Forzar a Uribe a una salida política
17/01/2008
- Opinión
La liberación de Clara Rojas y Consuelo González por las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) ha hecho tambalear la tozuda renuencia de Álvaro Uribe, en connivencia con Washington, a dar pasos reales hacia la distensión del largo y sangriento conflicto bélico en ese país. Lograda gracias al tesón, la pasión y transparencia –a veces desconcertante- del presidente de Venezuela Hugo Chávez, ha conseguido, pese a los obstáculos puestos por Uribe, lo que hasta hace unos meses parecía imposible: reinstalar en la agenda política colombiana e internacional el tema de la solución negociada al largo y sangriento contencioso. Por las declaraciones de González en Caracas se pudo conocer de las intensas operaciones de hostigamiento montadas por el ejército colombiano en la zona donde serían liberadas ella y Rojas, que pusieron en grave peligro sus vidas y podrían haber abortado su entrega por los guerrilleros a la Cruz Roja Internacional.
Frente a la guerra en Colombia hay cuestiones clave a considerar. Ante todo, que a contrapelo de lo que arguyen Estados Unidos, los pulpos mediáticos y Uribe, el conflicto armado no se debe a la existencia de la guerrilla, sino que esta surgió y ha podido sobrevivir, y hasta fortalecerse, debido a la hiriente desigualdad económica y social imperante y a la clausura por el Estado colombiano de los espacios de participación democrática para grandes sectores de la población, unidos a un ejercicio inaudito y sistemático de la represión contra la protesta social y los intentos alternativos de hacer política en el país andino. Cabe recordar los cientos de activistas de la Unión Patriótica asesinados cuando las FARC y el Partido Comunista intentaron contender electoralmente a través de esa denominación, los homicidios de líderes del M-19 después del proceso de paz con esta organización, los miles de sindicalistas y luchadores sociales victimados o que permanecen en prisión en la actualidad. Estos, por cierto, ignorados por la alharaca mediática con que se ha manipulado tanto la liberación de Clara y Consuelo como la razonable propuesta formulada por Chávez de reconocer la beligerancia de las FARC y del Ejército de Liberación Nacional (ELN).
Al objetar esa propuesta aduciendo que sus adversarios en la guerra civil son terroristas, el régimen colombiano intenta desviar la atención de su histórica condición de terrorista de Estado, calificado en un lúcido ensayo del poeta William Ospina, como uno de los “más cerrados” del mundo occidental. Ninguno de los dos protagonistas del conflicto está en posibilidad de vencer al otro por las armas, como pretenden Washington y Uribe. De modo que, para evitar más derramamiento de sangre y luto a los colombianos y por elemental realismo político no queda más alternativa que la búsqueda de una solución política negociada entre el gobierno y las dos organizaciones armadas con participación de las organizaciones sociales.
Además, al cambiar las condiciones políticas en América Latina el conflicto armado interpone un enorme obstáculo a las luchas populares y a la permanencia y surgimiento de gobiernos más democráticos e independientes de Washington. Esto es así porque ayuda a justificar la descomunal injerencia de Estados Unidos mediante el Plan Colombia y su creciente presencia militar en el área suramericana, le facilita enrolar al ejército y los paramilitares colombianos en una eventual acción contra Venezuela o Ecuador que de pie a su intervención armada y hace imposible la victoria electoral de una opción popular en Colombia.
Ello explica el gran interés de Washington en impedir un intercambio humanitario entre las personas en poder de las FARC y los guerrilleros presos, no digamos una salida política al conflicto. Como también que, desde la acera de enfrente, el ELN esté tejiendo alianzas dentro de la sociedad civil para lograr el fin de la guerra. Por eso es tan importante que las FARC marchen por el mismo camino, pongan punto final a la práctica de tomar rehenes civiles y otras acciones que los lesionen, exponiendo así al gobierno de Uribe a una presión nacional e internacional que lo fuerce a reconocer lo obvio: la beligerancia de las dos organizaciones armadas.
Ese sería el primer paso para llegar a un cese del fuego y a un proceso de pacificación justo y democrático, seguramente largo y difícil, pero la única vía para que ganen las mayorías de Colombia y América Latina.
Frente a la guerra en Colombia hay cuestiones clave a considerar. Ante todo, que a contrapelo de lo que arguyen Estados Unidos, los pulpos mediáticos y Uribe, el conflicto armado no se debe a la existencia de la guerrilla, sino que esta surgió y ha podido sobrevivir, y hasta fortalecerse, debido a la hiriente desigualdad económica y social imperante y a la clausura por el Estado colombiano de los espacios de participación democrática para grandes sectores de la población, unidos a un ejercicio inaudito y sistemático de la represión contra la protesta social y los intentos alternativos de hacer política en el país andino. Cabe recordar los cientos de activistas de la Unión Patriótica asesinados cuando las FARC y el Partido Comunista intentaron contender electoralmente a través de esa denominación, los homicidios de líderes del M-19 después del proceso de paz con esta organización, los miles de sindicalistas y luchadores sociales victimados o que permanecen en prisión en la actualidad. Estos, por cierto, ignorados por la alharaca mediática con que se ha manipulado tanto la liberación de Clara y Consuelo como la razonable propuesta formulada por Chávez de reconocer la beligerancia de las FARC y del Ejército de Liberación Nacional (ELN).
Al objetar esa propuesta aduciendo que sus adversarios en la guerra civil son terroristas, el régimen colombiano intenta desviar la atención de su histórica condición de terrorista de Estado, calificado en un lúcido ensayo del poeta William Ospina, como uno de los “más cerrados” del mundo occidental. Ninguno de los dos protagonistas del conflicto está en posibilidad de vencer al otro por las armas, como pretenden Washington y Uribe. De modo que, para evitar más derramamiento de sangre y luto a los colombianos y por elemental realismo político no queda más alternativa que la búsqueda de una solución política negociada entre el gobierno y las dos organizaciones armadas con participación de las organizaciones sociales.
Además, al cambiar las condiciones políticas en América Latina el conflicto armado interpone un enorme obstáculo a las luchas populares y a la permanencia y surgimiento de gobiernos más democráticos e independientes de Washington. Esto es así porque ayuda a justificar la descomunal injerencia de Estados Unidos mediante el Plan Colombia y su creciente presencia militar en el área suramericana, le facilita enrolar al ejército y los paramilitares colombianos en una eventual acción contra Venezuela o Ecuador que de pie a su intervención armada y hace imposible la victoria electoral de una opción popular en Colombia.
Ello explica el gran interés de Washington en impedir un intercambio humanitario entre las personas en poder de las FARC y los guerrilleros presos, no digamos una salida política al conflicto. Como también que, desde la acera de enfrente, el ELN esté tejiendo alianzas dentro de la sociedad civil para lograr el fin de la guerra. Por eso es tan importante que las FARC marchen por el mismo camino, pongan punto final a la práctica de tomar rehenes civiles y otras acciones que los lesionen, exponiendo así al gobierno de Uribe a una presión nacional e internacional que lo fuerce a reconocer lo obvio: la beligerancia de las dos organizaciones armadas.
Ese sería el primer paso para llegar a un cese del fuego y a un proceso de pacificación justo y democrático, seguramente largo y difícil, pero la única vía para que ganen las mayorías de Colombia y América Latina.
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