Paramilitarismo o Sedición?

13/09/2007
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En la década de los años cincuenta, surgieron grupos paramilitares que en comunión con las fuerzas oficiales contribuyeron en el aniquilamiento de los opositores políticos del gobierno. A principios de los años sesenta cuando aún no habían surgido las actuales guerrillas, una misión militar estadounidense que hizo presencia en Colombia dejó las directrices para la creación de grupos de la nueva versión de grupos paramilitares que tendrían como fin contrarrestar simpatizantes del comunismo, grupos de oposición política y realizar actividades paramilitares, incluso de corte terrorista.

Luego sumisamente el gobierno colombiano bajo la figura del estado de sitio expidió el decreto 3398 mediante el cual autorizó a la fuerza pública para entrenar, adoctrinar y dotar de armas a los habitantes de las zonas de conflicto. En 1968 mediante la ley 48 de 1968, tal decreto fue convertido en legislación permanente. Esta normatividad estuvo vigente hasta el año 1989, cuando ocurrida la masacre de la Rochela el gobierno decidió suspender su vigencia y meses después la Corte Suprema de Justicia declaró su inconstitucionalidad. Así que, el Estado colombiano brindó todo el respaldo legal a la creación de los grupos paramilitares, que además se extendió en apoyo político, económico y logístico, incluso impreso en manuales, reglamentos y revistas del ejército nacional.

El paramilitarismo entonces, no ha sido un fenómeno aislado del Estado, pues la historia documentada nos cuenta que éste le dio apoyo legal, lo fomentó y consolidó. No es hora de negar lo inocultable y lo supra-evidente, no es posible tapar el sol con un dedo. Más bien, debe reconocerse por las máximas autoridades del país, que el paramilitarismo constituyó una estrategia de Estado y del Establecimiento para asegurar sus fines de naturaleza económica y política. El paramilitarismo, sin duda, ha sido la expresión más emblemática del Terrorismo de Estado que ha azotado hasta donde más a la sociedad colombiana, mientras los réditos de sus crímenes coronan la cabeza del selecto grupo de plutócratas beneficiarios. Los máximos responsables del prontuario criminal de los paramilitares no están en la cárcel de Itaguí, allí están solamente los instrumentos, es decir, las cabezas visibles de tan macabra estrategia, mientras que las cabezas invisibles disfrutan en el feliz ‘anonimato’ de los beneficios de tanta atrocidad.

El código penal colombiano después de miles de crímenes cometidos por esos grupos, por fin, contempló varios delitos relacionados con el paramilitarismo. Sin embargo, en la reforma del año 2000, cuando sus crímenes estaban en su apogeo, como por arte de magia, desaparecieron del código tales delitos. Así, los ‘paras’ dejaron de ser paramilitares para el código penal, y a cambio, los puso como una de las modalidades agravantes del concierto para delinquir, o sea, el concierto dirigido a “organizar, promover, armar, o financiar grupos armados al margen de la ley”.

La población civil ha sido el blanco fundamental de la acción paramilitar, y no las guerrillas como se suele presentar para tergiversar y negar la historia. Especialmente han sido sus víctimas: líderes populares, dirigentes sociales y políticos, sindicalistas y defensores de derechos humanos, así como comunidades enteras. La estrategia paramilitar logró un clima de amedrentamiento social para imponer su excluyente modelo de acumulación de capital, a través del desplazamiento forzado y el despojo a comunidades campesinas, indígenas y afrocolombianas; de genocidios como el de la UP y de desapariciones forzadas, de masacres, homicidios y torturas. Detrás de la acción paramilitar entonces, hay que ubicar los grandes intereses económicos de la empresa privada nacional y transnacional.

De modo que la principal actividad del paramilitarismo no se ha concentrado en enfrentar a las organizaciones guerrilleras sino que, evidentemente el blanco fundamental ha sido la población civil que pudiera estorbar sus planes de despojo y de acumulación violenta de la riqueza. Por eso, acudieron a conductas masivas y sistemáticas que constituyeron crímenes de lesa humanidad: el homicidio indiscriminado y selectivo, las masacres, las desapariciones forzadas, las torturas, el descuartizamiento y las más crueles e inimaginables técnicas del terror. Como ingrediente adicional, los jefes paramilitares han sido esencialmente grandes capos del narcotráfico, lo que les ha permitido incluso, la compraventa de bloques paramilitares.

Pues bien, recientemente la Corte Suprema de Justicia produjo una providencia que causó mucho debate y que levantó algunas ampollas a quienes insisten en considerar que los crímenes de los paramilitares pueden ser considerados como delitos políticos. Dicho fallo, debe reconocerse, está lleno de razones irrefutables de orden histórico, filosófico, político, doctrinal, jurisprudencial y legal en relación a la caracterización del delito político y a la imposibilidad de que el concierto para delinquir –-léase paramilitarismo para el caso-- pueda ser considerado como delito político.

De manera sintética podemos resumir los alcances de la decisión así: Establece una clara diferencia entre el delito político y el concierto para delinquir agravado (que es el delito que cobija al paramilitarismo desde la reforma del código penal del año 2000 como ya se dijo). De modo que reconoce la imposibilidad de equiparar el concierto para delinquir agravado con la sedición, que es un delito político. Apoya esta diferencia en argumentos de fondo desde la naturaleza jurídica de estos delitos, así como en razones contundentes de orden constitucional, legal, jurisprudencial, doctrinal y de la teoría del delito misma.

Sobre la ley 782 de 2002, que ha permitido la desmovilización de más de 30.000 paramilitares y que reglamenta los indultos y las cesaciones de procedimiento, dice la Sala Penal de la Corte que sólo es aplicable a delitos políticos, y en consecuencia, no puede cobijar a quienes han incurrido en concierto para delinquir. En relación a la ley 975 de 2005, conocida como “Ley de Justicia y Paz”, considera que no es aplicable a delitos políticos, precisamente porque éstos son los que pueden quedar amparados por los beneficios que contempla la ley 782/02. En otras palabras, se debe entender que los paramilitares incursos en el concierto para delinquir agravado no pueden aspirar a que se les aplique la ley 782/02, pues el concierto para delinquir no es delito político para los cuales está concebida esta ley.

Así que, solamente quienes cometen delitos políticos pueden recibir ciertas gracias o figuras como la amnistía, el indulto, el asilo y ser favorecidos con la prohibición de la extradición y la posibilidad de aspirar a ocupar cargos públicos. Exceptúa la Corte a los delitos que desbordan el concepto y contenido del delito político por su atrocidad y barbarie.

Como se sabe, la Corte Constitucional alegando vicios de forma en su trámite declaró inexequible el artículo 71 de la Ley de Justicia y Paz (establece que los paramilitares incurrían en el delito político de sedición). Tal situación, provocó que los paramilitares reclamaran ser tratados como sediciosos, en aplicación del principio de favorabilidad penal, toda vez que la norma alcanzó a tener vida jurídica. En el fallo de la Corte Suprema que estamos comentando, se establece con claridad diamantina que no es posible tal aplicación por las razones ya anotadas, y además sostiene que los operadores judiciales deben hacer uso de la figura de excepción de inconstitucionalidad por razones de fondo, que consiste en negarse a aplicar una norma por ser abiertamente contraria a la Constitución.

También debe resaltarse, que el fallo consigna una prolífica y profunda cadena de argumentos que evidencian la necesidad de garantizar derechos de las víctimas a la verdad, a la justicia y a la reparación integral. A tener un efectivo acceso a la justicia, a que el Estado investigue, enjuicie y sanciones a los responsables de los crímenes para que se materialice el derecho que tienen las víctimas y la sociedad a que no haya impunidad.

Recuerda la providencia de la Corte Suprema de Justicia, que la prescripción (terminación de la acción penal o de la pena por el paso del tiempo), el non bis ibidem (nadie puede ser juzgado dos veces por el mismo hecho) y la cosa juzgada, no pueden ser alegadas cuando median decisiones judiciales que no han acatado los derechos de las víctimas, o cuando se han adelantado procesos aparentes que en realidad lo que han buscado es asegurar la impunidad.

También hace énfasis en el papel que deben jugar los jueces en su obligación de investigar seriamente los crímenes, de prevenir la impunidad, de enjuiciar y sancionar a los responsables. Del mismo modo, rescata el rol de garante que en esencia debe caracterizar a la actividad judicial.

El gobierno nacional, en cabeza del Presidente de la República como era previsible --si nos atenemos a la experiencia-- ha descalificado no solamente el fallo en sí, sino a la Corte Suprema misma, señalándola de forma temeraria de tener “sesgos ideológicos” y de no contribuir con la paz por no colaborar armónicamente con las demás ramas del poder público. Tal descalificación, además de no corresponder a la verdad, de no hablar bien del Presidente, constituye una indebida intromisión del poder ejecutivo en la rama judicial que afecta o busca afectar la independencia e imparcialidad que debe caracterizar a esta última. De otro lado, la colaboración armónica no puede entenderse --como parece lo entiende el Presidente-- a la sumisión de la justicia a la voluntad de los gobiernos.

Al contrario de lo que el gobierno considera, la decisión de los Magistrados contribuye a la paz, en la medida que se convierte en garante del respeto y acatamiento a la Constitución y de los instrumentos internacionales que protegen los derechos humanos, sin lo cual resulta imposible construir una paz real y duradera. Lo que afecta el camino a la paz es adelantar procesos que no responden a los requerimientos de verdad, justicia y reparación integral y que rinde honores a los criminales y trata a las víctimas como delincuentes. Lo que afecta la paz, son los procesos que descansan en marcos jurídicos precarios, expedidos por un Congreso fuertemente paramilitarizado y que desconoce los principios que deben sustentar a un Estado constitucional de derecho, el cual debe estar orientado por el respeto irrestricto de los derechos humanos. Son los procesos aparentes de paz, que dejan incólumes las estructuras del paramilitarismo y que terminan legalizando las fortunas amasadas a punta de despojo y narcotráfico los que defraudan las esperanzas de una paz sólida y duradera.

Uno de los efectos prácticos del fallo de la Corte Suprema de Justicia, ponía a 18 mil paramilitares en tránsito a recibir los beneficios de la ley 782/02 --con toda seguridad muchos de ellos autores de crímenes de lesa humanidad-- en la obligación de responder ante las autoridades judiciales, y tendrían además, que ser detenidos.

El gobierno, para salirle al paso a la decisión de la Corte Suprema propuso un proyecto de ley que adicionaba el artículo 468 del código penal que contempla la sedición, en los siguientes términos: “Incurrirán en las mismas penas quienes, mediante el empleo de las armas constituyan grupos ilegales con la pretensión de sustituir a la fuerza pública para resistir o confrontar a grupos armados al margen de la ley que realizan conductas constitutivas de rebelión”. Seguidamente dice que podrán recibir los beneficios de la ley 782/02, excluyendo a los servidores públicos y a las conductas constitutivas de delitos de lesa humanidad y graves infracciones al derecho internacional humanitario.

Esta propuesta era irracional por varias razones: insistía contra todas las razones en considerar a los paramilitares como sediciosos. Desconocía que la sedición es un delito que pretende modificar el régimen constitucional y no un delito que se materializa en la confrontación de organizaciones guerrilleras que son las que cometen el delito político de rebelión, lo que constituía un evidente contrasentido. Y de otro lado, la propuesta termina siendo una inaceptable justificación de los crímenes de lesa humanidad cometidos por el paramilitarismo al desconocer que las víctimas de su accionar ha sido la población civil antes que la guerrilla.

Tal propuesta fue abrupta pero explicablemente guardada en los anaqueles ministeriales, y a cambio, el gobierno redactó otro proyecto de ley que se olvida de insistir en calificar de sediciosos a los ‘paras’, y a cambio, modifica el artículo 340 del código penal que trata sobre el concierto para delinquir y adiciona el artículo 69 de la ley 975/05 más conocida como ley de Justicia y Paz.

La modificación del artículo 340 en su inciso primero consiste en considerar que los ‘paras rasos’ cometen el concierto para delinquir simple, es decir, el concierto ‘para cometer delitos’ –-y no agravado por conformar grupos armados al margen de la ley como actualmente lo contempla esta norma--. Al mismo tiempo adiciona el artículo de la ley 975/05 en el sentido de considerar que quienes incurren en concierto para delinquir simple son susceptibles de recibir los beneficios de la ley 782/02, es decir, resoluciones inhibitorias, preclusiones de investigación o cesaciones de procedimiento. Excluye de los beneficios a los servidores públicos, es decir, a quienes han cooperado con el paramilitarismo o se han beneficiado del mismo.

Este proyecto en realidad, busca desconocer el fallo de la Corte Suprema. Veámoslo de la forma más sencilla posible: Ya está claro que el delito de paramilitarismo desapareció del código penal para convertirse en una de las modalidades del ‘concierto para delinquir agravado’, más concretamente el concierto dirigido a “organizar, promover, armar, o financiar grupos armados al margen de la ley”. Dicho de otra manera, pertenecer a organizaciones al margen de la ley es considerado actualmente por la ley penal como concierto para delinquir agravado, incluidos los ‘paras rasos’. Mientras el concierto para delinquir simple hace referencia sencillamente al “concierto para cometer delitos” sin más.

La Corte Suprema en su fallo, ciertamente hizo referencia al concierto para delinquir agravado, teniendo presente que así lo contempla la ley en relación a las organizaciones al margen de la ley (paramilitarismo para el caso), y no al concierto simple, que se refiere a otra clase de delitos.

Entonces, el proyecto de ley mencionado, al trasladar el paramilitarismo de concierto agravado al concierto simple, quiere burlar el fallo de la Corte, toda vez que ésta hizo referencia al concierto agravado y no al simple. Sin embargo, está claro que con independencia de la calificación que se le dé al concierto, la esencia de la providencia es que el paramilitarismo --póngase donde se le ponga en el código-- no es susceptible de los beneficios de la ley 782/02 por no constituir delito político.

Hubiera sido más presentable no hacer referencia a los beneficios de la ley 782/02 ni hacer groseros traslados en las normas, sino simplemente haber establecido una pena alternativa al odioso estilo de la ley 975/05 con posibilidades de aplicar la pena de ejecución condicional (pena sin prisión efectiva), lo que en todo caso, sigue constituyendo un mecanismo de impunidad y una soterrada amnistía e indulto a delitos que no lo permiten, y con mayor razón cuando no se hacen investigaciones sobre los delitos de lesa humanidad cometidos por los que han dado en llamar “paramilitares rasos”. En fin, lo menos que debe hacer el Estado es llevar a esos `para rasos` ante la justicia para que digan la verdad sobre todo lo que saben, y para que le cuenten a la sociedad lo que no han querido confesar sus jefes.

Preocupa entonces, el proyecto por su contenido pero también por las incoherentes motivaciones que alega el gobierno. Se sabe que el Estado creó, promovió y fomentó el paramilitarismo, y que jamás aplicó políticas eficaces y ciertas para perseguirlo y desmontarlo. Sin embargo, aduce el gobierno que es preciso alcanzar mediante acuerdos, lo que “no se ha podido lograr a través de la fuerza legítima del Estado”.

Dice el gobierno en la exposición de motivos que respeta y acata el fallo de la Corte, pero hace maniobras jurídicas absurdas para desconocerlo, así como acusa al alto Tribunal de Justicia de haber generado una “inmensa inseguridad jurídica” en lugar de reconocer que el problema en realidad radica en la precariedad política y jurídica del proceso de desmovilización, en la evidente intención de legalizar el despojo y de hacer primar la impunidad sobre los derechos de las víctimas.

Insiste el gobierno en considerar que el surgimiento del paramilitarismo obedeció a la necesidad de hacer frente a los desmanes de las organizaciones guerrilleras. Tal afirmación no se compadece completamente con la verdad histórica: Pues con ella, se oculta que la orden de crear grupos paramilitares se produjo por la misión militar de Estados Unidos antes de que surgieran las organizaciones guerrilleras que hoy operan en Colombia. Se oculta que fue el propio Estado el que creó, fomentó y promovió el paramilitarismo. Se oculta que el paramilitarismo básicamente incurrió en delitos de lesa humanidad que han afectado a la población civil antes que en la realización de operaciones militares contra las guerrillas. Se ocultan los objetivos reales de naturaleza económica que explican la existencia y desarrollo del paramilitarismo. Finalmente, la mencionada afirmación, termina justificando al victimario y aceptando tácitamente que las víctimas cayeron en “operaciones contrainsurgentes”.

Es importante superar el conflicto social y armado, buscando con responsabilidad salidas políticas al mismo. Ello exige pensar en propuestas que superen las causas estructurales que lo originaron y lo alimentan. Esta urgente tarea exige procedimientos transparentes, el conocimiento público de la verdad histórica de lo acontecido, que los responsables no sean premiados con la impunidad, y que las víctimas sean reparadas integralmente. De otro modo, no es posible construir una paz real y duradera que contribuya en la edificación de una democracia que tenga como fundamento la justicia social y el respeto de los derechos humanos del individuo y la sociedad toda.

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