El Che, militante de la justicia

02/06/2007
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  • Opinión
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En este 2007 se cumplen 40 años de la muerte de Ernesto Che Guevara en la selva de Bolivia. Nacido en Rosario, Argentina, el 14 de junio de 1928, fue capturado y asesinado el 8 de octubre de 1967, a los 39 años de edad.

Hijo de un reconocido arquitecto, Guevara, aun adolescente, recorrió 4.700 kms de carreteras argentinas en su bicicleta y más tarde viajó por casi toda América Latina en compañía de su amigo Alberto Granados, conociendo así la miseria del continente. Esta fase está magníficamente documentada por Walter Salles en la película “Diarios de motocicleta” (2004).

Tras estudiar medicina, en 1953 el Che se fue a Venezuela, donde se dedicó a investigar sobre el mal de Hansen (la lepra) y en diciembre de ese mismo año se fue a Guatemala, donde el gobierno progresista de Jacobo Arbenz había implantado la reforma agraria, a la cual se integró. Al año siguiente un golpe militar patrocinado por los Estados Unidos derribó al presidente Arbenz y obligó a Guevara a trasladarse a México, a donde llegó el 21 de setiembre de 1954.

En Ciudad de México conoció a la peruana Hilda Gadea Acosta, con quien se casó y tuvo una hija, Hildita. Para sobrevivir en México el Che trabajó de fotógrafo ambulante y de vendedor de libros. A través de oposiciones ingresó en un hospital como médico especialista en enfermedades alérgicas; allí conoció al paciente Raúl Castro.

A mediados de 1955 Raúl le invitó al apartamento de María Antonia Figueroa, donde se reunían los exiliados cubanos, y le presentó a su hermano Fidel. Allí se tramaba la expedición del yate ‘Granma’, que llevaría a Cuba a los guerrilleros decididos a liberarla de la dictadura de Batista. Tras desembarcar en Cuba en diciembre de 1956, el Che ingresó como médico en la guerrilla de Sierra Maestra, de la que llegó a ser comandante. Cuando ganó la Revolución, el 1 de enero de 1959, desempeñó importantes funciones en el gobierno revolucionario. Y en La Habana se casó con Aleida March, con la que tuvo cuatro hijos.

En 1961 fue condecorado con la Ordem do Cruzeiro do Sul, en Brasilia, por el presidente Janio Cuadros. Cinco años después abandonó Cuba para luchar en el Congo Belga. Allí permaneció hasta marzo de 1966. Después de pasar por Praga, Frankfurt, Sao Paulo y Mato Grosso do Sul, disfrazado de ejecutivo de la OEA y bajo el nombre de Adolfo Mena, ingresó en Bolivia en noviembre de 1966, dispuesto a encender la mecha que liberaría toda la América del Sur.

Lo que marca la vida del Che es la utopía revolucionaria. En 1952, a los 24 años, recorriendo Chile, llegó el 16 de marzo a la población de Baquedano, en la ruta a las minas de cobre de Chuquicamata. Invitado a hospedarse en la casa de una pareja de mineros, quedó impresionado con lo que vio y oyó: a la luz de las velas el joven trabajador le contó los tres meses que pasó en la cárcel junto con su mujer; la solidaridad de los vecinos que recogieron a sus hijos; los compañeros desaparecidos misteriosamente y de quienes se decía habían sido arrojados al mar… A la hora de acostarse Guevara observó que la pareja no tenía ni una manta para cobijarse del frío. Les cedió la que él llevaba y más tarde recordaría que aquella noche, a pesar de su cuerpo aterido, se sintió hermano de todos los oprimidos del mundo.

En junio llegó al Perú en compañía de su amigo Alberto Granados. El día 7 fueron al leprosario de San Pablo, a la vera de los ríos Yaveri y Ucayali. Quedaron desolados al ver que allí vivían familias de enfermos sin ropa, alimentos ni medicinas. Les proporcionaron algunas con los pocos recursos de que disponían y a la hora de partir fueron sorprendidos con una fiesta organizada por los mismos hansenianos, que cantaron al son de violines, flautas, saxofón y bandoneón.

Cuando Fidel y el Che se conocieron en Ciudad de México, el líder del Movimiento 26 de Junio comenzaba su exilio tras salir de la cárcel en Cuba, donde fue recluido tras el fracaso del asalto al Cuartel Moncada, en Santiago de Cuba. La conversación entre ambos cambiaría para siempre el rumbo de la vida del joven argentino, pues los guerrilleros cubanos andaban buscando un médico que pudiera acompañarlos a la Sierra Maestra.

En plena onda neoliberal como la que afecta al planeta, la figura de Guevara emerge como hálito de esperanza y ejemplo para todos los que, como él, creen que -como le escribió a su hija Hilda al despedirse de Cuba- mientras haya una persona hambrienta, oprimida o excluida, es necesario seguir luchando.

Si la coyuntura actual exige otras formas de lucha diferentes de las adoptadas por el Che, es innegable que la causa de su opción revolucionaria -la miseria clamorosa de la población de América Latina- por desgracia sigue aumentando. De ahí el imperativo ético que se les impone a quienes dan prioridad en sus vidas a una entrega radical para la construcción de un futuro en el que todos puedan compartir, como hermanos, “los bienes de la tierra y los frutos del trabajo humano”, como rezan los cristianos en la eucaristía.

Con toda razón me decía Fidel, en mayo de 1985, que “si el Che fuera católico y perteneciera a la Iglesia, tendría todas las virtudes para hacer de él un santo”. Sus virtudes y la fuerza moral de su ejemplo justifican la veneración que se da en todas partes hacia él.

Sólo un hombre de enorme grandeza moral sería capaz de escribir esto: “Déjame decirte, aun a costa de parecer ridículo, que el verdadero revolucionario es guiado por grandes sentimientos de amor. Es imposible imaginar a un auténtico revolucionario sin esta cualidad. (…) Es necesario luchar todos los días para que ese amor a la humanidad existente se transforme en hechos concretos, en hechos que sirvan de ejemplo y movilicen” (“El Socialismo y el hombre en Cuba”, Editora Política, La Habana, 1988).

- Frei Betto es escritor, autor de “Entre todos los hombres”, además de otros libros. (Traducción de J.L.Burguet)
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