legitimidad: 1º y 15 de septiembre. El 1o de septiembre impidió que Vicente Fox rindiera su discurso a la nación. El 15 obligó al mandatario a dar el Grito de la Independencia fuera de la ciudad de México.

A pesar de que los medios de comunicación electrónicos le cerraron espacios, ha encontrado la forma de transmitir su mensaje. No obstante la defección de algunos intelectuales que originalmente apoyaron a Andrés Manuel López Obrador, ha mantenido viva la adhesión de una significativa parte de la comunidad intelectual y académica. La impopularidad que el plantón en Reforma le provocó entre sectores medios no mermó las simpatías entre su base apoyo principal.

El movimiento cuenta con una sorprendente legitimidad. Por lo pronto, más allá de su desenlace final, ha ganado ya la batalla por la historia. En unos cuantos años su versión de las elecciones de 2006 será "lo realmente sucedido". De hecho, en muchos lugares, dentro y fuera del país, se da por sentado que Felipe Calderón triunfó merced a un gran fraude electoral.

El movimiento rebasó su carácter de protesta contra el fraude y parece encaminarse a la conformación en una coalición antioligárquica y en lucha por la transformación de las instituciones, pero no contra el neoliberalismo. La convención nacional democrática (CND) proporcionó al movimiento la visión y el mandato para emprender la lucha por el cambio institucional. Su realización, con más de un millón de delegados de todos los estados de la República, constituye un acontecimiento que no es posible ignorar o minimizar. El rechazo a una presidencia espuria y el reconocimiento de una legítima tienen significados de corto y largo alcance que indudablemente inciden en la lucha del pueblo mexicano por la reconstitución de la nación a partir de un proyecto democrático-popular. Permitió también un momento de encuentro entre la movilización social y la representación política institucional en el congreso de los partidos que hoy integran el Frente Amplio Progresista.

Es necesario caracterizar la composición de la CND ya que no obstante ser una iniciativa de AMLO -aceptada renuentemente por los partidos de la coalición Por el Bien de Todos (ahora Frente Amplio Progresista)-, sería un error identificarla o reducirla a estos referentes. Como en la lucha contra el desafuero, en la CND, además de los militantes del PRD confluyen ciudadanos sin partido, demócratas, nacionalistas, organizaciones gremiales, diversos colectivos de excluidos por el neoliberalismo, así como grupos de izquierda no institucionalizada que han resuelto integrarse a este proyecto. Indudablemente la componente ciudadana y de la sociedad civil sería la más significativa de todos, dada la naturaleza de la lucha electoral que origina la CND, aunque la resistencia cívica esté derivando hacia reivindicaciones de mayor rango en los campos económicos, sociales y políticos que proponen incluso el establecimiento de un nuevo poder constituyente y la fundación de una nueva República.

Es imprescindible que la convención busque la convergencia con las izquierdas y los movimientos sociales a partir del respeto a los caminos específicos que cada quien decida recorrer y de la coincidencia en un programa mínimo que pudiera incluir: la lucha firme contra la presidencia ilegítima de Felipe Calderón y contra la continuidad del modelo de mundialización capitalista neoliberal que ha ocasionado el actual desastre nacional; actuar en defensa de la soberanía popular y nacional sobre el patrimonio estratégico, territorial, cultural y de la planta productiva de la nación; lograr la libertad de todos los presos políticos y el fin de la impunidad para los genocidas y torturadores; cesar la criminalización y persecución de los luchadores sociales; poner en práctica los acuerdos de San Andrés y, en consecuencia, establecer un estado de autonomías que garantice el derecho a la libre determinación de los pueblos indígenas; mantener las conquistas sociales, laborales y democráticas que han sido logradas por la lucha de generaciones enteras de mexicanos.

No está claro aún si esta relación entre acción en las calles y representación parlamentaria y gobiernos locales podrá mantenerse o, por el contrario, como ha sucedido una y otra vez en el pasado, los legisladores y mandatarios actuarán de acuerdo con sus propios intereses.

Pero esta contradicción no es única. El movimiento plantea alcanzar su objetivo estratégico, el cambio de régimen y la creación de una cuarta República, sin convocar un nuevo constituyente y sin una nueva constitución. Es decir, quiere un cambio sin ruptura. Sin embargo, la dinámica del movimiento desde abajo es muy otra. Su vocación contra el neoliberalismo y su radicalidad en la acción son evidentes. El viejo pacto social ha sido roto por el fraude y su reconstitución requiere mucho más que un mero cambio de régimen.

De la misma manera, no es poca cosa que un movimiento reformador que proclama la necesidad de una nueva política esté conducido por la vieja clase política de izquierda, acostumbrada a los acuerdos cupulares y al gradualismo inmovilizador. Tampoco que en una coalición que busca refundar la República la presencia juvenil sea testimonial y escasa. Los centros de educación superior, en lo general, y la UNAM, en lo particular, han sido un factor clave en la lucha por la democracia en México, pero en esta ocasión su presencia en las jornadas de lucha (y durante la campaña electoral) ha sido limitada.

Asimismo resulta paradójico que un movimiento que reivindica una democracia radical tenga un liderazgo vertical y unipersonal. No es un hecho insignificante que en una movilización de esta naturaleza, el peso político en la toma de decisiones de las organizaciones sociales sea tan pequeño; conforme pase el tiempo la continuidad de la coalición dependerá en parte de sus estructuras y recursos.

Hasta hoy la autoridad de López Obrador y la gravedad de la situación política han creado una situación en que estas contradicciones han pasado a segundo plano, ante la necesidad de responder con rapidez al fraude y la imposición. La emergencia ha hecho de estos asuntos una cuestión aplazable. Coaliciones populares de orientación progresista en América Latina tienen en su interior contradicciones parecidas a las que vive la resistencia civil en México.

Pero no hay plazo que no se cumpla. Tarde o temprano, si el movimiento quiere convertirse en una fuerza transformadora de largo aliento, necesitará resolver las paradojas de su origen. De no hacerlo, el formidable impulso que tomó en su despegue podría agotarse, asfixiado por las prácticas y los vicios políticos que hicieron del PRD la caricatura de lo que quiso ser en su fundación.

El nuevo éxodo zapatista

La otra campaña zapatista mostró esta nueva conflictividad social. Como iniciativa se desenvolvió por afuera de los canales de la política institucional, al margen y en contra de las reglas del juego que regulan la competencia de las elites por acceder al gobierno. Se diferenció claramente de la clase política establecida. Se movió de acuerdo con sus propios tiempos y su agenda.

Si el gobierno federal no trató de impedir la salida de los zapatistas de Chiapas no es porque la gira le sirviera para contrarrestar el número de votantes a favor de Andrés Manuel López Obrador, sino porque no puede evitarla. El EZLN ha conquistado el derecho a hacer otra política dentro del territorio nacional sin renunciar a nada a cambio. Afirmar que la administración de Vicente Fox "veía con buenos ojos" el periplo rebelde es un absurdo sin fundamento.

La otra campaña fue una iniciativa antisistémica. La radicalidad de una lucha no tenía que ver con su ilegalidad, sino con su capacidad de impugnar el sistema y construir los sujetos del cambio. El proyecto cuestionó profundamente tanto las mediaciones como los mecanismos de representación política existentes, al tiempo que estimuló la formación de una red nacional de resistencias y solidaridades. Busca modificar las condiciones dentro de las que se mueve el conflicto social, cambiando la correlación de fuerzas a favor del campo popular.

La otra campaña prefiguró la formación de una nueva fuerza política que se asume explícitamente como de izquierda, antineoliberal y anticapitalista, claramente diferenciada de los partidos políticos legales existentes. Impulsó un proyecto que apuesta a refundar el país y a elaborar una nueva constitución, es decir, un pacto político nacional distinto al vigente. Se trata de una estrategia política que teje los reductos de esperanza existentes, pero dispersos. Una acción pública sometida a la sanción, a la crítica, al rumor, al juicio de la multitud.

Como iniciativa política renunció a la ilusión de que en la lucha por la transformación del país hay atajos o soluciones milagrosas. De que la historia la hacen los Mesías o los personajes carismáticos. Imprevisible, capaz para iniciar algo nuevo, hábil en la construcción de alternativas, la propuesta zapatista buscó construir un nuevo movimiento político y social. Rompió así el hechizo de la inacción y remonta el bloqueo mediático al que se le ha querido someter.

La otra campaña dio continuidad a las propuestas de acción zapatistas elaboradas desde hace más de tres años y contenidas en el Plan La Realidad-Tijuana. No se trató de una respuesta ante un problema de coyuntura, y mucho menos, como afirmó Emir Sader, de una acción "ante una ofensiva militar de las fuerzas armadas, que alegaban pretextos de plantaciones de coca en Chiapas (en la que) el EZLN decidió no prestar resistencia militar, y desmovilizó sus juntas de buen gobierno". Los caracoles no fueron desmovilizados. Siguen funcionando.

La otra campaña apostó a crear una esfera pública no estatal, a trasladar la política fuera del marco estricto del quehacer gubernamental y parlamentario. Profundizó de esta manera el deterioro del monopolio estatal de las decisiones políticas, tendencia descrita ya, hace años, por el teórico Carl Schmitt. Según el politólogo alemán: "El tiempo del Estatismo toca a su fin (...) El Estado como modelo de la unidad política, el Estado como titular del más extraordinario de todos los monopolios, es decir, del monopolio de la decisión política, está a punto de ser destronado."

A diferencia de la hipocresía de la política institucional, en la que los contendientes se niegan a reconocer que tienen enemigos y los presentan como simples adversarios, mientras por debajo de la mesa se dan patadas y buscan aniquilarse, la otra campaña llamó a las cosas por su nombre y se niega a abandonar la noción de enemistad. No hubo en ella falsas civilidades ni cortesías hacia el poder establecido y sus hombres. "Lo justo", ha dicho Marcos, "sería que la gente que asesina, humilla y engañe esté presa, en lugar de quienes luchan por cambiar las cosas para todos."

Como toda iniciativa política generada desde fuera del establishment, la otra campaña provocó incertidumbre y malestar. Se le acusó de llamar a la abstención electoral cuando explícitamente dijo que no es abstencionista. Se le pidió que hiciera propuestas programáticas cuando explicó que buscaba que se escucharan las demandas y los reclamos de los sin voz. Se afirmó que el centro de sus críticas es Andrés Manuel López Obrador cuando fueron implacables con la clase política en su conjunto. Se aseguró que al ex gobernador de Chiapas,  Pablo Salazar, no se le tocó "ni con el pétalo de una rosa", a pesar de las denuncias contra él.

La otra campaña cuestionó explícitamente a los poderes fácticos que gobiernan el país. Buscó generar un nuevo sistema de representación desde afuera de los canales institucionales, en un momento en el que en la opinión pública se reconocía la naturaleza excluyente y asfixiante de nuestro sistema político, y se juzga severamente a la partidocracia y su sumisión a los grandes monopolios de comunicación electrónica. Al hacerlo obligó a otros actores políticos a transformar su conducta. Sin ir más lejos, López Obrador debió modificar su rechazo a presentarse como gente de izquierda a raíz de las críticas rebeldes.

En un momento en el que el reformismo sin reformas  provoca nuevas y amargas decepciones, y en el que una nueva izquierda dura, gestada por afuera de las clases políticas tradicionales, ajena a las veleidades del "socialismo liberal", emerge como opción de gobierno en varios países de América Latina, el éxodo zapatista se empeñó en construir una red de relaciones de solidaridad capaz de inventar nuevas oportunidades.

Los significados de la APPO

No es una casualidad que Oaxaca sea el estado de la república mexicana donde tiene lugar una insurrección pacifica cívico-popular de trascendencia histórica en sus formas y contenidos. Iniciada como un conflicto gremial del magisterio enfrentado a un gobierno estatal corrupto y autoritario, el movimiento se trasforma a partir de la brutal represión al plantón de los maestros por parte de los policías y paramilitares del gobernador Ulises Ruiz en lo que deviene en Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca (APPO) el 17 de junio de este año.

Uno de los estados con mayores grados de marginación y pobreza, Oaxaca, es también el territorio que concentra 16 pueblos o grupos etnolingüísticos, con sus variantes dialectales, y una extraordinaria riqueza de procesos autonómicos enraizados en la comunidad como núcleo básico de sus formas de organización social, cuya instancia máxima de debate y decisión es precisamente la asamblea comunitaria.

Ya desde el dialogo de San Andrés, una nueva generación de dirigentes e intelectuales indígenas oaxaqueños aportaron su experiencia histórica en la construcción de autonomías, la reconstitución de los pueblos y la elaboración de marcos jurídicos acordes con estas reivindicaciones y realidades. Fueron ellos los que hicieron prevaler su hegemonía sobre el resto del movimiento indígena nacional, distinguiéndose por la solidez y coherencia de sus argumentos.

La composición de la propia sección 22 del magisterio refiere a miles de maestros indígenas que han jugado un papel importante en las luchas democráticas y en contra de la imposición y violencia del caciquismo económico y político impuesto por el PRI. Algunos de ellos participaron en programas como la licenciatura abierta en Antropología Social que la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH) estableció en los años ochentas, adquiriendo una capacitación especializada sin que estos educandos abandonaran sus obligaciones magisteriales y las tareas de conducción política que las propias comunidades demandaban. También ha sido importante la existencia de formas organizativas como la Coalición de Maestros Bilingües de Oaxaca, en las se formaron numerosos dirigentes y luchadores sociales con perspectivas de largo aliento y con un compromiso firme con sus pueblos. La experiencia de los contingentes de emigrantes indígenas radicados en Estados Unidos y en la propia ciudad de México, con estrecha relación con sus comunidades de origen y vivencias políticas significativas, han transformado los nuevos entornos y dejado su impronta en el acontecer político que está viviendo su natal Oaxaca.

A la par de este componente indígena, fructifica en la integración de la APPO el esfuerzo unitario de numerosas organizaciones de la sociedad civil que durante décadas dieron sus luchas en los campos de la ecología, la defensa del patrimonio cultural, los derechos humanos, la educación laica y gratuita, las perspectivas de género, emigrantes y tantos otros que de manera relativamente aislada han planteado sus propuestas democratizadoras y de verdadero cambio social y que encuentran en la Asamblea Popular la posibilidad de caminar juntos en su consecución.

La APPO demuestra que es posible un gobierno popular sin la presencia de la maquinaria burocrática, los partidos políticos institucionalizados y, sobre todo, sin los voraces funcionarios corruptos que por más de 81 años han vivido a costa del erario y que pretenden seguir gobernando aun en contra de una visible y beligerante oposición de la mayoría del pueblo oaxaqueño. La APPO, en los ámbitos estatal y urbano, ratifica la experiencia exitosa de las juntas de buen gobierno zapatistas que en el plano municipal y regional llevan más de tres años gobernando a partir del principio de "mandar obedeciendo" y que representan una verdadera escuela de aprendizaje de democracia directa y participativa, que la APPO ha emulado con sus variantes y especificidades.

Oaxaca: el tejido fino de la sublevación

Durante más de tres meses, la revuelta popular oaxaqueña vivió un proceso organizativo inédito en las luchas sociales.

Al caer la noche, la ciudad de Oaxaca cambia. Con los últimos rayos de luz comienzan a aparecer en barrios y avenidas cientos de barricadas. Los vecinos organizados toman las calles, encienden fogatas, colocan piedras y asumen el control de la circulación de vehículos y personas. A partir de ese momento, moverse por la ciudad resulta muy difícil.

En las barricadas se comentan las últimas noticias, se conversa, se preparara café, se cocina, se realizan asambleas y se escucha la estación de radio de la APPO. Con ellas se garantiza la seguridad pública en la oscuridad nocturna. Se protege a los barrios pobres de la delincuencia y de los ataques de los pistoleros al servicio de Ulises Ruiz. Se hace sentir el control de los ciudadanos sobre su territorio.

La comunicación radial es el hilo que enhebra los centenares de focos de resistencia aparentemente desarticulados en calles y hogares. La radio ocupada informa de los ataques de sicarios y policías vestidos de civil y llama a los ciudadanos a movilizarse y organizar la defensa. Transmite a teléfono abierto llamadas de solidaridad y apoyo. Difunde programas para niños con historias ejemplares. Emite segmentos informativos sobre la biopiratería y la defensa de los conocimientos tradicionales de los pueblos indígenas. Comunica al movimiento consigo mismo.

Desde radio APPO (www.asambleapopulardeoaxaca.com) se emiten canciones de la Guerra Civil española. ¡No pasarán! es una especie de segundo himno del movimiento, después del ¡Venceremos!, adaptado y adoptado por la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE), a la que pertenece el magisterio oaxaqueño, desde 1979.

Con los primeros rayos de luz del día, las pequeñas barricadas de los barrios se levantan. Permanecen las más importantes. El campamento principal del movimiento en el centro de Oaxaca se llena de actividades. Grupos solidarios entregan víveres y comida preparada. Las brigadas móviles de la APPO toman camiones y edificios públicos. Conminan a los funcionarios y empleados a abandonar los edificios donde despachan. Los altos mandos de la administración local se mueven a salto de mata. Se reúnen en hoteles y casas particulares, siempre temerosos de que los inconformes lleguen a desalojarlos.

En Oaxaca los ciudadanos han perdido el miedo, ese cemento social básico para que funcione un sistema de dominación. Cuando los pistoleros gubernamentales disparan contra la multitud o contra las estaciones de radio la gente no huye, sino que se lanza contra los agresores. A convocatoria de la radio centenares o miles de personas se concentran en cuestión de minutos en el lugar del ataque para perseguir a los responsables.

En cambio, las policías locales tienen miedo. Temen a los ciudadanos organizados y su ira. Tienen pavor a la respuesta decidida de la gente desarmada. Perdieron la batalla del 14 de junio contra el magisterio, cuando el gobernador los mandó a desalojar del zócalo de la ciudad. Han perdido todas y cada una de las pruebas de fuerza a las que se han sometido.

En contra de lo que se ha dicho, y a pesar de la indudable importancia que desempeña el sindicato magisterial, no se trata de un mero movimiento gremial. En la lucha encontraron un lugar y una identidad aquellos que no tienen futuro. Los jóvenes punk y los desempleados, los excluidos que no han emigrado a Estados Unidos, al valle de San Quintín o la periferia de la ciudad de México han encontrado en la protesta un espacio de dignidad y la posibilidad de hacerse de un lugar en el mundo. Su radicalidad es notable, como también su arrojo.

El magisterio tiene una cultura y una práctica sindical que hace muy difícil la cooptación de sus dirigentes. Ulises Ruiz, ignorante como es de los asuntos de su estado, lo vivió en carne propia el pasado 21 de noviembre, cuando festinó por adelantado el levantamiento del paro de los maestros sólo porque parte de la dirección gremial impulsó y anunció el repliegue. El (des)gobernador del estado confió a los suyos que tenía listas 50 pipas de agua para entrar a limpiar el centro histórico de Oaxaca. Pero las pipas tuvieron que quedarse estacionadas porque la asamblea estatal de los trabajadores de la educación decidió hacer una nueva consulta para ver si se regresaba o no a clases.

En la sección 22 del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE) las cúpulas no mandan, porque no las dejan mandar. Por el contrario, deben obedecer las decisiones de la asamblea estatal, instancia organizativa en la que participan el comité seccional y los secretarios generales de todas las delegaciones sindicales del estado. El movimiento orienta su acción a partir de 20 principios rectores de claro contenido democrático. Los delegados que asisten a la asamblea van amarrados a lo que sus bases han acordado. Si rompen ese acuerdo pueden ser destituidos.

El tejido fino de la sublevación oaxaqueña está integrado por una convergencia de pobres urbanos, jóvenes sin futuro, comunidades indígenas, organizaciones campesinas, gremios, ONG y maestros democráticos, con su respectivo memorial de agravios. Muchos ya no tienen miedo del gobierno. La horizontalidad de su funcionamiento hace muy difícil que un acuerdo entre autoridades gubernamentales y dirigentes sociales que no resuelva la demanda central -la cabeza del gobernador- sea viable. Oaxaca de abajo sabe que la permanencia de Ulises Ruiz al frente del estado provocará una carnicería. No puede abandonar la lucha por su salida.

La naturaleza de la APPO

La APPO es una de las más importantes experiencias organizativas del movimiento social en México. Se trata de una asamblea de asambleas nacida el 17 de junio de 2006 en el marco de la sublevación popular contra Ulises Ruiz. Participaron en su formación 365 organizaciones sociales, ayuntamientos populares y sindicatos con una demanda única: la salida del gobernador.

Las asambleas populares son el espacio donde tradicionalmente deliberan y toman acuerdos las comunidades oaxaqueñas. En muchos municipios son la institución donde se nombran las autoridades locales. En gran cantidad de organizaciones sociales son el lugar desde el cual se decide el rumbo de la lucha y se escoge a los dirigentes.

La APPO sintetiza la cultura política local nacida de las asambleas populares, el sindicalismo magisterial, el comunalismo indígena, el municipalismo, el extensionismo religioso, la izquierda radical, el regionalismo y la diversidad étnica de la entidad. Expresa, además, las nuevas formas asociativas que se crearon en Oaxaca a raíz del levantamiento popular pacífico: las organizaciones de los barrios pobres de la ciudad de Oaxaca y su zona conurbada, las redes juveniles libertarias y las barricadas.

En el entorno de la APPO, pero más amplio que ella, se ha creado un movimiento sociopolítico conocido como la Comuna de Oaxaca. Ella es la expresión organizativa autónoma de la resistencia popular, el embrión de un poder distinto. Ese "otro poder" en construcción se expresa en la creación y consolidación de la Policía del Magisterio Oaxaqueño y el Honorable Cuerpo de Topiles. Allí está contenida la voluntad de transformación política profunda de una parte muy importante de la sociedad oaxaqueña.

La Asamblea plantea ir democratizando las instituciones mientras trabaja en una nueva constituyente que elabore una nueva Constitución. Busca transformar la revuelta popular en una "revolución pacífica, democrática y humanista". En su último congreso rechazó la posición que afirmaba la importancia de que "la APPO negocie y vaya ocupando espacios de decisión y de poder en las instituciones vigentes".

La APPO no es un partido político ni el movimiento de masas de alguno de ellos. No aspira a convertirse en uno. Tampoco es creación de una guerrilla, o de alguna iglesia u ONG. Aunque en su interior participan muchas corrientes políticas no está dirigida por ninguna en particular. Unas y otras se hacen contrapeso.

La APPO no es un pacto de líderes políticos, sociales o religiosos. No es una organización de cabecillas. No hay en su conducción una figura que destaque sobre las demás. Es un movimiento de bases. Su dirección está integrada por 260 personas. Pretender explicar su nacimiento como producto del retiro gubernamental de subvenciones a varios dirigentes locales es un buen argumento propagandístico contra el movimiento, pero una torpeza analítica.

La APPO es imposible de comprender al margen de la sección 22 del Sindicato Nacional de trabajadores de la Educación (SNTE). Y no sólo porque surgió como resultado de su convocatoria y el gremio tiene presencia en todos los rincones de Oaxaca. Desde que el sindicato comenzó su proceso de democratización, en 1980, los maestros han buscado vincularse con los padres de familia y sus luchas. El resultado de este proceso ha sido desigual. Muchos se han convertido en forjadores y dirigentes de organizaciones campesinas e indígenas regionales, pero otros han chocado con el mundo indígena.

La forma en la que los activistas magisteriales se han asociado para actuar dentro del sindicato se reproduce en el movimiento social en el que actúan. Dos corrientes magisteriales, la Unión de Trabajadores de la Educación (UTE) y la Corriente Democrática del Magisterio (Codema), con gran influencia en la sección 22, son, al mismo tiempo, muy influyentes en la APPO.

A la rica e inédita experiencia del movimiento no le corresponde un lenguaje novedoso. Su práctica apenas ha comenzado a sistematizarse. En su interior coexisten distintos discursos. Es común en las protestas encontrar simultáneamente contingentes con mantas con la hoz y el martillo, jóvenes antiautoritarios con la simbología ácrata y comunidades eclesiales de base con imágenes de la Virgen de Guadalupe. Esta diversidad lingüística y simbólica refleja tanto proyectos diferentes sobre las vías para la transformación política como enorme dificultad para pensar y nombrar lo nuevo. A pesar de ello, hay una práctica unitaria que, hasta el momento, ha logrado dejar de lado las diferencias ideológicas.

Algunas corrientes políticas han tratado de extender la experiencia de la APPO a otros estados. A diferencia de Oaxaca, donde la Asamblea es resultado de un proceso de radicalización desde abajo que nace de la lucha gremial, las nuevas APPO en otras entidades surgen de una decisión de grupos políticos. El nombre es el mismo, pero los procesos sociales que albergan son muy diferentes. Será muy difícil que esas experiencias se consoliden como convergencias sociales amplias, aunque pueden perdurar como frentes políticos de activistas.

Oaxaca: el fin de la tolerancia

Oaxaca en 2006 como Sonora en 1902. A comienzos del siglo XX el gobierno de Porfirio Díaz enfrentó la enésima rebelión de los yaquis deportando a los indios prisioneros a Yucatán, Jalisco, Tlaxcala y Veracruz. A comienzos del siglo XXI, la administración de Vicente Fox respondió a la sublevación oaxaqueña enviando a los 141 detenidos insumisos al penal de San José del Rincón en Nayarit. Muy pronto, Felipe Calderón se sumó a la acción represiva.

Vicente Fox terminó su sexenio con las manos llenas de sangre. "Se acabó la tolerancia" en Oaxaca, dice el general Ardelio Vargas, jefe del Estado Mayor de la Policía Federal Preventiva (PFP), uno de los héroes, junto con el almirante Wilfrido Robledo, de la represión de Atenco. Sus perros están en la calle. Lanzan lacrimógenos, golpean con lujo de violencia, detienen sin órdenes de aprehensión, invaden viviendas sin autorización, destrozan propiedades, ocupan hospitales y clínicas, impiden el libre tránsito de las personas, ofenden sexualmente a las mujeres.

En las calles los jóvenes son detenidos indiscriminadamente por el mero delito de ser jóvenes. Los presos son maltratados, torturados y confinados con reos comunes. No se permite que sus defensores jurídicos y familiares los visiten. Y, como en el porfiriato, son deportados.

Pero los abusos contra la población civil de la PFP no se limitan a los que sus integrantes cometen directamente. Ellos actúan como resguardo de los sicarios al servicio de Ulises Ruiz. Estos pistoleros y policías vestidos de civil recorren la ciudad de Oaxaca en vehículos desde los que disparan y secuestran integrantes de la APPO. Son los convoyes de la muerte. La mayoría de los 20 homicidios perpetrados contra activistas han sido responsabilidad suya.

¿Por qué esta represión contra el movimiento popular de Oaxaca? ¿Qué sucedió que agotó la "tolerancia" de las autoridades federales? Básicamente por una razón: a menos de una semana de tomar posesión como jefe del Ejecutivo, en medio de una gran crisis de legitimidad, Felipe Calderón exigió a Vicente Fox que, en vista de que no le había solucionado el conflicto, lo dejara en condiciones de debilidad tales que le garantizara una futura negociación en condiciones favorables. Con presos y perseguidos, supuso, el arreglo con los insumisos sería más fácil y barato. Reclamó y obtuvo que sea la administración saliente y no la entrante la que pague el precio y el descrédito de la represión. En suma: que le limpiara el camino. De paso, consiguió con una acción de distracción, desalentar la presencia masiva de un contingente oaxaqueño en las jornadas del primero de diciembre para evitar su toma de posesión.

La presencia masiva de la PFP en Oaxaca desde el pasado 29 de octubre no impidió que las protestas contra Ulises Ruiz se mantuvieran vivas en la entidad. No desarticuló la organización popular ni frenó la revuelta. Al contrario, la APPO realizó exitosamente su congreso y reafirmó su unidad interna.

Sin embargo, a pesar de enfrentamientos como el del 2 de noviembre, el conflicto se encontraba relativamente contenido. No se había restablecido la ingobernabilidad ni la normalidad en la vida cotidiana en la entidad, pero existían puentes de comunicación informales entre el gobierno federal y la dirección de la APPO. Era, pues, un conflicto relativamente administrado. Ese estatus resultaba, sin embargo, inconveniente para el gobierno entrante y decidió romperlo.

¿Realizó el movimiento popular alguna acción que rompiera este equilibrio? No, definitivamente no. La manifestación del sábado 25 de noviembre fue absolutamente pacífica. Fue, evidentemente, una demostración de fuerza, pero se trató de una acción no violenta. La decisión de atacar provino, como se ha documentado ampliamente, de la PFP. Fueron elementos de esta corporación los que lanzaron canicas con resorteras a los manifestantes y luego lacrimógenos y proyectiles. Fueron ellos quienes comenzaron la agresión.

¿Perdieron los mandos de la PFP el control sobre su tropa? Muy probablemente así sucedió en un comienzo. Pero, más adelante, la orden fue atacar. Y lo hicieron con saña y con rencor. Fueron a machacar a los manifestantes, a cobrarse una venganza. La represión fue salvaje: tres muertos, más de 100 heridos, 221 detenidos.

Y con ellos, protegidos por ellos, actuaron los sicarios y los policías vestidos de civil al servicio de Ulises Ruiz. Dispararon y secuestraron a ciudadanos indefensos. Agredieron a quienes en la estación de autobuses ADO esperaban su transporte. Se dedicaron a lo que han hecho durante los últimos meses: sembrar terror.

Sin embargo, a pesar de ello, la resistencia en Oaxaca se mantiene viva. Miles de personas han salido a la calle en dos ocasiones y la exigencia de renuncia de Ulises Ruiz se mantiene viva.

Las guerrillas mexicanas

El 6 de noviembre unos fuertes bombazos en la ciudad de México, de cuya acción se responsabilizó una coordinación de grupos guerrilleros, reabrieron el debate sobre la existencia de organizaciones armadas en México. La pregunta central que anima esta discusión es: ¿existen realmente esos grupos o son un instrumento del gobierno para descalificar movilizaciones sociales legítimas y justificar una política de mano dura?

El debate deja fuera al Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), que ha ganado una legitimidad y un estatus legal que no poseen las otras fuerzas. Se discute, fundamentalmente, sobre las organizaciones menos conocidas.

Las guerrillas son una realidad en la vida política nacional. Existen y actúan. Cuentan con armas, campos de entrenamiento, campamentos y casas de seguridad. Realizan trabajo de masas, y activistas cercanos a ellas actúan dentro de movimientos sociales. Algunas, incluso, no se oponen a la participación electoral, sino que, en ciertas circunstancias, la estimulan.

Las organizaciones armadas de izquierda tienen una larga historia, anterior aun al movimiento estudiantil-popular de 1968. De su larga marcha han obtenido una importante experiencia. Sus dirigentes distan de ser bisoños. El levantamiento zapatista de 1994 les dio aire. Han sobrevivido a las embestidas de los aparatos represivos del Estado en su contra y a la acción de los órganos de inteligencia. Saben moverse en la clandestinidad. Algunos de sus integrantes participaron en antiguos movimientos insurreccionales en América Latina.

Varias de ellas, con implantación fundamentalmente rural, han hecho de la autodefensa el centro de su acción. Otras, con mayor implantación nacional, han efectuado acciones de propaganda armada, explotando bombas y petardos o bloqueando carreteras.

Las guerrillas mexicanas no practican el terrorismo. El terrorismo busca inducir el terror en la población civil a través de una serie de actos violentos para obtener algún fin político o religioso. Las organizaciones político-militares que actúan en el país no atacan a la población civil. Enfrentan objetivos militares y destruyen bienes materiales, no atentan contra la vida de ciudadanos de a pie. Son, sí, grupos subversivos en la medida en que promueven el derrocamiento del gobierno por medio de la fuerza y la violencia.

El archipiélago guerrillero mexicano dista de ser homogéneo. Las distintas islas que lo integran tienen diferencias importantes entre sí, tanto por los objetivos que buscan como por los medios para alcanzarlos. Su relación dista de ser pacífica. En los últimos años se han producido fuertes choques entre algunas de ellas. El asesinato de Miguel Ángel Mesino Mesino, integrante de la Organización Campesina de la Sierra Sur, es apenas un botón de muestra de la forma en que han enfrentado sus desavenencias.

El hecho de que las guerrillas hayan sobrevivido más de 40 años en nuestro país es un hecho que no puede soslayarse. Por un lado muestra cierta ineficiencia de los servicios de inteligencia. Por otro, evidencia que en la vida política y en la cultura nacional existen causas objetivas que permiten su reproducción.

¿Cuáles son esas causas? Una enorme franja de la población mexicana ha sido excluida de los beneficios del desarrollo y no cuenta con representación política real. Los agravios del poder hacia la gente sencilla son mucho más profundos e hirientes de lo que los medios electrónicos difunden. Las genuinas aspiraciones de movilidad social y de transformación de las instituciones se encuentran mucho más bloqueadas de lo que las elites reconocen. Los fraudes electorales son más recurrentes de lo que se acepta. La violencia y corrupción con la que se comportan los cuerpos policíacos y el sistema de procuración de justicia crean para quienes las padecen situaciones exasperantes y de enorme escepticismo hacia la ley.

La existencia de guerrillas no supone un desafío constante al Estado mexicano, de manera que no son pocos los gobernadores que encontraron en el pasado la forma de coexistir con ellas sin excesivos sobresaltos. Sin embargo, su capacidad para descarrilar procesos políticos no puede ser puesta en duda.

Esas organizaciones político-militares nada tienen que ver con la revolución bolivariana ni con Hugo Chávez ni con otros gobiernos de América Latina. Responden a la realidad del país, no a los intereses diplomáticos de otras naciones. Son resultado de procesos endógenos.

Desde la izquierda se ha optado por descalificar las acciones guerrilleras presentándolas como actos de provocación efectuados por agentes gubernamentales. En lugar de explicar lo contraproducente que para el movimiento transformador del país resulta el uso de la violencia armada en momentos en que hay un extraordinario proceso de resistencias sociales, se le quiere desautorizar haciéndolos pasar como infiltrados.

Es evidente que los bombazos del 6 de noviembre no sirvieron en nada al movimiento oaxaqueño y, por el contrario, lo perjudicaron. Fueron una acción vanguardista, autoritaria y provocadora. No educaron a nadie en las supuestas virtudes de la violencia revolucionaria. Tampoco abrieron espacios a la lucha democrática. Sin embargo, quienes pusieron los explosivos no son guerrilleros manipulados por el Estado.

Las guerrillas están aquí. No se han ido nunca a lo largo de nuestra historia reciente. Sin embargo, la represión gubernamental en Lázaro Cárdenas-Las Truchas, Atenco y Oaxaca, y el fraude electoral contra Andrés Manuel López Obrador, les han dado un aire y un impulso insospechado.

De la mano dura al choque de trenes

Más de lo mismo, pero peor. Así se resume la posición de Felipe Calderón frente a los graves problemas sociales que sacuden al país. El choque de trenes entre un movimiento social radicalizado, un movimiento ciudadano agraviado y un gobierno federal torpe y endurecido es inminente.

El dramático problema de Oaxaca no mereció una sola palabra del nuevo Presidente en su discurso de toma de posesión. Pero, eso sí, para que no haya dudas de quiénes son sus aliados, un día después Ulises Ruiz asistió a la comida de los gobernadores con el nuevo inquilino de Los Pinos. Tampoco dijo nada de Chiapas ni de los derechos de los pueblos indígenas. En cambio, colocó en la Secretaría de Gobernación a un connotado torturador y violador de derechos humanos. Nombró como parte de su gabinete de seguridad a los mismos funcionarios que condujeron al país al desastre en temas de derechos humanos durante la administración de Vicente Fox. Y, por si fuera poco, durante su fugaz toma de posesión, la conductora oficial del acto anunció en cadena nacional una política de mano dura.

Una nueva conflictividad social sacude al país. Los síntomas son claros. Ha aparecido una multiplicidad de nuevos actores. Los métodos de lucha de las organizaciones populares se han radicalizado al tiempo que los problemas se multiplican. Los canales institucionales para atender sus demandas han sido frecuentemente desbordados.

Los funcionarios encargados de la gobernabilidad y los servicios de inteligencia durante el sexenio de Fox no entendieron nunca la naturaleza de la nueva problemática social. Lisa y llanamente, no comprendieron el nuevo fenómeno que tuvieron que enfrentar. Y esos funcionarios ­y otros peores que ellos, si es que cabe tal cosa­ son los que están hoy al frente del equipo de Calderón.

Durante los últimos meses de su administración, Fox quiso suplir su desconcierto ante la creciente rebeldía social con el uso de la fuerza pública. Con acciones relámpago, en nombre del Estado de derecho, la firmeza y el uso legítimo de la violencia, se reprimió a movimientos paradigmáticos de esta nueva conflictividad como el de los mineros de Lázaro Cárdenas-Las Truchas, Atenco y la sublevación oaxaqueña. Sin embargo, lejos de solucionar los conflictos, la "salida" policial los complicó más. La población enfrentó indignada a la fuerza pública y, lejos de atemorizarse, ha mantenido su lucha. El gobierno mexicano acabó pagando un alto costo ante la comunidad internacional de derechos humanos por las graves violaciones a las garantías individuales que los destacamentos policiales cometieron. La cuenta completa todavía no llega.

Estos desplantes autoritarios respondieron, en parte, al gran temor que estas luchas provocan en los sectores acomodados. Desde que a raíz de la Marcha del Color de la Tierra en marzo de 2001, el ideólogo empresarial Juan Sánchez Navarro recomendó a los suyos encerrarse ante el empuje del pobrerío. En las clases pudientes hay miedo. Para su gusto, hay demasiado desorden y en lugar de aplicar la ley se negocia con los inconformes.

Esta nueva conflictividad social tiene un punto de arranque en 1999 al desarrollarse una intensa lucha social que enfrentó con relativo éxito las políticas gubernamentales de privatización. Como no se había visto en décadas, una parte del movimiento sindical, trabajadores de la cultura, maestros, estudiantes, campesinos y jóvenes ganaron la plaza pública no para pedir salarios, sino para conservar conquistas sociales. Muchas de las características que asumieron los movimientos sociales los años posteriores se perfilaron en ese año.

A partir de 1999 la sociedad civil se hizo pueblo y las demandas ciudadanas se reciclaron en lucha de clases. El protagonismo de las ONG y las organizaciones ciudadanas dio paso a la acción de organismos gremiales y profesionales. El afán de avanzar en las propuestas se transformó en un retorno a la protesta. Surgieron grandes expresiones gremiales de resistencia, movimientos de base "feos" para el mundo de la política formal y una multitud de luchas locales contra la "desposesión". A diferencia de otros tiempos, una parte de esas movilizaciones fueron parcialmente exitosas.

Desde entonces se ha producido una tenaz movilización social. Centenares de protestas de indígenas, campesinos, trabajadores, pobres urbanos, mujeres, defensores de derechos humanos, ecologistas han surgido en todo el país enarbolando diversas demandas. Algunas, incluso, han decidido darse sus propias formas de gobierno. La lucha contra el desafuero de Andrés Manuel López Obrador, primero, y contra el fraude electoral de 2006 después, hicieron que sectores medios de la población se sumaran al actual ciclo de protestas. El pobrerío anda alborotado y las elites cada vez más temerosas con ese alboroto.

Estas luchas expresan el hastío hacia una cierta forma de hacer política. Está presente en su seno una tradición antipartidista y una desconfianza en la política institucional. Sin embargo, la radicalización social proviene también del entorno de la política institucional. El fraude electoral de 2006 provocó que una muy importante parte de la población que confiaba en los partidos y las elecciones se sumara a una dinámica de movilización antinstitucional y de resistencia civil pacífica.

Es así como muchas de las expresiones de malestar social reciente han tomado forma de acciones de desobediencia civil. Han emprendido acciones voluntarias y públicas que violan leyes, normas y decretos porque son considerados inmorales, ilegítimos o injustos. Han hecho de la trasgresión que persigue un bien para la colectividad, un acto ejemplar de quebrantamiento público de la norma por razones de conciencia.

El choque de trenes entre un gobierno ilegítimo y crecientemente autoritario y un movimiento social radicalizado y en ascenso parece inevitable.

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