El paro del 9 de julio y el conflicto distributivo

07/07/2008
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Pese a los “éxitos” económicos de los que alardean el Presidente Alan García y sus principales voceros, va a enfrentar dentro de poco una formidable oposición popular, a través del Paro Nacional convocado para el 9 de julio. Un evento similar tuvo lugar hace 1 año (11 de julio 2007) y entre los motivos estuvo el Tratado de Libre Comercio (TLC), suscrito con Estados Unidos en Washington (8-12-05) y ratificado por el gobierno de Toledo (29-06-06). En esta oportunidad, a casi dos años de gobierno, el motivo va más allá de las “promesas incumplidas”. Lo que se pone en entredicho por parte de la oposición popular que se manifestará el próximo 9 de julio, es la gestión de las políticas gubernamentales destacando la privatización de tierras comunales y territorios indígenas, la “criminalización” de toda forma de protesta, la carestía y los bajos ingresos de los trabajadores.

En lo que va de su segundo gobierno iniciado en julio 2006, se logró la ratificación del TLC por parte del Congreso de los (4 de diciembre 2007); se organizó y llevó a cabo en Lima la V Cumbre de Presidentes ALC-UE celebrada del 14 al 16 de mayo 2008, que según el Canciller José García Belaúnde permitió comprometer nuevas inversiones; el crecimiento de la economía peruana llegó al 13,25% en abril, según el INEI; la balanza comercial del país fue positiva en el primer trimestre, equivaliendo al 5% del PBI, según la Nota Semanal Nº 26 (4 de julio 2008) del BCRP. Una serie de otros indicadores macroeconómicos, sectoriales, así como sociales –siempre según las fuentes oficiales- se podrían mencionar para mostrar los “logros” del régimen.

La teoría del “chorreo” consagrada por la ortodoxia económica en el Perú, según la cual la distribución de los beneficios del crecimiento hacia la mayoría de la población es una cuestión de tiempo, ha significado algo así como un pedido de “armarse de paciencia” para dejar que los mercados actúen “libremente” y desplieguen todas sus posibilidades; pero ha demostrado ser una quimera mental desde hace varios años. En la realidad de países como el Perú, el discurso a favor del libre mercado es en realidad un discurso ideológico que oculta y niega las desigualdades, al tiempo que tras bambalinas fortalece a los grupos de poder económico y su avidez de ganancias.

Desde mediados de los 70, en que empezaron a aplicarse las célebres “políticas de estabilización” en el Perú, convertidas luego en “políticas de ajuste”, y exceptuando el paréntesis “heterodoxo” de 1985 a 1987, la “paciencia de Job” mostrada por los sectores populares ante las consecuencias sobre sus melladas economías es digna de encomio. A diferencia de los países vecinos como Bolivia y Ecuador en que la causa del malestar social, que impulsó masivas movilizaciones contra gobiernos neoliberales, estuvo vinculada sobre todo con la corrupción de los gobernantes y las instituciones, en Perú la motivación de la protesta popular tiene que ver principal-mente con la injusticia distributiva. Se vio claramente hace poco con el “Moqueguazo” de 10 días en junio pasado, relacionado con el reparto del canon minero. Este conflicto regional y el Paro Nacional del 9 de julio son manifestaciones de la actual contradicción estructural –si se puede decir así- entre el bienestar macroeconómico de unos pocos y el malestar microeconómico que manifiestan las mayorías del país.[1]

El mercado, por definición, carece de mecanismos “invisibles” o “autorreguladores” para que el crecimiento económico se propague, al menos, hacia la mayoría de la población de un país; más aun si es un país de baja –ni siquiera mediana- industrialización como el Perú, cuya economía sigue además arrastrando el lastre de la dependencia y mantiene (o ha retomado) el patrón de desarrollo primario-exportador. Estamos ante uno de los tantos contrasentidos del discurso neoliberal, cuyo paradigma económico está pensado para un “mundo homogéneo”, pero no para realidades como la latinoamericana y peruana en particular; donde las diferencias regionales son bastante marcadas y lo es más aun la distancia socio-económica entre Lima y el resto del país.

El Estado peruano, al que le correspondería implementar mecanismos institucionales que garanticen la equidad y la “justicia social” en la distribución de los beneficios del crecimiento económico, paradójicamente se niega hacerlo porque se halla al servicio de –y está domeñado por- los intereses de los grandes capitalistas, corporaciones, inversionistas, etc.; todos ellos armonizados alrededor del consenso neoliberal. La política social que supuestamente debería garantizar dicha distribución se limita a acciones focalizadas de lucha contra la pobreza, inversiones en infraestructura y transferencia de recursos a los gobiernos subnacionales para la realización de proyectos y obras en los distritos, provincias y regiones del interior. Recientemente el Presidente García ha criticado la poca capacidad ejecutiva de estos últimos, así como la parsimonia de los gobiernos locales para tomar decisiones eficaces. Sin embargo, esta queja presidencial evidencia cierto “autismo” al hacer caso omiso de la complejidad del problema regional.[2]

Históricamente, el conflicto distributivo en el Perú ha ido de la mano con las luchas sociales y el conflicto político entre clases, capas, sectores de actividad, grupos de poder económico y aun entre segmentos más específicos, así como entre el centralismo y las regiones. El Estado ha ocupado el centro de toda esta conflictividad. Vamos a apreciarlo recurriendo a la periodización histórica, aunque sea esquemáticamente, para lo cual tomamos como referencia los años 70 en adelante:

  • 1972-1975: transcurrido el éxito inicial de las reformas industrial y agraria, así como las nacionalizaciones en la actividad minera, emprendidas luego del golpe de octubre de 1968, el régimen militar de Velasco Alvarado emprendió un proyecto de control corporativo sobre las organizaciones y sindicatos, topándose con una fuerte resistencia de los trabajadores. El conflicto distributivo giraba alrededor de una mayor participación social en las utilidades de las empresas públicas, así como en la gestión de la propiedad estatal. Este periodo culmina con la defenestración del poder del general Velasco.
  • 1976-1980: se desata la crisis económica a consecuencia del “desmesurado” crecimiento del aparato estatal, con empresas públicas que arrojaban pérdidas y contribuyendo a la elevación del déficit público; todo lo cual fue generando presiones inflacionarias, según el diagnóstico ortodoxo del FMI. El peso de esta crisis económica es descargada sobre los trabajadores. El Estado es depurado de sus elementos reformistas, en simultáneo con la recomposición que se produce entre las distintas fracciones del capital. Se distinguen en este periodo dos coyunturas claramente diferenciables: i) la de 1976-78, donde a través de los “paquetazos” de estabilización las fracciones del capital procuran preservar sus niveles de ganancia a costa del salario, el deterioro de las condiciones de empleo de los trabajadores y los despidos masivos. Bajo estas condiciones se producen los masivos paros nacionales de julio 1977 y mayo 1978; obligando al régimen de la “segunda fase” la convocatoria de la Asamblea Constituyente como tránsito para el “retorno a la democracia”. ii) La coyuntura de 1979-80, en que se afianza la salida política por los canales formales previstos, una vez producida la derrota de las luchas de resistencia (a partir del Paro del 9, 10 y 11 de enero de 1979), y ante el divisionismo intestino de las izquierdas que defraudaron el reclamo popular de unidad (la breve experiencia del ARI). Se forma Izquierda Unida como un frente electoral, mientras que organizaciones como “Sendero Luminoso” (SL) pasaron a la clandestinidad pregonando la tesis de “guerra popular”. El conflicto distributivo en este periodo, especialmente en el 77-78, estuvo enmarcado en un conflicto capital-trabajo: de un lado, el Estado y las fracciones del capital; de otro, los trabajadores urbano-industriales organizados, federaciones campesinas, otros sectores populares (v. gr. barriales) y frentes regionales. La empleocracia también se sumó a las protestas y reclamos, aunque apareciendo en el momento de los “reflujos”. Los años 77-78 fueron de una coyuntura histórica excepcional que nunca se ha vuelto a repetir, porque confluyeron rasgos esenciales de “lucha de clases” en los términos del marxismo clásico. El periodo culmina con el retorno al poder de Fernando Belaúnde, el 28 de julio de 1980.
  • Segunda mitad de 1980 hasta fines del 2000, que comprende tres regímenes políticos: segundo gobierno de Belaúnde (1980-1985); primer gobierno de Alan García (1985-1990) y la “década fujimorista” (1990-2000) que incluye el autogolpe del 5 de abril de 1992, la reforma constitucional de 1993 y la reelección en 1995 como los acontecimientos políticos más destacados. El periodo coincide con el inicio de la “guerra popular” de SL, mediante el incendio de ánforas electorales en la localidad de Chuschi, Ayacucho, el 17 de mayo de 1980. El conflicto distributivo convivió con 20 años de violencia que dejó más de 69,000 muertos o desaparecidos, “la cifra más probable de víctimas fatales” producida por los alzados en armas (SL, MRTA) y la consiguiente represión desatada por el Estado, especialmente en la Sierra.[3] El clímax se alcanzó con los sucesos de Tarata (barrio de clase media en el distrito limeño de Miraflores) el 16 de julio de 1992; clímax que se extendió hasta el 12 de septiembre del mismo año, en que se produce la captura en Lima de Abimael Guzmán (“Presidente Gonzalo”). En la esfera económica, la primera mitad de los 80 fue de “continuismo” de la política económica por el lado del manejo de los precios relativos bajo la modalidad de “paquetazos” (ajustes en los precios de alimentos, alzas de gasolina, devaluaciones, aumento de impuestos indirectos, encareci-miento del crédito, etc.), deteriorando los ingresos y salarios reales. La “heterodoxia” iniciada en agosto de 1985 buscó revertir esta situación a través de un “shock de oferta” y aprovechando la capacidad ociosa existente en el aparato productivo, pero cuyos efectos benéficos (económicos, sociales y políticos) fueron mal manejados por la administración aprista. Dicha heterodoxia terminó colapsando con el intento de estatización de la banca,[4] ante la “sequía de inversiones” y de reservas internacionales netas. Fue el último “experimento populista” en el Perú del siglo XX, antes de la tormenta neoliberal de los 90 desatada por Fujimori y compañía, contradiciendo su oferta electoral.
  • Del 2000 en adelante la historia es más reciente. El conflicto distributivo en esta etapa ha estado relacionado con la privatización de las empresas públicas, en tanto que se iban generando todas las condiciones institucionales y legales para atraer, así como para brindar facilidades e incentivos, a los inversionistas extranjeros (empresariales, corporativos, banca internacional; capitales privados, públicos o asociados de otros países). A ello hay que añadir la conflictividad frente al TLC con Estados Unidos, cuyas negociaciones fueron iniciadas por el gobierno de Alejandro Toledo.[5] La estabilidad macroeconómica creó un clima favorable para las inversiones y capitales externos, aunándose a ello la favorable coyuntura internacional. Estos factores permitieron el crecimiento sostenido de la economía peruana del 2002 en adelante, fluctuando entre niveles cercanos al 5% y 7%. En el presente año se espera una tasa de crecimiento del PBI del 6.5%, mientras  que de aquí al 2010 el escenario vendría dado por un crecimiento promedio del 7% según las proyecciones oficiales establecidas en el Marco Macroeconómico vigente.[6]

Del recuento realizado se desprenden al menos tres elementos de continuidad. El primero es que las políticas macroeconómicas respondían directa o indirectamente a los intereses inmediatos de las distintas fracciones del capital en el Perú, sea que fuese utilizada como instrumento de negociación en las diferentes coyunturas o ciclos, sea para generar cierta acumulación interna, o aun para llevar al país por el camino de la inserción directa en el mercado internacional. En segundo lugar, los trabajadores y sectores populares en general fueron los más perjudicados por dichas políticas, aun cuando en determinadas circunstancias parecieron obrar a su favor (la “comunidad industrial” de Velasco; el “experimento heterodoxo” en el primer gobierno de García). En tercer lugar, las políticas económicas de corte ortodoxo fueron no solamente el instrumento privilegiado para reorganizar la economía peruana a favor de los capitalistas (en este contexto, la invocación a la  “economía de mercado” es un eufemismo que oculta algo que no se quiere reconocer); dichas políticas sirvieron también para la transformación del Estado en “Estado del capital”. ¿Habrá llegado entonces la hora de empezar a pensar en un modelo de Estado, y políticas públicas, que respondan efectivamente a los intereses de los trabajadores y las mayorías del país?

El paro del 9 de julio podría ser el inicio de un proceso social y político distinto al que ha venido ocurriendo hasta ahora en el Perú.

Lima, 8 de julio del 2008

- Antonio Romero Reyes
es economista peruano, consultor e investigador en desarrollo regional. Especialista en planificación y proyectos de desarrollo económico local.



[1] Cf. Jϋrgen Schuldt, Bonanza macroeconómica y malestar microeconómico. Apuntes para el estudio del caso peruano, 1988-2004. Lima: CIUP, 2005. Este autor advirtió hace algún tiempo sobre la gravedad de la “dramática ‘crisis distributiva’”. Cf. J. Schuldt, «De la frustración personal al descontento general» en Actualidad Económica del Perú, septiembre-octubre 2007. URL: www.actualidadeconomica-peru.com/anteriores/ae_2007/set/art_02_set.pdf

[2] “[…] a gobiernos regionales que recién están aprendiendo a invertir se les pide que inviertan y a gobiernos locales que administraban la pobreza se les pide lo mismo.” Efraín Gonzáles, «Los corto-circuitos de la descentralización», en: blog.pucp.edu.pe/blog/195 (27/06/08). Del mismo autor: «La Descentralización: una oportunidad que se puede perder» (21/06/07), Ibíd.

[3] Comisión de la Verdad y Reconciliación, Informe Final. Lima: CVR, 2003, prefacio. El documento completo está disponible en www.cverdad.org.pe/ifinal/index.php

[4] Anunciado en el discurso presidencial del 28 de julio de 1987.

[5] La primera suscripción del TLC entre Perú y EE.UU. se realizó a nivel de los representantes comerciales de ambos países, el 12 de abril 2006, en la sede de la OEA en Washington. El 24 de mayo de ese año se convocó el Paro Nacional y otras medidas de protesta ante la inminencia de la ratificación del acuerdo, que de todas maneras se produjo, por parte de un gobierno “de salida”.

[6] Ministerio de Economía y Finanzas, «Marco Macroeconómico Multianual 2008-2010. Aprobado en Sesión del Consejo de Ministros del 30 de mayo del 2007». En: www.bcrp.gob.pe/bcr/dmdocuments/ Publicaciones/pro_economico/MMM2008-2010.pdf

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