Entre la sensatez y el descalabro
10/06/2002
- Opinión
La marcha de los indígenas del oriente -más allá de quienes tratan de
aprovecharla- es una respuesta a la irresponsabilidad del sistema
político, insensible a las demandas ciudadanas.
No es exagerado señalar que el país se encuentra en un momento de
importantes definiciones y ello sin hacer referencia a las elecciones
del próximo domingo 30 de junio. La marcha de los indígenas del
Oriente -como muchos analistas advirtieron incluso antes de que
comenzara y sólo estaba anunciada- ha tomado cuerpo y ya se ha
convertido en una movilización nacional de la que actores de diverso
origen y con distintos objetivos, quieren tomar parte, a diferencia
de lo que ocurrió a sus inicios, cuando los apoyos fueron, más bien,
escasos. Más allá de los intereses de quienes la promovieron, lo real
es que los indígenas se han convertido en representantes genuinos de
una percepción generalizada: la de que los actores políticos, a casi
20 años de ejercicio del poder estatal, deben modificar radicalmente
su comportamiento. Ya no es posible aceptar que se mantengan
indiferentes a las demandas ciudadanas y que su actuación gire
alrededor de sus propios intereses o se conviertan en meros gestores
de intereses sectoriales.
En el caso concreto de la reforma constitucional -demanda fundamental
de los marchistas-, han dado muestras de una irresponsabilidad tal
que, hoy, el país (y no sólo ellos) sufre las consecuencias
negativas. No hay que olvidar que los jefes de los principales
partidos políticos se comprometieron, teniendo como testigo a la
Iglesia Católica, a modificar la Constitución Política del Estado
(CPE) conforme ella lo prevé, y que hay un proyecto de reforma
elaborado por el Consejo Ciudadano creado para este efecto y que
fuera entregado a consideración del Congreso Nacional el pasado mes
de noviembre.
La lenidad parlamentaria y los cálculos mezquinos y cortoplacistas
hicieron que no se encare con la seriedad requerida este proceso.
Luego se precipitó la campaña electoral y fue poco lo que se pudo
concertar. Más grave aún, algunos acuerdos alcanzados para la reforma
parcial fueron echados por la borda por intereses de claro corte
electoral.
El Gobierno dejó que los hechos siguieran su curso sin adoptar
iniciativas tendentes a garantizar la necesaria paz social que un
proceso electoral requiere. Recién en las últimas horas ha decidido
atender otras demandas indígenas y convocar, para efectos de la
reforma constitucional, a los jefes de los partidos a una comisión
para negociar con los representantes de la marcha y buscar acuerdos
que permitan suspenderla.
Es, pues, posible señalar que los siguientes días serán decisivos.
Dados los antecedentes reseñados, si no se adoptan decisiones de
mutuo beneficio, sensatas, puede sobrevenir una situación de caos que
incluso puede poner en peligro la elección del 30 de junio. La culpa
final -pese a que, como se ha señalado en forma reiterada, hay
intereses de diversa índole entre los marchistas y, sobre todo, entre
quienes quieren aprovecharse de la marcha- sólo puede ser asignada al
sistema político que, sin tomar en cuenta su notoria deslegitimación,
sigue lanzando gasolina al fuego que por ella se prendió.
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