Inseguridad: ¿una estrategia para el control de la población?
10/11/2008
- Opinión
Camaritas en avenida central o en las inmediaciones de la Universidad de Costa Rica. Desde la radio una conocida periodista casi se desgañita: que los autos que circulan después de cierta hora en la noche –cualquiera sea el auto de que se trate- sean detenidos por la policía y requisados en busca de armas o cualquier otra cosa sospechosa. Ante la cámara televisiva, un padre adolorido y furioso clama por venganza y, nuevamente desde la radio, se llama a estar vigilantes: cada movimiento “anormal” en el barrio debe ser vigilado y reportado. Podríamos alargar la lista al infinito.
Y ante todo esto me pregunto: ¿A quién realmente se quiere vigilar y controlar? ¿A los delincuentes y criminales o la población misma? Más aún ¿de la seguridad de quién estamos hablando? ¿La de la gente o la de quienes tienen el poder y los privilegios y buscan afanosamente impedir que nadie desafíe sus excesos, su avaricia y corruptela?
1) La privatización de la seguridad
Por supuesto que hay un problema de inseguridad en proceso de agravamiento. Esto es perfectamente obvio.
Otros detalles -casi tan evidentes como el anterior- son convenientemente olvidados. En particular uno: la operación de privatización de la seguridad que se ha aplicado por los últimos 25 años. El lema famoso de “la seguridad es asunto de todos” ya lo sintetizaba con eficacia. Se ha querido descargar al Estado de proveer seguridad y se ha buscado trasladar la responsabilidad a organizaciones civiles, empresas privadas y comunidades ¿Todavía alguien querría discutir que eso es parte del nefasto paquete de políticas neoliberales?
La privatización ha implicado debilitamiento de la seguridad. Primer punto a favor del crimen y la delincuencia. Pero también ha implicado proliferación de “empresas de seguridad”, mal reguladas y supervisadas. Como consecuencia, pulula la gente armada con ínfulas militaroides. No quiero ser mal pensado, pero ¿cuántos delincuentes habrán recibido “formación” en estas empresas?
2) Las raíces sociales de la violencia
Ahora bien ¿la privatización de la seguridad es la causa del problema? Sospecho que es un agravante, pero no la razón fundamental. Esta última probablemente radica en el sistema social mismo. No tanto la pobreza como sobre todo la desigualdad social. Y no tanto la desigualdad como, particularmente, las condiciones de frustración y desesperanza en que se vive esa desigualdad, así como el contexto ferozmente competitivo y consumista que alimenta esa frustración y desesperanza hasta convertirlas en aguda patología.
Si lo que el proyecto neoliberal pretendía era engendrar una sociedad inhóspita y violenta, habría que aplaudirle la eficacia del trabajo realizado. La violencia ha sido inoculada a profundidad en las arterias del cuerpo social y, desde ahí, emerge, aquí y allá, al modo de supuraciones purulentas.
Uno podría recurrir a algunos ejemplos que lo ilustren. Mencionaré uno. Daniel es un niño que conozco. Tiene ocho años y no asiste a la escuela. Su madre vive “arrimada” a la casa de un hermano y es trabajadora del sexo. Daniel y sus dos hermanitas duermen en un cuartucho gélido y tuguriento. Al padre jamás lo ven. El dinero que la madre obtiene lo entrega, íntegro, a su amante, un tipo vicioso y vividor. El niño y sus dos hermanas simplemente vienen y van…despreciados, olvidados, ignorados ¿Qué futuro les espera? ¿Es que estos pequeños tienen algo que agradecerle a esta sociedad que los trata como desecho?
Claro que su madre y padre son irresponsables y, por lo tanto, culpables. Pero, a su vez, ¿qué oportunidades educativas, de crecimiento y realización personal han tenido a lo largo de su vida? El círculo vicioso se vuelve entonces infernal: generaciones enteras de hombres y mujeres que hoy son adultos jóvenes, han crecido en la frustración y la desesperanza y, a su vez, están haciendo crecer nuevas generaciones, a las cuales la sociedad las desahucia, ya desde la niñez, incluso de forma más cruel y violenta que a sus progenitores.
Ese es terreno fértil para la delincuencia. No el único, pero sí uno muy importante y, sobre todo, muy pródigo. Mas tengamos claro que, en general, el sistema funciona como una maquinaria bien aceitada que estimula la violencia y el crimen. Piense usted, ¿Qué hace que una persona sea valorada y ensalzada? No sus atributos artísticos o intelectuales; no su nobleza, desprendimiento y generosidad. La riqueza material ha devenido criterio fundamental: usted es lo que tiene. Punto. Lo demás son románticas estupideces. Desde luego que esto es un excelente incentivo para la criminalidad. Tanto la criminalidad elegante –la que roba y mata desde despachos alfombrados y por vías frecuentemente legales (por ejemplo, el robo y la estafa urdidos por los especuladores financieros)- como también la criminalidad y delincuencia callejeras.
3) La droga
He aquí el paroxismo de la exaltación del dinero y la ambición, metas tan apreciadas por el neoliberalismo. Pero -usted va a perdonar- el problema no es tanto la droga como la ilegalidad de la droga. El abuso de la droga mata. Y lo hace aunque sea ilegal. Lo mismo ocurre con el alcohol o el cigarrillo, aún siendo legales. La ilegalidad de la droga no resuelve un problema –la adicción- cuyos orígenes son otros y nada tiene que ver con que una droga sea legal o ilegal. En cambio, la ilegalidad de la droga genera otros problemas gravísimos. Primero, el crimen organizado. Segundo, el despilfarro de millones y millones que sostienen un aparato policíaco-militar supuestamente destinado a controlar el tráfico de la droga. Tercero –que es, a fin de cuentas, lo peor del cuento- la salvaje espiral de violencia a que esto da lugar.
Así las cosas, los capos de la droga siguen en los suyo, matando gente y acumulando fortunas. Y la industria armamentista de plácemes proveyendo armas –con notable sentido de la equidad- tanto a quienes combaten la droga como a quienes la trafican. Y el mundo entero lanzado de cabeza en una carrera de muerte para la que no existe salida. O, mejor dicho, sí existe una: legalizar la droga. Con ello se terminan los carteles, las mafias y el tráfico encubierto. Y los gobiernos se quitan de estar despilfarrando millones salidos de los impuestos que la gente paga. Será una mala noticia para los capos de la droga y para los capos de la industria armamentista. Para el resto del mundo será una buena nueva.
Claro, queda pendiente el problema de la adicción. Pero ése lo tendremos igual, lo mismo si la droga es legal que si no lo es. Y, por cierto, y puesto que párrafos atrás hablábamos de una sociedad que cultiva con esmero la desesperanza y la frustración, ¿cuánto del problema de adicción es atribuible a ese estado de cosas? Probablemente una dosis considerable.
4) El Gran Hermano
El problema de la inseguridad es, pues, un asunto de fondo y mucho más complejo de lo que alguna gente quiere reconocer. Sin duda se necesitan más policías, pero lo cierto es que la cosa no se resuelve ni con cárcel ni con medidas de fuerza. Esto me hace volver adónde empecé. Al eludir el problema social de fondo y optar por salidas represivas ¿en realidad no se está eligiendo una vía orientada a controlar la población ante que a la delincuencia? Me pregunto: ¿qué porcentaje de asaltos han sido evitados y qué porcentajes de delincuentes han sido apresados, gracias a las camaritas de avenida central o a las instaladas por la UCR? Seguramente ese dato es desconocido pero uno puede suponer que es despreciable.
En realidad las camaritas no controlan la delincuencia sino que vigilan a la gente. A usted y a mí. Igual con esos llamados a requisar autos de forma indiscriminada después de las 11 de la noche o las recomendaciones de “vigilar” cada movimiento en el barrio ¿Estamos en proceso de construcción de un estado policíaco vestido con ropajes de democracia?
El caso es que no solo nos tienen vigilados sino que, además, quieren que nos vigilemos los unos a los otros. Y la vigilancia lleva, casi automáticamente, a la delación. O sea: que nos delatemos los unos a los otros.
¿Vigilar y delatar qué? ¿Acaso la reunión de un comité patriótico, la de un grupo de intelectuales sospechosos de izquierdismo o la de un puñado de chicos y chicas universitarias, de campesinos protestones, de sindicalistas malamansados, de ambientalistas revuelca-albóndigas? Pero no solo ese tipo de cosas; también los amantes furtivos o el vecino “raro” (sobre todo si es gay) o la señora de costumbres no muy católicas.
¿El Gran Hermano orwelliano, incluso en nuestro propio vecindario y con nuestra propia y directa implicación y complicidad? O sea, ¿El Gran Hermano interiorizado en nuestra propia subjetividad?
Y ante todo esto me pregunto: ¿A quién realmente se quiere vigilar y controlar? ¿A los delincuentes y criminales o la población misma? Más aún ¿de la seguridad de quién estamos hablando? ¿La de la gente o la de quienes tienen el poder y los privilegios y buscan afanosamente impedir que nadie desafíe sus excesos, su avaricia y corruptela?
1) La privatización de la seguridad
Por supuesto que hay un problema de inseguridad en proceso de agravamiento. Esto es perfectamente obvio.
Otros detalles -casi tan evidentes como el anterior- son convenientemente olvidados. En particular uno: la operación de privatización de la seguridad que se ha aplicado por los últimos 25 años. El lema famoso de “la seguridad es asunto de todos” ya lo sintetizaba con eficacia. Se ha querido descargar al Estado de proveer seguridad y se ha buscado trasladar la responsabilidad a organizaciones civiles, empresas privadas y comunidades ¿Todavía alguien querría discutir que eso es parte del nefasto paquete de políticas neoliberales?
La privatización ha implicado debilitamiento de la seguridad. Primer punto a favor del crimen y la delincuencia. Pero también ha implicado proliferación de “empresas de seguridad”, mal reguladas y supervisadas. Como consecuencia, pulula la gente armada con ínfulas militaroides. No quiero ser mal pensado, pero ¿cuántos delincuentes habrán recibido “formación” en estas empresas?
2) Las raíces sociales de la violencia
Ahora bien ¿la privatización de la seguridad es la causa del problema? Sospecho que es un agravante, pero no la razón fundamental. Esta última probablemente radica en el sistema social mismo. No tanto la pobreza como sobre todo la desigualdad social. Y no tanto la desigualdad como, particularmente, las condiciones de frustración y desesperanza en que se vive esa desigualdad, así como el contexto ferozmente competitivo y consumista que alimenta esa frustración y desesperanza hasta convertirlas en aguda patología.
Si lo que el proyecto neoliberal pretendía era engendrar una sociedad inhóspita y violenta, habría que aplaudirle la eficacia del trabajo realizado. La violencia ha sido inoculada a profundidad en las arterias del cuerpo social y, desde ahí, emerge, aquí y allá, al modo de supuraciones purulentas.
Uno podría recurrir a algunos ejemplos que lo ilustren. Mencionaré uno. Daniel es un niño que conozco. Tiene ocho años y no asiste a la escuela. Su madre vive “arrimada” a la casa de un hermano y es trabajadora del sexo. Daniel y sus dos hermanitas duermen en un cuartucho gélido y tuguriento. Al padre jamás lo ven. El dinero que la madre obtiene lo entrega, íntegro, a su amante, un tipo vicioso y vividor. El niño y sus dos hermanas simplemente vienen y van…despreciados, olvidados, ignorados ¿Qué futuro les espera? ¿Es que estos pequeños tienen algo que agradecerle a esta sociedad que los trata como desecho?
Claro que su madre y padre son irresponsables y, por lo tanto, culpables. Pero, a su vez, ¿qué oportunidades educativas, de crecimiento y realización personal han tenido a lo largo de su vida? El círculo vicioso se vuelve entonces infernal: generaciones enteras de hombres y mujeres que hoy son adultos jóvenes, han crecido en la frustración y la desesperanza y, a su vez, están haciendo crecer nuevas generaciones, a las cuales la sociedad las desahucia, ya desde la niñez, incluso de forma más cruel y violenta que a sus progenitores.
Ese es terreno fértil para la delincuencia. No el único, pero sí uno muy importante y, sobre todo, muy pródigo. Mas tengamos claro que, en general, el sistema funciona como una maquinaria bien aceitada que estimula la violencia y el crimen. Piense usted, ¿Qué hace que una persona sea valorada y ensalzada? No sus atributos artísticos o intelectuales; no su nobleza, desprendimiento y generosidad. La riqueza material ha devenido criterio fundamental: usted es lo que tiene. Punto. Lo demás son románticas estupideces. Desde luego que esto es un excelente incentivo para la criminalidad. Tanto la criminalidad elegante –la que roba y mata desde despachos alfombrados y por vías frecuentemente legales (por ejemplo, el robo y la estafa urdidos por los especuladores financieros)- como también la criminalidad y delincuencia callejeras.
3) La droga
He aquí el paroxismo de la exaltación del dinero y la ambición, metas tan apreciadas por el neoliberalismo. Pero -usted va a perdonar- el problema no es tanto la droga como la ilegalidad de la droga. El abuso de la droga mata. Y lo hace aunque sea ilegal. Lo mismo ocurre con el alcohol o el cigarrillo, aún siendo legales. La ilegalidad de la droga no resuelve un problema –la adicción- cuyos orígenes son otros y nada tiene que ver con que una droga sea legal o ilegal. En cambio, la ilegalidad de la droga genera otros problemas gravísimos. Primero, el crimen organizado. Segundo, el despilfarro de millones y millones que sostienen un aparato policíaco-militar supuestamente destinado a controlar el tráfico de la droga. Tercero –que es, a fin de cuentas, lo peor del cuento- la salvaje espiral de violencia a que esto da lugar.
Así las cosas, los capos de la droga siguen en los suyo, matando gente y acumulando fortunas. Y la industria armamentista de plácemes proveyendo armas –con notable sentido de la equidad- tanto a quienes combaten la droga como a quienes la trafican. Y el mundo entero lanzado de cabeza en una carrera de muerte para la que no existe salida. O, mejor dicho, sí existe una: legalizar la droga. Con ello se terminan los carteles, las mafias y el tráfico encubierto. Y los gobiernos se quitan de estar despilfarrando millones salidos de los impuestos que la gente paga. Será una mala noticia para los capos de la droga y para los capos de la industria armamentista. Para el resto del mundo será una buena nueva.
Claro, queda pendiente el problema de la adicción. Pero ése lo tendremos igual, lo mismo si la droga es legal que si no lo es. Y, por cierto, y puesto que párrafos atrás hablábamos de una sociedad que cultiva con esmero la desesperanza y la frustración, ¿cuánto del problema de adicción es atribuible a ese estado de cosas? Probablemente una dosis considerable.
4) El Gran Hermano
El problema de la inseguridad es, pues, un asunto de fondo y mucho más complejo de lo que alguna gente quiere reconocer. Sin duda se necesitan más policías, pero lo cierto es que la cosa no se resuelve ni con cárcel ni con medidas de fuerza. Esto me hace volver adónde empecé. Al eludir el problema social de fondo y optar por salidas represivas ¿en realidad no se está eligiendo una vía orientada a controlar la población ante que a la delincuencia? Me pregunto: ¿qué porcentaje de asaltos han sido evitados y qué porcentajes de delincuentes han sido apresados, gracias a las camaritas de avenida central o a las instaladas por la UCR? Seguramente ese dato es desconocido pero uno puede suponer que es despreciable.
En realidad las camaritas no controlan la delincuencia sino que vigilan a la gente. A usted y a mí. Igual con esos llamados a requisar autos de forma indiscriminada después de las 11 de la noche o las recomendaciones de “vigilar” cada movimiento en el barrio ¿Estamos en proceso de construcción de un estado policíaco vestido con ropajes de democracia?
El caso es que no solo nos tienen vigilados sino que, además, quieren que nos vigilemos los unos a los otros. Y la vigilancia lleva, casi automáticamente, a la delación. O sea: que nos delatemos los unos a los otros.
¿Vigilar y delatar qué? ¿Acaso la reunión de un comité patriótico, la de un grupo de intelectuales sospechosos de izquierdismo o la de un puñado de chicos y chicas universitarias, de campesinos protestones, de sindicalistas malamansados, de ambientalistas revuelca-albóndigas? Pero no solo ese tipo de cosas; también los amantes furtivos o el vecino “raro” (sobre todo si es gay) o la señora de costumbres no muy católicas.
¿El Gran Hermano orwelliano, incluso en nuestro propio vecindario y con nuestra propia y directa implicación y complicidad? O sea, ¿El Gran Hermano interiorizado en nuestra propia subjetividad?
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