El cambio en el Estado

12/11/2008
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  • Opinión
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Por muchos años, el desprestigio ha acompañado al Estado. Se le asimila con corrupción, ineficiencia, ineficacia, haraganería, refugio de incapaces, botín de los políticos, etcétera. La política, que es la lucha por el poder del Estado, también ha compartido este descrédito. Es una profesión a la que casi nadie acepta pertenecer, porque les da vergüenza, al extremo de que hasta los que quieren ser presidentes comienzan por decir ¡que no son políticos!

Esta deshonra de lo público se vio profundizada por toda la fuerza del pensamiento neoliberal, que necesitaba justificar ideológicamente su reducción a la mínima expresión, para ampliar así el espacio del mercado.

En nuestro país, ese rechazo también proviene de los sectores populares, para quienes éste ha sido el gran ausente, porque no ha podido garantizar ciudadanía para los pobres y excluidos, que son la mayoría, Y cuando se ha apersonado, muchas veces es asociado con represión, injusticia y discriminación.

Sin embargo, todos y todas sabemos que prescindir del Estado es una postura anarquista y fuera del sentido común. Por lo tanto, animados no solo por la creciente ola pro Estado que ahora nos invade desde afuera —como antes nos ahogó la avalancha anti-Estado—, sino que por la angustia cotidiana de seguridad, trabajo, comida, salud, educación, etcétera, no nos queda más que aceptar, con entusiasmo a unos y a regañadientes otros, que debemos fortalecerlo. Los más conscientes entenderán incluso que las posibilidades del desarrollo pasan, necesariamente, por el papel del Estado.

Entonces, ¿qué podemos hacer para enmendar el rumbo? A todos y todas nos incumbe hacer algo. Los empresarios, que han sido al mismo tiempo los casi dueños y al mismo tiempo verdugos ideológicos del Estado, deberán renunciar a ser un poder paralelo que le castra su necesaria autonomía, pero también valorar su rol regulador para el logro del tan ansiado bien común que beneficia a todos y a nadie en particular. Los políticos tendrán que renunciar a seguir siendo los piratas que desentierran cada cuatro años el botín, utilizando los votos mañosamente obtenidos mediante promesas reiteradamente incumplidas. Los sectores populares podrían abandonar esa visión simplista de confrontación por principio con el Estado, que los lleva a la inconformidad permanente y la contradicción irresoluble con él. Los periodistas estamos obligados a abordar nuestra labor informativa con responsabilidad, con actitudes criticas, pero sin ocultar la realidad, cuidándonos de no echarle leña al fuego, estimulados por obtener el beneplácito de los lectores permanentemente inconformes.
Pero los prioritariamente responsables son los funcionarios públicos de primer nivel, entre ellos diputados, ministros, magistrados, etcétera.

Los diputados —y vaya si no también las diputadas— deben dejar de ser mercaderes de la política, recuperando moral y principios, para ir reconstruyendo la legitimidad perdida. Los magistrados ya no pueden seguir en su cínica e impúdica actitud de querer ser, cada uno de ellos, presidente (a) de la Corte Suprema de Justicia.

Esto debe cambiar. Es cierto que cualquiera puede argumentar que los incentivos que produce el sistema son perversos, pero hay una dimensión personal, de cada funcionario público, que es piedra angular para rescatar la institucionalidad. A esa responsabilidad individual me refiero.

Guatemala, 12 de noviembre de 2008

- Ileana Alamilla, periodista guatemalteca, es Directora de la Agencia CERIGUA.

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