Lo nuevo y lo viejo en la política de tierras

29/08/2010
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El proceso de extrema y violenta concentración de la propiedad de la tierra que ha ocurrido durante las últimas décadas en Colombia, que resultó del desplazamiento forzado de la población rural y de las políticas económicas, ha sido al fin considerado por las esferas oficiales en sus nefastas consecuencias. Los últimos gobiernos fueron del parecer según el cual, la política apropiada para un gobierno que persigue la eficiencia económica consiste en estimular el éxodo de los agricultores familiares y fomentar la consolidación de grandes predios.
 
Pero, un “despegue” del desarrollo agropecuario causado por el desplazamiento de los “agricultores tradicionales”, nunca llegó. Las cifras son contundentes, especialmente la caída en “formación de capital fijo”, un indicador anual clave para medir el desarrollo empresarial. La acumulación de tierra en muy pocas manos fortaleció el latifundio especulativo, que solamente esperaba lucrarse con la elevación de los precios de la tierra por megaobras y con prebendas del estado.
 
El actual gobierno ha anunciado que hará del reintegro del derecho de propiedad y posesión de la tierra de los desplazados, un propósito central. También ha anunciado la reactivación de los subsidios a campesinos para adquirir tierras, la reorientación del programa Agro Ingreso Seguro para que llegue a los campesinos y el fortalecimiento del Instituto Colombiano de Desarrollo Rural, Incoder, “como organismo líder del desarrollo en las zonas rurales”.
 
El esquema neoclásico permitía creer que la salida de mucha gente de la agricultura y la disminución de la competencia que los campesinos representan para la agricultura empresarial iba a hacer florecer los agronegocios, pero eso no ocurrió. Solamente los negociantes de tierras, los ingenios azucareros y unos cuantos palmicultores prosperaron, pero solamente a costa de grandes subsidios del estado y la cooperación internacional, mercados de agrocombustibles impuestos por ley, burla de los derechos laborales y exenciones de impuestos.
 
En estas condiciones el descontento con la situación del sector agropecuario no se limita tan solo al campesinado, los indígenas, los afro y a los desplazados, sino que ha alcanzado tanto a los pequeños empresarios agropecuarios como diversos sectores del empresariado rural y a otros sectores sociales.
 
Para completar, la situación legal de las tierras despojadas se ha convertido en una gran barrera para cualquier inversión sostenida. Eso incluye la inversión extranjera, que si bien por una parte podría beneficiarse de las cláusulas de “estabilidad jurídica” de los tratados de libre comercio para impedir que los derechos de los desplazados obstaculicen los proyectos en las tierras que eventualmente adquieran, sin embargo chocan con la oposición a la vigencia de esos tratados precisamente porque en Estados Unidos, Canadá y Europa hay una exigencia por el respeto a los derechos humanos en Colombia y el despojo de tierras anterior crea una grave inseguridad para las inversiones a futuro.
 
Sin lugar a dudas la devolución de sus tierras a los desplazados por la violencia, no solamente a unos pocos sino al conjunto, merece la solidaridad de todos los colombianos y de la comunidad internacional. Los obstáculos a vencer son grandes, el primero de ellos es el poder real y total que siguen teniendo quienes se quedaron con la tierra de los desplazados, tanto localmente como en diversos niveles del estado. Así, son frecuentes asesinatos de quienes tratan de regresar a sus tierras y en especial de los líderes de los desplazados. Las normas aprobadas con ese objetivo serán importantes, pero no tanto como la capacidad real de estado para cumplirlas y la organización de los desplazados para hacerlas cumplir.
 
Un panorama aún más difícil se presenta cuando se trata de proyectar una reforma agraria que permita una distribución más equitativa de la propiedad rural. En este campo, las propuestas del gobierno actual se concentran en dos programas: el mercado subsidiado de tierras y las reservas campesinas.
 
El ministro de Agricultura ha anunciado que se fortalecerán los programas de subsidio directo para la compra de tierras para campesinos sin tierra o con menos de una Unidad Agrícola Familiar. Sobre este tipo de programa el campesinado tiene un mal recuerdo. En 1997, de 38.451 familias solicitantes fueron escogidas 3.113. A partir de ahí, el programa cayó en picada y las familias beneficiarias se redujeron a 1.767 en el año 1998, a 845 en 1999 y a sólo cerca de 650 cada año en 2000 y 2001. Si según la encuesta de hogares del DANE de 1997 había 1’547.676 familias interesadas en adquirir tierra, es caro que este programa no tenía las características propias para atender realmente las necesidades de los campesinos y ni siquiera el número de solicitudes refleja esas necesidades.
 
La reducción del Incora y tres institutos más (adecuación de tierras, Dri y pesca) en el pequeño Incoder en 2003 y su posterior fractura y minimización presupuestal e institucional por el Estatuto Rural, no sólo mantuvieron el minúsculo alcance del programa, sino que en algunos años el Incoder simplemente no pudo presentar gestión. En 2009 se presentaron 2.204 proyectos de subsidio para 21.837 familias, de los que fueron seleccionados apenas 86 para sólo 768 familias y 5.010 hectáreas. “Ampliar” un programa así no es cosa del otro mundo, pero lograr que tenga una incidencia real es diferente.
 
El primer problema de los programas de subsidio al mercado de tierras es precisamente su pretensión de substituir una reforma agraria. Al ofrecer un subsidio para comprar no frenan la especulación con la tierra sino la disparan. En el caso de Colombia contribuyeron a crear un mercado segmentado: unas tierras de baja calidad que se ofrecían, caras a los campesinos y otras de la mejor calidad a precios inalcanzables.
 
El segundo problema de estos programas fueron los altísimos costos del crédito. Ante los expertos del Banco Mundial en Washington uno de los campesinos –supuestamente beneficiario- se declaró “perjudicatario”, debido a los intereses que adeudaba. Es decir, si no se restablece el crédito de fomento, los intereses upaquizados devoran al agricultor.
 
El tercer problema y ahora el más grave son las importaciones de alimentos y otros productos agropecuarios, que despedazan los “proyectos productivos” sobre los cuales se dan los subsidios, al desbaratar su rentabilidad. Los tratos de libre comercio agudizan esta situación. Si no se establece una prioridad para la soberanía alimentaria y la protección de la producción nacional, estos “proyectos productivos” quedarán en la ruina.
 
En realidad el desplazamiento por la violencia y sus efectos lesivos han formado parte integral de un modelo perverso, que al sacrificar la soberanía alimentaria y liberar los territorios a las “ventajas comparativas” del mercado mundial, los entrega a los cultivos ilegales y a las inversiones de las grandes empresas, especialmente mineras, concesionarias de vías o constructoras represas.
 
El mismo ministro de Agricultura presentó en el debate del Congreso el 18 de agosto, el mapa impresionante de las solicitudes mineras que se sobreponen sobre casi todos los suelos agrícolas del país y sobre las áreas que sustentan sus ecosistemas. Aunque el ministro espera que tengamos una “legislación como la de Jamaica” que obligue a las empresas mineras a proteger y restaurar los suelos y el ambiente. Pero lo real es que esa legislación no existe y uno aspiraría a tener unas medidas como las de la India, que acaba de negar a una transnacional la licencia ambiental para una mina de bauxita en la colina de Niyamgiri, territorio del pueblo indígena Dongria Kondh.
 
Así se podría hablar de multiplicar las reservas campesinas, si realmente son reservas protegidas de cualquier despojo y deterioro y se podría cumplir la Constitución respetando la diversidad cultura, los resguardos indígenas, los territorios colectivos afros, los parques nacionales y las áreas ambientales protegidas.
 
En Colombia en cambio, los códigos de minas y petróleos dan facultades expropiatorias ejecutivas a las empresas mineras y petroleras, que afectan a los campesinos y a otros agricultores. Ello contrasta con la práctica imposibilidad de expropiar un latifundio para reforma agraria. Mientras la expropiación con indemnización por vía administrativa, que permite la Constitución, no rige para dar tierra al campesino, sí rige una expropiación privatizada.
 
Aquí se impone algo diferente, porque si no hay la posibilidad de expropiar con la adecuada indemnización, los propietarios se van a negar a que la tierra buena vaya a los campesinos y el subsidio solamente servirá para pagar altos precios por unas pocas tierras, de no muy buena calidad y así perpetuar la inequitativa distribución de la propiedad. Hay que recordar que la Corporación Nasa Kiwe tuvo esa facultad para expropiar y aunque nunca la hizo efectiva, los propietarios sabían que esa era una razón para negociar equitativamente.
 
Para ser equitativos con los campesinos, afros e indígenas, no basta extinguir el dominio a quienes se apropiaron de tierras con violencia o a narcotraficantes, se requiere reactivar la extinción de dominio de latifundios incultos que ha sido la principal fuente de redistribución de propiedad de la tierra en Colombia en otras décadas. Los grandes conflictos de uso del suelo que los propios estudios oficiales han revelado y revelarán, muestran que el latifundio especulativo lesiona no solamente la economía sino la ecología del país.
 
Se requiere además, como en algunos países, tomar medidas para frenar la apropiación de tierras por las grandes empresas extranjeras, fenómeno que en algunos países es aplastante y tiende a quitar a los nacionales la posibilidad de producir para su propia mesa. Incluso en el caso de Madagascar la entrega de tierras a una multinacional causó un levantamiento popular y la caída del gobierno anterior. En Colombia el fenómeno aun no es masivo, pero como lo mostró el representante Wilson Arias el pasado 18 de agosto, ya hay sitios donde se insinúa y es precisamente en la misma región de la ya famosa Carimagua.
 
Cuando se afirma que, ¡según encuestas! (¿?) la mayoría de los desplazados, aunque reclama por sus propiedades y posesiones, no quiere volver a sus tierras, es necesario tener en cuenta que el campesino que recupere su tierra querrá solamente venderla si sabe que si no la vende tiene que competir con importaciones subsidiadas, el crédito es inalcanzable, la tecnología es monopolizada por las transnacionales que cobran caro por los insumos patentados se imponen decretos contra la panela, leche y las gallinas campesinas y los márgenes de comercialización quedan en grandes intermediarios y cadenas de supermercados y si además como ahora acontece, para el desplazado que vuelve no hay seguridad ninguna. En esas condiciones el reintegro de la propiedad solamente será un paso para que los predios vuelvan a concentrarse por la vía del mercado y la bancarización y lleguen a manos de los grandes inversionistas.
 
El campesinado que produce café, maíz, plátano, yuca, papa, frutas, panela, leche, huevos y otros alimentos y puede producir mucho más si realmente la institucionalidad lo apoya, requiere un viraje de fondo que para Colombia será una excelente inversión, al ganar en soberanía alimentaria, empleo y paz.
 
También los pequeños empresarios y todos aquellos inversionistas que no han pertenecido al pequeño círculo de los favorecidos por la política del gobierno anterior, podrían tener mejores perspectivas, al deshacerse del modelo y normas que los mantiene sin posibilidades. El latifundio especulativo, los tratados de libre comercio, la dependencia tecnológica, el aumento de las importaciones, la dedicación del campo a los meganegocios y la absorción de los recursos públicos por los productores de agrocombustibles los afectaron y afectan también. La salud del sector agropecuario es parte indispensable de un modelo que garantice la construcción del tejido económico interno, nacional, regional y local.
 
Así como no puede desconocerse la positiva voluntad política expresada por el gobierno para devolver la tierra a los desplazados por la violencia y fortalecer el Incoder, tampoco se puede desconocer la necesidad de ir más allá. El bienestar del campo y de las comunidades exige cambios de fondo, de modelo económico.
 
Agosto 27 de 2010
 
- Héctor Mondragón, Grupo en Agricultura y Comercio de la Alianza Social Continental
 
Fuente: Semanario Virtual Caja de Herramientas Nº 221, Corporación Viva la Ciudadanía. www.vivalaciudadania.org
https://www.alainet.org/es/active/40479?language=en
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