La parapolítica: Pecado mortal
24/11/2007
- Opinión
Lejos de ser una falta venial, la parapolítica constituye un auténtico pecado mortal; y del mismo modo como éste daña el vínculo del cristiano con Dios, así aquella destruye el lazo de unión entre el pueblo y el universo de la representación política; esa especie de cielo instalado entre los propios mortales y al que éstos deben acatamiento, so pena de ser castigados; compuesto además por las autoridades, que siendo elegidas, tienen la facultad de tomar decisiones de repercusión colectiva.
La representación, que es la forma más práctica de hacer gobierno con democracia, implica el anudamiento entre el pueblo que vota y las autoridades que son elegidas; anudamiento que está revestido por un poder vinculante y una fuerza constitutiva.
Al escoger a sus elegidos, el votante se hace a una representación global, en el mundo de las identidades colectivas y en el de los imaginarios públicos. Al mismo tiempo, construye una autoridad, la misma que va a decidir por todos y a la que todos van a obedecer, por la fuerza de la ley y por la ley de la fuerza.
El poder político entra así en funciones por un juego de la representación; y la representación nace a la vida por el ejercicio de la selección, hecha por los electores.
Lo que valida a esta selección es el principio de la autonomía de cada uno. En la autonomía de cada sujeto – elector, en la de cada elector – ciudadano, reside el fundamento de los imaginarios éticos que envuelven la idea de la voluntad general.
Por eso, la autonomía del elector debe estar apoyada, a su turno, en el principio de su libertad, aún si carece de otros recursos.
Sin la libertad no hay autonomía y sin autonomía no hay selección, como sin ésta no hay representación; por donde la representación, en esencia, no es semilla que se abone con la parapolítica. Y no es así, porque con esta última, la política, que es juego de selección y competencia de representaciones, integra en su propio ser al paramilitarismo, que es el opuesto de su ideal ético; como si la propia divinidad, en lugar de confinar a los humanos al pecado y a la concupiscencia para después redimirlos, se entregara al uno y a la otra, con lo que seguramente correría el riesgo de perderse ella misma sin remedio.
El paramilitarismo es coerción ilegal, es violencia utilitaria pero también crueldad gratuita; es desplazamiento de la población y control de sus territorios. Es la negación misma de la libertad de los ciudadanos; por lo cual, si es incorporado funcionalmente, bajo la forma de acuerdos o de alianzas electorales, elimina material y simbólicamente la autonomía de los sujetos – electores, en las zonas en las que ese maridaje perverso del paramilitarismo con la política haya podido afectar, así sea en pequeña escala, la operación de escogencia de los representantes del pueblo; los cuales de ese modo se quedan sin legitimidad; y careciendo ellos mismos de ésta, ponen en entredicho la del conjunto de la representación política.
Aún si se tratara de un solo representante, de un solo elegido, cuya selección resultara de la mezcla con el paramilitarismo, el hecho tendería a deslegitimar al conjunto de la representación. Tendería a deslegitimarla por cuanto, si bien el vínculo de la representación incluye la faceta de orden funcional, a través de la cual la elección permite escoger a un representante que realiza gestiones e intermediaciones materiales; también incluye otra faceta, ya no material sino simbólica, a través de la cual el pueblo forma la soberanía popular.
De este modo, basta con que un solo representante pervierta la política con el paramilitarismo, para que comience a socavar la representación democrática como ejercicio simbólico de afirmación de aquella soberanía popular.
La incorporación del paramilitarismo en el universo legal de la política, puede resultar efectiva para ganar elecciones o para conseguir representantes que trabajen en el Congreso; es decir, puede resultar funcional a la política en términos materiales. Solo que, al mismo tiempo, la destruye totalmente en términos ético-simbólicos. En tales términos, la rebaja a la condición de un ejercicio criminal.
Ahora bien, si ya no se trata de un solo representante elegido, sino de treinta o cuarenta miembros de un órgano como el Congreso, es como si ese acto de conversión de la política en una operación criminal, se clonara repitiéndose con su onda expansiva de destrucción y deslegitimación de toda la política. Razón suficiente para pensar que en vez de ser algo puramente incidental, que desde fuera la perturba, es el pecado que la niega desde dentro. Aunque también, desde luego, sea, materialmente hablando, el elemento externo que desde el mundo de la economía ilícita y desde la guerra como negocio, la interfiere.
- Ricardo García Duarte es analista político
Fuente: Semanario Virtual Caja de Herramientas
Corporación Viva la Ciudadanía.
semanariovirtual@viva.org.co
La representación, que es la forma más práctica de hacer gobierno con democracia, implica el anudamiento entre el pueblo que vota y las autoridades que son elegidas; anudamiento que está revestido por un poder vinculante y una fuerza constitutiva.
Al escoger a sus elegidos, el votante se hace a una representación global, en el mundo de las identidades colectivas y en el de los imaginarios públicos. Al mismo tiempo, construye una autoridad, la misma que va a decidir por todos y a la que todos van a obedecer, por la fuerza de la ley y por la ley de la fuerza.
El poder político entra así en funciones por un juego de la representación; y la representación nace a la vida por el ejercicio de la selección, hecha por los electores.
Lo que valida a esta selección es el principio de la autonomía de cada uno. En la autonomía de cada sujeto – elector, en la de cada elector – ciudadano, reside el fundamento de los imaginarios éticos que envuelven la idea de la voluntad general.
Por eso, la autonomía del elector debe estar apoyada, a su turno, en el principio de su libertad, aún si carece de otros recursos.
Sin la libertad no hay autonomía y sin autonomía no hay selección, como sin ésta no hay representación; por donde la representación, en esencia, no es semilla que se abone con la parapolítica. Y no es así, porque con esta última, la política, que es juego de selección y competencia de representaciones, integra en su propio ser al paramilitarismo, que es el opuesto de su ideal ético; como si la propia divinidad, en lugar de confinar a los humanos al pecado y a la concupiscencia para después redimirlos, se entregara al uno y a la otra, con lo que seguramente correría el riesgo de perderse ella misma sin remedio.
El paramilitarismo es coerción ilegal, es violencia utilitaria pero también crueldad gratuita; es desplazamiento de la población y control de sus territorios. Es la negación misma de la libertad de los ciudadanos; por lo cual, si es incorporado funcionalmente, bajo la forma de acuerdos o de alianzas electorales, elimina material y simbólicamente la autonomía de los sujetos – electores, en las zonas en las que ese maridaje perverso del paramilitarismo con la política haya podido afectar, así sea en pequeña escala, la operación de escogencia de los representantes del pueblo; los cuales de ese modo se quedan sin legitimidad; y careciendo ellos mismos de ésta, ponen en entredicho la del conjunto de la representación política.
Aún si se tratara de un solo representante, de un solo elegido, cuya selección resultara de la mezcla con el paramilitarismo, el hecho tendería a deslegitimar al conjunto de la representación. Tendería a deslegitimarla por cuanto, si bien el vínculo de la representación incluye la faceta de orden funcional, a través de la cual la elección permite escoger a un representante que realiza gestiones e intermediaciones materiales; también incluye otra faceta, ya no material sino simbólica, a través de la cual el pueblo forma la soberanía popular.
De este modo, basta con que un solo representante pervierta la política con el paramilitarismo, para que comience a socavar la representación democrática como ejercicio simbólico de afirmación de aquella soberanía popular.
La incorporación del paramilitarismo en el universo legal de la política, puede resultar efectiva para ganar elecciones o para conseguir representantes que trabajen en el Congreso; es decir, puede resultar funcional a la política en términos materiales. Solo que, al mismo tiempo, la destruye totalmente en términos ético-simbólicos. En tales términos, la rebaja a la condición de un ejercicio criminal.
Ahora bien, si ya no se trata de un solo representante elegido, sino de treinta o cuarenta miembros de un órgano como el Congreso, es como si ese acto de conversión de la política en una operación criminal, se clonara repitiéndose con su onda expansiva de destrucción y deslegitimación de toda la política. Razón suficiente para pensar que en vez de ser algo puramente incidental, que desde fuera la perturba, es el pecado que la niega desde dentro. Aunque también, desde luego, sea, materialmente hablando, el elemento externo que desde el mundo de la economía ilícita y desde la guerra como negocio, la interfiere.
- Ricardo García Duarte es analista político
Fuente: Semanario Virtual Caja de Herramientas
Corporación Viva la Ciudadanía.
semanariovirtual@viva.org.co
https://www.alainet.org/es/active/20884?language=en
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