El resultado electoral y el desafío democrático en América Latina
26/02/2010
- Opinión
Presentación
Este artículo se centra en dos asuntos: informar y discutir el escenario de la reciente elección presidencial chilena (2009-2010), introducir a la comprensión socio-política de los procesos que condujeron a él y mencionar algunos de los escenarios político-electorales que el resultado de esta elección abre. Su segundo interés busca indicar y caracterizar algunos campos conceptuales para contribuir al debate sobre las instituciones de los regímenes democráticos restrictivos de gobierno en uso en América Latina. El objetivo es una comprensión crítica de estos regímenes y su función en el área. Su orientación, ayudar en la capacidad de análisis y acción política a quienes se interesen en estas cuestiones, despejando, aunque sea parcial y someramente, la desinformación sistemática que sobre estos aspectos de la existencia social propagan los políticos oficiales y sus medios masivos. Por razones de espacio, ambos tratamientos son esquemáticos.
1.- El resultado de las elecciones chilenas del 2009-2010: elementos para su discusión
El resultado de la reciente elección presidencial chilena (2009-2010), con la derrota estrecha de los “nuevos socialistas” y los demócratas cristianos, agrupados en la Concertación de Partidos por la Democracia, ante el candidato derechista Sebastián Piñera (Coalición por el Cambio), ha interesado a muchos y preocupado a otros por cuestiones en apariencia triviales (¿se trata de una reivindicación de Pinochet?), de escenarios políticos (¿cómo es posible que pierda la concertación gobernante en un país “exitoso” y con una presidenta cuya aceptación personal en enero del 2010 alcanzó el 83% de respaldo y cuyo gobierno recibía el 65% de aprobación?), o de rango internacional: ¿se inscribe el resultado electoral chileno en el nuevo camino dibujado para los regímenes democráticos restrictivos por el golpe de Estado en Honduras? Las preguntas/preocupaciones pueden combinar estos diversos campos y varios más. Antes de ocuparse de estos campos, conviene recordar algunos datos del mapa político chileno.
El primero es que la derecha empresarial-golpista, en menor o mayor grado pinochetista, obtuvo en el Plebiscito Nacional de 1988, cuyo resultado determinó la posibilidad de los regímenes electorales actuales, un 44.1% de la votación (se votaba Sí o No a la continuidad de Pinochet como presidente hasta finales del siglo) contra un 55.99 que optó por el No y ganó. Desde esta votación, que abrió el paso a los gobiernos de Concertación de Partidos por la Democracia, esta derecha ha mantenido su votación de alrededor del 44%, excepto en 1993 cuando el mismo hoy derrotado Frei triunfó con un 57.98% ante débiles candidatos de la derecha histórica que sumaron un pobre 30.59%. En segunda ronda del 2006, Sebastián Piñera consiguió un 46.4% y fue derrotado por M. Bachelet. Y también en segunda vuelta, en el 2000, Lagos con un 51.31% superó por menos de tres puntos porcentuales a una derecha con la que casi empató en la primera ronda. De modo que la derecha ‘tradicional’ chilena, vitalizada por el golpe militar-empresarial de 1973 y una dictadura de Seguridad Nacional prolongada 17 años, ha sido constantemente opción de triunfo electoral. Y si hacia su centro ‘izquierda’, que es el espacio amplio donde se ubica la Concertación de Partidos por la Democracia, se presentan candidatos ‘de izquierda’ con algún vigor (que fue la situación de este 2009-10), pues la opción de un triunfo derechista se torna más clara (1).
En la primera ronda de la votación chilena los candidatos ‘a la izquierda’ (Enríquez y Arrate) de la concertación gobernante sumaron un 26.35% del sufragio. Si todos esos votos se hubieran traspasado mecánicamente en la segunda ronda hacia E. Frei Jr., quien consiguió en la primera vuelta un 29.60% de la votación, éste hubiera ganado con un 55.95%, cifra superior al 53.51% con que M. Bachelet superó al mismo Piñera el año 2006. Obviamente, esos votos no fluyeron hacia Frei en su totalidad. Los factores que contribuyeron para ello fueron: un pésimo candidato de un partido, el democristiano, que posee sectores ‘pinochetistas’ en su seno, el rechazo al continuismo y al carácter de “casta familiar” de la política chilena (2), y la ambigüedad y tardanza del candidato de la Nueva Mayoría para Chile (Enríquez) para pedir el voto por Frei. Esta vacilación y tardanza tiene razones políticas. Enríquez Ominami apuesta a ser el candidato del cambio (generacional y de la forma de hacer política) para el 2014. Apoyar abiertamente a un mal candidato de una concertación a la que se cuestiona radicalmente podría significar perder posibilidades para la siguiente elección. En la duda, Enríquez optó primero por hablar sus electores de libre escogencia en segunda ronda y, ya con la votación encima, “abrir la posibilidad” de un voto por Frei por resultar el menos dañino.
Sebastián Piñera, por su parte, era un candidato fuerte (3). Millonario (la revista Forbes le concede un capital de unos mil millones de dólares), ex senador por Santiago, presidente del partido Renovación Nacional, ya había postulado a la presidencia de Chile (2004-2005) contra M. Bachelet. Además de su trayectoria política incluye entre sus empresas equipos de fútbol y un canal de televisión. En costosa campaña de mercadeo, prometió de todo ante un rival débil tanto por su candidato como por el desgaste, resquebrajamiento (4) y corrupción de cuatro gobiernos de la Concertación de Partidos por la Democracia. La presidenta M. Bachelet, del Partido Socialista, no estaba en condiciones de traspasar su popularidad a Frei Jr. precisamente porque parte de esa simpatía la obtuvo al haberse sustraído de los circuitos o argollas concertacionistas.
En síntesis, que el triunfo presidencial de Piñera, y con él de una coalición de ‘derecha’ en Chile, está dentro de lo ‘normal’ y esperable dentro del hasta ahora limitado juego partidario en ese país. No debería causar ninguna sorpresa.
Ahora, sobre este triunfo se debe apuntar algunos detalles. La victoria presidencial de Piñera no fue acompañada por una votación equivalente en la renovación del Congreso. Aunque la Unión Democrática Independiente, uno de los partidos que postuló a Piñera, continua siendo la agrupación electoral más vigorosa del país, la composición del Congreso, especialmente en la Cámara de Diputados, indica que las iniciativas de la administración Piñera deberán ser negociadas pública o privadamente con sus opositores o que parte de ellos admitirán ser cooptados (legal o ilegalmente) por el régimen. El punto puede afectar también a la Coalición de Partidos por la Democracia, ahora en la oposición, a la que se le abre un nuevo frente ‘externo’ de presión, el oficial. Esto podría contribuir o con su reconfiguración o con su disolución. Jugará un papel en estos escenarios la decisión del sector encabezado por el derrotado Enríquez Ominami en el sentido de mantenerse o como alternativa electoral fuerte de esta coalición o como catalizador de su transformación. En el 2013, una nueva pugna que enfrente a la Coalición por el Cambio (derecha) con una oposición dividida y enfrentada entre sí podría volver a dar el triunfo a esta ‘derecha’.
Conviene aquí, debido a la ya reiterada mención a ‘derechas’ e ‘izquierdas’ chilenas, avanzar algo hacia una comprensión más analítica y política de los escenarios descriptivos y numéricos anteriormente indicados. Los medios masivos, por ignorancia o mala fe, o ambos, han conseguido crear en relación con Chile varios estereotipos. El primero lo comparte con otros países del área y dice que Chile “habría retornado a la democracia” en 1990 con la elección de un gobernante civil que desplazó del gobierno al general/presidente Pinochet. Sin entrar a discutir el punto de si en el Chile de 1973 existía un régimen de gobierno democrático de calidad, lo que se abre en 1990 en ese país es un nuevo tipo de institucionalidad democrática, no un retorno a la liquidada en 1973. Algunos autores han calificado a estas ‘democracias’ como de Seguridad, Nacional, de baja intensidad, tuteladas, restringidas (5). En este artículo se las considerará regímenes democráticos restrictivos de gobierno, de los cuales el chileno es un caso especial.
Institucionalmente, el gobierno democrático restrictivo chileno se asienta en una Constitución autoritaria promulgada en 1980, durante la dictadura empresarial-militar, tras ser aprobada en un plebiscito en el que obtuvo más de un 65% de respaldo. Es autoritaria en su versión original (6) tanto porque en economía se centró en la protección a las garantías individuales de los propietarios y en la imposición del libre mercado como porque políticamente asignó a las Fuerzas Armadas la capacidad para “tutelar” la existencia política, principal aunque no exclusivamente, mediante un Consejo de Seguridad Nacional, lo que tornaba ‘constitucionales’ los golpes de Estado. Más conceptualmente, es autoritaria porque excluye de su sensibilidad tanto la participación popular y ciudadana (esta última es admitida de manera restrictiva) como la soberanía de esta última.
De modo que el ingreso de partidos a un régimen electoral y la conformación de gobiernos encabezados por civiles a inicios de la década de los noventa en Chile se hace en el marco de una Constitución autoritaria que se abre a los ciudadanos y sus capacidades no de una manera plena, sino sobreponiendo la lógica de la propiedad y apropiación privadas sobre los derechos a una educación de calidad, a salud o al empleo digno de los ciudadanos, por citar tres referentes. Muchos estiman en Chile que esta constitucionalidad es neoliberal y por ello no democrática e incluso antidemocrática. Así, ‘socialistas’, 'demócratas' y ‘democristianos’ chilenos han debido gobernar, a disgusto o a gusto, desde un marco legal conservador y autoritario extendido a derechos humanos restrictivos en tanto determinados unilateralmente desde una perspectiva propietarista. Que de ello se haya seguido un crecimiento económico aceptable en relación con el resto de América Latina (un modelo “exitoso”, afirma la literatura interesada) no dice nada acerca del carácter ‘izquierdista’ del conjunto de estos gobiernos (que pueden, por lo demás, diferir entre sí) ni tampoco lo certifica el que se realicen en Chile elecciones periódicas con un resultado no previsible en términos inmediatos, pero sí previsibles en relación con un camino estratégico que no tolera alternativas. De modo que el mote de ‘gobiernos de izquierda’ para designar la realidad chilena, desde 1990 hasta este 2010, no pasa de ser una designación periodística más arbitraria que efectiva.
En este sentido resulta fuertemente artificial y equívoca la distinción entre ‘izquierdas’ y ‘derechas’ para referirse a la Coalición por el Cambio (S. Piñera Echenique)) y a la Concertación (E. Frei Ruiz-Tagle). Un analista latinoamericano, A. Borón, considera incluso a esta última un “clon” de la dictadura empresarial-militar (pinochetismo). Está equivocado. La realidad es más compleja (7). Pero Borón ilustra parte de su argumento con una declaración de un Ministro de la administración Bachelet, el democristiano A. Foxley: “…Pinochet realizó una transformación, sobre todo en la economía chilena, la más importante que ha habido en este siglo. Tuvo el mérito de anticiparse al proceso de globalización... Hay que reconocer su capacidad visionaria (para) abrir la economía al mundo, descentralizar, desregular, etc. Es una contribución histórica que va perdurar por muchas décadas en Chile... Además, ha pasado el test de lo que significa hacer historia, pues terminó cambiando el modo de vida de todos los chilenos para bien, no para mal. Eso es lo que yo creo, y eso sitúa a Pinochet en la historia de Chile en un alto lugar” (8). Desde la fecha en que Foxley realizó esta declaración hasta el momento de la muerte de Pinochet, por ‘enfermedad’ en el 2006, esté último fue acusado judicialmente no solo por violación de derechos humanos sino por delitos comunes, como enriquecimiento ilícito y falsificación de documentos, que le habrían deparado a él y su familia entre 25 y 30 millones de dólares (9). De modo que la referencia de Foxley resulta difícil de sostener. Pinochet fue un criminal y un delincuente y gobernó dictatorialmente y utilizando el terror de Estado. Ahora, lo anterior es de alguna manera anécdota. Más central es que el modelo económico-político y social inaugurado por la dictadura empresarial-militar que encabezó Pinochet se tradujo en crecimiento económico (5% anual, sin crisis mundial) con polarización social extrema (el coeficiente Gini ubica al país en el penúltimo nivel de la escala, de 0.55 a 0.59, lo que lo pone a las puertas de desórdenes sociales y políticos (10)). Y este modelo ha sido continuado sin mayores transformaciones cualitativas por los gobiernos de la Concertación de Partidos por la Democracia. Como señal de esta ausencia, los indicadores más altos de inadecuada distribución de la riqueza (0.58) se encuentran al final de la dictadura abierta (1987) y en el medio de los gobiernos de Concertación (1997-2002). En el último caso, las cifras corresponden con el término del mandato del democristiano Frei Jr. Bajo la presidencia de M. Bachelet, socialista, el coeficiente de desigualdad se ubicó en un 0.54, su mejor indicador en 30 años.
Sin embargo, éstas son solo cifras. Lo más importante del legado de la dictadura empresarial-militar chilena es su ethos (sensibilidad) sociocultural ligada el terror combinado con su impunidad. Este ethos puede reseñarse con la imagen de la desagregación social. La desagregación social, que operaba en el marco de una sociedad fuertemente clasista, se enfatizó desde el golpe de Estado de 1973. En ese momento lo dramático de las acciones pareció orientar su multiforme violencia contra la militancia de la Unidad Popular y sus seguidores, pero castigó también, e inmediatamente, a los trabajadores organizados y a la población con un terror de Estado (violación sistemática de derechos humanos mediante liquidaciones, encarcelamiento, tortura, desapariciones, expulsiones, humillaciones, crueldad, arbitrariedades) que no solo quedaba impune sino que era celebrado colectivamente como legítimo y necesario por los ‘ganadores’ de esta guerra. A la desagregación social se le agregó la polarización de la población entre ganadores absolutos y perdedores absolutos. El perdedor absoluto no tenía derecho al empleo, ni al salario, ni a la existencia o a la mantención de sus órganos. Era una no-persona. Y la violencia que se ejercía contra él en el centro de trabajo, en la calle, en su barrio, en su lugar de estudio, en el seno de su familia, en la existencia cotidiana, quedaba impune y era motivo de sorna y fiesta en el polo empresarial-militar y sus allegados. En apariencia era un conflicto político entre militares y civiles (ciudadanos, sectores populares), pero se trataba de una guerra socio-cultural, empresarial y militar, contra la trama social histórica básica de Chile y en particular contra sus trabajadores organizados y los diversos tipos de empobrecidos, las mujeres y los jóvenes (11).
En el marco anterior se configuran las ‘derechas’ e ‘izquierdas’ chilenas actuales que no pueden ser identificadas enteramente con la composición de los partidos que compitieron en estas elecciones. Existe sin duda una derecha rudamente ‘pinochetista’, probablemente minoritaria aunque socialmente compleja, pero ella se encuentra tanto en la Coalición por el Cambio que encabezó Sebastián Piñera como en la Concertación de Partidos por la Democracia (Frei Jr.) y también en el gobierno de M. Bachelet. Igualmente existe una derecha que rompe con la figura y acciones de Pinochet, pero no con el pinochetismo como sensibilidad económica y cultural (exceptuando el rubro de derechos humanos asumidos de manera restrictiva). Quizás Piñera, por razones de oportunidad, se encuentre entre ambas y busque su conciliación. Esta última ‘derecha’ está asimismo presente en la Concertación, principalmente en sus tecnócratas. Pero de aquí no se sigue, como postula Borón, que una ‘clonación’ de la dictadura empresarial militar haya gobernado Chile desde 1990. En el seno y base electoral y social de la Concertación de Partidos por la Democracia existen sectores antipinochetistas bajo cualesquiera de sus expresiones pero que no encuentran (ni buscan con demasiado afán) cómo tornar políticamente efectivo (sin suicidarse) este posicionamiento. Se encuentran trabados por razones fundacionales, por la lógica de ser gobierno, por las tramas jurídico-políticas, por el juego político diario. Y también por la corrupción y la venalidad, porque no se puede identificar ser antipinochetista con cero oportunismo y cero deshonestidad. Oportunismo y venalidad poseen en política muchas fuentes. Estos sectores antipinochetistas, que incluyen variedades del ‘allendismo’, se dan lugar principalmente en la Concertación tanto electoral como socialmente.
Pero en las elecciones recién pasadas se presentaron también, como se ha mencionado, dos alternativas ‘desde la izquierda’ a las diversas expresiones del pinochetismo y antipinochetismo ya señaladas. Una más tradicional, asociada al ‘allendismo’ y a un posicionamiento obrero con capacidad de convocatoria amplia (Arrate, Juntos Podemos Más), y otra que enfrenta y rechaza (aunque sea por razones electorales) a todas las formas del pinochetismo y antipinochetismo de la ‘transición democrática’ (o sea como fundación, herencia y continuidad efectiva o vergonzante) con una propuesta de refundación y futuro (Enríquez, Nueva Mayoría para Chile).
Luego, los gobiernos de Concertación, que políticamente no pueden ser valorados como ‘de izquierda’, no solo administran Chile desde una Constitución autoritaria gestada por la dictadura empresarial-militar, sino que gobiernan sobre una población en su momento polarizada entre derrotados radicalmente castigados y amedrentados (porque se les arrebató existencia, dignidad y esperanza y quienes lo hicieron ganaron prestigio) y vencedores soberbios, impunes y orgullosos de su capacidad de castigo. Es en este clima ‘político-cultural’ que se produce el triunfo electoral de un ‘ganador’ candidato multimillonario, empresario “exitoso” que ofrece “dar de todo a todos”. Excepto, claro, dignidad social y humana. Autorespeto. Autonomía. Organización social desde las necesidades sentidas y expresadas. Y es el mismo escenario en el que se castiga a otros ‘ganadores’ (Frei, la Concertación) porque no han dado la talla en tanto reivindicadores de los derrotados.
La realidad socio-política chilena es por supuesto más compleja. Pinochetistas y antipinochetistas culturales se dan en todos los ámbitos de la sociedad chilena y por diversas razones y con distintas expresiones. Los ‘vencedores’ han construido la imagen de un Chile ‘exitoso’ (como lo palpábamos en las declaraciones de Foxley) cuyos triunfos se siguen de la exclusión y de la derrota de sectores ideológicos (“comunistas”, críticos del libre mercado) y sociales (genéricamente los “rotos”). El régimen democrático restrictivo chileno se levanta culturalmente sobre esta exclusión y derrota a la que se superpone el triunfo del capitalismo. En términos prácticos, la exclusión y el temor a la exclusión generan desagregaciones y enfrentamientos entre lo moderno y civilizado (lo actual) y lo retrógrado e incivilizado (el pasado, en especial la Unidad Popular), desagregaciones y enfrentamientos que atraviesan todos los ámbitos sociales reunidos bajo el disfraz del ‘éxito chileno’. Este éxito contiene la violencia constitutiva de la discriminación y el desprecio sociales. La pertenencia a un determinado ámbito (el de los triunfadores integrados y los de los derrotados excluidos, o sea tratados como objetos) se asocia con la inserción en círculos determinados de empleo y consumo que no pueden ser alcanzados por todos o por la mayoría de la población. A la oligarquía de siempre se añaden los empresarios exitosos, los tecnócratas públicos y privados, los políticos tradicionales y ‘renovados’, estratos militares y algunos sectores de capas medias, como los trabajadores del sector público, que resultan útiles o necesarios para la acumulación mundial de capital. Todos ellos funcionan unidos por el sentimiento de que su ‘éxito’ ha dependido únicamente de sí mismos y de la derrota y exclusión de los despreciables. Este sentimiento satura la existencia cotidiana de los ‘ganadores’ y de sus prolongaciones quienes se satisfacen y consiguen autoestima ante el sometimiento y la abyección de los perdedores. En el otro universo, el de los derrotados, el ethos dominante es el de la vulnerabilidad y provisoriedad marcada por la ausencia de una educación pública de calidad, la falta de empleo digno (Chile funciona con una media de desempleo del 10%; para los jóvenes, entre 15 y 24 años llega al 23.9%), la dificultad de la mayoría de la población para acceder a servicios médicos, la vivienda vivida como ‘no ciudad’, ‘no calle’, ‘no barrio’, como desamparo, y el ‘orden’ de una existencia cotidiana resentida como violencia sin más compensaciones públicas que los eventuales triunfos de una selección de fútbol que también ha sido expropiada por los circuitos de los ‘triunfadores’.
Es esta cultura interna de desagregación, de extrema vulnerabilidad y arrogancia, junto a la insuficiencia o incapacidad de los gobiernos de la Concertación para superarla, en un entorno internacional de crisis de acabamiento de las sociedades del socialismo histórico y de consolidación de la fase actual de mundialización, la que sostiene el triunfo de un demagógico Piñera sobre los hombros de una ‘derecha’ explícitamente neoligárquica y mundializada. Pero se trata de un triunfo política y culturalmente precario (aun si lo administrara la Concertación) porque se sostiene sobre la exclusión, la arrogancia, el sometimiento y el miedo tensionados por un crecimiento económico insostenible y ambientalmente perverso. En el largo plazo, y Chile ya ha entrado en él, estos factores deberían resultar internamente suicidas. Es decir, socialmente han de consumarse en un colapso.
Por ello conviene resaltar más bien los factores que podrían valorarse como contestatarios y positivos y que se hicieron presentes en esta elección del 2010. Aquí solo se les enumera, sin establecer jerarquías ni discutir sus posibilidades de transformarse en referentes axiales de nuevos procesos y escenarios políticos en Chile.
En las elecciones del 2010 participó en la contienda, por vez primera, un candidato presidencial “allendista” (que aquí significa que responde a necesidades e interpelaciones de sectores populares). Se trató de Jorge Arrate, un socialista de viejo cuño, apoyado por el Partido Comunista, la Izquierda Cristiana y otros partidos no reconocidos legalmente, y el pacto Juntos Podemos Más, arcoiris de muy diversas organizaciones sociales. Arrate obtuvo más de 430.000 votos (6.21%) y la articulación de Juntos Podemos Más y la Concertación llevó a la Cámara de Diputados a 3 candidatos del Partido Comunista que rompieron, en la práctica, el sistema binominal que impera en Chile para la elección de parlamentarios. La candidatura de Arrate en una elección nacional, y su votación, puede valorarse como una emergencia positiva.
También en esta elección participó como candidato independiente Marco Enríquez Ominami, quien abandonó previamente el Partido Socialista, para obtener un 20.14% de la votación nacional. Se trata del rendimiento electoral más alto para un candidato independiente en el período abierto en 1990. Enríquez Ominami fue apoyado por la coalición Nueva Mayoría para Chile (partidos Ecologista de Chile y Humanista de Chile) y diversas organizaciones no legalmente constituidas. Con independencia de toda otra consideración, Enríquez se presentó como alguien que pondría fin al período de transición y que transformaría la política tornándola inclusiva y progresiva. Su edad lo respaldaba. Con 37 años, enfrentaba a candidatos sesentones con un pasado (en el caso de la segunda vuelta) oscuro. Como diputado y como candidato Enríquez contribuyó, como nadie en el pasado reciente, a enfatizar que Chile requería de una transformación político-cultural. Fue una señal clara. Su futuro inmediato pasa por recuperar credibilidad y legitimidad después de su tardío apoyo a Frei. Sin embargo, en gran medida depende de sí mismo y de su capacidad de articulación y convocatoria.
Un tercer factor se encuentra en el gobierno de Concertación saliente y específicamente en el significado cultural simbólico de su presidenta Michelle Bachelet. A diferencia de los anteriores presidentes electos desde 1990, Bachelet puede ser simbólicamente integrada por los sectores populares en el ámbito de los “vencidos”. Con claridad esto no es factible para figuras como P. Aylwin o E. Frei Jr. e incluso para el ‘socialista’ R. Lagos. A diferencia de ellos, el padre de Bachelet, un alto oficial de la Fuerza Aérea, fue hecho prisionero y asesinado en 1974 mientras se le torturaba y ella, militante socialista, debió pasar a la clandestinidad hasta ser apresada, torturada y exiliada. Retornó a Chile en 1979. En el gobierno, Bachelet, pese a los conflictos y trabas que supone gobernar desde la Concertación, supo imprimir un carácter social a su administración, carácter que le fue reconocido por la ciudadanía y por sectores populares (12) . Su mandato concluyó prácticamente con la inauguración de un Museo de la Memoria y de los Derechos Humanos (enero del 2010) que reivindica a los perseguidos, asesinados, torturados, desaparecidos y vejados por la dictadura empresarial-militar y documenta sus historias y su resistencia político-cultural. Bachelet es una mujer todavía lejos de la ancianidad y podría convertirse, en parte por su condición de mujer, en un referente icónico clave para la superación de la combinación de miedo y soberbia que domina la cultura política chilena. Quizás entonces pueda volverse a hablar de una ciudadanía entre los chilenos y de sus opciones ideológicas de izquierda o de derecha.
2.- Cuestiones conceptuales sobre los regímenes democráticos restrictivos en América Latina
En el inicio de este trabajo se señaló que algunas de las inquietudes que preocupan a quienes se interesan en el ‘resultado’ de las elecciones chilenas resultan “en apariencia triviales”. Se ejemplificó el punto con la cuestión de si el desenlace electoral reivindicaba o resucitaba políticamente a Pinochet y se intentó mostrar que ‘Pinochet’ se dice de muchas maneras y que, desde el punto de vista del régimen constitucional chileno, de su ‘modelo’ económico- social, de sus instituciones ‘democráticas’, del juego de sus partidos dominantes y, especialmente de su cultura política y sensibilidad social, el fallecido ex senador vitalicio sigue vivo. La cuestión sin embargo era solo ‘en apariencia’ trivial porque surgía de considerar el resultado electoral con independencia de los procesos sociales y matrices en los que se inscribe y en asociar con la personalidad individual de Augusto Pinochet, de hecho sólidamente delincuencial, una causa/propósito decisivo del resultado de esas elecciones. Una doble reducción, por tanto (13).
Obviamente, en los procesos electorales para elegir un presidente nacional y parlamentarios se utilizan y funcionan instituciones políticas. El sufragio es una de esas instituciones y el juego y enfrentamiento de partidos otra. Pero éstas y demás instituciones políticas se respaldan en un marco institucional más amplio y matricial: el Estado. Y se orientan (o reciben sentido) por un referente poblacional-jurídico que es un correlato del Estado: la ciudadanía. Sin Estado sólido de derecho (imperio de la ley, entre otros factores) no existen instituciones electorales efectivas ni tampoco democráticas. Y sin ciudadanía activa, las elecciones democráticas quedan vacías.
En la situación chilena, un Estado cuya juridicidad constitucional condensa y expresa una voluntad autoritaria, es decir vertical, excluyente y represiva, no califica formalmente como Estado (moderno) de derecho. Esto, con independencia de que, además de autoritario, sea patrimonialista (para beneficio de algunos) y corrupto (no exprese un emprendimiento colectivo soberano). Basta el autoritarismo (centrado en una jerarquización irreversible en que la figura ficticia, pero poderosa, de la voluntad de un constituyente, que opera prescindiendo del contexto social, decide lo que es bueno para todos) para que el Estado de derecho no lo sea. Y con ello las instituciones del régimen democrático de gobierno, y sus procesos electorales, quedan falseados.
En el otro vértice, el Estado dibuja una ciudadanía activa. Se puede realizar la lectura inversa. La población de un emprendimiento colectivo, como proceso, genera un vértice constitucional que determina el mapa y la lógica del Estado. Al hacerlo, se asume como ciudadanía activa. Es la referencia a una soberanía popular (entendiendo aquí ‘popular’ como toda la ciudadanía). Un Estado autoritario no dibuja una ciudadanía activa, porque no la requiere ni la desea. Exige, por el contrario, diversas formas de ciudadanía pasiva, sujecionada, por ejemplo, a la lógica de acumulación mundial (mercado) o a un orden ‘moral’ metafísico (Dios, leído por algún específico sector social, el Bien Común, etc.). No se toca aquí el punto de que una ciudadanía activa requiere asimismo de instituciones sociales (como la familia y la escuela, por ejemplo, o las unidades laborales) que se orienten explícitamente hacia su apoderamiento.
La cuestión de la ciudadanía activa puede entenderse en varios frentes relacionados. Conceptualmente ella resulta de la aplicación universal del principio de agencia liberal tensionado por su crítica social. La antropología que sostiene al principio de agencia sostiene que cada ser humano posee (o debería poseer) la capacidad de resolver sus opciones de existencia autónomamente (constituirse como sujeto) y, con ello, de tornarse responsable por sus alcances previsibles. La crítica social del principio de agencia universal, que es un criterio moderno sobre el ser humano, enfatiza que, para que este principio se materialice, la trama de las instituciones sociales, y cada una de ellas, debe contener lógicas que apoderen la autonomía (la autoconstitución de sujetos) y con ello no solo la responsabilidad por el alcance de las decisiones, sino la potenciación de la capacidad de cada cual para crear opciones efectivas de existencia, una sensibilidad (subjetividad) que lo faculte para discernir entre ellas y tomar decisiones libres por las que acepta responsabilidades. Luego, la autonomía resulta de las lógicas apoderadoras de un sistema social y no constituye un rasgo exclusivo o innato de cada individuo, aunque pueda expresarse también como individuación libre, y la libertad de escogencia se sigue de capacidades construidas social y personalmente tanto en el espacio de la subjetividad como en sus vínculos con los ‘entornos’ social y natural. Dentro de este marco es que puede darse, comprenderse y comunicarse una efectiva relación entre libertad y responsabilidad humanas.
La cuestión del principio de agencia se vincula también con derechos humanos en tanto derechos subjetivos que, como todo derecho, se efectivizan desde y en determinadas tramas sociales. Una Constitución autoritaria, por fuerza, no respeta derechos humanos aunque los contenga en su letra, como es el caso chileno. Un Estado y una Constitución autoritarias resultan incompatibles con derechos humanos no porque los violen explícitamente (ya vimos que pueden enunciarlos y darse códigos que permitan reclamarlos en circuitos jurídicos), sino porque no los apoderan como cultura política, o sea como sensibilidad nutricia y dominante del ‘orden’ social.
Ahora, derechos humanos y régimen democrático de gobierno están ambos sostenidos y ligados conceptual, imaginaria y emocionalmente, por el principio de agencia. Un Estado, es decir el regente de un ‘orden’ político, que no potencia universalmente este principio no puede sostener un régimen democrático de gobierno efectivo, ni tolera ser interpelado por una ciudadanía. Como Estado de derecho resulta una polémica, no un dato (14). Y, en su seno, la realización de la ciudadanía (como proceso) se sigue de una pugna, o varias, no del pretendido e ideológico “orden social” que, en el caso chileno, produce y reproduce sometimientos y dominaciones. En la situación chilena, la ciudadanía inscrita puede votar o por Piñera o por Frei Jr. pero no puede evitar hacerlo en un marco de imperios/sujeciones no cuestionado por su sufragio. La situación es semejante en toda América Latina, con excepciones, como el caso boliviano actual, pero que excitan una conflictividad tal que las llevan al borde de la guerra.
Los resultados en la gente de las sujeciones y dominaciones estructurales y situacionales suponen identificaciones inerciales. Las identificaciones inerciales son provistas por el sistema social y su ‘orden’ político como factor para su reproducción mediante la ‘mismidad’ (subjetividad) que cada individuo cree poseer. En tanto esta mismidad puede ser asumida por los ‘individuos’ no como producción social sino que como ‘naturaleza’, ella está en condiciones de proporcionar sentimientos ‘positivos’ de adecuación e integración personal, ‘gratificaciones’ (felicidades) adecuadas para su identificación y, sin oxímoron, culpa, pecado, temor, vergüenza, deshonor. La identificación inercial posee un doble rango: como referente legal y moral. Las últimas emociones y sentimientos ‘positivos’ mencionados lo son para la reproducción del sistema, no para el individuo que los asume como carga/goce (que debe pagar) personal necesario. El Estado, en cuanto sanciona una determinada organización social de la existencia (orden político y lógica de las instituciones) crea los lugares sociales que proporcionan las identificaciones sociales (ensimismamientos) inerciales desde las cuales las conflictividades objetivas parecen algo exterior a la naturaleza de los individuos. Por ejemplo, ser ‘mamá’ o ‘hijo’ o ser ‘militar’ o ‘civil’. Para la inserción o enraizamiento más efectivo de estas identificaciones existen hoy subsistemas sociales públicos como los configurado por los aparatos clericales, el régimen educativo, los medios masivos y el marketing, y, desde luego, la familia. La existencia cotidiana está dominada por los espacios sociales y lógicas propias de un ‘orden natural’ de las cosas y subjetividades, de modo que las identificaciones pueden ser juzgadas por los individuos que las portan como ‘reales’ por efectivas. Así ‘es’ el mundo.
En lo que aquí interesa, la inexistencia de un Estado de derecho en el mundo moderno, y específicamente en la situación latinoamericana, puede generar una simulación de régimen democrático de gobierno, una falsa ciudadanía y las identificaciones naturalizadas que reconocen en el orden político algo propio, en los sentidos de apropiado y apropiable. El principio de agencia, enteramente disuelto, se resuelve en la cosmética del marketing político, del liderazgo sin emprendimiento colectivo y de los diversos rostros de la demagogia. La ciudadanía/población asiste y participa en los escenarios de la política como quien está en un show y ‘coopera’ con él cuando los carteles se lo indican y para dar brillo al programa, exaltar al conductor, obtener algún premio menor o pasar un rato entretenido. Su subconsciente le indica que el mundo ‘real’ está ‘afuera’ y ello es lo que le produce, sin que quiera necesariamente entenderlo o manejarlo, algún nivel de irritación. Sin embargo, este malestar suele trocarse en una no factible abstención y no en rechazo/protesta y organización.
A las instituciones de estas simulaciones democráticas (centradas en el show electoral y en los espectros de partidos políticos, ideologías, personalismos, etc.) se las caracteriza aquí y para América Latina con la categoría de ‘democracias restrictivas’ o poliarquías restrictivas. En ellas no existe soberanía popular ni participación ciudadana efectiva, sino gobiernos removibles aunque semejantes, escenarios políticos cosméticos, pragmatismo, tecnocratismo, hipocresía, y una férrea voluntad de sostener los imperios/sujeciones que dan sentido al conjunto del sistema.
El habla impuesta por políticos y medios, y también por algunos sectores académicos’ llama (y la población lo acepta sin reparos excesivos) a estas poliarquías restrictivas “la democracia”. Sus instituciones y liderazgos son funcionales para las dominaciones que internamente son tributarias de la acumulación global.
La indicación sobre la acumulación mundial de capital facilita introducir elementos globales y hemisféricos en esta discusión conceptual. En América Latina las poliarquías restrictivas, o ‘la’ democracia (15), son variadas en sus expresiones institucionales (Colombia, México, Chile y Paraguay, por ejemplo, muestran caracteres muy diversos) y en las lógicas específicas que las animan (Colombia tiene una poliarquía restrictiva con abierto terror de Estado), pero todos sus representantes oficiales concurrieron a la elaboración y promulgación de una Carta Democrática Interamericana (OEA, 2001). Pero lo que tiene de ‘común’ la Carta Interamericana es la conjunción de tres factores de los que se esperó, en la transición entre siglos, una pax social, sino eterna al menos prolongada. En primer lugar, los militares de la Seguridad Nacional, cumplido su papel de aquietamiento social o desgastados por sus crímenes y errores, habían retornado a sus cuarteles y los gobiernos civiles que los sucedieron deseaban un respaldo internacional que les cubriera las espaldas. En segundo término, el Consenso de Washington, un clima político, no un documento ni una negociación, aseguraba que el crecimiento económico sería alcanzado si todos se plegaban a la lógica exigida por la acumulación global y sus instituciones (OMC, BM, FMI, transnacionales). De este crecimiento económico las oligarquías y neoligarquías locales y sus mudables clientelas preferenciales podrían esperar menos pero mejores “beneficios compartidos”. En tercer lugar, la crisis de acabamiento de las sociedades del socialismo histórico (principalmente la URSS y Europa del Este) había liquidado al enemigo comunista, a sus organizaciones, a todo ‘socialismo’ y toda utopía y, junto con la represión local, las aspiraciones o reformistas o autónomas de los trabajadores. A esto se agregaba que la nueva organización del capital mundial tornaba obsoletos los sindicatos tradicionales. Se había abierto, al parecer sin mayores desafíos (excepto el ambiental), la era del dominio irrestricto del ‘libre comercio’ ligado a la acumulación de capital mundial y ‘la’ democracia (poliarquía restrictiva). Como se advierte, se trata de una exportable democracia sin ciudadanía efectiva ni población con necesidades o aprecio por la Naturaleza, además de geopolíticamente controlada.
Sin embargo, al momento de su firma, la Carta era ensombrecida por pequeñas manchas que podían transformarse en nubarrones. En el año 2001 era la experiencia bolivariana de Venezuela que comenzaba a utilizar el formato democrático procedimental para asegurar una legitimidad constitucional y electoral que retaba al Consenso de Washington y, además, reclamaba, aunque solo fuese para exportación, instituciones democráticas participativas ligadas, quizás solo imaginariamente, al principio de agencia. Pero era el comienzo de un ingreso de factores “extraños” u otros al baile. Advirtiéndolo, la administración estadounidense (Bush/Rice) lanzó la necesidad de “monitorear” el comportamiento de ‘las’ democracias latinoamericanas. Lo deseable era que el monitoreo lo realizaran empresarios y tecnócratas. Gente independiente. La iniciativa estadounidense fracasó en la OEA y abrió el frente actual para un conglomerado o asociación latinoamericana sin EUA y Canadá. Al Alba se sumaba la Unión de Naciones Sudamericanas y otro deseo de asociación regional todavía sin nombre.
En el período, se fueron sumando a la experiencia venezolana los triunfos de otros candidatos cuyo triunfo electoral era ‘no deseado’ por el sistema: Kirchner (2003), Lula (2003), Morales (2005), Correa (2007), a los que se podrían añadir, sin mayores expectativas, Vásquez (2005) y Mujica (2009) en Uruguay, Lugo (2008) en Paraguay, Ortega (2007) y Funes (2009) en América Central. Algunos de ellos, los menos, utilizaron con motivaciones y alcances diversos, el esquema venezolano de aprovechar los procesos electorales para cambiar Constituciones y fortalecer/prolongar sus mandatos. Todos, sin embargo, mantienen instituciones de regímenes democráticos restrictivos porque alterarlos significativamente supone transformaciones de largo alcance y con incidencia cultural en los campos de la economía, la familia y las tramas sociales básicas y su legislación. Todos ellos tienen adversarios y enemigos internos (los aparatos clericales, por ejemplo) e internacionales poderosos. Contra estos enemigos, las declaraciones solidarias y los gestos de defensa y apoyo resultan notoriamente insuficientes.
La experiencia hondureña del 2009 parece iniciar una nueva fase de desafíos para los regímenes “democráticos” latinoamericanos y sus poblaciones. En ese país, parte de la Cuenca del Caribe, frontera estratégica y marítima para Estados Unidos, se dio un golpe de Estado exitoso que, en la práctica, desahució a la OEA y su Carta Interamericana a solo 8 años de haberse proclamado. Además del desahucio específico de la OEA ‘democrática’, EUA logró dividir y paralizar a los gobiernos latinoamericanos con su apoyo al reconocimiento de los golpistas (indirectamente y manejando una negociación ‘exterior’ a la OEA) y avanzó en su presencia militar en el subcontinente gracias al fortalecimiento de una asociación específica ya larga con Colombia (con la excusa del narcotráfico) al mismo tiempo que consolidaba su reclutamiento de gobiernos afines en el área centroamericana con la elección del empresario R. Martinelli en Panamá quien se apresuró a establecer un pacto con el grupo político-empresarial de los gobernantes hermanos Arias (Costa Rica).
EUA también avanza una doctrina ‘suave’ para las democracias restrictivas latinoamericanas. Se trata de transferir su propio modelo de dos partidos (bipartidismo) que no representan alternativas efectivas al sistema ni entre ellos. En México el programa ya ha avanzado. A diferencia del dominio del partido de Estado que imperó durante el siglo XX ahora se enfrentan un PRI saneado (?) y el PAN (por supuesto, se debe terminar de eliminar al PRD como opción electoral). El triunfo de Piñera en Chile se ubica en la misma dirección y reproduce de alguna manera la elección de Martinelli en Panamá. En realidad Piñera es el primer multimillonario explícito que accede electoralmente a la presidencia en América del Sur. En el mismo movimiento, pone a Chile en el camino de un bipartidismo en el que elegir a A o a B (Alianza o Concertación) es parecido. Pueden existir diferencias de tonalidad o énfasis, pero se trata de lo mismo. Se asiste a una competencia casi atlética, técnica, en la que el ‘orden’ político no está en juego.
Geopolíticamente a EUA le resulta indiferente cómo se gobierne América Latina y cómo se constituyan sus gobiernos siempre y cuando los gobernantes no enfrenten la geopolítica estadounidense y no pongan trabas a los buenos negocios en la matriz de la acumulación global. Si son resultado de elecciones ‘libres’ es mejor que si surgen de golpes de Estado, pero estos últimos pueden maquillarse y a la larga se olvidan. Que finjan respetar derechos humanos y tengan códigos laborales y ambientales es mejor, pero si no los tienen o no los cumplen puede resultar molesto pero no catastrófico. Estados Unidos requiere de asociados leales en la región e incluso de ‘subcompetidores’ (Brasil). No desea movimientos de organización regional ni nacionalismos ni mucho menos gobiernos que se interesen efectivamente por las necesidades de su población o que cautelen sus recursos naturales o la protección del ambiente o cuya ingobernabilidad o ‘frustración’ (Guatemala) expulse masivamente a sus poblaciones (Haití, El Salvador, México, por ejemplo).
Visto así, la elección de Sebastián Piñera en Chile está dentro del ‘orden' que ‘las cosas’ exigen a los latinoamericanos’ en este siglo XXI. No es sorpresa ni tampoco debería generar decepciones. La ‘exitosa’ experiencia chilena se arrimará algo más (en el discurso) a la geopolítica del centro imperial. Internamente se tratara de convertir las urgencias y el dolor social en un buen negocio endeudando a la población. Sin duda los círculos de empresarios y políticos piñeristas, incluyendo sus familiares, verán incrementadas sus ganancias y la Concertación esperará su turno. Piñera invertirá significativamente en el mercadeo de su imagen (podría ser de nuevo candidato en el 2018). Esto quiere decir que será abundante en ‘gestos’. Descrito así el futuro de la ciudadanía y del pueblo chileno parecen patéticos. Por eso es necesario recordar y cultivar (si se vive en ese país) las embrionarias ‘buenas’ señales: el Museo de la Memoria, el ‘allendismo’ no fetichizado y el reclamo de una nueva manera de asumir lo político y la política. Están ahí. Si no son testimoniadas y organizadas con sabiduría contracorriente no podrán prosperar. Y si eso ocurre, será una lástima.
Notas
(1) En segunda vuelta, el triunfo de Piñera fue estrecho: 51.61% del voto contra 48.39% de Frei. En la primera vuelta, Piñera alcanzó el 44.06%.
(2) Ser hijo de un expresidente califica para optar también al cargo. Senadores, diputados y altos dirigentes reiteran apellidos y parentescos. Se trata de un fenómeno generalizado.
(3) Lideró a la Coalición por el Cambio que ligó a su partido, Renovación Nacional, con la Unión Demócrata Independiente (UDI). Este último, una mezcla de catolicismo, pinochetismo y gremialismo, es el partido más votado de Chile. A la Coalición por el Cambio se sumó también el partido Chile Primero, surgido de una escisión del Partido por la Democracia al que pertenece, por ejemplo, el ex presidente Ricardo Lagos.
(4) Las dos candidaturas ‘a la izquierda’ de Frei Jr. (Enríquez y Arrate) surgieron de separaciones del gobernante Partido Socialista.
(5) En una entrevista, el analista portugués, Boaventura de Souza Santos, utiliza casi todos estos calificativos para referirse a ellas (Latinoamérica bipolar, en http://lavaca.org/notas/boaventura-de-sousa-santos/). El punto básico de estas denominaciones, no siempre explicitado, es que no se trata de ningún “retorno”, pendular o no, a regímenes democráticos de gobierno, sino de una institucionalidad de gobierno ‘democrático’ funcional para los esquemas neoliberales en esta fase de mundialización del capital ya en su período más tecnocrático ya en su momento actual que es el de “guerra global preventiva contra el terrorismo”. En el caso chileno, y en el de otros países de América del Sur, hay que agregar y ‘después’ de una dictadura de Seguridad Nacional’.
(6) La constitución fue escrita y votada en un clima de terror de Estado. El texto constitucional original fue “limado”, desde 1989 y hasta el 2005, de algunos de sus caracteres más groseros, como los senadores designados y vitalicios y el “tutelaje” político de las Fuerzas Armadas en el Consejo de Seguridad Nacional. También se fijó el mandato presidencial en 4 años sin posibilidad de reelección inmediata. Pero se mantiene, por ejemplo, el sistema binominal para la elección de los legisladores. Este sistema tiene la finalidad explícita de perjudicar a los partidos e ideas minoritarios y bloquear eventuales liderazgos independientes. Los beneficiados son las coaliciones entre ‘grandes partidos tradicionales’. La aspiración es sostener el régimen democrático restrictivo con solo dos grandes aparatos partidistas. De esta manera se puede cambiar de coalición gobernante pero no de “estilo” político aunque los distintos gobiernos realicen énfasis diversos.
(7) Por ejemplo, como personalidad, la presidenta M. Bachelet, caracterizó públicamente a Pinochet como “un referente de división, odio y violencia”. Obviamente rechazaba al personaje. Pero, además, el régimen democrático restrictivo chileno ha pasado por dos etapas: siendo todavía en la década de los noventa Pinochet Jefe de las Fuerzas Armadas, se permitió amenazar a los gobiernos civiles con la simulación de dos golpes de Estado, ambos al ser presionado por delitos comunes. Cuando entregó el mando, en 1998 perdió paulatinamente fuerza dentro de los aparatos armados y, con ello, en los escenarios políticos públicos. Desde este criterio, han existido en Chile gobiernos de concertación amenazados directamente por golpes de Estado y gobiernos insertos en una cultura política pinochetista en las que el golpe de Estado es solo una posibilidad.
(8) Borón cita a Foyley desde el trabajo de M. Roitman, Pensar América Latina. El desarrollo de la sociología latinoamericana (CLACSO, 2008), quien a su vez lo recoge del periódico Cosas (5 de mayo del 2000).
(9) Es muy probable que las acusaciones por delitos comunes (fraude tributario, entre otros), que involucraban a familiares, a los que se sumaban unas 400 causas por violación de derechos humanos, hayan hecho pensar al círculo más próximo a Pinochet que resultaba inconveniente mantenerlo con vida. Se trataba de un anciano deteriorado y legalmente peligroso.
(10) La cifra es de un estudio del Banco Merrill Lynch sobre riqueza mundial y la reproduce el diario alemán La Gaceta de Stuttgart. (http://elchileno.cl/index.php?option=com_content&task=view&id=296
(11) La participación laboral de las mujeres chilenas es la menor de América Latina. Las que trabajan son discriminadas salarial y culturalmente por su sexo-género. Muchos jóvenes no se inscriben en el Registro Electoral (es voluntario) y por tanto no votan. En Chile la inscripción es voluntaria pero una vez hecha se torna obligación permanente. La participación de los jóvenes (entre 18 y 29 años) cayó entre 1988 y el 2005 desde el 36% al 9.71% (La inscripción electoral de los jóvenes en Chile. Factores de incidencia y aproximaciones al debate, Sergio Toro Maureira, Cieplan. En términos de sector poblacional, solo un 22% de los jóvenes bota en hoy en Chile. En 1988 lo hacía el 91%. La palabra “desengaño”, en relación con las instituciones políticas ‘democráticas’ y los políticos, no puede ser desestimada en relación con este fenómeno.
(12) Bachelet no logró resolver ni el desafío de los pueblos indígenas presentes en Chile ni las demandas de una radical mejoría para la educación pública, por citar dos asuntos urgentes. Pese a ello, y a otros conflictos, como el del transporte, su aceptación por parte de la población y de la ciudadanía terminó siendo muy amplia.
(13) Un exponente significativo, por su prestigio, de esta percepción ha sido Atilio Borón. Estima que la Concertación era una copia (un clon) de Pinochet y que Piñera es el original. Como el original es siempre mejor que la copia pues el resultado estaba ‘anunciado por la crónica’. Borón redondea este tipo de ‘análisis’ señalando que la Concertación debió aprender de Venezuela, Bolivia y Ecuador donde los gobiernos obtienen victorias electorales aplastantes. Es una opinión tan grotesca como la anterior.
(14) Que en América Latina el Estado sea una polémica y no un dato es un lugar común para cualquier politólogo en el planeta. Uno de ellos, insospechable y oficioso, G. O’Donnell, por ejemplo, escribe: “Las tres dimensiones del estado (sic) son históricamente contingentes. Tal vez no necesito agregar que en la mayor parte de América Latina estas dimensiones exhiben valores severamente deficientes…”. O’Donnell: La democracia en América Latina, p. 13, negritas en el original) Las tres dimensiones a que alude O’Donnell son el Estado como sistema burocrático, y la respectiva burocracia, como sistema legal y como foco de identidad colectiva.
(15) ‘La’ democracia es un concepto-valor propio de un discurso. Es el discurso el que le asigna un rango determinado. Así en Tocqueville aparece tensionada por el juego de libertad-igualdad políticas, en Platón por el imperio de la mayoría sin ley, en Dahl por la distancia cualitativa entre libertad económica y libertad política, en Rousseau por la soberanía de la voluntad general, por citar cuatro autores. Las instituciones de los regímenes democráticos de gobierno, en cambio, son el resultado de tensiones y conflictos entre fuerzas sociales procesuales y se plasman en decantaciones sociohistóricas que pueden ‘adornarse’ con discursos. Lo que existe, ‘fuera de los discursos’ son, en el mejor de los casos, procesos específicos de democratización.
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En este trabajo se utilizaron materiales de René Baez: Elecciones de “nuevo tipo” y corrupción sistémica, H. Gallardo: Siglo XXI: producir un mundo, H. Gallardo: Democratización y democracia en América Latina, Gobierno de Chile, Ministerio del Interior, La Gaceta de Stuggart (referida por El Chileno), Boaventura de Souza Santos: Latinoamérica bipolar, Ana Sugranges: Problemática habitacional de Chile.
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Bibliografía:
Borón, Atilio: Chile: el original y la copia, http://www.atilioboron.com/2010/01/chile-el-original-y-la-copia-atilio.html
Cristi, Renato y Ruíz-Tagle, Pablo: La república en Chile, LOM, Santiago de Chile, 2006.
O’Donnell, Guillermo: “Notas sobre la democracia en América Latina”, en La democracia en América Latina. Hacia una democracia de ciudadanas y ciudadanos. El debate conceptual sobre la democracia, PNUD, 2004, PDF, Internet.
Santos, Boaventura de Souza: El milenio huérfano. Ensayos para una nueva cultura política, Trotta/Ilsa, Madrid, España, 2005.
Sartori, Giovanni: La democracia después del comunismo, Alianza, Madrid, España, 1993.
Toro Maureira, Sergio: La inscripción electoral de los jóvenes en Chile. Factores de incidencia y aproximaciones al debate, Cieplan, Santiago de Chile,
https://www.alainet.org/es/active/36384
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