Un emblema Mojeño con nombre de mujer

11/02/2010
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Mojos ineludiblemente atrapa, cautiva, inquieta y apasiona al foráneo visitante, debido a sus rasgos múltiples y contradictorios. La causa podría ser el paisaje que en sí mismo alberga un espectáculo insaciable; podría ser la composición étnica de su población con múltiples pueblos e historias cruzadas, unas de manera transversal y de forma frontal; o también su historia con continuidades ancestrales muy arraigadas y cambios abruptos cometidos, algunos en procesos pacíficos y otros brutalmente logrados; podría ser asimismo las múltiples contradicciones de sus relaciones interculturales, con subordinaciones y encumbramientos; e incluso podría ser el nombre mismo de este sitio geográfico que siendo boliviano, parece tan particular, tan distinto y lejano, tan propio de sí mismo, como la gota de agua precipitándose que forma parte del conjunto de la tormenta, pero su trayectoria adquiere una peculiaridad que si nos detenemos a mirarla, en esa fracción de segundo que dura, nos sustrae de la visión totalitaria de la lluvia y quedamos absortos en esa minúscula particularidad líquida, porque acarrea un todo autónomo en sí, sin renunciar a ser parte de esa multiplicidad de moléculas que componen una misma nube. Podría ser ese el motivo de la fascinación por Mojos. Nada está descartado.

Y es precisamente en ese Mojos, así de perturbador y misterioso donde los pueblos indígenas aún llevan la marca de la exclusión en sus siglos de historia y pese a constituir el 82% de la población, les han sido esquivos los espacios de poder. ¿La culpa? Quizá ellos mismos. Quizá las barreras normativas e ideológicas imperantes. O quizá, el tradicional monoetnicismo estatal que diseñó las estructuras institucionales y las reglas de fuego a la medida de las lógicas blanco-mestiza. Tan ajeno, tal disímil a las lógicas propias. Aunque estos últimos años, acorde a los cambios del país, la exclusión política del indígena, está reduciendo en Mojos.
En la historia, el contacto indígena, en tanto actor político, con el mundo blanco-mestizo, tuvo actitudes de penosa subordinación, pero también tuvo su pasado honroso, con líderes que fueron referentes de convicción en la búsqueda de autodeterminación y entre 1822 y 1824, lograron incluso expulsar temporalmente a la administración colonial española; donde descollaron figuras como Pedro Ignacio Muiba, posteriormente retomaron la posta otros líderes como José Santos Noco, como Andrés Guayoicho y otros más que sucumbieron ante la implacable represión de los mecanismos oficiales de administración republicana.

Sin embargo, el movimiento indígena mojeño contemporáneo, recién asoma con algún protagonismo propio en el escenario político regional. Recién se encamina con un bosquejo de proyecto propio en busca de establecer territorios de acción política y en ese propósito es como si empezaran de cero: desprovistos de experiencia, desprovistos de símbolos políticos, carentes de mártires vigentes, carentes de caudillos referenciales; y no por ausencia ni insuficiencia de estos elementos que al final de cuentas ayudan a marcar metas, a marcar rutas, sino porque fueron de cierto modo extirpados de la memoria larga de estos pueblos en un proceso de cerca de dos siglos.

Sin embargo, ante la profundización del maltrato y el avasallamiento de su territorio, es ya evidente la emergencia de un emprendimiento político que los aglutina como movimiento indígena, que los compromete consigo mismo y los encamina, aún con pasos vacilantes, sin liderazgos preclaros, conducidos por líderes con sus obvias limitaciones y sus propias debilidades.
Es en esta situación que el movimiento indígena mojeño acude con cierta timidez a un referente simbólico aún vigente: la mama Lorenza Congo, como la figura indígena que evoca la dignidad de pueblo, la independencia laboral, la autosuficiencia económica; constituye el pasado indígena con tierras y ganado vacuno suficiente, pero que lo perdió ante la apropiación y el engaño de foráneos blanco-mestizos que se quedaron a radicar en el lugar. Esa es la figura que los mojeños enarbolan como símbolo necesario para reconfigurar una ideología política subyacente; porque en la memoria larga de los pueblos de Mojos aún es lenta la reivindicación de los caudillos liberadores como los ya señalados.

La personalidad de mama Lorenza Congo, fallecida el año 1988, especialmente para el pueblo mojeño-ignaciano arrastra más la fuerza de una leyenda que idealiza el buen vivir cotidiano en relación directa con el territorio. Pero también responde a una aspiración compartida de plasmar un modelo de desarrollo arraigado en el territorio indígena, por eso encaja la mujer con superficies importantes de tierras, con cantidades significativas de ganado vacuno y con valores comunitarios ejercidos en su vida cotidiana. De ahí la valoración de la generosidad de mama Lorenza Congo en las lógicas de circulación del don; por eso mama Lorenza Congo constituye más un símbolo de carácter cultural, porque ella representa ese vínculo directo con la tradición de vida comunitaria, donde sus lógicas productivas se expresan como un componente de reproducción del sistema de comunidad.

Pero también existe otro elemento que la proyecta como un símbolo referencial para el indígena mojeño, este elemento es su misma biografía de mujer indígena, que a su vez encarna la historia del pueblo mojeño: ella tuvo riquezas y la compartió, pero también la perdió a manos de gente foránea que fungieron de sus administradores; al final, igual que sus hermanos de cultura, fue sistemáticamente estafada en cada gestión ejercida por sus administradores, en cada acuerdo con estos mismos y con otros, en cada transacción con los agentes económicos externos. Así como ocurrió con la tierra y también ocurrió con los recursos naturales de las comunidades indígenas.

Aunque también cabe notar que el liderazgo más joven del movimiento indígena mojeño se encuentra empeñado en un proceso de redefinición de su identidad política, en parte evocando la memoria larga a los caudillos del siglo XIX, pero sobre todo construyendo un horizonte sobre la base de la realidad actual y las expectativas de futuro. En los últimos veinte años de historia reciente, pareciera que estamos ante una resignificación no sólo generacional sino también de la visión del movimiento indígena, con renovación de símbolos, de actitudes y de proyectos de vida: la constatación del desarrollo de una cultura sobre la base de un conjunto de componentes de continuidad y cambio.

- Ismael Guzmán es sociólogo de CIPCA Beni - Centro de Investigación y Promoción del Campesinado
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