Aprender de la historia para hacer historia

26/12/2010
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  • Opinión
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Lo ocurrido en las últimas semanas con la trunca relación entre fuerzas de izquierda, en aras de buscar puntos de encuentro para su participación en los comicios presidenciales de abril 2011 y el desenlace que tuvo, especialmente con Fuerza Social, me ha hecho pensar (como a muchos) en cuánto se ha avanzado en todo aquello que se ha denominado como “renovación de la política” y la búsqueda en generar un espacio nuevo desde la izquierda.
 
En principio, no se si todos los que actúan desde el espectro de la llamada izquierda (sea centro izquierda o más hacia la izquierda o lo que pudiera lindar con radicales de izquierda), puede decirse que buscan un proceso de renovación de la política. En todo caso, es una cuestión que no sólo es monopolio de la izquierda pero que podríamos decir que es desde donde se había puesto cierto interés y esfuerzo desde ya hace un buen tiempo, aunque todavía sin mucho éxito.
 
En realidad, lo podríamos identificar retrospectivamente, desde que la izquierda peruana redescubrió la “democracia” en los años 80s; la influencia que tuvo la posterior caída del muro de Berlín y la disolución de la URSS; el efecto que causó la implosión (especialmente) de los partidos políticos de la izquierda en los 90s; más recientemente, podríamos aludir a la incapacidad que se tuvo para explicarse adecuadamente fenómenos como los del nacionalismo de Humala (quizás debida también a una falta de autocrítica de lo que fue la actuación de la izquierda en todo el periodo anterior). Sin embargo, todos esos hechos, y algunos otros seguramente, nos condujeron a intentos diversos de “renovación” de la izquierda y de la política desde la izquierda. Como vemos, no es algo tan nuevo. Lo nuevo siempre será la posibilidad de llevarlo a efecto en algunos aspectos adicionales a lo que ya se pudiera haber avanzado y de hecho se ha avanzado.
 
Por ejemplo, el tema de lo democrático es algo que se hizo sentido común en una izquierda que desdeñaba dicho concepto porque se creía más en la “dictadura del proletariado” como vértice del ejercicio del poder; paulatinamente el voto y las ánforas se valoraron no sólo tácticamente sino como una cuestión determinante para la construcción de una “nueva sociedad”. La cuestión democrática no sólo se asumiría como un tema de sistema político sino como intento de práctica interna de organización partidaria.
 
 La caída del llamado socialismo real nos permitió aprender que no podía centrarse la acción política en la existencia o no de “faros” (del “pensamiento correcto”) del socialismo o de la revolución y que cada experiencia debía hacer creativamente su propio camino y experiencia, contando por cierto con las enseñanzas de otros procesos ya vividos. Vinculado esto a la democracia, la revolución se va a visualizar como la plena y participativa democratización de la política, la economía, la sociedad y la cultura.
 
La disolución del sistema de partidos en los noventas (durante la experiencia de Fujimori), como se verá, no sólo afectó a la izquierda, pero ésta tuvo mayor dificultad de recuperarse. De hecho, hasta hoy no lo ha conseguido, salvo algunos sueños de ilusión y espejismo que nos dan triunfos circunstanciales, como los ocurridos con FS en Lima o en algunas regiones del país. Un triunfo no hace a un partido, creo que eso queda más claro; incluso, puede establecer el riesgo de afianzar prácticas caudillistas sin que sean lo deseable o proponerse conscientemente. Es lo que se puede ver en muchas zonas del país, al punto que podríamos decir que se han descentralizado los caudillos pero no se ha superado prácticas de dicha naturaleza.
 
El hecho ya posterior, del casi triunfo de Ollanta Humala en las elecciones del 2006, recompuso el panorama político peruano. Se podría decir que levantó nuevamente las expectativas de que una fuerza “antisistema” era posible (y la izquierda siempre se propuso en sus orígenes como “antisistema”), aunque estaba incubada desde otros intereses, muy distintos a los tradicionales de la llamada “izquierda histórica” (es decir, de sus partidos más conocidos); por eso la izquierda en esa fecha (2006), en un extremo de miopía, tuvo sus propias tres candidaturas que –sumadas- no alcanzaron ni el 1.5%. Ese coctel de resultados llevó a varios sectores izquierdistas (de los pocos que fueron quedando) a la inacción; otros realizaron sumas simples y vieron que era posible influir desde adentro; en otros casos, se siguió en la búsqueda de nuevas opciones (mostradas como débiles aún), en un contexto donde la izquierda había desaparecido del escenario político oficial y social.
 
Un aspecto adicional que habría que recordar es que, ya en la experiencia con Toledo, algunos otros sectores de izquierda se habían subsumido en su gobierno (2001-2006). No se si en mérito de ello, pero quedaron huellas que años después también fueron marcando las apreciaciones políticas. Una de ellas fue la de pensar (excesiva y muy tempranamente), en que sólo el Cholo era capaz de actuar como el “mal menor” del 2011, con la idea de que nada cambiaría (o podría, con voluntad política, cambiar); el razonamiento era que de lo que nos debíamos “cuidar” era del peligro de Keiko y la posibilidad de que saliera electa, cuestión que sólo hacía notar un profundo pesimismo y poca capacidad de hacer política distinta. Por alguna razón, Humala siempre estuvo descartado de antemano.
 
Un panorama como el triunfo de Susana Villarán y Fuerza Social en Lima se veía imposible (de hecho, era poco probable). Sin embargo, se hizo realidad; es cierto, acompañada de algunas circunstancias algo fortuitas, pero así también es la política, cierto azar y manejo en el escenario que puede terminar soplando favorablemente, más aún en un contexto donde no hay un consistente sistema de partidos y existe un cierto cansancio de que se de “más de lo mismo” y donde no sólo se quiere ver “caras nuevas” sino sentidos, confianzas, aspiraciones y sueños posibles, que permitan creer en nuevas posibilidades. Y la gente se termina animando, motivando y termina apoyando cosas así.
 
Pero no se crea que ello es automáticamente algo muy consistente, sino se le acompaña de voluntad política, organización y de generar procesos que puedan ayudar a consolidar los nuevos caminos que se abren. Allí se pone en juego la renovación de la política, en cómo se hace para traducir en nueva utopía y organización las oportunidades que se plantean.
 
Quizás más que quejarnos de nuestros errores, aunque sí hay que hacer balance de ellos (junto a los aciertos tenidos), de lo que se trate sea el de empezar debatir en serio que queremos traducir como renovación política en los siguientes cinco años (y treinta años), en lo que se refiere a aspectos tan significativos como la institucionalidad democrática; el liderazgo, los actores y el sistema de partidos; los caminos de la construcción de ciudadanía; la cultura política que queremos desarrollar; la organización partidaria que debe acompañar ello. Aspectos que debieran servir para identificar los gestos políticos que correspondan y centrar una mirada encarnada desde nuestro proceso político como país.
 
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