El laberinto colombiano

17/05/2007
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Alvaro Uribe Vélez, presidente de Colombia, es el principal propulsor de la entrega del país a las multinacionales norteamericanas.

Las autoridades de Bogotá vinculan el escándalo de la “parapolítica” con el incuestionable propósito del presidente Uribe de acabar con la violencia de la extrema derecha y poner fin a los vínculos ilegales entre política, violencia y dineros mal habidos. La democracia colombiana estaría dando una prueba de madurez y grandeza y luminosos días esperan a la sufrida población de este país andino si se continúa por la senda de la “seguridad democrática”, lema central del gobierno.

Los hechos, sin embargo, no parecen sustentar una perspectiva tan optimista y sugieren que los acontecimientos tienen otra explicación y una dinámica que podría desembocar en resultados inesperados y traumáticos.

Sin duda que las torpezas y errores mayúsculos cometidos por los funcionarios y el propio Uribe en la redacción y aplicación de la ley de “justicia y paz” destinada a cambiar la imagen del paramilitarismo explican en parte el curso de los acontecimientos. Los continuos desplantes y chantajes de los jefes paramilitares han abierto la caja de los truenos, puesto en evidencia lo que todo el país ya sabía y obligado al gobierno a pasar de la orden inicial del “tapen, tapen” a la actual disposición de “aclararlo todo”, pues de no hacerlo así Uribe aparecería como cómplice. Fiel a su temperamento, el presidente decide pasar a la ofensiva, acusa a los anteriores presidentes de los mismos vínculos siniestros que se le adjudican y criminaliza a la oposición de izquierda llamando a sus voceros “guerrilleros en traje de calle”.

En realidad, el escándalo de la “parapolítica” es un efecto no deseado y ahora se trata de minimizar unos daños ya inevitables, sacrificar si es del caso a algunos personajes y ante todo desvincular a Uribe del asunto aunque la inmensa mayoría de los implicados pertenezcan a su movimiento.

La versión oficial de los hechos sencillamente no se sostiene. En efecto, la llamada desmovilización de los paramilitares es tan poco creíble como la inocencia de Uribe en todo este asunto. Los “paras” siguen actuando aunque ahora con cierta cobertura legal y mayor discreción. De la masacre brutal han pasado al asesinato selectivo; la devolución de tierras expropiadas a los campesinos es una ficción y con la nueva ley agraria se permite a los paramilitares legalizar sus robos; la raquítica estructura de la justicia destinada a juzgarles asegura la impunidad y las cárceles de lujo en sus propias haciendas convierten en burla siniestra la llamada condena atenuada (máximo de ocho años por miles de crímenes).

Tampoco la temida extradición es lo que era. Los acuerdos de las autoridades estadounidenses con los extraditados jefes del cartel de Cali sirvan como ejemplo. Un trato semejante se puede dar a los jefes del narcoparamilitarismo solicitados ahora por Washington. También a ellos se puede ofrecer una “prisión atenuada” en inmejorables condiciones a cambio de la entrega de parte sustancial de sus fortunas y la colaboración con la DEA (pueden conservar un par de millones para “un futuro decente”). Los Estados Unidos tienen amplia experiencia en la negociación con narcotraficantes y terroristas; su elasticidad moral no ofrece dudas, como demuestra el caso de Posada Carriles.

Es aún menos real la supuesta conspiración de los parlamentarios demócratas al Plan Colombia o al Tratado de Libre Comercio. Entre otras cosas porque ambas iniciativas fueron ideas de Clinton y siempre han gozado del apoyo de su partido. Como en el caso de Irak, se trata más bien de un juego de consumo interno pensando en las próximas elecciones presidenciales. El objetivo es debilitar a Bush (sin excluir su salida deshonrosa) y poner en dificultades a los republicanos pero sin arriesgar los intereses estratégicos de los Estados Unidos. Ellos saben que Colombia es probablemente el mayor aliado que tienen en la región.

Buscando una salida del laberinto la oligarquía colombiana baraja al menos dos alternativas. La que parece más probable, superar el escándalo sacrificando a figuras de rango medio y menor de suerte que el sistema salga fortalecido y se oculte a los principales responsables (en la mejor tradición nacional). Por supuesto, Uribe sale muy debilitado y es seguro que para las próximas elecciones se “limpie” el proceso de “paras” y “narcos”, se anuncien a bombo y platillo algunas condenas, se pacten extradiciones y se consiga el retiro discreto de la escena política de los personajes más implicados.

La otra alternativa consiste en deshacerse de Uribe obligándole a renunciar. El gobierno pasaría al vicepresidente Santos, vástago de la más rancia oligarquía criolla y copropietario del primer grupo de medios de comunicación del país - por pura casualidad muy activo en la denuncia del escándalo de la “parapolítica”-. Pero arriesgan mucho con esta maniobra. Tienen que contar con el aval de Washington; deben hacerse con el apoyo efectivo de las fuerzas armadas que a cambio van a pedir mas privilegios y la impunidad también para sus miembros más comprometidos y, por supuesto, tendrán que resolver el problema de las huestes paramilitares que van a vender muy caros sus intereses.

Por su parte la oposición de izquierda se mueve en unos márgenes muy estrechos víctima de la guerra sucia, la restricción sistemática del espacio político y la campaña oficial de criminalización dirigida en su contra (el que no está con Uribe no es patriota). Resulta toda una hazaña (y no pocas veces un suicidio) ser dirigente sindical, denunciar la violación de derechos humanos y hasta hacer oposición parlamentaria sin despertar las iras del presidente y las amenazas de la extrema derecha. A su vez, el gobierno aprovecha la presencia de la izquierda en el parlamento y los escasos derechos civiles aún vigentes como prueba del funcionamiento de la democracia en Colombia.

Arriesgarse a diario en tan estrecha legalidad es, sin embargo, el precio que debe pagar la oposición para hacer llegar su mensaje a una población sometida al diluvio de manipulaciones, medias verdaderas y burdas mentiras que muestran al gobierno de Uribe como el mejor de los posibles. Las encuestas que le dan al presidente un 70% de apoyo popular no resisten el menor análisis técnico; son en realidad montajes que arrojan los resultados deseados por quien las financia.

La izquierda propone la renuncia de Uribe y la reforma radical del país. Su fuerza parlamentaria es muy menguada y tan solo le queda como camino la movilización popular para generar un amplio movimiento de opinión que impida soluciones oligárquicas a la crisis. La izquierda considera que el escándalo de la “parapolítica” es tan solo una manifestación más de la profundas descomposición que sufre la sociedad colombiana y en consecuencia propone entre otras medidas un cambio de modelo económico, una reforma política, una nueva orientación en las relaciones exteriores, la modernización del estado, la reforma agraria y la solución negociada del conflicto bélico que azota al país desde siempre.

El movimiento guerrillero, apenas afectado por las campañas militares, propone salidas que no difieren esencialmente de las soluciones de la izquierda legal, una parte del liberalismo en la oposición y destacadas personalidades nacionales que entienden la necesidad de emprender una profunda transformación del país. Sin duda, se puede debatir sobre las reales posibilidades de un triunfo de los alzados en armas; pero con independencia de este interesante debate una cosa si resulta clara: no parece serio pensar en un arreglo político nacional con vocación de futuro ignorando la existencia de la guerrilla, confiando como hasta ahora en las soluciones militares o ilusionándose con engañar a los insurrectos, y a su base social con collares de oropel.
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