¿”Torquemadas” del siglo XXI”?
13/03/2007
- Opinión
Lo primero que debemos llevar al Socialismo del Siglo XXI es, clara ortodoxia y coherente ortopraxis
Cada vez que el ser humano aborda temas ideológicos, la tentación a descalificar se hace presente. En algunos casos esta tentación proviene del celo ideológico por la doctrina en la cual se ha creído. En otros casos aparecen los pescadores en río revuelto. Cuando veo u oigo a personas como aquellas quienes alguien llamó en estos días: "narcisos comunicacionales", irrumpiendo como río en conuco con la espada de una supuesta "ortodoxia", descalificando, agrediendo, juzgando y condenando… el fantasma de Tomás de Torquemada comienza a girar en torno mío con su macabra sonrisa.
Reflexionemos cuánto daño ha hecho este tremendismo a lo largo de la historia y cuántos inescrupulosos mediocres y bandidos se han escondido tras el ropaje de una pretendida pureza que jamás tuvieron ellos mismos. Tomás de Torquemada entró a la historia por haber sido el primer Inquisidor General del Tribunal del Santo Oficio. Al modo de los simuladores de siempre, no poseía la pureza ni el linaje que a otros exigía, mucho menos la ortopraxis (Esa coherencia entre la doctrina y la práctica) que demandaba desde su radicalismo. Este caballero nunca fue un hombre de fe en tanto que sí lo era -y bien experto- en el manejo de los hilos religiosos del poder. Alcanzó posiciones que no demandaron de él ni categoría intelectual, ni austeridad cristiana de vida, ni fe, sólo ambición y una inusual seguridad en sí mismo que lo hacían casi suicida. Representó la línea más dura en la persecución de los neoconversos siendo él mismo uno de ellos. Tuvo un fino olfato para agradar al poder establecido, de modo que sin poseer densidad doctrinaria, supo aprovechar para sí mismo una coyuntura histórica llena de ambiciones y resentimientos.
Persiguió a los neoconversos, no por su herejía sino por el poder social y económico que poseían. Se trató de una brutal persecución para desplazarlos de la cúspide social y económica, y sustituirlos estos puristas con Torquemada a la cabeza. Le ofreció al sector resentido lo que este sector pedía: las cabezas y las fortunas de los neoconversos.
Sin la presencia de este miserable arribista habría sido imposible la campaña de persecución racial que se emprendió en una España, precisamente caracterizada por el mestizaje histórico. Supo disfrazar de campaña antiherética lo que en realidad era una búsqueda ambiciosa del poder sin miramientos. Sin este desbocado oportunismo de Torquemada, habría sido imposible la Inquisición en España.
Pocos tuvieron la serenidad para ver lo que se les venía encima. Secundar -como hicieron muchos con marcado entusiasmo e ingenuidad- las campañas de este miserable de mil resentimientos, condujo a más de 3000 ejecutados en la hoguera, más de 100.000 judíos expulsados, e incontables encarcelamientos, torturas y percusiones. Este terror lo impuso un inmoral convocando a la delación de los herejes, tarea mediante la cual, cuantos tenían un odio o una envidia dieron rienda suelta a sus más criminales instintos. De nuevo no sabían la caja de Pandora que habían destapado; aquellos que al principio delataban por ambición terminaron siendo delatores por miedo, prestos a dar demostraciones fehacientes de fidelidad para salvar sus propias vidas.
Hoy en día, llamo a la mesura y la reflexión porque estoy persuadido de lo fácil que es desatar los diablos de la intolerancia y la discriminación de aquel que ofrece propuestas distintas a las nuestras. Exijamos a estos “torquemadas” de nuevo cuño, coherencia en su forma de vida. Al asceta verdadero se le puede tolerar -y hasta admirar- su ascetismo, pero al payaso miserable que dice lo que no hace, que proclama ascetismo y fidelidad revolucionaria desde un carro lujoso -tan lujoso como los que crítica y por los que persigue a quienes lo tienen- y su nivel de vida ha subido como la espuma en menos de tres o cuatro años, a esos sólo podemos ofrecerle nuestro desprecio. El Che -tantas veces invocado- fue un modelo de coherencia entre la palabra y la obra, entre la ortodoxia y la ortopraxis. Por eso al Che hay que oírlo. ¡Ya está bueno de disfraces!
Martín Guédez
Periodista
Cada vez que el ser humano aborda temas ideológicos, la tentación a descalificar se hace presente. En algunos casos esta tentación proviene del celo ideológico por la doctrina en la cual se ha creído. En otros casos aparecen los pescadores en río revuelto. Cuando veo u oigo a personas como aquellas quienes alguien llamó en estos días: "narcisos comunicacionales", irrumpiendo como río en conuco con la espada de una supuesta "ortodoxia", descalificando, agrediendo, juzgando y condenando… el fantasma de Tomás de Torquemada comienza a girar en torno mío con su macabra sonrisa.
Reflexionemos cuánto daño ha hecho este tremendismo a lo largo de la historia y cuántos inescrupulosos mediocres y bandidos se han escondido tras el ropaje de una pretendida pureza que jamás tuvieron ellos mismos. Tomás de Torquemada entró a la historia por haber sido el primer Inquisidor General del Tribunal del Santo Oficio. Al modo de los simuladores de siempre, no poseía la pureza ni el linaje que a otros exigía, mucho menos la ortopraxis (Esa coherencia entre la doctrina y la práctica) que demandaba desde su radicalismo. Este caballero nunca fue un hombre de fe en tanto que sí lo era -y bien experto- en el manejo de los hilos religiosos del poder. Alcanzó posiciones que no demandaron de él ni categoría intelectual, ni austeridad cristiana de vida, ni fe, sólo ambición y una inusual seguridad en sí mismo que lo hacían casi suicida. Representó la línea más dura en la persecución de los neoconversos siendo él mismo uno de ellos. Tuvo un fino olfato para agradar al poder establecido, de modo que sin poseer densidad doctrinaria, supo aprovechar para sí mismo una coyuntura histórica llena de ambiciones y resentimientos.
Persiguió a los neoconversos, no por su herejía sino por el poder social y económico que poseían. Se trató de una brutal persecución para desplazarlos de la cúspide social y económica, y sustituirlos estos puristas con Torquemada a la cabeza. Le ofreció al sector resentido lo que este sector pedía: las cabezas y las fortunas de los neoconversos.
Sin la presencia de este miserable arribista habría sido imposible la campaña de persecución racial que se emprendió en una España, precisamente caracterizada por el mestizaje histórico. Supo disfrazar de campaña antiherética lo que en realidad era una búsqueda ambiciosa del poder sin miramientos. Sin este desbocado oportunismo de Torquemada, habría sido imposible la Inquisición en España.
Pocos tuvieron la serenidad para ver lo que se les venía encima. Secundar -como hicieron muchos con marcado entusiasmo e ingenuidad- las campañas de este miserable de mil resentimientos, condujo a más de 3000 ejecutados en la hoguera, más de 100.000 judíos expulsados, e incontables encarcelamientos, torturas y percusiones. Este terror lo impuso un inmoral convocando a la delación de los herejes, tarea mediante la cual, cuantos tenían un odio o una envidia dieron rienda suelta a sus más criminales instintos. De nuevo no sabían la caja de Pandora que habían destapado; aquellos que al principio delataban por ambición terminaron siendo delatores por miedo, prestos a dar demostraciones fehacientes de fidelidad para salvar sus propias vidas.
Hoy en día, llamo a la mesura y la reflexión porque estoy persuadido de lo fácil que es desatar los diablos de la intolerancia y la discriminación de aquel que ofrece propuestas distintas a las nuestras. Exijamos a estos “torquemadas” de nuevo cuño, coherencia en su forma de vida. Al asceta verdadero se le puede tolerar -y hasta admirar- su ascetismo, pero al payaso miserable que dice lo que no hace, que proclama ascetismo y fidelidad revolucionaria desde un carro lujoso -tan lujoso como los que crítica y por los que persigue a quienes lo tienen- y su nivel de vida ha subido como la espuma en menos de tres o cuatro años, a esos sólo podemos ofrecerle nuestro desprecio. El Che -tantas veces invocado- fue un modelo de coherencia entre la palabra y la obra, entre la ortodoxia y la ortopraxis. Por eso al Che hay que oírlo. ¡Ya está bueno de disfraces!
Martín Guédez
Periodista
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