La deuda externa o el país de los pigmeos
El endeudamiento, un entramado de delitos
25/11/2002
- Opinión
La sentencia del Juez Ballestero en el caso "Olmos", desnudó la vieja mano
del Estado mafioso. Cada argentino pagará de por vida los frutos colosales
de esos delitos
Tal vez, la humanidad no llegue nunca a sustituir a la experiencia
como recurso para conocer o verificar la realidad. Al encontrarse envuelto
en una catástrofe, por ejemplo, el ser humano, no puede eludir un
sentimiento de extrañeza, de cierta irrealidad. ¿Cómo pudo pasarme a mí? El
contacto directo con el daño, le devuelve, entonces, la prueba, el sentido
de lo que ocurrió.
Pero hay un tipo de catástrofe que, por su sofisticación, por su alta
complejidad técnica, mediatiza, dificulta y confunde, la sensación de
pertenencia, el sentimiento de ser víctima de los acontecimientos. Incluso,
el oído es más propenso a separar el concepto de catástrofe de los
estragos intencionalmente provocados.
Hace veinte años, el 4 de abril de 1982, un hombre Alejandro Olmos,
denunció ante la Justicia que la concertación de la deuda externa
Argentina, ya enorme para ese entonces, en relación con la anterior, era
fruto de un entramado de delitos. Habían sido cometidos, en connivencia,
por las autoridades del gobierno militar, por los que hacían las veces de
miembros del Congreso durante la dictadura y por los funcionarios del Banco
Central de entonces. También habían perjudicado a YPF. Los personajes del
establishment acordaron tales delitos con la banca internacional la que,
mediante maniobras contables, lograba así colocar sus excesos de dinero –
que, además, enseguida volvería a sus arcas-, en condiciones usurarias.
En trasgresión de los principios de derecho internacional y
fundamentalmente los del derecho común de las naciones civilizadas, que
especificaba que los créditos debían otorgarse para el desarrollo, sin
invadir la soberanía de los Estados y en pro del nivel de vida de los
pueblos, estos dineros fueron colocados con fines especulativos. También se
prorrogó ilegalmente la jurisdicción sometiendo al Estado Argentino al
poder judicial extranjero. Se otorgaron avales irregulares a empresas
privadas amigas del poder; se encubrieron autopréstamos. Se socializó
absurdamente la deuda privada impaga.
Excediendo claramente las necesidades y las posibilidades de pago del
deudor, se instauró el método particular de dominación, de dependencia
creciente y destrucción del país, que aún se está sufriendo. Todo
implicaba un vaciamiento gigantesco de los recursos materiales de la
Nación. Se abrió paso al desguace desastroso del Estado que luego se
consumó. Los funcionarios incriminados, se dijo, habían realizado hechos
por los cuales la Constitución Nacional los calificaba como "infames
traidores a la Patria".
También, con pericias realizadas mediante un despliegue de talentos
científicos, académicos y de notables sin antecedentes en la historia
judicial Argentina, el proceso logró probar la ilicitud de la deuda. Había
sido concertada sin causa o con una causa ilícita, en abuso de derecho
nacional e internacional, con usurpadores del poder, condenados luego por
rebelión y delitos aberrantes, por sentencia firme en el juicio a las
juntas del proceso. Personajes que carecían, a todas luces, de legitimidad
para hacer lo que hicieron. Se incurrió en abuso de derecho, causa ilícita,
lesión enorme, lesión subjetiva. Se violaron el rebus sic stantibus, y la
prohibición de la usura.
A la causa se le fueron agregando otras y los vericuetos judiciales duraron
dieciocho años. Olmos tuvo que haber dejado en ella sus últimos años de
vida. Después, extrañamente, la sentencia sobreseyó a los responsables,
por prescripción. Sin embargo, la misma dejó sentado un precedente de
inestimable valor que debería, urgentemente, salvarse del olvido. La
catástrofe, entonces, fue intencional.
Y el fallo firmado por el Juez Ballestero, con lúcida intervención de
su Secretario, el Dr. Foerster, así lo declaró. También se deduce de la
investigación y de la reticencia en mostrar las actas secretas mediante las
que se pergeñaban tales conductas en el Banco Central, que los banqueros
privados devenidos funcionarios, actuaban como agentes dobles
representando, en realidad, a los acreedores y/o a los que serían
beneficiarios de los delitos. Son delitos de efectos continuados, en la
medida que persiste la obligación de devolver la supuesta deuda y de pagar
los intereses.
Recorriendo la sentencia, accesible incluso por Internet, el lector
va observando, como en las películas de gángsteres norteamericanas de qué
manera detrás del gobierno aparente, se mueve y entreteje mafiosamente un
poder verdadero. No se trata, entonces, sólo de un daño ya ocurrido, sino
que la sociedad Argentina en su totalidad, como una cruz adecuada a la
medida y atada compulsivamente a la espalda de cada habitante, está
obligada a seguir pagando, en el futuro, los frutos gigantescos, de esos
diversos delitos. Habría que pensar en la confusión que necesita la opinión
general para creer que el pueblo, como si fueran impuestos, estaría
obligada a pagar la "deuda" asumida por doscientos delincuentes. Más, ¿por
cuál loca avivada la sociedad toda debe pagar (y lo está haciendo) la deuda
propia, gigantesca, de unas doscientas empresas? ¿Quién será el encargado
de enmendar tales entuertos? Hay que saber que las facultades para
"arreglar" y "contraer" la deuda externa pertenecen al Poder Legislativo y
son indelegables (inc. 3 y 6 art. 67; hoy inc. 4 y 7, art. 75, CN.) El
Congreso no lo ha hecho, por lo que no se puede decir que le deuda haya
sido democráticamente convalidada. A su vez, el fallo envió las pruebas de
los delitos al Parlamento que, sordo y sumiso, dirige su sonrisa hacia
otras influencias.
Cada enfermedad, cada remedio, cada amor, cada odio, cada alegría,
cada tristeza, sobre todo cada frustración personal y colectiva, está atada
a esa deuda externa, que fue luego cuadriplicada. Su carga provoca,
necesariamente, el apocamiento de las esperanzas individuales, sociales,
por obra de la imposibilidad. El mundo se nos achica, como si hubieran
convertido a la Argentina en un país de grises pigmeos carenciados.
La sentencia estableció la ilegitimidad, la ilicitud, de la deuda.
Pero, ¿cuál es la importancia de saberlo? ¿Cuáles los efectos que esos
hechos produjeron y siguen produciendo en el tejido social?
La legitimidad es una cuestión teórica, de correspondencia. Hace a
la verdad del contenido de un acto, a la coherencia que una norma inferior,
o un acto jurisdiccional, debe guardar con los principios rectores del
orden jurídico nacional e internacional. Es, digamos, una relación
intelectual.
Pero hay reglas que corresponden a lo que Kant llamaba la razón
práctica. El individuo debería obrar, de modo tal, que su accionar pudiera
establecerse como imperativo universal.
Están las reglas ejemplares, aquellas que son vividas como ejemplo
por la sociedad toda; y cuya violación acarrea el derrumbe de la unidad del
sistema. La tan mentada Seguridad Jurídica. Los filósofos neoplatónicos
descubrieron la existencia de las causas ejemplares; que se transmiten por
imitación.
De todo ello deriva el principio de legalidad, que puede coincidir o
no con lo legal. El que depende, por ejemplo, de la corrección formal. Es
una coincidencia mecánica, de procedimiento, en el dictado de una norma o
de una sentencia.
En el caso, la supuesta "deuda" no es tal, está probado. Es ilegal,
ilegítima y carece de causa válida. Ahora, el principio de legalidad o
legitimidad sustancial es una cuestión de voluntad. Presupone una alianza
básica, inviolable, con el fin último del orden jurídico. Los funcionarios
encargados de los poderes del Estado deben tener una especie de cuidado,
amor o celo hacia la Justicia, hacia el espíritu fundacional de la
Constitución. Es como el amor que los médicos hospitalarios deben guardar
por la higiene propia y del lugar de la cura, que es el sitio hacia donde
la población lleva sus bacterias en busca de auxilio. De lo contrario, la
función de sanar se transformaría en generadora de epidemia.
El principio de legalidad es la sangre del sistema, la coherencia
práctica que debe navegar por debajo de la letra visible, como un
anticuerpo alimentando todos los rincones.
Es decir, hay un presupuesto material que se conoce como la ejemplaridad de
las reglas. Los habitantes de los poderes del Estado no deberían requerir
que los ciudadanos respeten las leyes que ellos mismos transgreden. Más, el
espectáculo de esas violaciones; la ostentación de sus riquezas mal
habidas; la misma banalidad de sus excusas públicas, es una incitación
general a la delincuencia. Una apología tácita del aquelarre. Una
ratificación de la filosofía de la Biblia y el calefón.
¿Qué pasa con los valores de una sociedad que desconfía activamente
de sus tribunales, de su imparcialidad e independencia? ¿Si siente que los
gobiernos se pueblan de ladrones? ¿Y la Policía? ¿El Poder Legislativo por
miembros que, sensibles al sobre del lobby, venden su voto, promoviendo
políticas que cercenan sus derechos elementales? ¿Cuál es el producto de
que el Banco Central esté dirigido por infames traidores a la Patria, o sus
continuadores doctrinarios?
A saber: las consecuencias materiales, como la entrega de las
riquezas de la Nación, son gravosas. Pero, lo peor de la devastación se
produce porque esas conductas tienen resultados epidémicos y colocan a la
soberanía, al país todo, en la antesala del desmembramiento. Como un pato
listo para ser engullido por engalanados, alegres, voraces, comensales que
conversan en extraños idiomas.
Quedó, entonces, vaciada, obsoleta, la ficción de la representación
del artículo 22 de la Constitución, los representantes no representan al
pueblo. Por causa de la corrupción desatada durante la dictadura, que hizo
tumor en los hechos de este juicio, y que tomó carácter de epidemia durante
las condicionadas democracias posteriores. Los gérmenes recibidos fueron
expandidos y la salud moral de la República se apestó de cabo a rabo. Y
ello no es sólo un tema espiritual, hace a la efectividad, al
funcionamiento concreto del sistema democrático; a la defensa material de
la integridad de la Nación.
La globalización quiso sustituir al ciudadano, dueño de las garantías
constitucionales, por el consumidor; cuya entidad no es jurídica sino de
hecho. Pero la mayoría de la población, sumida en la indigencia y la
pobreza, ya no consume. Los otros estratos, colocados en las penurias del
descenso social y la inseguridad de las calles, envueltos en lo que parece
una guerra de todos contra todos y de pobres contra pobres, se debaten
entre la angustia de ser o el dolor de ya no ser.
*Nota de opinión. Emitida en la portada por la Revista del Colegio Público
de Abogados de la Capital Federal, en el número de Noviembre 2002
https://www.alainet.org/es/active/2877?language=es
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