Apólogo colonial
15/07/2010
- Opinión
Érase una vez, tanto tiempo ha como allá por los años treinta del siglo XX, un Estado por las Américas de nombre Colonia que puede parecer hoy curioso, pero que entonces no lo resultaba. Constituía un homenaje a un aventurero genovés apellidado Colón, aquel que encabezara la invasión europea que se adueñó del continente. Colonialismo no es palabra que proceda de Colón, pero podría hacerlo perfectamente para el caso de las Américas. Los legatarios de ese verdadero pirata fueron quienes establecieron el Estado de Colonia imponiéndose sobre la humanidad indígena y sobre la afroamericana descendiente de un tráfico intercontinental de esclavitud masiva. Con todo, Colonia era un nombre bien significativo. Colonial era un patronímico que no avergonzaba, sino que henchía de orgullo a la ciudadanía eurodescendiente de aquel Estado de Colonia.
Esa ciudadanía colonial, la eurodescendiente, ambicionaba hacerse con todo el territorio y con todos sus recursos frente al arraigo persistente, todavía por entonces apreciable, de los pueblos indígenas, múltiples y diversos, y de los afrodescendientes. Allá en aquellos tiempos de los años treinta del siglo XX, un Gobierno de Colonia se hizo notorio por las políticas que puso en marcha. Lo encabezaba un ambicioso y prepotente político llamado Ávaro Ugítler, con ese apellido de extraña resonancia. Lo flanqueaban en su gabinete un par de hombres fuertes de su confianza, Fatuo Génova como Ministro de Seguridad Nacional y Justicia Democrática; como Ministro de Agroempresas y Desarrollo Rural, un político oscuro de nombre olvidado al que se le recuerda por su apodo de Ugitlerito, en base a su incondicional devoción para con Ugítler, el Presidente.
La política se fraguó aprovechando las condiciones creadas por unas guerrillas que operaban desde hacía décadas, las autodenominadas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colonia. Campaban por sus respetos aterrorizando y desplazando a pueblos indígenas y afrodescendientes. Está bien dicho lo de aprovechar, pues el Gobierno de Ugítler lo que puso en marcha fue una política de concurrencia terrorista con las fuerzas guerrilleras apreciando la ocasión de despejar definitivamente los territorios indígenas y afrodescendientes para que las empresas se hiciesen con un acceso expedito a los correspondientes recursos. Ugitlerito puso todo de su parte para que las invasiones empresariales se legalizaran.
No fue una política diseñada de antemano ni en ningún momento, sino que más sencillamente se fue impulsando a medida que se evidenciaban los efectos de la intervención militar sobre territorios indígenas y afrodescendientes. Para potenciarla, se promovió un movimiento antiterrorista de efectos igualmente terroristas bajo la apariencia de que era espontáneo y no propiciado por círculos gubernamentales y empresariales. Servía también para manipular los procesos electorales, pues Colonia era un Estado democrático. Asimismo, se organizaron Campos de Concentración recluyendo a indígenas y afrodescendientes, con la excusa de defenderles del fuego cruzado de guerrilla y contraguerrilla, e impidiéndoles de paso el regreso a los territorios de donde había sido desplazados.
En el Estado de Colonia, las relaciones con indígenas no se atenían regularmente a ley o, aún menos, a Constitución. De extremos claves se ocupaban unas directrices ejecutivas cuyo valor normativo era todavía más dudoso y que ni siquiera se publicaban en la prensa oficial. Una directriz ministerial encomendaba enfáticamente al Ejército la defensa de los derechos de las comunidades indígenas. Una directriz presidencial recomendaba encarecidamente a la empresas evacuar consultas con las comunidades antes de establecerse en sus territorios, esto era antes de invadirlos y esquilmarlos. La segunda directriz iba naturalmente más en serio que la primera. El signatario de ésta, el Ministro de Defensa Nacional y Paz Interior de nombre paradójico Arcángel Santoral, sucedería a Ugítler en la Presidencia. Su directriz sobre indígenas ya anunciaba una línea de profundización en el desparpajo. La guerrilla seguía haciendo bien su trabajo de provocar a la contraguerrilla, justificar al Ejército y contribuir a la masacre de indígenas.
El Gobierno de Colonia comenzó a encontrarse en una delicada posición internacional por su política belicosa y depredadora contra parte inerme de su propia ciudadanía, la indígena y afrodescendiente. Existía por entonces, con cierta vocación de universalidad, una organización entre Estados, la Liga de Naciones, y otra humanitaria, la Cruz Bermeja, entre las que empezó a cundir la alarma. En el seno del Gobierno colonial, Ugitlerito propuso cortar por lo insano abandonando la Liga de Naciones y expulsando a la Cruz Bermeja. En su círculo íntimo, no ocultaba que así se podría proceder a la solución final de despejar el territorio de la población indígena y afrodescendiente. Las mismas condiciones necesariamente poco humanas de los Campos de Concentración podrían ir facilitando un exterminio. Ugítler, hombre expeditivo donde los hubiera, procedente de una región de Colonia de eurodescendientes bravos, escuchaba estas propuestas con simpatía, pero era algo más listo que su ministro, en verdad, de despojo rural. Siguió el Consejo de Génova, de su ministro de inseguridad nacional en definitiva.
Fatuo Génova se oponía resueltamente al abandono de la Liga de Naciones y a la expulsión de la Cruz Bermeja. Muy al contrario, proponía que el Gobierno colonial se esmerase en las atenciones a la una y a la otra. Así se hizo. La República de Colonia se convirtió en el Estado más receptivo y abierto a la inspección internacional y a la asistencia humanitaria. Su Gobierno invitaba y atendía a toda suerte de misiones de la Liga de Naciones y de expediciones de la Cruz Bermeja que observaban la complejidad de la situación y procedían a la simpleza de la diagnosis. La procesión de misiones era constante con efectos como el de crear un cuerpo nutrido de recomendaciones repetitivas que el Gobierno colonial acataba y no cumplía.
Ante las visitas internacionales que fomentaba, el Gobierno se jactaba de ir progresivamente reduciendo a guerrilla y contraguerrilla, particularmente a esta segunda, mientras que ambas de hecho seguían campando por sus respetos bajo la mirada complaciente del Ejército colonial. Las fuerzas militares más numerosas y mejor dotadas de América Latina, si no vencían a guerrilla y contraguerrilla, es porque no se lo proponían en serio. La situación le servía al Gobierno para militarizar por completo la política de seguridad pretendiendo que ello no era constitucionalmente irregular. La política de desmovilización de la contraguerrilla ni aseguraba en serio su finalización ni tomaba seriamente en cuenta la reparación de las víctimas.
Para las visitas, el Gobierno colonial organizó un Campo de Concentración, el famoso Campo de Santa Marta, con todo lujo de detalles para que las misiones internacionales pudieran admirar sus esfuerzos a favor de “ nuestras minorías étnicas“, como, con el adjetivo de apropiación inclusive, le gustaba denominarlas. Este mismo Gobierno era un verdadero mago del lenguaje. No admitía que hubiera conflicto armado interno, sino tan sólo problemas de seguridad. Tampoco reconocía la existencia de la contraguerrilla, sino tan sólo de bandas criminales sin motivación política ni de intereses económicos más allá del propio latrocinio. Coartar libertades de indígenas y poner en peligro sus vidas era para el Gobierno colonial defender sus derechos, dijeran lo que dijesen los presuntos beneficiarios.
Los pueblos indígenas y afrodescendientes se resistían por supuesto. La Organización Indígena Nacional de Colonia, la más representativa entre las varias que había, clamaba contra una política que consideraba justamente genocida. Todavía no se había acuñado esta palabra de genocidio, pero la ONIC, que también se presentaba como Autoridad Nacional de Gobierno Indígena de Colonia, hacía ver que el designio último era el de la desestructuración cultural e incluso el exterminio físico de los pueblos indígenas en cuanto que tales pueblos. Hubo misiones de la Liga de Naciones que se hicieron eco de este clamor indígena, pero situándolo en un escenario ficticio. Consideraban que el Gobierno colonial no era ni siquiera connivente y encomiaban su aparatoso alarde de esfuerzos por defender a los pueblos indígenas y afrodescendientes frente a guerrilla y contraguerrilla. Las grandes empresas se frotaban las manos mientras sus bolsillos engordaban. La política de Génova estaba funcionando a pleno rendimiento. Hay quien dice que Ugítler llegó a sentir celos.
¿Cómo podía esto ser con toda aquella apertura al escrutinio internacional? ¿Es que nadie no indígena escuchaba realmente la voz indígena? Sí y no. O más bien no aparentándose que sí. Las mismas misiones internacionales se presentaban como portavoces de esa ciudadanía en situación provocada de extrema vulnerabilidad, como si la misma no tuviera voz propia o ésta no mereciera crédito. Así la intervención internacional contribuía a la desautorización de las posiciones indígenas. Por otra parte, las misiones insistían en que habían de confrontar testimonios y ponderar posiciones. Tenían que ser objetivas en tal determinada forma de no conceder la razón a ninguna parte guardando además siempre deferencia por el Gobierno de un Estado miembro de una Liga de Naciones de la que los pueblos indígenas no podían en cambio formar parte. El desequilibro exterior entre las posiciones respectivas de Estados y de Pueblos, desequilibrio al que las misiones internacionales estaban bien acostumbradas, se agravaba al proyectarse inconscientemente, salvándose las buenas intenciones, hacia el interior de Colonia.
Todo ello implicaba que las pretensiones del Gobierno colonial pesaban en la balanza tanto o más que los testimonios de las víctimas, los pueblos. Las perspectivas de las misiones internacionales resultaban de entrada radicalmente sesgadas e irremisiblemente lastradas. Ya no digamos entonces de sus conclusiones. Sin mayor dificultad y con notable habilidad, el Gobierno colonial se valía de los informes de las misiones, críticos y todo, para reforzar su posición frente a los pueblos indígenas y afrodescencientes. Como se le escapó a Fatuo Génova en algún momento de irritación ante las preguntas demasiado inquistivas de una entre tantas misiones internacionales, el Gobierno despreciaba a los índigenas como gente empecinada sin sentido de la ciudadanía: “ ¡Nunca ceden en nada!“, gritó refiriéndose a sus territorios y recursos. Se trataba de doblegarlos con la ayuda internacional, el aspecto más insidioso de la política de Génova asumida por Ugítler, por aquel político de nombre malsonante.
¿Qué ocurrió en fin con toda aquella historia de Colonia, de aquel Estado con nombre de pirata? Fue un caso de genocidio que siguió desenvolviéndose sin mayor problema incluso durante los tiempos cuando, desde mediados del siglo XX, ya vino a acuñarse la palabra, la de genocidio, para la tipificación de un delito de derecho internacional, el más grave de todos. Para el caso, nadie lo identificó como tal, salvo las víctimas por supuesto. Con su prestidigitación proverbial, Colonia adoptó otro nombre, pero las cosas no cambian porque las palabras lo hagan. Así lo que pasa es que se olvidan. Fue el genocidio perfecto.
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