Estados Unidos frente a América Latina
Militarizar los conflictos sociales
13/02/2003
- Opinión
La intransigencia guerrerista de la superpotencia, que apuesta a militarizar las
sociedades latinoamericanas, puede ser frenada mediante la acción convergente de
las sociedades civiles y de los gobiernos que apuestan a un mundo multipolar.
El escenario se va perfilando cada vez con mayor claridad: Colombia es el modelo de
Estados Unidos para toda América Latina. Polarización social y política, desgarro
del tejido social, creación de un enemigo (real, inventado o simplemente imaginado)
y luego instalación de un escenario de guerra que abra las puertas a la
militarización del país. Son las excusas ideales para el despliegue de asesores y
cuerpos de elite, y para la instalación de un rosario de bases militares -que
atenazan al continente de norte a sur- llamadas a modificar la relación de fuerzas
en la región.
Así como la crisis mundial de 1929 y la segunda guerra mundial representaron un
respiro para los países de América Latina, la guerra contra Irak parece llamada a
intensificar los sufrimientos del subcontinente. En efecto, fue durante la recesión
de los años treinta cuando se sentaron las bases para el proceso de
industrialización de los países de América Latina, en base a la sustitución de
importaciones. Y fue durante la guerra contra el nazismo y el fascismo cuando la
industrialización trepó varios peldaños hasta modificar la estructura económica y
social de unos cuantos países, que hasta ese momento eran apenas naciones
agroexportadoras regidas por las correspondientes oligarquías terratenientes.
Nuevos aliados
La caída del socialismo real que modeló el actual mundo unipolar, generó un
profundo reacomodo en las alianzas regionales de la superpotencia. Luego de algunos
amagues, idas y venidas que jalonaron las transiciones democráticas de los ochenta,
se va conformando la nueva doctrina imperial: los actuales ajustes implementados
bajo la presión del Fondo Monetario Internacional persiguen la polarización
económica, social y política, instalando una suerte de tierra arrasada, caldo de
cultivo de una guerra social larvada que deriva fácilmente en guerra a secas. Las
calles de La Paz, donde el miércoles murieron 16 personas, mientras los
responsables del FMI monitoreaban desde el Sheraton la aplicación del "impuestazo"
contra el que se habían alzado al unísono obreros y desocupados, cholas y policías,
son la mejor imagen de la política en curso.
Quien dice La Paz, puede decir Buenos Aires, Arequipa, Asunción o Quito. Y si se
quiere, puede sumarse Caracas, pese a las peculiaridades y diferencias del proceso
venezolano. El panorama tiende, sospechosamente, a parecerse de un extremo a otro
del continente, con la puntual excepción de Brasil (y se dirá también Cuba, con
razón), donde el gobierno petista intenta ensayar una política que desentona con
los designios de Washington y el Pentágono. Gracias a Joseph Stiglitz, Nóbel de
Economía y ex vicepresidente del Banco Mundial, sabemos que los organismos
financieros internacionales calculan, a la hora de diseñar las medidas económcas
que imponen a cada país, tanto los costos sociales como los políticos. Prevén,
incluso, las reacciones populares, en lo que puede calificarse como una verdadera
ingeniería de guerra integral.
Veamos el caso colombiano. En 1981 había 25 mil hectáreas cultivadas de marihuana y
coca. En 2001, luego de una década de fumigaciones para erradicar los cultivos,
sólo los cultivos de coca ascendían a 120 mil hectáreas. En 1990 la producción de
heroína era insignificante. Hoy supera a México como principal abastecedor. Aunque
no se consiguió frenar los cultivos y la producción de coca, el Pentágono consiguió
imponer la política de fumigaciones aéreas, que generan honda convulsión social,
enferman a las poblaciones y producen un daño ecológico irreparable. La fumigación
es una política de guerra, y es con esa vara como debe medirse el éxito o el
fracaso de la política estadounidense, y no con la cuantificación de la producción
y de los cultivos.
Así las cosas, el principal éxito es haber polarizado a la sociedad colombiana,
impedido y bloqueado todas las iniciativas de paz y elevado al rango de presidente
a un hombre de los paramilitares. Y es que la política de los escuadrones y de los
ejércitos irregulares -recuérdese Nicaragua y el Irangate- es la verdadera opción
de la administración de George W Bush, entendida como la mejor forma de contener la
rebelión social que sus políticas promueven.
Libertades bajo sospecha
Si en la arena internacional el gobierno de Bush toma como modelo de la lucha
antiterrorista al régimen genocida de Argelia, y si en su propio país recorta
libertades, convierte en sospechosos a miles de ciudadanos y vigila las
comunicaciones en Internet, más al sur el libreto está siendo impuesto de forma
mucho menos sutil.
Al parecer, el verdadero enemigo a batir son las sociedades civiles. El caso
boliviano, otro paradigma de la política de la superpotencia, ilustra claramente
este aspecto. En 1985 Bolivia fue el precursor de los ajustes estructurales. Los
recortes se cebaron en la industria minera, no por incompetente sino porque allí se
había hecho fuerte el proletariado minero, el más consciente y combativo de América
Latina, que desde la revolución de 1952 se convirtió en el principal obstáculo a la
voracidad de las elites criollas y de los capitales transnacionales. Dispersados
por el cierre de las minas, muchos ex obreros se trasladaron al trópico del
Chapare, donde se convirtieron en campesinos. La potencia del movimiento indígena-
campesino que emergió en los ochenta, activó las políticas de erradicación forzosa
de los cultivos de coca con los que sobreviven regiones enteras del país.
Pero una política tan impopular no podía ser implementada por las buenas, por más
que los movimientos sociales bolivianos se empeñaron en demostrar que son ajenos a
la elaboración de cocaína y que están dispuestos a aceptar una reducción de los
cultivos. La respuesta fue idéntica a la que se practica ahora en Colombia:
intervención directa de tropas de elite estadounidenses, cuya embajada decide las
políticas oficiales, dicta quién puede ser elegido presidente y quien no y, sobre
todo, protege celosamente a los grandes narcotraficantes, algunos de los cuales
ocuparon la presidencia del país luego de sangrientos golpes de Estado.
Ciertamente, la desintegración nacional que provocan las políticas del FMI y el
Pentágono -dos caras de la misma moneda, amalgamada en base a subordinación y
dominio- arrastra a las principales instituciones de cada país. No sólo pierden
peso y significado los parlamentos y los municipios, sino también los gobiernos y
hasta los cuerpos de seguridad del Estado, como sucede con la policía boliviana.
Esta segunda sublevación policial en poco más de dos años, parece indicar -como lo
indicó en su momento la fractura del ejército ecuatoriano- que el conjunto de las
instituciones nacionales del continente iniciaron un declive imparable. El ejército
argentino, que no puede zafar del lodazal al que lo llevaron los genocidas es,
junto a la corruptísima policía bonarense, quizá el mejor paradigma de la
desintegración de instituciones que hasta hace poco parecían sólidas. Lo mas
significativo, empero, es que no se trata de accidentes ni de fracasos, sino de
"daños colaterales", como los designan los estrategas neoliberales. Son las
consecuencias de una política cuidadosamente planificada: la destrucción nacional
abre las rendijas para la intervención directa de otras instituciones, globales o
imperiales, que ya están dipuestas a sustituir las funciones de los decadentes
estados criollos. No puede olvidarse, que aún permanece vigente la propuesta de que
sea un organismo financiero internacional el encargado de abonar directamente los
subsidios de los desocupados argentinos.
Un mundo multipolar
Aunque la mayoría de los gobiernos latinoamericanos no han jugado un papel
destacado a la hora de enfrentar la inminente aventura bélica en Irak, parece
evidente que los intereses de la región se juegan junto a quienes apuestan por la
paz. O sea, con ese heterogéneo y variopinto conglomerado que incluye desde el papa
Juan Pablo II y los gobiernos de Rusia, China, Alemania y Francia, hasta las
sociedades civiles que este fin de semana movilizarán millones de personas en todo
el mundo. Incluyendo a los Estados Unidos, donde este fin de semana se esperan
multitudinarias manifestaciones, en Nueva York y San Francisco, que marcarán
límites de la política exterior que el gobierno Bush no podrá ignorar. Al respecto,
Noam Chomsky señaló, en el reciente Foro Social Mundial de Porto Alegre, que cuando
Vietnam tuvieron que transcurrir cuatro años de guerra para que la sociedad civil
estadounidense comenzara a movilizarase. Ahora, las marchas son ya tan numerosas
como lo fueron las más grandes manifestacioens antibelicistas de los sesenta.
De todos modos, lo que está en juego no es más que una cosa: si existen o no
contrapesos a la superpotencia. Si la amplísima alianza contra la guerra no
consigue frenarla, si sólo logra imponerse la voluntad de los guerreristas de la
Casa Blanca y de un solitario Tony Blair, será una pésina noticia para la
humanidad.
El futuro de América Latina puede medirse con la vara de la existencia de un mundo
multipolar. Si no hay fuerza humana capaz de poner freno a los halcones de la Casa
Blanca, entonces las escenas de esta semana en la histórica Plaza Murillo de La Paz
-calcadas de las de Plaza de Mayo, en Buenos Aires, hace poco más de un año- serán
el doloroso camino que muchos pueblos del continente deberán recorrer. Finalmente,
el gobierno de Gonzalo Sánchez de Losada se vio obligado a retirar las impopulares
medidas dictadas por el FMI.
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