Argentina: Marcha de piquetes y cacerolas
31/01/2002
- Opinión
Medio siglo no es nada
La marcha que terminó el lunes 28 en la histórica Plaza de Mayo
representa un profundo viraje de la sociedad argentina; uno más de los
que se vienen sucediendo en los últimos tiempos, que anticipa cambios de
largo aliento en el sistema político.
Una fisura histórica acaba de cerrarse; una brecha social que sirvió al
autoritarismo, al control social y al dominio de las elites: la que
enfrentaba a los más pobres con las clases medias, a los obreros y a los
empleados, a los que viven en el cinturón de la gran ciudad con los que
habitan en la ciudad misma. Por esa brecha, aprovechándola y haciéndola
cada vez más grande, se colaron los gobiernos autoritarios. Esa fisura,
entre otras, permitió y permite asegurar la reproducción de la opresión
en la vida cotidiana. Se trata de una brecha que se había instalado en
la sociedad argentina, de forma clara y explícita, hace más de medio
siglo.
El milagro lo produjo la movilización social. El cambio se venía
perfilando desde mediados de la década pasada, pero en los últimos
tiempos la herida fue cicatrizando a pasos de gigante. Al paso de la
creciente participación de los argentinos.
DE ALPARGATAS Y DE LIBROS. El 17 de octubre de 1945 la clase obera
argentina irrumpió en el escenario político, con tal potencia, que
modificó la relación de fuerzas. La decadente oligarquía debió
replegarse y las clases medias, asustadas, se plegaron hacia las
posiciones de la derecha recalcitrante. Una escena de aquel día, ilustra
y resume el clima social que se vivía. La ciudad de La Plata fue
"invadida" por miles de obreros que llegaban de las vecinas Berisso y
Ensenada, enclaves obreros industriales. Los manifestantes, que habían
recorrido a pie los diez kilómetros que los separaban de sus ciudades,
ocuparon el centro de la ciudad. "Se detuvieron ante los edificios de la
Universidad, donde cantaron primero el himno nacional y luego, entre
silbatinas y burlas, repitieron a coro 'Alpargatas sí, libros no!'",
según reza la crónica del diario La Nación del día siguiente, recogida
en un excelente ensayo del historiador estadounidense Daniel James*.
Un mes antes, fueron las clases medias las que ganaron las calles, en
plena ofensiva contra el gobierno militar al que acusaban de simpatizar
con el fascismo. La Marcha de la Constitución y la Libertad, el 19 de
setiembre, congregó una enorme multitud que exigía la entrega del poder
a la Corte Suprema, pero manifestó a la vez, agresivamente, su rechazo a
las reformas que implementaba el Estado y que favorecían a los obreros.
El gobierno militar respondió a través del estado de sitio, la ocupación
de las universidades y la intensificación de la represión.
Sin entrar a evaluar aquellos hechos, que todavía debaten
historiadores, políticos y activistas sociales, lo cierto es que la
crisis política de 1945 congeló las distancias y recelos entre obreros
manuales y empleados, comerciantes y estudiantes. Unos provenían de
zonas rurales o de pequeñas ciudades de provincia, y ostentaban rasgos
culturales "bárbaros" que chirriaban con los hábitos mundanos y
cosmopolitas de los porteños. Para los obreros, sus enemigos eran
"pitucos" y para éstos aquellos eran "cabecitas negras". Imposible
atravesar el muro.
Unos y otros representaban, grosso modo, a la mitad del país. Para los
de abajo, los del medio ("medio pelo" como los ridiculizara el
inolvidable Arturo Jauretche) eran el principal impedimento a su ansiado
ascenso social. Para los medieros, la irrupción del pobrerío significaba
una verdadera amenaza a su posición conquistada.
Buena parte de la intelectualidad porteña tomó partido contra los
pobres. Algunos, como Jorge Luis Borges, inmortalizaron esa mezcla de
odio y desprecio con la imagen de los obreros lavándose las patas en las
coquetas fuentes de plaza de Mayo, en lo que consideraban un "aluvión
zoológico" que, desde el más allá del arrabal, invadía "su" territorio.
La conformación de un conglomerado humano que suele llamarse clase,
obrera en este caso, polarizó a la sociedad, y ese magnetismo hizo
cobrar forma, en el otro polo, a un conjunto humano amplio que, bajo el
rótulo "clases medias", abarcó desde empleados hasta terratenientes.
EL INEXORABLE PASO DEL TIEMPO. Los gobiernos autoritarios que abonaron
todas las décadas de la historia del siglo XX argentino (elegidos por
sufragio o fruto de cuartelazos) se beneficiaron de ese odio visceral.
Ciertamente, durante los sesenta la irrupción de una juventud
universitaria rebelde y politizada comenzó a romper el hielo, como pudo
observarse durante los días del Cordobazo, cuando los estudiantes se
sumaron a la protesta obrera que llegaba al centro desde la periferia
fabril. Sin embargo, los regímenes militares de los setenta sólo
pudieron sostenerse (tanto en Argentina como en Chile, Brasil y Uruguay)
gracias al apoyo y las simpatías de una buena parte de la población.
Los puentes tendidos entre sectores sociales, que son también puentes
territoriales y culturales, fueron muy débiles. Y fueron cortados por
las dictaduras. Lo cierto es que las elites utilizaron el odio y el
recelo entre los obreros y las capas medias para consolidar su hegemonía
sobre unos y otras. Un relevo sobre la condición social de los
desaparecidos por la última dictadura, revelaría que las víctimas se
encontraban en el amplio abanico que va desde los habitantes de las
villas miseria y los obreros industriales hasta los estudiantes y los
profesionales.
Fue, sin embargo, en los noventa cuando las relaciones entre aquellos
sectores sociales enfrentados dieron un vuelco. Y, más precisamente,
durante los dos últimos años. La amplia movilización social en defensa
de Aerolíneas Argentinas abarcó básicamente a las clases medias urbanas.
Pero, si atendemos a la forma, inseparable del contenido, veremos que
usaron métodos que ya venían aplicando los piqueteros: cortes de calles
y de rutas, bloqueos de aeropuertos y, generalizando un método nacido
del movimiento por los derechos humanos, escracharon a los responsables
del desaguisado.
Ciertamente, el modelo hizo lo suyo para tender puentes entre obreros y
clases medias. Al genocidio siguió un movimiento encabezado por las
Madres de Plaza de Mayo que no reconoce límites generacionales ni
sociales. En tanto, la pauperización de los sectores medios redundó en
que hoy seis de cada diez pobres provienen de las capas medias.
SIN DETERMINISMOS. No fue, sin embargo, la crisis económica la que
promovió la unidad entre caceroleros y piqueteros. La crisis creó una
oportunidad, pero fue la movilización social la que cerró las heridas.
Durante la marcha del 28, cientos de vecinos de la capital bajaron de
sus edificios para repartir jarras de agua fresca a los piqueteros que
caminaron 40 kilómetros. Otros, sobre todo mujeres, les llevaron
naranjas, ciruelas y sandwiches caseros. Hasta los porteros, especímenes
de piel dura, abrieron las mangueras de sus edificios para refrescar a
los marchantes. Grupos de jubilados les entregaron galletitas y
gaseosas. Fueron iniciativas individuales, aunque algunos barrios
hicieron sus colectas para aportar alimentos y bebidas.
Uno de los hechos más significativos, fue la recepción que les dieron a
los piqueteros los vecinos de Liniers, en el límite entre la provincia y
la capital, que vienen movilizándose desde hace semanas contra los
bancos. Les prepararon un gran desayuno (la marcha había salido la noche
anterior de La Matanza) con mate cocido y pan. El presidente del Centro
de Comerciantes de Liniers fue claro: "Para nosotros, vecinos y
comerciantes, es un honor poder unir piqueteros y desocupados con
caceroleros, para marchar juntos a construir una nueva Argentina".
Es la derrota del sistema. Las elites buscan romper la sociabilidad
entre diferentes, "guetizando" a los pobres en sus barrios pobres, a los
ricos en sus barrios ricos, y a las clases medias en los suyos. La
ruptura de los lazos entre grupos sociales y la homogeneización de la
sociedad, son requisitos del control social. Desbordados los mecanismos
tradicionales del control a través del encierro (la sociedad
disciplinaria que estudiara Michel Foucault), se impuso una forma de
control a "cielo abierto" que requiere una previa homogeneización de los
ciudadanos, reducidos en guetos de fácil control.
Sin embargo, para poder coincidir y comunicarse, los diferentes debieron
convertirse primero en sujetos. Tanto los desocupados como las clases
medias transitaron el camino de la territorialización. Unos, haciendo de
sus barrios espacios de resistencia; las clases medias porteñas, creando
más de cuarenta asambleas barriales, autoconvocadas, y ahora coordinadas
en una gran asamblea interbarrial. Ambos sectores recuperaron sus
territorios, convertidos en "no lugares" por el mercantilismo, los
ocuparon y los nombraron, creando un nuevo imaginario en la vida
cotidiana. Las formas de lucha de unos y otros se interpenetran, y
encontramos así a las clases medias haciendo piquetes y a los
desocupados haciendo escraches. Y a los jóvenes, tomando lo mejor de
cada sector social.
Los diferentes territorios sociales, espacios de sujetos diferentes, se
confundieron en la marcha. Sin hegemonías ya que, pese a los analistas,
no se trata de una clásica "alianza de clases", producto de un cálculo
objetivo e instrumental. Aquí predominaron el contagio, la onda
expansiva de la emoción y los afectos, como fuerzas motrices de la
solidaridad y la convivencia entre diferentes. Quizá en poco tiempo, los
ex obreros y las ex clases medias deberán reconocer que cada sector
tiene lo suyo para aportar: por ejemplo, la perseverancia en la búsqueda
de la sobrevivencia, los unos; una visión más abierta del mundo, los
otros. Como apuntó el dirigente de los docentes, Hugo Yaski, en el acto
final, las piezas del rompecabezas que separó el sistema, comienzan a
armarse.
El final de la marcha fue una fiesta. Rompiendo todo prejuicio social,
mujeres de edificios de apartamentos se mezclaron con jóvenes del
arrabal, familias marginadas y semianalfabetas compartieron cuadras bajo
el sol con familias de profesionales de traje y corbata. Al llegar a la
plaza, ironía de la historia, se refrescaron todos juntos en las mismas
fuentes que cincuenta años atrás refrescaron los pies desnudos de los
obreros. Un milagro social, inexplicable sólo con la lógica de la razón.
Quizá por eso, el dirigente piquetero Luis D`Elía terminó su discurso
apelando a una canción: "habrá que ir armando despacito un sueño
pa´soñar, la primavera será para cualquiera y pobre del que quiera
vendernos la ilusión". Finalizó sin consignas, diciendo: "A ser felices
compañeros". Era lo mejor que podía decirse en una jornada de gloria
que, más de medio siglo después, cierra una herida histórica.
* Daniel James, "17 y 18 de Octubre de 1945: El peronismo, la protesta de masas y la clase obrera argentina, en Juan Carlos torre, El 17 de
octubre de 1945, Buenos Aires, Ariel, 1995.
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