Después de los saqueos ¿Pueden los excluidos ser sujetos?
17/12/2002
- Opinión
La pregunta remite a un debate tan urgente como ausente en un
país donde tres de cada diez personas están excluidas de alguno
de sus derechos básicos y la mitad de los niños nace en hogares
pobres. Un país que se ufanaba de sus elevados niveles de
integración social y que aún no asimiló los mensajes de los
saqueos del pasado invierno.
"Desciudadanización estructural"
ES el término empleado por algunos analistas para describir el
proceso reciente, y creciente, de exclusión de una parte de la
población de sus antiguos derechos sociales. Pérdida de empleo y
escasa o nula expectativa de llegar a obtener un trabajo estable
con cobertura social, pérdida de la vivienda, dificultades para
el acceso a la salud y deterioro de la calidad de la enseñanza;
pobreza extrema que afecta sobre todo a los niños y sus madres,
una parte de los cuales ingresaron ya, en este país exportador
de carne y otros alimentos, en la categoría de subalimentados
Habitualmente, los excluidos son visualizados como víctimas.
Están allí, en los márgenes del sistema, como si una mano
invisible los hubiera llevado al estado de exclusión contra su
propia voluntad. Seres pasivos, que se los lleva y se los trae,
que así como hace cierto tiempo fueron sometidos a un proceso de
exclusión, pueden ahora ser reintegrados a la sociedad,
otorgándoles un ingreso mínimo, condiciones de vida dignas y
modelando sus comportamientos hasta convertirlos nuevamente en
ciudadanos. En segundo lugar, los excluidos son definidos por
lo que no tienen, por la "carencia", una forma sutil y aséptica
de estigmatizar la diferencia sociocultural que anida en los
sectores populares.
Ciudadanía, debate pendiente
En su último libro, el sociólogo Immanuel Wallerstein dedica un
capítulo al espinoso asunto de la ciudadanía.* En su mirada de
larga duración, sostiene que el concepto de ciudadano está
ligado a la estructura de la economía-mundo capitalista, y por
lo tanto a la construcción de los estados nacionales. Al jugar
un papel unificador en cada sociedad, dice, la política de
ciudadanía ha tenido un papel estabilizador, reduciendo el
desorden dentro de los estados al difuminar o hacer menos
estridentes los conflictos de clase, étnicos o religiosos. El
sufragio, el Estado del bienestar (o sea, cierta redistribución
de la renta) y la escuela y el servicio militar (en la mayoría
de los países) contribuyeron al apego de los ciudadanos al
Estado. Sin embargo, "el concepto de ciudadano no tiene sentido
a menos que algunos estén excluidos de él", afirma Wallerstein.
Incluso en un país tan "integrado" como Uruguay, y a todo lo
largo del siglo XX, hubo amplios sectores que no gozaban de facto
de los beneficios de la ciudadanía, aunque en los papeles no
tuvieran limitaciones. Recordemos: entre el 10 y el 15 por
ciento de la población vivía, hacia la década de 1950, en los
llamados "pueblos de ratas", caseríos rurales en los que el
Estado era el comisario y el hacendado la ley; las mujeres en
general, y las de los sectores populares en particular, tenían
derechos apenas formales, extremo que afectaba de forma
particular a las que estaban en los escalones más bajos de la
consideración social: prostitutas, empleadas domésticas,
trabajadoras rurales. A esa lista de derechos apenas formales
debería sumarse a los negros, los homosexuales y las lesbianas,
los habitantes de los cantegriles y la mayor parte de la
población rural. Y, por supuesto, los enfermos psiquiátricos
Todos ellos eran ciudadanos de segunda, aun en la Suiza de
América de mediados de siglo. Los funcionarios públicos
ejercieron plenamente sus derechos sindicales recién en los años
cincuenta, pese a la utilización por el Estado de las medidas de
seguridad contra la más larga huelga general de la historia del
país, en 1952, y nunca de manera completa. Cuando los
trabajadores de la caña de azúcar decidieron poner en pie un
sindicato, le mostraron al país, en los dorados sesenta, la
verdadera cara y el color de la exclusión. Para los uruguayos,
mirarse en aquel espejo fue un golpe mortal. De ahí en adelante,
nada volvió a ser igual.
Cuatro décadas de crisis
Días atrás, en un evento promovido por el Partido Socialista, el
sociólogo Fernando Filgueira propuso que para bajar los elevados
índices de abandono escolar se aplique un sistema de promoción
automática en las escuelas de las zonas pobres. La propuesta no
es novedosa, ya que las autoridades educativas tienden a
impulsar a los docentes para que bajen los niveles de
repetición. No obstante, revela el grado de deterioro de la
enseñanza pública y la escasa o nula capacidad para producir
entre los pobres algo que se parezca al ejercicio de la
ciudadanía. Y eso que la escuela pública es lo mejor que queda
del viejo Uruguay. Todas las demás instituciones del Estado del
bienestar sufren niveles de deterioro mucho más agudos
Pero el deterioro del Estado social no se debe sólo ni
principalmente a la crisis económica. Como señala Filgueira, los
actuales niveles de exclusión se instalaron durante los
relativamente prósperos años noventa. Fue el tipo de crecimiento
el que motivó la exclusión. En paralelo, lo que hoy
consideramos exclusión aparece potenciado, es más visible, como
consecuencia de la democratización de nuestras sociedades, que
ahora no parecen dispuestas a tolerar en silencio formas de
marginación que décadas atrás parecían "normales". En palabras
de Wallerstein, hacia los sesenta "'los pueblos olvidados'
empezaron a organizarse como movimientos sociales y también como
movimientos intelectuales, y expusieron sus demandas no sólo
contra los estratos dominantes sino contra el concepto de
ciudadano". Estos movimientos "descubrieron" que el racismo y el
sexismo, dos ejemplos universales, no eran sólo una cuestión de
prejuicios y discriminación individuales sino que adoptaban
también formas "institucionales". En suma, no apuntaban a los
derechos consagrados en las leyes sino al resultado de décadas
de democracia, que se resumen en marginación institucional.
Contra eso se levantan las personas, día a día con más y mejores
argumentos.
Derrota, sí pero...
Si para que el concepto de ciudadano funcione deben existir
quienes estén excluidos de él, ¿cómo se define a los candidatos
a la exclusión? Según el propio Wallerstein, siempre se trata de
"un grupo arbitrariamente seleccionado". Remite a una elección
no racional y que ni siquiera pretende ese estatuto. Así fue con
los judíos, los gitanos, los extranjeros... y los comunistas.
De ahí que no parezca tan importante, como se hace
habitualmente, la realización de estudios, encuestas y censos
para clasificar y cuantificar a los excluidos, propuestas para
"regularizar" su situación, porque el aspecto irregular o ilegal
en que viven es el más importante en la lógica estatista. Por el
contrario, parece más útil preguntarse cómo fue el proceso por
el que los ahora excluidos llegaron a esta situación. ¿Cómo
vivían sus padres, sus abuelos? ¿Qué hicieron, qué camino
transitaron? ¿Cómo los siente el resto de la población? Casi
siempre se los visualiza como un peligro latente o real. Sobre
los excluidos recae la imagen de que son o pueden ser violentos,
de que roban, matan y maltratan a sus familias y vecinos. Son
carne de las crónicas amarillas de los medios. Se teme que un
día irrumpan en los barrios ricos o en los centros de las
ciudades para apoderarse de lo que "carecen" o, simplemente,
para destruirlas. Un imaginario que ha ganado puntos desde los
saqueos de fines de julio y comienzos de agosto y que conecta
con temores ancestrales, a la vez que sirve para instalar el
peligro fuera de la ciudad amurallada, lejos del "nosotros"
Una doble mirada desde la larga duración y desde el movimiento
social permite observar que el grueso de las clases peligrosas,
las clases obreras, viven en el mundo una situación de exclusión
social. Y que esta exclusión es la consecuencia de su
resistencia de décadas, que hacia los sesenta terminó por
desbordar a los estados sociales y nacionales. En efecto, los
actuales excluidos eran los antiguos obreros, los trabajadores
rurales, las amas de casa y los jóvenes de los sectores
populares. Buena parte de los que hoy viven en asentamientos son
ex obreros calificados de fábrica, (¿casualmente?) el sector
social que más luchó por ensanchar el Estado benefactor durante
tres décadas, desde los cuarenta hasta el golpe de Estado de
1973. O sea, el sector social de quienes pelearon por ser
incluidos como ciudadanos y, efectivamente, ejercieron de facto
sus derechos
Pero no fue aquélla, la de los sesenta y setenta, una lucha sólo
salarial, económica y por la inclusión en la "ciudadanía". En
paralelo, entremezclada, despuntó la resistencia al patriarcado
(encabezada por las mujeres y los jóvenes) y a todas las
instituciones disciplinarias, difusa e implícita a veces,
frontal y explícita otras. Esas rebeldías fueron derrotadas por
el golpe de Estado del 73, pero obtuvieron importantes triunfos,
por contradictorio que parezca. La derrota y el triunfo nunca
son absolutos y, en todo caso, son construcciones ideológicas.
Gracias a esas actitudes de rebeldía se instaló entre nosotros
la libertad sexual, mientras el dominio de los varones, dentro y
fuera del hogar, se debilitó de forma ininterrumpida y las
instituciones de disciplinamiento (escuela, hospital, cárcel,
fábrica, familia) fueron desbordadas hasta ser neutralizadas. La
decadencia del patriarcado, la crisis de las instituciones
disciplinarias y del Estado benefactor son los triunfos más
importantes de la fracasada revuelta de los sesenta
En síntesis, las bases materiales del Estado benefactor, sus
condiciones de producción y reproducción, fueron minadas por
este amplio movimiento, al amenazar la forma como se realizaba
la acumulación de capital. La crisis de ese Estado está en la
base de la actual exclusión social. A partir de ahí las cosas
cambiaron radicalmente: los más pobres de ayer llegaban del
campo para construirse un futuro mejor, cosa que conseguían en
la mayor parte de los casos, no sin duros esfuerzos. A partir de
los ochenta, los nuevos pobres se reclutan entre los ex obreros;
no llegan del campo sino que son expulsados de los viejos
barrios obreros hacia la periferia.
Biopoder y racismo
Al sostener que la elección del grupo al que se le negarán los
derechos es arbitraria, Wallerstein señala que se trata de una
construcción política, como lo fueron los judíos durante el
régimen nazi o los campesinos ricos y luego los disidentes bajo
el estalinismo. Michel Foucault da un paso más. En el ya
célebre curso de 1976 en el Collège de France, Foucault analizó
los cambios en las formas de dominación. El poder tradicional,
en la figura del soberano, tenía derecho a la vida de los
súbditos: "hacer morir y dejar vivir". Con el nacimiento de las
técnicas y ciencias para el disciplinamiento de las poblaciones,
surge un poder que se dirige primero al hombre-cuerpo pero más
tarde termina ejerciendo su poder sobre el hombre-especie. A ese
poder el francés le llama biopoder, que consiste no en actuar
sobre individuos sino "mediante mecanismos globales, de tal
manera que se obtengan estados globales de equilibrio y
regularidad, de tomar en cuenta la vida, los procesos biológicos
del hombre/especie y asegurar en ellos no una disciplina sino
una regularización". Esto cambia la premisa del soberano,
consistente en hacer morir, y acuña una nueva lógica: "hacer
vivir y dejar morir". Aparecen así las técnicas sobre el cómo de
la vida: natalidad, mortalidad y longevidad en un principio,
para arribar con el tiempo a todas aquellas disciplinas que
afectan a la población. Puede preguntarse qué objetivos
persigue este viraje. Foucault lo dice directamente, en su clase
del 17 de marzo de 1976, cuando compara las dos tecnologías, la
disciplinaria que controla al individuo/cuerpo y la que apunta a
la vida/especie: "Es una tecnología, en consecuencia, que
aspira, no por medio del adiestramiento individual sino del
equilibrio global, a algo así como una homeostasis: la seguridad
del conjunto respecto de sus peligros internos".** "Peligros
internos" remite al judío, al gitano y al comuniusta de la
Alemania nazi, al disidente de la Unión Soviética y al excluido
de cualquier parte. Para elegir a quién o quiénes "dejar morir"
hace falta introducir un corte social. Eso es el racismo: "El
medio de introducir por fin un corte en el ámbito de la vida que
el poder tomó a su cargo: el corte entre lo que debe vivir y lo
que debe morir", dice Foucault. Algo que se consigue sólo
fragmentando el campo biológico, jerarquizando las personas,
calificando a unas de buenas y a otras como malas mediante "una
manera de desfasar, dentro de la población, a unos grupos con
respecto de otros". Por muerte Foucault entiende no solamente el
asesinato, "sino también todo lo que puede ser asesinato
indirecto: el hecho de exponer a la muerte"
¿Qué han sido los ajustes estructurales en América Latina si no
una forma de "exponer a la muerte" a un sector de la sociedad,
aquel que fue elegido para permitir que otros vivan? ¿Qué es el
cierre de una decena de fábricas en un barrio obrero sino
"exponer a la muerte", fragmentar a un sector social al que se
juzga-elige como peligroso?
No sólo excluidos
Sin embargo, visualizar la exclusión sólo como algo negativo y
pasivo es funcional al sistema. Se la podría también ver como el
espacio donde no llega el Estado (salvo a través de la Policía),
donde no hay patrones, donde el patriarcado está muy debilitado,
y donde la posibilidad de integrar y domesticar a las clases
peligrosas ya no es posible. O como una posibilidad, como el
lugar de donde puede surgir un mundo nuevo, que de hecho está
surgiendo en base a las experiencias de supervivencia de los
excluidos. ¿Podemos imaginar a los excluidos como sujetos, como
personas que han luchado, a lo largo de generaciones, contra la
opresión? ¿Podemos aceptar que los excluidos son sujetos? Algo
más de un tercio de los uruguayos no se benefician de las
ventajas de la dependencia (de un salario, por ejemplo) y han
debido ponerse a resolver las urgencias de la supervivencia.
Esta mirada es posible sólo si se descorre el velo de los
prejuicios. No son sólo excluidos, son personas que han creado
nuevas formas de supervivencia y que se relacionan con la
sociedad desde otro lugar. De hecho, son el único sector social
que ha sido capaz de crear "algo nuevo", de forma autónoma, que
son sus estrategias para sobrevivir. Comparados con los
trabajadores asalariados, se han mostrado mucho más creativos,
inventando nuevos oficios en los márgenes de la sociedad. En
algunos casos han conseguido organizarse de forma más o menos
estable, generando asociaciones de cuidacoches, de
clasificadores, de prostitutas, de periferiantes, de
asentados... Con ellas enfrentaron la primera fase de la
retirada del Estado, la que se registró entre fines de los
ochenta y comienzos de los noventa, al avanzar la ola neoliberal
Un aspecto crucial de las respuestas de los excluidos fue la
creación de nuevos barrios, los "asentamientos". Esta forma de
ocupación y apropiación material y simbólica del espacio urbano
fue la respuesta a la marginalización de largo aliento que
promovió el Estado. Los asentamientos están allí, llevan ya casi
veinte años y en ellos aparecieron nuevas formas de sociabilidad
y de organización, diferentes tanto del tradicional barrio
obrero como del cantegril. No llegó a cuajar un verdadero
movimiento de los excluidos, aunque sí aparecieron unas cuantas
organizaciones sociales y culturales. A lo largo de este 2002
se multiplicaron las experiencias de supervivencia y todo indica
que lo seguirán haciendo en el futuro inmediato. Es imposible
cuantificarlas, pero deben ser varios cientos, quizá miles. Hay
huertas familiares, comunitarias, escolares, de organizaciones
vecinales, que se instalan en los más variados espacios.
Aparecen también panaderías y otras iniciativas vinculadas a la
producción, no sólo de alimentos, e infinidad de ollas y
merenderos autogestionados. El hundimiento de amplios sectores
de las capas medias hace que entre los pobres reaparezcan
saberes inexistentes tiempo atrás, ya que no pocos han terminado
estudios secundarios y algunos han pasado por la Universidad.
Esas "mezclas" socioculturales están cambiándole el rostro a la
pobreza tradicional, en un punto esencial, ligado a la cultura:
en los asentamientos y barrios más pobres surge una nueva
capacidad organizativa, niveles de autonomía donde hasta hace
poco predominaba el esperarlo todo del Estado, los caudillos y
las ONG y, lo más importante –porque revela un viraje de largo
aliento–: la vountad de empezar a producir lo necesario para la
subsistencia. Ingresamos en la tercera década de la nueva
exclusión. Comparada con la de los ochenta, la actual conlleva
cambios culturales de enorme trascendencia
Afortunadamente, el Estado está en retirada. Es la bolilla que
faltaba para que el movimiento social uruguayo, que siempre fue
audaz y creativo, hasta que allá por los cuarenta del siglo XX se
subordinó a la lógica estatista, recupere sus mejores
tradiciones de autonomía del Estado y de los partidos, para
crear un mundo. Sin jacobinismo, sin buscar asaltar el Estado,
ni por las armas ni por las urnas.
* Wallerstein, Immanuel, "¿Integración a qué? ¿Marginación de
qué?", en Conocer el mundo, saber el mundo: el fin de la
aprendido, México, Siglo XXI, 2001
** Michel Foucault, Defender la sociedad, Buenos Aires, FCE,
2000, págs 217 a 237.
https://www.alainet.org/es/active/2947
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