Benedicto Ratzinger: ¿Sin vergüenza o sin memoria?
19/05/2007
- Opinión
Aunque sus colegas traten de sacarle las castañas de las llamas, Benedicto 16 en Brasil metió la pata hasta el cuadril, y la rima va por cuenta de la causalidad. Dije “causalidad”, porque no es el acaso precisamente que guía los dichos de un jefe de estado y de masas religiosas de su talante.
El Papa Ratzinger el 13 de mayo pasado en la localidad brasileña de Aparecida, negó que la religión católica haya sido impuesta por los conquistadores a los pueblos nativos de América, y dijo que los indígenas del nuevo mundo “estaban esperando la evangelización”. Según él; "Cristo era el Salvador que anhelaban silenciosamente".
Olvidó un pequeño detalle: entre setenta y noventa millones de indígenas asesinados más los africanos traídos esclavos que sólo en las llamadas Américas se calculan en trescientos millones.
Salvo honrosas excepciones individuales, la Iglesia Católica de las colonias no solo patrocinó la masacre al nuevo mundo sino que la bendijo. Las asociaciones legendarias de símbolos como la espada y la cruz, el trono y el altar, no son fortuitas. Las riquezas sempiternas de “La Iglesia” provienen de la sangre de nuestros pueblos originarios. ¿Cómo no exasperaría al mundo una “maledicta” arenga justificadora de la desalmada invasión europea?
Las reaccionarias manifestaciones del máximo pontífice católico, a menos que sean senilidad, trasuntan argucias conceptuales reeditantes de filosofías que creíamos superadas. Antes de ser nombrado fue asesor, teórico y hábil intelectual, no hay azahar en su decir alevoso contra los indígenas del Abya Yala. La duda es si Ratizinger es la iglesia católica que sus fieles quieren hoy día, aunque sea el que prefieren los dirigentes vaticanos.
Su hipótesis de la “ansiada colonización evangelizadora” para justificar la masacre de decenas de millones de aborígenes, es definitivamente macabra y no parece el resultado de un desliz verbal.
Según el rebuscado teólogo, volver a los ritos nativos sería involucionar porque la propia sabiduría espiritual indígena los condujo a Cristo. Da vergüenza ajena. ¿Y el exterminio? ¿Estaban esperando que vinieran a obligarles a renegar de su fe y a matarlos? ¿A quitarles su tierra y su dignidad en nombre de Jesús? Con el horror del desarraigo, los que sobrevivieron sufrieron aún la ignominia de convencer a sus predecesores de apostatar de sus formas de ver el más allá porque les lavaron el cerebro hasta nuestros días, logrando que los pocos que quedaron olvidaran quiénes eran y en qué creían. Es el eslabón perdido, la fractura social por antonomasia de negros e indios que en la actualidad, muchas veces desconocen sus raíces identitarias.
Las sociedades latinoamericanas actuales, nacieron bajo la dominación ideológica y económica de las potencias occidentales y cristianas, y todo lo diferente a eso, automática y endémicamente será sospechado de amenaza. Quienes profesamos una religión afroamerindia, vivimos constantemente la discriminación, fundamentada en el avasallamiento de culturas perpetrado en el etnocidio del “descubrimiento”. Es cotidiano para nosotros ser excluidos.
El estigma se perpetúa y retrasmite a través del inconciente colectivo, alimentado por monopolios de información mediática globalizada con intereses creados, sustentada en el poder económico. Aún hoy el sistema intenta arrasarnos con negación e invisibilidad por ser “diferentes”.
Justamente el 13 de mayo, la religión Umbanda celebra a los Pretos Velhos, o “negros viejos” en portugués: entidades de luz que fueron el alma de los ancianos africanos sometidos. La fecha coincide con la promulgación en Brasil de la llamada “Ley Aúrea”, que determinó la abolición legal de la esclavitud en esas tierras, desde donde llegó al Uruguay la fe en los Orixás.
El homenaje a la ancianidad es un culto ancestral, no solo para venerar la sabiduría de la experiencia, sino la memoria y fundamentalmente el amor a lo que somos y de dónde venimos.
A estos espíritus de otrora viejitos sabios, brindamos mesas de homenaje con sus comidas preferidas a manera de ofrenda, los cantos alusivos a la libertad, a la fe en Dios y en la gente, a la solidaridad y la unión en las diferencias que debe primar entre los seres humanos, pues ellos aprendieron con humildad a respetar los santos del amo europeo y así nació el sincretismo, como surgió una nueva civilización mestiza y pluricultural.
Lejos de ser una respuesta de olvido al encuentro sangriento de tres civilizaciones obligadas a mezclarse, Umbanda es memoria viva del sufrimiento de quienes fueron devastados.
Sin rencor, sin reparos en la dimensión real de los hechos, y en honor a la conservación de los orígenes de nuestra identidad, devenidos en manto espiritual que cubre por igual a fieles de toda procedencia.
Hablamos de nuestros Protectores con la imprescindible libertad a que tiene derecho toda sana manifestación humana. La teoría del Creador, puede ser tan fantástica como Súperman o el Hombre Araña, y sin embargo nadie ve como “anormal” o esquizofrénica la devoción al Dios cristiano y europeo. Todos parecen entender, aunque no profesen, que hay un Jesús en los cielos que resucitó, pero les es difícil comprendernos a quienes creemos en los Orixás o Fuerzas de la Naturaleza, en los espíritus de Caboclos y en un Dios único con nombre bantú llamado “Zambi”.
Provengan de donde provengan, los indios americanos y los aborígenes africanos, serán por siempre reverenciados en nuestros cultos, y a través de ellos se mantendrá la evocación de su injusto sufrimiento a manos de verdugos que usaban a Dios para exterminarlos física y síquicamente. Hay fuente histórica además de fe en los ritos espirituales afroindígenas.
Nos han preguntado si Umbanda crece porque otras concepciones religiosas defraudan a sus adeptos. Mi convicción es que las filas de los que profesan el amor por La señora de la Luz Velada aumentan por mérito propio, resultado de una íntima elección tal vez no explicable en términos concretos como todo sentimiento por lo trascendente.
Un volver a la razón de ser y a las creencias de los pueblos originarios, pasando por encima del horror del genocidio y a pesar del discurso del Papa en Aparecida. ¡Salve Nossa Senhora!
El Papa Ratzinger el 13 de mayo pasado en la localidad brasileña de Aparecida, negó que la religión católica haya sido impuesta por los conquistadores a los pueblos nativos de América, y dijo que los indígenas del nuevo mundo “estaban esperando la evangelización”. Según él; "Cristo era el Salvador que anhelaban silenciosamente".
Olvidó un pequeño detalle: entre setenta y noventa millones de indígenas asesinados más los africanos traídos esclavos que sólo en las llamadas Américas se calculan en trescientos millones.
Salvo honrosas excepciones individuales, la Iglesia Católica de las colonias no solo patrocinó la masacre al nuevo mundo sino que la bendijo. Las asociaciones legendarias de símbolos como la espada y la cruz, el trono y el altar, no son fortuitas. Las riquezas sempiternas de “La Iglesia” provienen de la sangre de nuestros pueblos originarios. ¿Cómo no exasperaría al mundo una “maledicta” arenga justificadora de la desalmada invasión europea?
Las reaccionarias manifestaciones del máximo pontífice católico, a menos que sean senilidad, trasuntan argucias conceptuales reeditantes de filosofías que creíamos superadas. Antes de ser nombrado fue asesor, teórico y hábil intelectual, no hay azahar en su decir alevoso contra los indígenas del Abya Yala. La duda es si Ratizinger es la iglesia católica que sus fieles quieren hoy día, aunque sea el que prefieren los dirigentes vaticanos.
Su hipótesis de la “ansiada colonización evangelizadora” para justificar la masacre de decenas de millones de aborígenes, es definitivamente macabra y no parece el resultado de un desliz verbal.
Según el rebuscado teólogo, volver a los ritos nativos sería involucionar porque la propia sabiduría espiritual indígena los condujo a Cristo. Da vergüenza ajena. ¿Y el exterminio? ¿Estaban esperando que vinieran a obligarles a renegar de su fe y a matarlos? ¿A quitarles su tierra y su dignidad en nombre de Jesús? Con el horror del desarraigo, los que sobrevivieron sufrieron aún la ignominia de convencer a sus predecesores de apostatar de sus formas de ver el más allá porque les lavaron el cerebro hasta nuestros días, logrando que los pocos que quedaron olvidaran quiénes eran y en qué creían. Es el eslabón perdido, la fractura social por antonomasia de negros e indios que en la actualidad, muchas veces desconocen sus raíces identitarias.
Las sociedades latinoamericanas actuales, nacieron bajo la dominación ideológica y económica de las potencias occidentales y cristianas, y todo lo diferente a eso, automática y endémicamente será sospechado de amenaza. Quienes profesamos una religión afroamerindia, vivimos constantemente la discriminación, fundamentada en el avasallamiento de culturas perpetrado en el etnocidio del “descubrimiento”. Es cotidiano para nosotros ser excluidos.
El estigma se perpetúa y retrasmite a través del inconciente colectivo, alimentado por monopolios de información mediática globalizada con intereses creados, sustentada en el poder económico. Aún hoy el sistema intenta arrasarnos con negación e invisibilidad por ser “diferentes”.
Justamente el 13 de mayo, la religión Umbanda celebra a los Pretos Velhos, o “negros viejos” en portugués: entidades de luz que fueron el alma de los ancianos africanos sometidos. La fecha coincide con la promulgación en Brasil de la llamada “Ley Aúrea”, que determinó la abolición legal de la esclavitud en esas tierras, desde donde llegó al Uruguay la fe en los Orixás.
El homenaje a la ancianidad es un culto ancestral, no solo para venerar la sabiduría de la experiencia, sino la memoria y fundamentalmente el amor a lo que somos y de dónde venimos.
A estos espíritus de otrora viejitos sabios, brindamos mesas de homenaje con sus comidas preferidas a manera de ofrenda, los cantos alusivos a la libertad, a la fe en Dios y en la gente, a la solidaridad y la unión en las diferencias que debe primar entre los seres humanos, pues ellos aprendieron con humildad a respetar los santos del amo europeo y así nació el sincretismo, como surgió una nueva civilización mestiza y pluricultural.
Lejos de ser una respuesta de olvido al encuentro sangriento de tres civilizaciones obligadas a mezclarse, Umbanda es memoria viva del sufrimiento de quienes fueron devastados.
Sin rencor, sin reparos en la dimensión real de los hechos, y en honor a la conservación de los orígenes de nuestra identidad, devenidos en manto espiritual que cubre por igual a fieles de toda procedencia.
Hablamos de nuestros Protectores con la imprescindible libertad a que tiene derecho toda sana manifestación humana. La teoría del Creador, puede ser tan fantástica como Súperman o el Hombre Araña, y sin embargo nadie ve como “anormal” o esquizofrénica la devoción al Dios cristiano y europeo. Todos parecen entender, aunque no profesen, que hay un Jesús en los cielos que resucitó, pero les es difícil comprendernos a quienes creemos en los Orixás o Fuerzas de la Naturaleza, en los espíritus de Caboclos y en un Dios único con nombre bantú llamado “Zambi”.
Provengan de donde provengan, los indios americanos y los aborígenes africanos, serán por siempre reverenciados en nuestros cultos, y a través de ellos se mantendrá la evocación de su injusto sufrimiento a manos de verdugos que usaban a Dios para exterminarlos física y síquicamente. Hay fuente histórica además de fe en los ritos espirituales afroindígenas.
Nos han preguntado si Umbanda crece porque otras concepciones religiosas defraudan a sus adeptos. Mi convicción es que las filas de los que profesan el amor por La señora de la Luz Velada aumentan por mérito propio, resultado de una íntima elección tal vez no explicable en términos concretos como todo sentimiento por lo trascendente.
Un volver a la razón de ser y a las creencias de los pueblos originarios, pasando por encima del horror del genocidio y a pesar del discurso del Papa en Aparecida. ¡Salve Nossa Senhora!
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